viernes, 26 de julio de 2019

El misterio de los cien monos (XII)

DGD: Morfograma 63, 2019.



La Música de las Esferas

En efecto, los campos mórficos, los vasos comunicantes que se hallan unos dentro de otros, resuenan: de las células a las galaxias, de las miradas a lo invisible, del vasto ayer al mañana no menos ubicuo. Contemplar al universo como una magna sinfonía compuesta de resonancias, ofrece sin duda un nuevo sentido a la arcana expresión Música de las Esferas.
          (Pitágoras, a quienes muchos consideran el primer científico y muchos el primer místico de Occidente, fue sin duda el primero en estudiar la música de modo sistemático y disciplinado. Así, describió los cielos como siete esferas, una dentro de la otra y cada una conteniendo a un planeta conocido, con el sol como la esfera central. El movimiento de este perfecto sistema no sólo producía música sino que era música en sí mismo: la Música de las Esferas era la expresión misma de la armonía celeste.)
          Para una concepción horizontal (sucesivista) del universo, una visión como la de los campos mórficos simplemente sigue siendo imposible, y en todo caso, “improbable”. No así para una mirada vertical (simultánea), sabedora de que todo en el cosmos es interno y contemporáneo, de que “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba, para perpetuar los milagros de una sola cosa” (Tabla Esmeralda) y de que todo está incluido en la magna diversidad de la armonía cósmica. “Un laberinto / sólo se encuentra / en otro laberinto”, dice Roberto Juarroz.
          Entre el acto de aplicar un oído al interior de un caracol para escuchar el rumor marino, y la actitud de abrir los sentidos interiores a la Música de las Esferas, no hay sino un paso. Asimismo, existe sólo un paso entre la arcana concepción de la Música de las Esferas y la afirmación del teórico Slavoj Zizek, quien reconoce el significado de la música como “la textura pre-ontológica de las relaciones”. Zizek se pregunta:

¿Qué es la música en el sentido más elemental? Un acto de súplica: un llamado a la figura del Gran Otro (la Dama amada, el rey, Dios...) a responder, y no como el simbólico Gran Otro, sino en la realidad de su ser (rompiendo sus propias reglas al mostrar misericordia, confiriendo su amor contingente en nosotros...). La música es, así, un intento de provocar la “respuesta de lo Real”, de originar en el Otro ese “milagro” del que Lacan habla al referirse al amor, el milagro del Otro extendiendo su mano hacia mí. Los cambios históricos en el status de “Gran Otro” (grosso modo, en lo que Hegel se refiere como “espíritu objetivo”), conciernen directamente a la música: acaso la modernidad musical designa el momento en que la música renuncia al entorno para provocar la respuesta del Otro. [Tarrying with the Negative, 1993.][1]

El todo se refleja entero en cada una de sus partes en la realidad de su ser, como esas piedras hidroselenitas que cuando son sumergidas en agua puede verse aparecer en su superficie una pequeña luna; o como aquellas otras de las que hablaba Fotio, historiador bizantino de la época de Séptimo Severo, “una piedra que, por un movimiento propio, e inherente a su naturaleza, giraba cuando la luna giraba, y de la misma manera que ésta lo hacía, obra realmente maravillosa de la naturaleza”. A esta presencia del todo en cada una de sus partes se refiere Antonin Artaud en Heliogábalo o el anarquista coronado:

¿Existen momentos de la eternidad que puedan determinarse como se determinan las notas de música y luego se los reconoce por medio de los números?, ¿y están separadas esas notas? [...] En la cumbre de las esencias fijas que corresponden a las innumerables modalidades de la materia, está aquello que, en la sutileza de las esencias, en la violencia del fuego ígneo, corresponde a los principios generadores de las cosas, que el espíritu que piensa puede llamar principios, pero que, en relación a la totalidad hirviente de los seres, corresponden a grados conscientes de la voluntad de la energía.[2]

Artaud concluye: “Del mismo modo en que hay cosas sólidas, y en las cosas sólidas, singularidades, y reuniones de materia única que dan idea de lo perfecto, del mismo modo hay seres que manifiestan el Ser que proviene de la Unidad”.

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Notas

[1] Cf. Jamie James: The Music of the Spheres: Music, Science, and the Natural Order of the Universe, Grove Press, Nueva York, 1993.

[2] Antonin Artaud: Heliogábalo o el anarquista coronado (1934), Fundamentos, Madrid, 1972; trad. Carlos Manzano.



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lunes, 15 de julio de 2019

El misterio de los cien monos (XI)

DGD: Morfograma 62, 2019.



Hábitos y no leyes en el universo

El biólogo inglés Rupert Sheldrake intenta una síntesis de lo irreductible de su teoría de los campos mórficos:

La idea es que existe una especie de memoria en la naturaleza. Cada organismo tiene una memoria colectiva. Una ardilla es influida por todas las ardillas pasadas. Esa influencia se mueve en el tiempo: tanto para la forma como para los instintos, la memoria colectiva de la ardilla se da por el proceso que llamo resonancia mórfica. La memoria se expresa a través de los campos mórficos y sus procesos se deben a la resonancia mórfica.

  Básicamente, los campos mórficos se establecen a través de hábitos de pensamiento, de actividad y de lenguaje. La mayor parte de nuestra vida personal y cultural está basada en la costumbre. No inventamos el idioma que hablamos: lo heredamos con todos sus hábitos, giros, usos, estructura, gramática. A veces la gente inventa nuevas palabras pero, básicamente, una vez que hemos asimilado el idioma, sucede de manera automática. No tengo que pensar cuando hablo, deteniéndome para buscar la siguiente palabra. Simplemente sucede, y lo mismo es verdad acerca de las capacidades físicas como andar en bicicleta, nadar o esquiar. Mientras más ocurre este tipo de cosas, más fáciles se vuelven para ser aprendidas. Aprender un lenguaje ha sucedido al menos desde hace cincuenta mil años, así que hay un campo mórfico tremendamente bien establecido en el lenguaje hablado. Cada idioma particular tiene su propio campo mórfico creado al menos durante siglos.

La noción de hábitos en la naturaleza nos obliga a ver de otro modo la presencia del pasado en el mundo actual. Para la modernidad, el instante presente, determinado por leyes fijas y mudas, es algo que de inmediato se marchita, caduca, fenece, y va a acumularse en una masa cada vez más informe e inerte: el gran cementerio del tiempo. En el espejo, la misma calidad fantasmal y temible tiene el futuro. Sin embargo, al reconocer hábitos y no leyes en el universo, se convierte a éste en un interlocutor. El ayer no es algo que se pierde para siempre, sino algo vivo que continuamente influye al hoy: todo el pretérito está aquí y ahora, parlante y activo. Dicho de otra manera: todo es sucesivo pero también simultáneo.[1] La teoría de los campos mórficos intenta un nuevo entendimiento del individuo, de su memoria conectada con la colectividad, de la influencia de lo atávico y de la esencial importancia de los rituales, que son vistos por Sheldrake como una forma de resonancia mórfica con los ancestros. La palabra “resonancia”, usada no sólo en el sentido de eco, sino sobre todo en el de reconocimiento interior, había aparecido ya en Ouspensky (Fragmentos de una enseñanza desconocida, 1950) a través de las enseñanzas místicas de Gurdjieff.


La dimensión vertical

Cuando Sheldrake habla de “resonancia mórfica con los ancestros” no hace sino encontrar una expresión más o menos aceptable por la ciencia, pero lo que está diciendo coincide con una antigua intuición que el filósofo Frithjof Schuon enuncia de una manera más directa:

El Espíritu es la sustancia, la materia es el accidente [...]. Lo sagrado es la proyección de lo Inmutable en lo mutable. [From the Divine to the Human, 1982.]

Esta proyección que Schuon menciona se da a través de lo que éste llama la dimensión vertical, una perspectiva simultánea o sincrónica ignorada por la dimensión horizontal, sucesivista y diacrónica en que se desarrolla la cotidianidad occidental. Las grandes intuiciones también se interconectan y comunican de modo secreto y a la vez elocuente; así, esta intuición fue compartida por el poeta argentino Roberto Juarroz, que llamó a toda su obra Poesía vertical. En uno de sus poemas se encuentra esta muestra palpable de la verticalidad:

El universo se investiga a sí mismo.
Y la vida es la forma
que emplea el universo
para su investigación.

La flecha se da vuelta
y se clava en sí misma.
Y el hombre es la punta de la flecha.

El hombre se clava en el hombre,
pero el blanco de la flecha no es el hombre.

Un laberinto
sólo se encuentra
en otro laberinto.

El concepto de “resonancia” permite entender cómo nuevos patrones de actividad se extienden mucho más rápidamente de lo que pueden explicar las teorías mecanicistas o las “leyes” psicológicas. Este es el resorte míticamente verosímil de la fábula de los cien monos: si un número creciente de personas hace o piensa algo, en un determinado momento se vuelve más fácil para otros hacer o pensar ese algo. Según Sheldrake, “los campos mórficos funcionan modificando las probabilidades de sucesos del azar. En el enorme número de posibilidades, ellos parecen enfocar ciertos sucesos, de tal manera que unas cosas pasan en lugar de otras. Y mientras más se repiten, más probable es que vuelvan a suceder; en este proceso, se hacen cada vez más inconscientes”.
          Esta última palabra significa aquí “automáticos”, pero también alude a algo que ya estaba incubado en todo suceso. En el claro contexto de la fábula de los cien monos, el acto o suceso de lavar la fruta surge en el primer mono (o en la primera mona) como una especie de milagro, de “iluminación espontánea”, es decir que nace venciendo a un cúmulo casi infinito de imposibilidad: las probabilidades de que ese acto ocurriera eran mínimas, por no decir inexistentes. Ese acto no era posible y, sin embargo, las probabilidades fueron modificadas. La mera repetición de ese acto por otros monos continúa modificando esas probabilidades hasta que en un momento dado, el misterioso instante de la “masa crítica”, comienza una transmisión independiente de tiempos y distancias. En todo suceso —o mejor dicho, en toda posibilidad de suceso— existe algo que podría ser denominado masa crítica potencial.
          Según sugiere Ken Keyes en The Hundredth Monkey, esta “masa crítica potencial” requiere una cierta expansión, una especie de acumulativa carga de baterías, un impulso suficiente; cuando éste se logra, lo potencial se vuelve acto sumado, suceso repercutido, transmisión. Si se emplearan términos de Sheldrake (aunque éste desconfía de la noción de “masa crítica” y prefiere la de un efecto cuantitativo), podría decirse que los campos mórficos se comunican de ese modo, desde lo infinitesimal hasta lo macrocósmico. Puesto que ellos disponen de memoria (o mejor dicho, son los depósitos de la memoria de su respectivo nivel), actúan como las cámaras de resonancia, los módulos transmisores de un inimaginable y vertiginoso diálogo cósmico.


Nota

[1] Un ejemplo inmediato y palpable es un libro (el objeto-libro): se trata de una totalidad, una simultaneidad; el lector tiene en las manos la totalidad de las palabras que lo componen, aunque la percepción deba volverla parcial y sucesiva en el acto de la lectura. El también está luminosamente intuido en una antigua locución latina: hic et ubique, “aquí y en todas partes”.




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