domingo, 27 de noviembre de 2016

Magritte: La voz del espacio


La voz del espacio, 1928. Museo Magritte.


La voz del espacio, 1928, segunda versión. Museo Magritte.

En pocas obras plásticas como la de Magritte el misterio es reflejado en toda su potencia sin intentar “explicarlo”. El artista belga despoja a los objetos de su cotidiana coraza verbal y los devuelve al punto originario en donde aún no se han vuelto previsibles para la percepción. Los cascabeles forman parte de sus objetos preferidos. En La voz del espacio (1928) estos objetos están suspendidos sobre un paisaje bucólico con el mar de fondo, representado este entorno con una virtuosa técnica de aparente realismo. Colocados en esta escala, los objetos “comunes” adquieren dimensiones colosales. El mismo año Magritte emprendió una versión nocturna de la misma escena. El paisaje, ahora sumido en la oscuridad de la noche, ya no funciona como referente y contraste de tamaño: los cascabeles podrían tener dimensiones “normales” y estar vistos muy de cerca; es acaso por ello que la versión más conocida es la “diurna”. Sin embargo, al contemplar juntas a las dos versiones, la diurna confiere su monumentalidad a la nocturna, que se vuelve aún más misteriosa. Contribuye a este efecto el intenso reflejo de la luna en las superficies metálicas. Cabe notar asimismo que en la versión diurna hay tres cascabeles, mientras que hay uno más en la nocturna: la cuarta esfera podría ser invisible durante el día.

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jueves, 17 de noviembre de 2016

Magritte: La luz de la coincidencia



La luz de la coincidencia, 1933.

En general, Magritte emplea títulos “indirectos”, pero el título es “directo” en este óleo, una de las muestras de lo que podría llamarse liturgia de la mirada: a la izquierda hay un óleo que representa a un torso femenino; sólo en un primer momento el espectador interpreta que ese torso escultórico se encuentra en una especie de caja, pero cuando examina con cuidado la parte superior, se da cuenta del caballete que sostiene a una pintura enmarcada. A la derecha, una vela encendida ilumina a ese óleo. Y sin embargo, la luz de la vela “exterior” es el origen directo y único de la iluminación del torso en el cuadro “interior”. Menos que una “ilusión óptica”, hay aquí un canto al misterio mismo de la representación: la escultura representa a un cuerpo; el óleo representa a la escultura; La luz de la coincidencia representa a todas estas representaciones, que son unidas y reveladas por la luz de la vela. La vela ya no es representación sino realidad: una realidad que se comunica, a través de la luz, al óleo dentro del óleo, a la escultura dentro del óleo, al cuerpo dentro de la escultura. A la luz del misterio, todas las realidades coinciden con todas sus representaciones. La antes única e inamovible realidad del espectador se revela como representación de una realidad superior. El espectador queda, por una vez, intolerablemente libre: muy bien podría imaginar que si le fuera posible tomar el candelero y moverlo lentamente hacia la izquierda, en el óleo sostenido por el caballete la sombra del torso se iría desplazando en la medida de ese mismo movimiento.

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domingo, 6 de noviembre de 2016

Una fotografía tomada por René Magritte



Georgette ante la mesa, ca. 1928. Museo Magritte.

René Magritte (1898-1967) fue también un apasionado por la fotografía y solía emplear sus instantáneas como estudios preparatorios para sus pinturas. En uno u otro lenguaje su exigencia era alertar al espectador, hacerlo consciente de la percepción precondicionada de lo real. En este sentido, Magritte podría haber compartido plenamente aquella afirmación del gran Charles Fort (1874-1932): “Siempre he encontrado interesante recorrer una calle, mirar lo que me rodea y preguntarme a qué se parecerían todas estas cosas si no se me hubiera enseñado a ver caballos, árboles y casas ahí en donde hay caballos, árboles y casas. Estoy persuadido de que, para una visión superior, los objetos no son más que constreñimientos locales fundiéndose instintivamente los unos con los otros en un gran todo global”. Toda la obra de René Magritte podría corresponder a la misma entrevisión.
            El joven Magritte tomó hacia 1928 una fotografía de su esposa, Georgette Berger, una amiga de su juventud con la que se había casado en 1922 y que fue su modelo en numerosas obras. Con su característica y virulenta sencillez llamó a esta imagen Georgette ante la mesa. En un interior hogareño, Georgette, ataviada con tonos oscuros, se encuentra en efecto ante una mesa en la que se ven vestigios de una comida reciente (platos con restos, una jarra, cubiertos, un pan recién cortado); sin embargo, la joven no trasluce una postura casual sino que asume claramente la actitud de quien posa. Porque en su insobornable búsqueda de una visión superior, Magritte no busca captar un instante “común” (es decir, “realista”). En esta imagen rodean a Georgette los elementos usuales que el espectador espera ver en una vivienda: además de la mesa hay una puerta, una ventana, un mueble con repisas, un pequeño marco en la pared cuidadosamente cortado por el encuadre para que introduzca la idea de los límites de una imagen sin que ésta interfiera con el conjunto. Sin embargo, hay también un elemento no tan usual ni común en un comedor: un caballete del que está suspendido un lienzo blanco.

Georgette ante la mesa, detalle.
 Georgette está colocada ante este caballete con una precisión absoluta: la rodea la suficiente blancura como para evitar que el espectador la integre en la imagen, la encadene a lo cotidiano, le dé una “explicación”.

Georgette ante la mesa, detalle.
Magritte ha cuidado de tal modo la composición, que muy bien podría pensarse en una fotografía dentro de otra. En efecto, el sujeto fotografiado se confunde con el sujeto “real”. Georgette resulta, así, la modelo y a la vez la representación de esa modelo: la instantánea de sí misma. Magritte ejerce su magia esencial: Georgette es tanto la retratada como el retrato.

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