DGD: Redes 3 (clonografía), 2008 |
jueves, 5 de marzo de 2015
Pluralidad del dolor
El gran problema que permanece es a la vez
físico, moral y metafísico: el sufrimiento. Los estudiosos más o menos laicos
piensan que ningún dolor es causado por las inevitables limitaciones de la
naturaleza, aunque al afirmar esto se ven obligados a excluir un enorme
sufrimiento, el de los animales (impuesto ante todo por el hombre), e incluso
pasan por alto otras penurias que se dan en una esfera más ajena a la
percepción humana pero no por ello inexistentes, como la muy concreta
posibilidad de dolor en las esferas vegetal y mineral. En todo caso, estos
pensadores aseveran que esa aflicción sólo puede llamarse “mal” por analogía, y
en un sentido muy diferente de aquel según el cual ese término se aplica a la
experiencia del hombre. Esto resulta interesante, puesto que entonces el
término “metafísico”, de forma paradójica, se debería entender como sólo
funcional en la esfera humana, y esto sólo porque los metafísicos son humanos y
porque aún no contamos con una metafísica de origen animal, vegetal o mineral,
como ha soñado alguna vez la ciencia-ficción (el máximo ejemplo es sin duda un relato de Ursula K. Le Guin de hermoso y
largo título: “El
autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de la sociedad de
zoolingüistas”).
Lo metafísico en esta tercera categoría de mal
brota sólo a posteriori. En una de sus cartas a Leibniz, el filósofo
Samuel Clarke supone que el desorden de la naturaleza es aparente, puesto que
forma parte de un plan definido y satisface a las intenciones del Creador del
universo; por lo tanto, debe contemplarse como una “perfección relativa” en
lugar de una imperfección. Para Clarke y otros filósofos, decir que hay un
“mal” en la naturaleza es una mera analogía, y cuando lo decimos estamos
transfiriendo a los objetos irracionales los ideales subjetivos y las
aspiraciones de la inteligencia humana. Existe, pues, un cinismo y hasta una
forma extrema de la soberbia cuando sólo se reconoce existencia al sufrimiento
humano y se deja fuera (por “falta de información fidedigna”) al de otros
reinos de la creación, en todo caso equiparando el dolor de los animales, vegetales
o minerales al rango de los objetos inanimados, mecánica que a nivel metafísico
proviene de la orgullosa negación de alma a todo lo que no es humano. La
preocupación por el dolor de lo otro
se llega a calificar como un “error de antropomorfización surgido de mentes
primitivas”, y doctrinas como la del karma o la metempsicosis son descartadas
como prerrogativa de las “eras oscuras”.
A lo más que se ha llegado en este terreno es a
la suposición de Teófilo, obispo de Antioquia (s. II), acerca de que el sufrimiento
animal (este autor no hace ninguna mención del vegetal y aún menos del
mineral), junto con muchas de las imperfecciones de la naturaleza inanimada, se
debe a la caída del hombre, “parte central de la creación” a cuyo bienestar
están ligados los destinos del resto de las criaturas. Siguiendo a santo Tomás,
Descartes (fielmente continuado por Malebranche) exclamó que los animales son
meras máquinas, sin sensaciones ni conciencia. Por su parte, Leibniz concede
sensaciones a los animales, pero considera que la mera auto-percepción, si no
va acompañada por la reflexión, no puede causar ni dolor ni placer, y en todo
caso coloca al placer y al dolor animales en el mismo “bajo nivel” de los actos
reflejos en el hombre. Si el mal es sufrimiento, el ser humano sólo es
responsable del que se inflige a sí mismo y a sus “semejantes”. Según esta
visión, los seres y criaturas “sin alma” (o “sin razón”) pueden ser
exterminados sin culpa porque son máquinas, viven en el más elemental de los
estados y carecen de conciencia (o de “alma”). Las religiones e ideologías mayoritarias
aprovechan este “apoyo filosófico” para que la “producción de bienes” continúe
y tengan la conciencia tranquila el ganadero que cría animales para la matanza,
el matancero en los rastros y el ciudadano que se alimenta del sistemático
exterminio.
Los autores medievales sostienen que “ser y bien
son lo mismo”; así, el mal consiste en el no-ser, en la negación o carencia de
ser. El mal puede ser una ausencia, pero el dolor, que es la prueba o medida del
mal físico, tiene sin duda una existencia positiva. ¿Cómo conciliar el hecho de
que el mal sea ausencia pero su principal manifestación, el dolor, sea una
presencia? En 1972 la homilía del Papa Paulo VI lo reconocía: “El mal no es ya
sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido
y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”. Los filósofos aceptan
el dolor, aunque le conceden carácter de “puramente subjetivo en tanto
sensación o emoción”; pero ¿es en verdad “subjetivo” el inmenso sufrimiento que
revela el planeta humano? ¿La medida de la ausencia (lo que falta en el mundo)
puede advertirse en la devastadora medida de la presencia (lo que hay en el
mundo)?
Esta es la liga con la moral y la religión: la
acción perversa de la voluntad, de la que depende el mal moral, es más que una
mera negación: no sólo rechaza a la acción correcta (lo que implica al elemento
positivo de la elección en estado de pasividad), sino que emprende una acción
incorrecta (que depende del libre albedrío). Evidentemente, las tres categorías
de mal están íntimamente conectadas y sólo se diferencian en sus graduaciones y
manifestaciones: el mal físico, el moral (social) y el metafísico se suman en
una inmensa ausencia que en la práctica es siempre entendida como privación.
Un despojo, además, cruel y prepotente: Dios no dio a sus seres favoritos todo
lo que podía haberles concedido. En el fondo, el ser humano no se siente el
favorito, y sabe muy bien que el título honorario de “parte central de la
creación” se lo ha otorgado él mismo.
Por lo pronto, el hombre es inferior a todos los
seres a los que él llama “inferiores”, como los animales, puesto que ellos
desconocen la muerte y no viven, como él, angustiados por esa y todas las demás
negaciones-despojos. ¿De qué sirve esa conciencia que le dio el Creador, si es
conciencia del exterminio, del sufrimiento y de la propia ausencia de Dios?
¿Qué sentido tiene haberle dado un libre albedrío, si éste funciona exactamente
como se suponía que debía hacerlo, es decir eligiendo al mal como la única
respuesta a la incomprensible privación que perpetró la divinidad contra sus
“criaturas más amadas”? El mal parece en efecto la única respuesta: el absurdo
máximo contra el absurdo supremo.
De toda esta maraña se desprende que sólo el mal
moral —y algunas formas del mal físico, como la enfermedad— se halla bajo el
control del hombre; éste puede elegir entre respetar los preceptos de un código
moral o desviarse de él —o puede en alguna medida evitar o curar ciertas
enfermedades—, pero quedan “fuera de sus manos” tanto la mayoría de las
manifestaciones del mal físico como todo el mal metafísico. Sea cual sea la
escuela de pensamiento que define al mal, queda claro que el factor humano de
elección es mínimo. El hombre parece un mero juguete del mal, y ni siquiera
acierta a definirlo. Porque en el fondo todo hombre comparte la exclamación de
Camus en La peste (1947): “Yo despreciaría hasta la muerte el amar a una
creación en la que los niños son torturados”. Y con mayor resonancia aún,
Adorno escribe: “Después de Auschwitz, la sensibilidad no puede menos que ver
en toda afirmación de la positividad de la existencia una charlatanería, una
injusticia para con las víctimas, y tiene que rebelarse contra la extracción de
un sentido, por abstracto que sea, de aquel trágico destino”.
*
Bibliografía
Ursula K. Le Guin:
“The author of the acacia seeds and other extracts from the journal of the
Association of Therolinguistics”, en The compass rose, Harper & Row,
Nueva York, 1982. [“El autor de las semillas de acacia y otros extractos del diario de
la sociedad de zoolingüistas”, en La rosa de los vientos, Edhasa,
Barcelona, 1987.]
Roger Ariew (ed.): G.W.
Leibniz and Samuel Clarke. Correspondence, Hackett, Indianapolis, 2000.
Teófilo de
Antioquia: Ad Autolycum [A Autólico], Oxford University Press
(Oxford early Christian texts series), 1970. Ed.: Robert M. Grant.
Theodor W. Adorno: Negative
dialectics (1966), Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1970. [Dialéctica
negativa, Madrid, 1975.]
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