martes, 25 de agosto de 2020

El misterio de los cien monos (LI)

DGD: Morfograma 102, 2020.

 

 

Tasa de realidad y tasa de autoridad

 

La objetividad es vista como seriedad y ésta conduce a la autoridad, que es un mecanismo de poder. No es por otra razón que cualquier ciencia “alternativa” representa una incomodidad intelectual para el científico ortodoxo que se ve más o menos obligado a considerarla. Es la distancia cuidadosamente mantenida entre química y alquimia, o entre astronomía y astrología. El esfuerzo de esta última por estudiar seriamente la posible relación entre los movimientos planetarios y la vida individual implica en el adverbio “seriamente” un doble esfuerzo: el primero concierne a su propio objeto de estudio y su metodología; el segundo, a su necesidad de ser tomada en serio. Este último esfuerzo termina por ser mayoritario y gasta casi toda su energía. Es así como toda disciplina “alternativa” se ve de entrada luchando contra el aura que se le impone desde afuera: la clandestinidad.

          Muy pocos científicos de la corriente ortodoxa aceptarán pertenecer a ella: dirán que pertenecen a la ciencia. En todo caso pondrán por delante su “criterio abierto”. En el otro extremo, muy pocos científicos heterodoxos romperán del todo las ligas con la Academe, a riesgo de perder toda su credibilidad, es decir, esa porción de autoridad necesaria para ser escuchados. Rupert Sheldrake está en este último caso, y de ahí la cautela que determina sus investigaciones. El precio es considerable porque implica una especie de equilibrismo en la cuerda floja: por más alto que sea el vuelo imaginativo, debe estar anclado en una “base científica” (la tan aclamada evidencia); de este modo, las intuiciones más deslumbrantes deben ser traducidas al lenguaje de la ciencia aunque —como muy probablemente sucede con mayor frecuencia de lo que suponemos— pierdan en el transcurso sus verdaderas ligas con el misterio.

          Aun cuando Carl Sagan advierte que “Los argumentos de autoridad tienen poco peso: en la ciencia no hay ‘autoridades’” (The Demon-Haunted World, 1995), está usando su propia autoridad para que tal advertencia sea escuchada. No hay, pues, una verdadera contraposición entre una autoridad individual (la de Sagan, por más bien intencionada que sea) y la autoridad de la ciencia en abstracto. Esta última no es sólo complementada sino reforzada por la advertencia de Sagan, que a despecho de sí misma desemboca en un ulterior sobreentendido: el de que la autoridad de la ciencia (en singular, es decir en tanto magnitud única y global) retiene todo su peso y puede seguir actuando incluso cuando se acepte —en casos remotos— que en ella no hay “autoridades” (en plural, es decir en tanto individualidades más o menos identificables cuyo “poco peso” puede ser restado a la magnitud única y global).

          El poder funciona del mismo modo en todos los niveles: no hay “autoridades” sino autoridad. Ésta reposa entera en cada uno de sus voceros (a todo lo largo de la pirámide del poder que va desde mandatarios hasta secretarios, desde ejecutivos hasta empleados de ventanilla) y es lo que les permite hacer uso del poder: mientras hagan uso, estarán respaldados por el todo (en tanto autoridad); sin embargo, ese mismo uso les impide desprenderse de la corriente en que se mueve la globalidad del poder: en cuanto intentaran hacerlo (en tanto “autoridades”), serían aplastados por ese mismo todo.

          Toda autoridad se basa en simplísimos sobreentendidos. La autoridad de la ciencia no es una excepción, y el sobreentendido en el que descansa puede desglosarse así: el mayor producto legado por el mundo científico al hombre de la calle es la tranquilidad, la seguridad, la confianza en el desarrollo y la evolución: el universo es una máquina y lo que aún no sabemos de él equivale sólo a partes aún no descubiertas del mecanismo.[1] Lichtenberg lo expresa con exactitud:

 

Nada obstruye tanto el avance de la ciencia como creer que se sabe lo que aún no se sabe. Este es el error en que incurren los entusiastas inventores de hipótesis. [Aphorismen, 1902-1908.]

 

Lo que en la academia es “incomodidad intelectual”, en la gente común corresponde a una alarma (intranquilidad, pérdida de seguridad y confianza) pero también a una duda respecto a la autoridad. Dicho en otras palabras: a cada manifestación heterodoxa, la ortodoxia pierde poder. Esta última lo sabe desde siempre, y por ello destina una parte de su estrategia a perder el menor poder posible, e incluso a usar esa pérdida inevitable como apoyo indirecto a largo plazo.

 

*

 

Nota

[1] La fuerza de este fenómeno ha llegado a convertirlo en un mito de la modernidad. Cf. Mary Midgley: Science As Salvation: A Modern Myth and its Meaning, Routledge, Londres, 1992.

 

Libros citados

Lichtenberg, Georg Christoph: Aphorismen, Albert Leitzmann, Berlín, 1902-1908. [Aforismos, Fondo de Cultura Económica, Breviarios 474, México, 1989.]

Sagan, Carl: The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark, Random House, Nueva York, 1995.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LII).]

 

 

 

 

sábado, 15 de agosto de 2020

El misterio de los cien monos (L)

DGD: Morfograma 101, 2020.
 

 

 

Mentiones, psicones y psitrones

 

Lo que la física experimental busca, a fin de cuentas, es un “eslabón perdido” entre la mente y la materia, con el oculto propósito de materializar la mente y racionalizar el misterio. La ratio occidental (que no por casualidad es el soporte esencial del poder instituido) no se dejará vencer fácilmente. Esto se muestra muy bien en un párrafo del astrónomo iconoclasta Valdemar Axel Firsoff: “La mente es una entidad o interacción universal, del mismo orden que la electricidad o la gravitación, y debe existir un módulo de transformación análogo a la famosa ecuación de Einstein: E = mc2, por el cual la ‘sustancia mental’ podría igualarse o equivalerse con otras entidades del mundo físico” (Mind, Life, and Galaxies, 1967). Firsoff incluso imaginó la existencia de “partículas elementales de la sustancia mental”, a las que propuso llamar “mentiones” (mindoms), con propiedades similares a las del misterioso neutrino. En la misma línea, Whately Carington (Matter, Mind, and Meaning, 1949) y Cyril Burt (Extrasensory Perception and Psychology, 1975) proponen la existencia de “psicones” (psychons), que serían menos partículas que configuraciones, es decir, posibilidades.

          Por otra parte, la noción de “psitrones” (psytrons) centra el complejo modelo de universo pentadimensional de Adrian Dobbs (modelo que sutiliza y hace aún más intrincado al de Eddington y otros), según el cual existen cinco dimensiones: tres espaciales y dos temporales. En una de esas dimensiones del tiempo se hallan, en total simultaneidad, todos los factores de probabilidad de cualquier suceso; la percepción humana sobre esos factores (a la que Dobbs llama pre-visión, para desentenderse del concepto de “precognición”, intelectualmente incómodo) predispone a algunos de estos factores hacia un determinado estadio futuro, que se cumple en la otra dimensión temporal. Puesto que los “factores tendenciales” del sistema no pueden ser observados ni deducidos, el hombre recibiría información acerca de tales factores a través de hipotéticos mensajeros que son precisamente los “psitrones”.

          Pese a la enorme y brillante abstracción que implica esta hipótesis de Dobbs, no hay en ella demasiada diferencia respecto a los demás intentos de la ciencia por “encontrar una base científica” en la telepatía o la percepción extrasensorial durante los siglos anteriores al XXI. El eufemismo “base científica” encierra una clave que recorre idéntica todas las eras, independientemente del particular “nivel de desarrollo”: para el paradigma científico occidental, el misterio es sólo “carencia de descubrimiento de una ley”. Numerosos científicos podrán clamar que la ciencia no está ocultando nada y que en realidad no puede hacer otra cosa que ser fiel a su propia esencia (algunos dirán, curiosamente, “su naturaleza”). Sin embargo, es esa esencia la que está férreamente determinada, manipulada y controlada por un paradigma, y no a la inversa. Si la ciencia mayoritaria acepta la dualidad mente/materia, no es para despojar a esta última de su reino. Todo lo contrario: se le ha encontrado un nuevo súbdito, la mente, que puede ser reducida a la “única realidad”: lo material. No exagera Dean Radin cuando afirma que “cuando la ciencia moderna comenzó hace alrededor de trescientos años, una de las consecuencias de separar la mente de la materia fue que la ciencia poco a poco perdió la mente” (The Conscious Universe, 1997). Radin hace un juego de palabras: su frase lost its mind puede leerse también como “se volvió loca”.

          El propio territorio científico-académico actúa con base en una tasa de realidad: las ciencias poseedoras de una estructura “sólida” que explica su funcionamiento (física, química, biología) son llamadas “mayores” e incluso “duras”, es decir, objetivas (tan duras como un objeto: una silla o una montaña), es decir, reales, mientras que aquellas que carecen de idéntica solidez en su estructura (psicología, sociología, astronomía) reciben ante todo dos eufemismos: “menores” o “suaves”, es decir, más subjetivas y menos reales. En esa línea, los ámbitos eufemísticamente llamados “alternativos” (ya sea en la medicina o la arqueología, o bien las áreas de estudio de lo insólito, como la parapsicología) quedan en la parte más baja de esa escala: lo irreal.

 

*

 

Libros citados

Burt, Cyril: Extrasensory Perception and Psychology, Weidenfeld & Nicolsons, Londres, 1975.

Carington, Whately: Matter, Mind, and Meaning, Methuen, Londres, 1949.

Dobbs, H.A.C.: “The feasibility of a physical theory of ESP”, en Smythies, J. (ed.): Science and ESP, Humanitarian Press, Nueva York, 1967.

Firsoff, Valdemar Axel: Mind, Life, and Galaxies, Oliver & Boyd (Contemporary Science Paperbacks 2), Londres/Edimburgo, 1967.

Radin, Dean: The Conscious Universe: The Scientific Truth of Psychic Phenomena, Harper, San Francisco, 1997.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LI).]

 

 

 

miércoles, 5 de agosto de 2020

El misterio de los cien monos (XLIX)

DGD: Morfograma 100, 2020.



Serialidad

 

En medio del océano para el cual no tenemos ni barca ni velas, la humanidad se ha establecido en la ciencia. La ciencia es un témpano flotante. Es sólido, dicen los hombres prácticos, dando con el pie; y en efecto, es sólido, y se afirma y se ensancha más cada día. Pero por todos sus lados se encuentra el agua; y si se ahonda bien en cualquier parte, se encuentra el agua; y si se analiza cualquier trozo del témpano mismo, resulta hecho de la misma agua del océano para el cual no hay ni barca ni velas. La ciencia es metafísica solidificada.

Carlos Vaz Ferreira

 

Un gran pensamiento

Un momento fundamental es aquel en que Heisenberg, en su autobiografía, afirma repetidamente que los átomos no son cosas. A medida que la física cuántica se sumerge en el mundo subatómico, devela un universo que no pocos investigadores han llamado “surrealista”, en el sentido de que los terrenos más temidos por la “objetividad científica” y desechados por “incomodidad intelectual” (contradicción, ambigüedad, misterio) deben ser incorporados al vocabulario y a la mentalidad del investigador, si en verdad quiere enfrentar ese universo apenas develado. Una de las frases más contundentes que expresa esto proviene del Principio de Incertidumbre de Heisenberg: “En el nivel atómico, el mundo objetivo deja de existir”.

          El límpido modelo del átomo propuesto por Rutheford y Bohr, consistente en una representación a escala del sistema solar con los electrones orbitando como planetas un “sol” o núcleo positivo, ha debido cambiarse, puesto que si se quisiera conservar esa analogía, ella debería incluir el hecho de que los electrones brincan de una órbita a otra sin viaje intermedio y que, de hecho, tales “órbitas” no son lineales sino senderos difusos e imprecisos. Como el físico británico William Lawrence Bragg ha dicho (basándose en los trabajos que desarrolló con su padre, William Henry Bragg, galardonados ambos con el premio Nobel de física), los fenómenos subatómicos “parecen ser ondas los lunes, miércoles y viernes, y partículas los martes, jueves y sábados”. El tamaño de los cuanta comparado con el electrón es como el tamaño de este último comparado con la Tierra; esos esquivos cuanta parecen adoptar uno u otro rostro, ondas o partículas, de acuerdo con las expectativas del observador. De ahí la célebre interpretación de la Escuela de Copenhague[1] acerca de la mecánica cuántica: “No hay realidad en ausencia de observación”. La simultaneidad parece la única opción viable, expresada en una noción unitaria: “ondículas”. De ahí que De Broglie afirme que “el electrón es a la vez corpúsculo y vibración”; es en este tenor que Niels Bohr habla de un Principio de Complementariedad. Pero el propio Bohr señala cómo debe interpretarse ese principio a través de su célebre réplica: “Tu teoría es demencial, pero no lo suficiente como para ser verdad”.

          En efecto, esa “complementariedad” es engañosamente asumida. La ciencia se ve cada vez más imposibilitada para asumir la enseñanza de la Tabla Esmeralda: “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba”. En la misma medida en que la física cuántica se hace más y más abstracta, el pensamiento científico, en una extraña compensación, vuelve más y más “concreto” —cabe decir, más material— al universo. Lo que la ciencia acepta en lo microcósmico (incertidumbre, paradoja, indeterminación, pluralidad), a la vez lo rechaza en lo macrocósmico, en donde impone lo contrario (certeza, lógica, reduccionismo, unidimensionalidad).

          En lugar de aceptar los hallazgos del mundo subatómico como metáforas de lo macrocósmico, se habla de “dimensiones separadas”: a cada minuto, lo pequeño y lo grande se hacen más distantes y ajenos uno del otro. Si por un lado Heisenberg afirma que “en el nivel atómico, el mundo objetivo deja de existir”, una especie de curiosa revancha hace que el mundo objetivo a nivel macroscópico exista por partida doble, es decir, que se vuelva cada vez más determinista, impenetrable y mecánico. Esa pérdida se encuentra en la propia esencia del método científico, y Arthur Koestler lo explica claramente en términos de libertad:

 

Las rígidas leyes mecánicas del mundo macrocósmico no se aplican en la microfísica; asimismo, la libertad de que gozamos en el reino de la microfísica no existe a nivel macroscópico. Cualquier átomo es “libre” de hacer esto o lo otro, dentro de las normas de indeterminación de Heisenberg, y todas nuestras afirmaciones sobre el mismo suponen probabilidades, no certidumbres. Pero, conforme a la ley de los grandes números, en un cuerpo macroscópico de trillones de átomos las desviaciones se neutralizan, la suma de probabilidades se integra en una certeza práctica y los viejos tabúes retienen su validez. Para ilustrar este punto de vista, la falta de certeza acerca del paradero de un único electrón en un átomo de hidrógeno es manifiesta: su “mancha” está en toda la extensión de su “órbita planetaria”. Pero la velocidad de un pequeño perdigón puede variar solamente unas doce pulgadas cada siglo y su posición sólo varía en la medida del diámetro de un núcleo atómico. [The Roots of Coincidence, 1972.]

 

El propio Heisenberg parece dar el salto definitivo: “Lo que la escuela de Copenhague denomina complementariedad se corresponde muy nítidamente con el dualismo cartesiano de materia y mente”. Ya en la tercera década del siglo XX, el matemático, astrónomo y físico James H. Jeans (1877-1946) había declarado, en una de sus conferencias de Rede (reunidas en The Mysterious Universe, 1937): “Existe hoy en día un amplio acuerdo, que en el campo físico se aproxima casi a la unanimidad, en el sentido de que el discurso general del conocimiento humano se dirige hacia una realidad no-mecánica. El universo comienza a parecer más un gran pensamiento que una gran máquina”.

          Es necesario notar, sin embargo, que este salto dista de ser verdaderamente arriesgado, y que conserva toda la cautela posible y hasta un cierto retroceso. Existe un motivo oscuro para que tal “amplio acuerdo” fuera logrado casi con “unanimidad” en la comunidad de físicos: si Jeans habla de pensamiento, y si Eddington afirma que “La materia del universo es materia mental”, Heisenberg se encarga de insertar esa noción justamente en el dualismo cartesiano. Inevitablemente enfrentada a los ámbitos del misterio, la ciencia acepta el dualismo “materia y mente”, siempre y cuando éste sea sinónimo de “materialismo y racionalismo”. Así pues, no hay realmente una dualidad, al menos a nivel teórico: si el universo “comienza a parecerse a un pensamiento”, este último es el de Descartes, no el de Hume ni el de Berkeley, y menos el de Chardin, y aún menos el de las escuelas esotéricas de Occidente o las filosofías tradicionales de Oriente. Dicho en otras palabras: no se trata de la vuelta de la ciencia al anima mundi, sino del regreso de la academia a cogito, ergo sum.

 

*

 

Nota

[1] Formulada en 1927 por el físico danés Niels Bohr, en colaboración con Max Born y Werner Heisenberg, entre otros, durante una conferencia en Como, Italia. Se le conoce como “Interpretación de Copenhague” debido al nombre de la ciudad en la que Bohr residía.

 

Libros citados

Bragg, William Henry: The Universe of Light (1933), Dover, Nueva York, 1959.

Bragg, William Lawrence: Atomic Structure of Minerals, Cornell University Press, Nueva York, 1937.

Jeans, James H.: The Mysterious Universe, Cambridge University Press, Cambridge, 1937; AMS Press, Nueva York, 1976.

Koestler, Arthur: The Roots of Coincidence, Hutchinson & Co., Londres/Random House, Nueva York, 1972. [Las raíces del azar, Kairós, Barcelona, 1973.]

 

[Leer El misterio de los cien monos (L).]