domingo, 6 de agosto de 2017
La literatura “rara” y las corrientes subterráneas (XIV)
Cuando en literatura se habla de los géneros “raros”, “alternativos”,
o incluso “inestables”, se piensa, primero, en una oposición, y luego en una
serie de brotes a los que no liga entre sí sino justamente eso, el ser brotes
opuestos a algo. Es decir que no los une más que la rebeldía, el impulso, la
contraposición, y por eso ya no se les busca otro tipo de interrelación. Y eso
es hasta cierto punto comprensible, porque unirlos o identificarlos entre sí
parece el intento de formar con ellos una nueva tradición, cuando precisamente
lo que los identifica es el separarse de la tradición, el cuestionarla, a veces
el atacarla directamente.
Esto sucede
ante todo con los escritores llamados “secretos”, o “raros”, o “marginales”,
siempre injustamente, porque se les hace depender de la tradición y hasta
formar parte de ella, ya que no hay tradición sin una constante reformulación,
y para seguir siendo lo que es y no cambiar, la tradición requiere a la
ruptura. Pero una vez que a estos escritores se les retira ese juicio oprobioso,
esos adjetivos tramposos, se descubre una cierta relación entre ellos que sólo
podría llamarse extrañeza.
Y es que
existen corrientes subterráneas entre los brotes, las vanguardias, los
movimientos contestatarios, lo mismo que las hay entre escritores que en todas
las épocas han encarnado a la extrañeza, o mejor dicho al extrañamiento. Resulta evidente que esas corrientes nacen en
contraposición, en respuesta, en inconformidad respecto a una determinada tradición.
Pero no es la única forma de contemplarlas. Una vez que se les retira de la
arena en la que luchan los contrarios (en este caso, tradición y ruptura),
quedan a la vista otras formas de parentesco, de coincidencia, de apetencia
común a todos ellos aunque en cada uno sea única e irrepetible.
El hombre-naturaleza
Se trata de diálogos profundos entre autores que con
frecuencia ignoraron la existencia uno del otro. Algunos autores se acercaron más
o menos al punto de no retorno; otros llegaron a cruzarlo, y dejaron testimonio
de esa experiencia casi intransmisible; unos cuantos nacieron más allá de ese
punto y desde ahí hablaron y trabajaron: su territorio íntimo era ese al que
resulta incluso falso llamar extrañeza,
puesto que esta palabra, aunque justa, convoca de inmediato a su opuesto, lo
normal, lo corriente, lo familiar. Sería menos equívoco llamarlo territorio
original, primordial, unitario.
Y cuando se
menciona ese territorio hay un nombre indispensable, el de Antonio Porchia, el
maestro italo-argentino que fue autor de un solo libro múltiple e infinito
llamado Voces y conformado por breves
sentencias a las que el autor se rehusó a llamar “aforismos”. Una de sus voces afirma: “Jamás digan de mí que
escribo aforismos. Me sentiría humillado”.
Es larga la
lista de autores con quienes Porchia ha sido de una u otra forma relacionado
por la crítica en un esfuerzo por crear una “tabla de verosimilitud” (de Lao
Tse a Kafka, de Pascal a Nietzsche, de Blake a La Rochefoucault o Lichtenberg).
Un escritor que no aparece en esa lista y con el que sin embargo Porchia guarda
una muy especial relación es el esquivo y muy secreto Malcolm de Chazal, el
poeta místico surrealista que vivió toda su existencia en su natal Isla
Mauricio y ahí costeó, en ediciones de autor, su vasta obra de más de cincuenta
títulos en los que el fragmento, la sentencia y el aforismo conforman la parte
esencial.
Son ya visibles las similitudes con la vida y obra de
Porchia; más sorprendente es el diálogo subterráneo de estos dos escritores que
con toda seguridad se desconocieron entre sí.
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