DGD: Redes 162 (clonografía), 2012 |
domingo, 28 de diciembre de 2014
Las tres categorías del mal
En cuanto a la naturaleza del mal, la filosofía
y la teología concuerdan con Leibniz en clasificarlo en tres grandes
categorías: físico, moral y metafísico, “de acuerdo a la naturaleza de la
perfección con la cual limita”. El mal físico incluye a todo lo que daña al
hombre, sea porque afecte a su cuerpo, o porque frustre sus deseos “naturales”,
o porque evite el pleno desarrollo de sus capacidades y poderes a nivel
individual o colectivo. Ejemplos de todo ello serían la enfermedad, el
accidente, la muerte, y también las instancias de una organización social
imperfecta: miseria, opresión, violencia, así como todo tipo de desorden
mental: angustia, decepción, resentimiento, culpa, adicción, etcétera (cuyo
carácter y grado dependen de las “disposiciones naturales” de cada quien y del
específico contexto social de que se trate). Dentro del mal físico se halla
toda limitación de la inteligencia que impide a los seres humanos la completa
comprensión de sí mismos y de sus circunstancias.
En términos generales se dice que la segunda
categoría, el “mal moral”, sólo es sufrido por los seres inteligentes y se le
define como la desviación de la voluntad humana de las prescripciones del orden
moral, incluyendo las acciones que resultan de esa “desviación”. Según la
filosofía estoica, el mal moral procede de la obstinación del ser humano, no de
la voluntad divina, y puede ser dominado por un fin bueno. El famoso himno de
Cleantes a Zeus exclama: “Nada se realiza sin ustedes [los dioses] en la
tierra, el mar o el cielo, excepto el mal que los hombres cometen por su propia
necedad. Así ustedes han unido todo el mal y todo el bien para que pueda haber
un esquema razonable y eterno de todas las cosas”.
Esta segunda categoría de mal puede, no sin
cierta ironía, llamarse “laico”, en primer lugar porque se limita a las
circunstancias de la vida en el “orden material” (el mal moral es esencialmente
un mal social), pero en segundo lugar porque abre la puerta a la tercera
categoría del mal, el metafísico (la palabra “laico” implica a su opuesto, lo
religioso); en éste ya interviene la religión, según la cual el bienestar del
hombre es afectado por el orden sobrenatural (para la mayoría de las
religiones, el mundo es malvado y debemos esperar calladamente la llegada de
otro mejor).
Según Leibniz, el mal metafísico alude a la
condición de la realidad de los seres; en tanto creados, éstos son finitos,
imperfectos y malvados si se les compara con la infinitud, perfección y bondad
absolutas de su Creador. Esta idea es rechazada por la teología católica; a
finales del siglo XIX el teólogo español Zeferino González, obispo de Córdoba, escribía:
“Nadie dice ni concibe que la piedra, por ejemplo, es mala porque carece de
entendimiento y libertad. No debe, pues, admitirse el mal metafísico; y en todo
caso, si a alguna cosa debería atribuirse este nombre, sería a la nada, en
cuanto excluye a toda entidad, y por consiguiente a toda bondad trascendental y
metafísica”. Aquí puede localizarse una propuesta sobreentendida: a semejanza
del mal moral, el mal metafísico sólo se encuentra en los seres inteligentes;
son únicamente ellos los que lo sufren, acaso porque asimismo son los únicos en
concebirlo... y acaso en crearlo. Porque si el hombre fue creado de la nada, él
mismo ha creado, por contraposición, a una nada en la que se refleja con
espanto.
Si el mal metafísico equivale al máximo
determinismo (el hombre nada puede hacer por remediarlo), el mal moral depende
de la libertad humana puesto que ella consiste en la capacidad de elegir
acciones bondadosas (virtud) o perversas (pecado). Según Leibniz, ninguno de
esos males es querido por Dios, aunque éste los tolera por diversas razones,
entre otras porque contribuyen a la armonía del todo. El mundo, considerado en
sí mismo, sería bueno: el mal contribuye a la bondad, en tanto de él se derivan
“beneficios mayores”. Bajo esta definición del optimismo leibniziano, el mal
debe entenderse no en lo particular sino en una visión de conjunto que
justifica o incluso exculpa a Dios de la acusación de haber creado a los males
del mundo.
Prácticamente todas las interpretaciones del mal
dependen, entonces, de la comparación. San Agustín afirma que el bien es tanto
más hondo cuanto mayor sea el mal con el que se compara:
Aun lo que llamamos mal en el mundo, bien ordenado y colocado
en su lugar, hace resaltar más eminentemente el bien, de tal modo que agrada
más y es más digno de alabanza si lo comparamos con las cosas malas. Pues Dios
omnipotente, como confiesan los mismos infieles, “universal Señor de todas las
cosas”, siendo sumamente bueno, no permitiría en modo alguno que existiera
algún mal en sus criaturas si no fuera de tal modo bueno y poderoso que pudiera
sacar bien del mismo mal.
Sin embargo, no es este el nivel dialéctico en
que el ser humano ha usado a la comparación, y lo que en realidad sucede en su
psiquismo es que a mayor mal, menor bien. Y esto no es extraño, puesto que
corresponde a la relación hombre-divinidad; el individuo ha elegido a un arduo
espejo para mirar su propia imagen: al compararse con cada uno de los atributos
de la divinidad, comenzando por la infinitud, la perfección y la belleza
absoluta, se contempla finito, imperfecto y “desagradable”. Si se cumpliera la
ecuación de Agustín, el ser humano sería tanto más grande cuanto mayor fuera el
Dios con el que se compara. En la práctica, el mal aplasta al bien de la misma
manera en que la divinidad ensombrece al hombre.
Quizás advertido de esto, Agustín anota que no
cualquier mal hace resaltar al bien, sino sólo un mal “bien ordenado y colocado
en su lugar”. Mas ¿es posible ordenar bien al mal, fuera de la mecánica de
insertarlo en una estructura de ideas? Esa estructura no corresponde a la
realidad cotidiana, en donde el mal, caos puro, es absolutamente “inordenable”;
en sociedad el mero intento de colocar al mal en su lugar resulta absurdo,
puesto que todos los lugares sociales parecen pertenecer al mal, y por tanto no
hay ninguno en donde éste haga resaltar al bien hasta elevarlo a su propia
estatura. Bien y mal no parecen magnitudes contrapuestas de igual poderío.
Podría imaginarse un ejemplo: el esfuerzo
humanitario de médicos y enfermeras de la Cruz Roja en medio del horror de una
guerra; ante la mirada colectiva, la magnitud del conflicto no parece resaltar
la labor heroica de estas personas hasta volverlas símbolos de un bien tan
grande como el mal. Lejos de ello: esa entrega magnífica, ese esfuerzo anónimo,
ese abnegado sacrificio parece excepcional, una mínima luz que restalla por un
segundo en mitad de una pavorosa oscuridad, de una Nada infinita e insondable.
*
Bibliografía
Zeferino González: Filosofía elemental, 2ª ed., 2 v., Imprenta
de Policarpo López, Madrid, 1876.
*
[De Libro de Nadie 3. Leer capítulo siguiente.]
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