jueves, 25 de abril de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XIV: Lo sedentario y lo nómada)


DGD: Redes 198 (clonografía), 2012

(XIV) Lo sedentario y lo nómada

En el célebre prólogo a su reunión de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1975), Borges recuerda un momento capital de la historia argentina:

En el Congreso de Tucumán resolvimos dejar de ser españoles; nuestro deber era fundar, como los Estados Unidos, una tradición que fuera distinta. Buscarla en el mismo país del que nos habíamos desligado hubiera sido un evidente contrasentido; buscarla en una imaginaria cultura indígena hubiera sido no menos imposible que absurdo. Optamos, como era fatal, por Europa y, particularmente, por Francia (el mismo Poe, que era americano, llegó a nosotros por Baudelaire y por Mallarmé). Fuera de la sangre y del lenguaje, que asimismo son tradiciones, Francia influyó sobre nosotros más que ninguna otra nación.

“Dejar de ser españoles” es romper una tradición manipulada. La asamblea legislativa de las Provincias Unidas del Río de la Plata, que se reunió entre los años 1816 y 1820 —primero en la ciudad de San Miguel de Tucumán y luego en Buenos Aires—, buscaba “una tradición que fuera distinta”, y en su propia raíz indígena encontró otra tradición manipulada a la que acceder resultaba “no menos imposible que absurdo”. El grupo que sancionó la Declaración de Independencia y la Constitución Argentina de 1819, eligió, según sintetiza Borges irónicamente, una tradición “distinta”, la francesa, porque Francia había sido tan influyente para ellos como las dos tradiciones más íntimas, la sangre y el lenguaje. Este grupo siente como ajena a la tradición española; al romper con ella, busca una tradición que no le es menos ajena (porque no la lleva ni en la sangre ni en el lenguaje), pero que se diferencia de la española en que ese grupo la ha elegido, mientras que la española se le ha impuesto.

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Borges habla de tres tradiciones a las que no parece posible colocar en un mismo nivel, sino más bien en niveles descendentes: 1) la sangre; 2) el lenguaje; 3) la cultura. La primera es, con toda evidencia, imposible de romper; la segunda no puede romperse sino sólo ampliarse; es en la tercera en la que resulta posible emprender una ruptura, que en este caso consiste en ser remplazada (aunque nunca de forma “definitiva” o “total”). El Congreso de Tucumán, en representación de su pueblo —puesto que cuenta con la misma sangre y con un lenguaje ampliado—, se siente capaz de insertarse en la tradición elegida.

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Y no puede negarse que la fuerza de la tradición con la que estos vanguardistas legislativos rompieron les permitió insertarse en la elegida con la suficiente intensidad. (Porque todo indica que la ruptura, para ser significativa, debe tener la fuerza suficiente como para compararse a la potencia de la tradición a la que se opone. De otra manera no puede alejarse de ella, y menos aún adoptar una tradición “distinta”.)

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La ruptura de una tradición, pues, se entiende aquí como el paso necesario para adoptar otra tradición. (Nadie habla de quedarse sin tradición alguna; aun el Congreso de Tucumán busca no una destrucción sino un remplazo; no una mera renuncia sino un renuevo.)
          En un nivel, la tradición es aquello que ha sido impuesto, y la ruptura equivale a renunciar a tal imposición. En otro nivel, sin embargo, la ruptura no es más que el trámite, el paso, el puente entre una y otra tradición, que se diferencian de manera subjetiva: este grupo pasa de una tradición impuesta a una elegida. Pero las dos son tradiciones. Lo que vuelve a una de ellas indeseable y a la otra deseable, es justamente la postura intelectual del grupo que las contempla: la orientación de su deseo.

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Pero ello no implica que la tradición de llegada (la francesa) sea la “buena” o “definitiva”, así como tampoco la tradición de salida (la española) es necesariamente la “mala” o “precaria”. La ironía borgesiana se explica acaso en otro de sus prólogos, el de Recuerdos de provincia de Sarmiento, autor de quien Borges afirma que es enemigo de España pero no necesariamente para cambiarla por Francia, sino por la universalidad a la que este último país simboliza: “[Sarmiento] sabe que nuestro patrimonio no debe reducirse a los haberes del indio, del gaucho y del español; que podemos aspirar a la plenitud de la cultura occidental, sin exclusión alguna”.
          Al paso del tiempo, los descendientes de este grupo podrían renegar de la tradición francesa, puesto que bien pueden llegar a sentir que se les ha impuesto (“diferir de los padres es tal vez una fatalidad de los hijos”, afirma Borges en otro de sus prólogos); acaso elegirán otra, no por “mejor” sino por elegida. Y sus descendientes podrían actuar de la misma manera. Y ya hay aquí, una vez más, “tradición de la ruptura”. Un momento en que Borges se aproxima a este concepto es su afirmación según la cual el desafío de Yeats a la tradición (que implica a la evolución de la poesía británica: “el pasaje de lo remoto, lo ilustre y lo melodioso a lo inmediato, lo común y lo áspero, sin menoscabo de la esencia”) es tradicional.
          Pero acaso lo que sucede en Argentina (y en el mundo entero en virtud de la tradición manipulada) es incluso peor; el mismo Borges lo prefigura: “A unos treinta años del Congreso de Tucumán, la historia no había asumido todavía la forma de un museo histórico. Los próceres eran hombres de carne y hueso, no mármoles o bronces o cuadros o esquinas o partidos”.

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Podría preguntarse, entonces, si la tradición es el puente entre las islas y no las islas mismas. O acaso sea más fructífero imaginar que sólo hay islas, y que es la actitud de los que las habitan o viajan entre ellas lo que las convierte, ya sea en tradiciones (sedentarismo) o en rupturas (nomadismo). Tal vez esa actitud no puede tener otro nombre que fervor. Borges anota: “sin la tradición que [Bartolomé] Hidalgo inaugura no hubiera existido el Martín Fierro, pero también es cierto que [José] Hernández se rebeló contra ella y la transformó y puso en el empeño todo el fervor que encerraba su pecho y tal vez no hay otra manera de utilizar una tradición”.



martes, 16 de abril de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XIII: Subir y bajar)


DGD: Textiles-Serie blanca 28 (clonografía), 2010

(XIII) Subir y bajar

La pirámide de poder se repite a escala en todas las áreas de la sociedad: hogares, escuelas, fábricas, asociaciones, logias, clubes, equipos, y no se diga en ministerios, cuarteles, hospitales, cárceles y templos. Los mapas a escala de la pirámide, unos dentro de otros, la forman. Nadie nos dice con todas sus letras lo que es el objetivo, el destino y la obligación de todo ciudadano: “Deberás ascender por la pirámide de poder”. Nunca este supremo mandamiento es enunciado con sus letras, pero él se transmite incesantemente bajo mil eufemismos como “estudiar para superarse” o “trabajar para salir adelante”, y en última instancia, “triunfar en la vida”. La avalancha de sobreentendidos hace el resto, porque sólo ellos definen —desde lo callado que nunca se dice pero todos aprenden— lo que es “superarse”, “salir adelante” y “triunfar”.
          Todo ciudadano dispone del complejísimo código que rige el funcionamiento de la pirámide y la ascensión por ella, un código que no está enunciado completo en parte alguna y sólo existe en retazos indirectos. Cualquiera de nosotros podría hacer un esfuerzo por enunciarlo, y se daría cuenta de todo lo que sabe al respecto sin saber en dónde exactamente lo ha aprendido.

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Ejemplos al azar de retazos indirectos: 1) Se sube haciendo méritos a través del trabajo duro. Si hago pocos méritos, seré definido como perezoso o indiferente al bien común y puedo perder el lugar que por mi nacimiento en sociedad me corresponde. Pero tampoco debo hacer demasiados méritos, porque puedo generar el repudio de quienes están en mi mismo nivel tratando de subir (con lo que multiplicaré los ya numerosos obstáculos diseñados para hacer severo todo ascenso).
          2) Se debe mostrar una sumisión a la autoridad, pero no demasiada, porque entonces seré clasificado como “arribista” y “advenedizo”, y tampoco demasiado poca, porque entonces se me etiquetará como rebelde.
          3) Los obstáculos al ascenso se presentan en una indescriptible cantidad, a tal grado que parece haber ya un obstáculo (y a veces varios) previsto para cada movimiento que yo haga, sin importar cuán novedoso o imaginativo sea; como no hay en parte alguna una enunciación clara y precisa del código para ascender la pirámide, no queda más que aprender de cada obstáculo y también de cómo mis competidores enfrentan sus respectivos frenos e impedimentos. (Todos sabemos que en la ascensión no hay “triunfos” sino sólo derrotas mayores y menores.)
          4) La amplia gama de los medios de que puede servirse cada quien para ascender cubre todas las opciones, desde las maneras más honestas (aplicación, responsabilidad, excelencia, ética) hasta las tácticas más deshonestas (competencia desleal, obstaculización de los demás, mezquindad, delación); sin embargo, en la práctica muy pronto se llega a la convicción de que un medio, mientras más sucio, resulta más efectivo.

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El solo hecho de que la única acción ambicionada sea ascender, implica a su contrario: el acto de descender es contemplado como espantajo suficientemente aterrador. Siempre habrá niveles inferiores a los que es muy fácil caer al menor descuido, y niveles superiores que se vuelven más y más arduos a medida que se sube (con un correspondiente recrudecimiento de los medios sucios necesarios para ello, reprobados en las declaraciones oficiales y muy fomentados “por debajo del agua”).
          El lenguaje cotidiano está lleno de expresiones que reflejan esta mecánica: se identifica a lo bueno con lo alto y a lo malo con lo bajo; en las religiones oficiales la gloria está arriba y el castigo abajo; en las monarquías la fórmula de rigor es “Su Alteza”; en las instituciones y organizaciones cualquier figura de autoridad es un “superior” y en la burocracia se habla de “ganar un ascenso”; ningún arquitecto ubica las oficinas de los dirigentes y funcionarios en sótanos o pisos bajos; el desprecio hacia los carentes de privilegios se nota en eufemismos como “clases bajas”; la doble moral arruga la cara con repulsión cuando dice “bajas pasiones” (en el propio cuerpo humano el orgulloso cerebro, que se localiza más cerca del cielo, mira con vergüenza a los bajos, tortuosos e inconfesables genitales, que están más cerca del infierno), pero ellas son las únicas que prueban tener un resultado concreto cuando no hay otra posible opción social que la de “ascender a las alturas”. Etcétera.

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En esta imagen de una pirámide, ascender es sobrentendido como “coronarse”, pero descender es caer, con todas las implicaciones míticas de la tiniebla y el abismo. Y no es más que eso, una imagen, un gran simulacro, puesto que el subir y el bajar sólo suceden en términos materiales y, de hecho, en términos espirituales no hay el menor ascenso: sólo hay caída.

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Los niveles inferiores e intermedios de la pirámide del poder están tan atestados, que no parece haber otra forma de subir que escalando hombres. De ahí la subversión implícita en esta sentencia del maestro argentino Antonio Porchia: A veces pienso en ganar altura, pero no escalando hombres.
          El vocabulario de la burocracia sabe perfectamente lo que significa escalar hombres, y de ahí las abismales connotaciones de la palabra escalafón. No es gratuito que en inglés se le llame promotion ladder, “escalera de promoción”. Moverse es promoverse, lo cual implica que todo movimiento válido es hacia arriba, subiendo una metafórica escalera cuyos escalones se hallan tan saturados que parecen hechos con seres humanos.

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Una enciclopedia define al escalafón como “la lista de rangos en que se agrupan las personas integradas en una institución; tales rangos pueden definir funciones jerárquicas, administrativas, operativas, o ser sólo elementos honorarios. Cada rango o cargo dentro de un escalafón puede ir acompañado de títulos, símbolos y distinciones, que siempre dependerán de la institución que lo defina”.
          Importante apunte, puesto que la palabra institución es indesligable de otra: tradición. A todas luces se trata de una tradición manipulada que, con objeto de que la tradición sea entendida y asumida como la competencia perpetua, crea la ilusión de niveles en los que “cualquiera” puede ascender. (En realidad el poder no se abre a cualquiera, pero depende de la batalla de todos por obtenerlo.)

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Todo el decálogo sobreentiende la medianía: ni demasiado ni demasiado poco, “todo con medida”. La gran mayoría de los trepadores saben que no llegarán a la mítica punta de la pirámide y que deben conformarse porque a cada “ascenso” arriesgan perder todo lo que han conseguido. Se estacionarán, incrementando lo atestado de los niveles medios. A la vez, una corriente secreta alimentará la codicia de ciertos trepadores que “llegarán muy alto” y serán muy criticados por su falta de ética, así como por su cinismo e inhumanidad, pero que por eso mismo se volverán modélicos, ejemplos de lo que eufemísticamente se llama “perseverancia”.

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La pirámide de poder es también el orden simbólico que la sustenta. Al mismo tiempo que cada individuo aprende, sin saber cómo, el decálogo de la ascensión y cada minucia de cada inciso, con penas y premios incluidos, aprende también cuál es la definición de los colores (es decir, del mundo) según el capricho y la conveniencia del tirano o la corporación en turno. Porque ya desde mucho antes del tiempo de Rabelais, el poderoso —se lee en Gargantúa—, “sin razón, sin causa y sin apariencia, osa prescribir por su particular autoridad los significados de los colores; así hacen los tiranos al colocar a su arbitrio en el lugar de la razón”.


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Qué distinto sería el mundo si se diera en los hombres un cambio de óptica, un darse cuenta, con Porchia, de que “Las alturas guían, pero en las alturas”. Y también de que “Quien asciende peldaño a peldaño, se halla siempre a la altura de un peldaño”.
          La mentalidad misma en que se basa la pirámide empobrece el lenguaje de modos insospechados. Porchia exclama: “Para poder alcanzar ciertas alturas, no las bajo: las levanto más”. Y es que el que sube escalando hombres, no alcanza verdaderas alturas: sólo las baja, las degrada, miente el sentido arcaico de lo alto. El único modo de no traicionar a esa tradición legítima está en esta otra sentencia de Porchia: “Las alturas bajan, subiendo”.

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Un párrafo de Cyril Connolly ayuda a pensar que un cambio —el dejar de pensar en términos de arriba-abajo, subir-bajar, gloria-olvido, cielo-infierno— no es imposible: “El surrealismo romántico y el humanismo clásico, aunque antagónicos, son afines: se engendran uno a otro, y el artista de hoy tiene que fraguar con ellos una síntesis. Blake y Pope, o Flaubert y su loco Garçon son complementarios. El humanista clásico es el progenitor, el surrealista el adolescente rebelde. Ambos están centrados en la madre; sólo el ‘Realismo social’ queda fuera de la familia”.

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La pirámide deliberadamente olvida y hace olvidar lo que Porchia enuncia con todas sus letras: “Para elevarse es necesario elevarse, pero es necesario también que haya altura”.

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En cuanto la pirámide de poder es contemplada con ojos que se niegan a ser sus cómplices, resulta evidente que en ella no hay altura verdadera. No hay más que horizontalidad: un gran simulacro, un único nivel (una sola dimensión, diría Marcuse) dotado con la apariencia de que hay niveles, de que éstos son ascendentes y de que trepar por ellos es alcanzar la “gloria”.




sábado, 6 de abril de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XII: Memoria y esperanza)


DGD: Redes 186 (clonografía), 2012

(XII) Memoria y esperanza

La tradición es lo que se repite. La ruptura es irrepetible (si se reitera, se vuelve tradición). La reiteración tiene muchos nombres. En religión se llama liturgia. En el mundo jurídico se le denomina código civil. En psicología se conoce como pulsión (“repetir esquemas”; Freud afirma: “existe en la vida psíquica un impulso de repetición que rebasa al principio del placer”). En la cotidianidad su eufemismo es rutina. En política y sociología, en la vida social y cultural, su nombre es más contundente: burocracia.

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En cuanto a la ciencia, se llama... ciencia. Antoine de Saint-Exupéry lo dice en Ciudadela: la ciencia es lo que se repite. Y aclara: “El que planta una semilla de cedro prevé la ascensión del árbol al igual que el que suelta una piedra sabe que caerá por su propio peso, porque el cedro repite al cedro y la caída de la piedra repite a la caída de la piedra”.
          Y sin embargo, Saint-Exupéry intuye que, en cierto sentido, las leyes de la física no son observaciones hechas a posteriori sobre cómo se comporta el universo, sino a la inversa: es el universo acomodado a priori a esas reiteraciones de las que depende el ojo científico para observar.
          Saint-Exupéry se pregunta si las repeticiones que forman a la tradición no son sino rupturas heterogéneas forzadas por el ojo a formar series, esquemas o ciclos capaces de “recurrir”, puesto que sólo entonces pueden ser tasadas, medidas, codificadas: “¿Quién pretende prever el destino del cedro que se transfigura, de semilla en árbol y de árbol en semilla, de crisálida en crisálida? Es un génesis del que todavía no he conocido ejemplo. Y el cedro es una especie nueva que se elabora sin repetir nada de lo que conozco. E ignoro a dónde va. E ignoro igualmente a dónde van los hombres”.

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La tradición es eso, en efecto, un saber a dónde van los hombres. O un intento de saberlo. O una apariencia de saber. De ahí el temor a las rupturas surgidas de la misma tradición: cada una es un recordatorio de una ignorancia insoportable. La tradición es un prever la caída de la piedra, la ascensión del cedro a partir de la semilla, la recurrencia del día y la noche. La ruptura es lo imprevisible, lo inesperado, el no saber a dónde se va.

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La liturgia teme al diálogo directo del individuo con lo divino; el código civil, a un mundo que no requiere leyes; la pulsión, a la libertad emocional; la burocracia, a todo cambio verdadero.

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Acaso una clave esencial se halla en esta frase de Ciudadela: “para engrandecerse, el hombre debe crear y no repetir”. La repetición es lo opuesto a la creación. Dicho de otra manera: la tradición reitera (es reiteración) y por tanto no crea. La creación, entonces, depende de la ruptura (siempre y cuando no se repita, puesto que en cuanto lo hace deviene tradición y deja de ser creativa).
          El hombre requiere a la tradición (lo reiterativo) para asegurarse no sólo la supervivencia inmediata sino la continuidad interior, espiritual: la memoria. Pero esta tradición implica un estancamiento; nace entonces la necesidad de la ruptura, el crecimiento: la esperanza. Es el más delicado e inestable de los equilibrios: el que existe entre lo que se repite y lo irrepetible, entre materia y espíritu, entre pasado y futuro, entre la supervivencia y la vida.

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Si la creación es ruptura, la máxima creación imaginable, el universo mismo, es la máxima ruptura imaginable.

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Las insondables dimensiones de este problema comienzan a notarse de un modo realmente inquietante cuando se considera que la creación misma del universo (ya sea desde los ojos del creacionismo o los del evolucionismo) es intuida como ruptura.
          No hace falta entrar en el terreno de la cosmología, ni de la cosmogonía, ni de la teología, para preguntarse, con o sin sorna: ¿el universo es la ruptura de qué tradición?
          De un modo apenas experimental puede darse a esa tradición intuida el nombre que parece corresponderle: la nada (creatio ex nihilo).

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La nada es el mayor estancamiento imaginable (si es en realidad imaginable). El todo es lo opuesto a la nada, y sin embargo parece absorbido por ella, tendiente a la disolución (entropía). El orden parece jaloneado por el caos a cada segundo, a tal grado que la palabra “orden”, que parece fija e inmutable, debe cambiarse por un término que refleje mejor su carácter efímero y provisional: “ordenamiento”. El caos es una reducción, y la lucha contra el caos implica lo contrario: la expansión, el crecimiento. Esa parece ser la función de la ruptura: provocar a cada tanto un crecimiento que compense a la reducción paulatina del orden hacia el caos, del todo hacia la nada.

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Si el todo se va reduciendo inevitablemente, cuando llega a un punto crítico en esta reducción, la ruptura le provoca un crecimiento. Es una prórroga: crece para recuperar en parte el tamaño que tenía; escapa por un tiempo del punto crítico. Por un tiempo, puesto que la reducción continúa y el punto crítico sigue acercándose de nueva cuenta en el horizonte.
          ¿Es esto lo que representa el péndulo metafórico, la sucesión de ciclos? Si existe este “gatopardismo cósmico”, ¿ha sido manipulado y sustituido por un gatopardismo civilizado?
          El dictum según el cual la naturaleza aborrece al vacío, significa “el orden odia al caos”, o “el todo detesta a la nada”. A este dictum se ha añadido otro: “la civilización aborrece a la naturaleza”, que significa “la tradición odia a la ruptura”, precisamente porque depende de ella: tal dependencia humilla a la mentalidad civilizada, y por ello ésta se venga manipulando a la ruptura, ordenándola, incluso diseñándola según el discurso de la conveniencia.