DGD: Morfograma 32, 2018. |
sábado, 15 de septiembre de 2018
El misterio de los actores y de la actuación (XXXII)
Sufrimiento como
materia prima
Que el sufrimiento es no sólo “prerrogativa” del actor sino
su única materia prima, lo constata un comentario de la legendaria Maria Schildknecht, maestra sueca de
actuación, cuando, refiriéndose a uno de sus discípulos, Alf Sjöberg, dijo: “Era
un actor joven muy talentoso, pero tan jodidamente perezoso que se hizo
director”.
No es un caso abundante, pero es sin
duda el origen de la tensión que en general existe entre directores y actores.
Aquéllos suelen desvalorar a los actores por medio del argumento de que éstos
son vanidosos y no ven más allá de sus narices, mientras que el director
contempla una “visión de conjunto”. En compensación, los actores se quejan con
frecuencia de que los directores (sobre todo aquellos que no han actuado, pero
también los que sí lo han hecho) no comprenden el esfuerzo a veces trágico del
actor. Los directores, por su parte, se quejan de que el actor siempre quiere
dirigirse a sí mismo y hay que entablar con él una lucha a muerte para “bajarle
los humos”; pero ya Bergman establece la balanza (hablando también de Alf
Sjöberg): “Como todos los directores, él también representaba el papel de
director. Como además era un actor de talento, la interpretación era
convincente: visionario y práctico”.
El actor se dirige, el director se
actúa. A mitad de camino nacen las grandes confrontaciones y, a veces, las más
memorables colaboraciones.
La habilidad de
manifestar
Jim Carrey habla de la locura y la cordura del actor:
Tengo esta loca creencia en mi propia habilidad para
manifestar cosas. Loca creencia que es, en última instancia, una completa
cordura, porque creo que somos creadores; creo que creamos con cada
pensamiento, cada palabra; cada momento está preñado con el siguiente momento
de tu vida. Este es un viaje fantástico. He sido desafiado por él y ha sido
realmente difícil a veces, pero a fin de cuentas es el último lugar en donde
seremos capaces de decir la verdad. Y eso es en lo que el trabajo de ustedes
consiste ulteriormente; ya sea que lo hagan de un modo abstracto, o real, su
trabajo es decir la verdad acerca de la humanidad. Los dramaturgos son los que
nos permiten decir la verdad. Nosotros la expresamos, y esa es una cosa
fantástica. [XVII-2, 10-1-2011.]
En este comentario de Carrey se contienen, una vez más,
numerosos sobreentendidos: la creación es una forma de locura, y lo es también
la fe del artista en sí mismo, pero creación y fe son también cordura porque
apuntan a decir la verdad acerca de lo humano. En otras palabras, son demencia
si se consideran en el contexto de lo inmediato, y cordura si son contempladas
a lo lejos, en el “cuadro completo”, o como se dice en inglés, in the long run.
Según lo que
implica la declaración de Carrey, la verdad no es creada por el actor: está en
los textos, y el actor es la expresión de esa verdad. Si el texto es creación,
equivale a demencia/cordura, y asimismo la expresión de ese texto es demencial/cuerda.
La locura del actor —y del artista en general— se apoya en una cordura que
nadie ve en lo inmediato y que sólo será apreciable “con perspectiva”. De ahí
que sea locura la confianza del artista —y del actor en particular— en sí
mismo, es decir, en la verdad a la que está expresando y transmitiendo.
Sin embargo,
¿cuál es esa verdad y cómo es posible
concebirla? Este proceso que implica Carrey tiene una conclusión ineludible y
paradójica: 1) la verdad es algo que no puede verse en lo inmediato ni en el
presente; 2) es algo que sólo existe en la carrera larga, con perspectiva,
lejos, en el panorama general, en el “cuadro completo”; 3) es, por ello, algo en
lo que sólo se puede tener “confianza ciega” o “fe loca”. Equivale, por lo
tanto, a una promesa o a una amenaza; o mejor dicho, es el anuncio de sí misma
y nunca su cumplimiento.
Para entrever
cuál es exactamente la paradoja, podría preguntarse: ¿quiénes ven los “cuadros
completos”? Una posible respuesta apuntaría a los historiadores, que saben
considerar a las épocas como episodios de una especie de narrativa general. Sin
embargo, en el momento en que el historiador “ve un cuadro completo”, inevitablemente
lo inserta en la inmediatez, o dicho de otra manera, convierte a esta narrativa
general en un episodio del siguiente nivel: lo que parece un todo no es sino
una parte de un Todo mayor que automáticamente queda en una nueva lejanía. Como
en los sueños, la meta se aleja a medida que el soñador corre hacia ella.
Si la cordura
es sólo definida por el “cuadro completo”, y si éste nunca se presenta (puesto
que cuando aparece es ya un cuadro incompleto), no queda sino la locura del
artista (incluido el actor), cuyo único sustento es una fe delirante que no se
aplica a un numen o una deidad exteriores sino única y exclusivamente a quien la experimenta (no cree en una determinada magnitud sino en el acto mismo de creer: cree en que cree —o bien, cree en que no cree—): una fe que nunca culminará
en una revelación y sólo se sustenta en sí misma. Sólo por ello se la llama
locura.
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