domingo, 26 de noviembre de 2023

Tomás Segovia: el cuerpo pensante (5)

DGD: Postales, 2023.

 

 

r e t r a t o s   (e n)   (c o n)   p o s t a l e s

Sobre poesía y poema (4)

Tomás Segovia

 

[Fragmentos extraídos de los cuadernos de notas de Tomás Segovia: El tiempo en los brazos, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015; tres tomos. Los encabezados son míos. (DGD)]

 

 

La retórica moderna

 

He seguido dándole vueltas (vagamente) a la retórica moderna. Es curioso que la retórica antigua desarrollara tanto, a veces monstruosamente, su manía clasificatoria y sistematizadora, mientras que nuestra época, tan engolosinada con las estructuras y los sistemas y tan adicta a las nomenclaturas abstrusas e iniciáticas, no haya intentado ninguna descripción de esa retórica tan extendida y acatada. Sin duda esa descripción no es fácil, porque en lugar de reglas claras hay sobre todo consensos tácitos, maneras de hacer con ese aire de familia que decía Wittgenstein, y para colmo esas normas tácitas son mayormente negativas, quiero decir que apuntan mucho más a lo que no hay que hacer que a lo que hay que hacer.

            Un joven poeta de hoy no sabe muy bien cómo hacer un poema, pero sabe bastante bien lo que no debe hacer (me refiero a un poeta más o menos bien informado, por supuesto). En la forma, para empezar, no sabe si debe usar versículos, versitos de tres o cuatro sílabas, prosa poética, frases dispersas en la página o un poco de todo eso; pero sabe muy bien que no debe usar rimas, formas estróficas, versos métricos, y preferiblemente tampoco puntuación ni mayúsculas. En cuanto al contenido, el sentido del humor está muy difundido y es muy apreciado, y más en general la ingeniosidad de cualquier tipo, pero fuera de eso no se sabe si debe insinuarse un tema general (lo menos preciso posible) o por el contrario definir claramente un tema lo más nimio posible sobre el que derrochar ingenio (que es otra manera de desvalorizar el tema). Aparte de eso, es recomendable usar un lenguaje expresivo, cuidándose especialmente del peligro de una adjetivación obvia, y encadenar los segmentos evitando que tomen un aspecto descriptivo o parezcan guiados por la lógica. La regla más general e inflexible es evitar incansablemente que el conjunto o las partes se presten a una o varias interpretaciones reconocibles, enunciables y resumibles.

            Cuando el romanticismo empezó a liberarse de la retórica antigua, no fue para atentar contra la naturaleza del lenguaje ordinario, sino al revés. Se trataba de un retorno a las raíces de ese lenguaje que la retórica había adulterado demasiado. Es la famosa frase de que se hacen más metáforas en la plaza del mercado que en los poemas famosos. El debate no es entre la razón y “el corazón”, o entre la racionalidad y la irracionalidad del lenguaje: es sobre el sentido. La cuestión del sentido viene antes. Puede suponerse que un lenguaje podría tener sentido y no ser racional, pero no que un lenguaje racional no tenga sentido. Lenguaje con sentido quiere decir interpretable (distinguido de descifrable o descodificable).

 

 

El estilo vanguardista (“moderno” no es necesariamente “vanguardista”) consiste esencialmente en romper la interpretación. En un estilo hiperretórico el sentido está fuertemente codificado, aunque con un código enunciable, a diferencia de la lengua “normal” o prosaica, donde el código es implícito y sólo puede mostrarse reconstruido por la teoría. Este estilo tiende a reducir el sentido a un código determinado, a identificar el sentido con el desciframiento. Contra este peligro es contra el que se levanta la rebelión romántica. Los románticos quieren devolver el sentido al campo de la interpretación. No es casualidad que sea la filosofía romántica, de Schelling a Nietzsche, la que abre el ámbito de la hermenéutica.

            Interpretar es aplicar en todos los sentidos de la palabra: es buscar a qué hechos, o a qué razonamientos, o a qué otros sentidos, o a qué conocimientos, y en general en qué terreno, es aplicable un enunciado (o un “pseudoenunciado”, o sea cualquier comunicación interpretable).

            La retórica antigua no impedía aplicar sus enunciados a hechos, cosas o ideas (dicho así para resumir), pero esa aplicación era la misma que la del lenguaje “normal” y prosaico. Lo específico de un lenguaje artístico era la técnica del ciframiento-desciframiento mediante códigos cultos (enunciables).

            (Como de costumbre, hay que aclarar por si acaso que estos párrafos no describen la verdadera naturaleza de la poesía clásica, sino la doctrina oficial que la acompañaba e intentaba gobernarla.)

            El proyecto romántico es restaurar el sentido en su raíz más esencial, la del lenguaje ordinario: el habla hipermetafórica de la plaza del mercado. A los románticos no les basta con rescatar el sentido prosaico de la poesía clásica arrancándolo a las redes del ciframiento-desciframiento. Quieren que lo específico de un lenguaje artístico sea todo lo contrario de la petrificación de la retórica: la libre cacería del sentido con las redes de la sana vitalidad del lenguaje de la calle. (Una vez más esto no es una descripción literal de la poesía romántica. Ningún romántico escribe realmente como habla un verdulero, pero todos han aprendido de Vico que el valor de su lenguaje es el que comparten con el verdulero.)

            Este proyecto parece desarrollarse saludablemente hasta la etapa simbolista.

 


Lo característico del lenguaje poético es cada vez más claramente proponer un sentido no cifrado y no codificado. La poesía pone en práctica la naturaleza más esencial del lenguaje porque se ofrece, como todo lenguaje “ordinario”, a la interpretación de un sentido que es libre pero orientado. Todo sentido está en contexto hasta el punto de que puede definirse la operación de dar-o-descubrir sentido como la operación de poner en contexto.

            El horizonte de todos los contextos es el conjunto accesible de todo el sentido ya existente o ya listo para existir. Ese ámbito del sentido accesible es real, y como todo lo real no está determinado pero no es indeterminado (o al revés: está determinado pero es indeterminado; otro día intentaré explicar esta paradoja.) Quiere decirse que la interpretación del sentido es libre pero no indiferente. No es un terreno donde todo se vale, sino justamente donde todo vale: donde todo es mejor o peor. Porque el conjunto general del sentido (que podría también llamarse “el mundo humano”) está evidentemente ordenado, o también podría decirse que exige ser ordenado: no puede pensarse sin establecer jerarquías, configuraciones, zonas, orientaciones. Y toda interpretación se abre en ese terreno y por lo tanto nace ya orientada. Ninguna interpretación es pues necesaria y única, toda interpretación es más o menos preferible.

            De esto es de lo que la retórica vanguardista intenta escapar. No digo que suprime la interpretación, sino que la rompe. La pulveriza, la atomiza, le impide situarse en el conjunto del sentido acumulado (la tradición, el “mundo humano”), la desorienta, la vuelve indecidible e indiferente, y así la vacía, la vuelve un juego irresponsable.

            Con todo esto intento encontrar el sentido (justamente) de la práctica del sinsentido (y esto no es en absoluto una paradoja); el sentido de esas experiencias cotidianas que tenemos ante el arte y la poesía “vanguardistas”: no poder encontrar un contexto preferible o satisfactorio, una interpretación preferible de sus enunciados o imágenes, una zona del sentido donde situarlos y orientarlos. Lo cual no es una falla o deficiencia de la interpretación, sino un efecto cuidadosamente buscado por el autor.

 

Como estaba diciendo, lo que importa en esta “retórica negativa” es lo que hay que evitar. Hay que evitar sobre todo ser profundo, grave, bien intencionado, ¡moralista!, afable, congruente, dejar traslucir principios o hábitos “normales”, hacer poemas memorizables, hacer frases que se puedan definir, explicar o parafrasear... etc.

 

Resumiendo pues:

            La retórica antigua propone un lenguaje artístico que sobrepone, por encima de un lenguaje interpretable “prosaicamente”, una significación cifrada en cuyo desciframiento consiste la experiencia estética de la lectura.

            La retórica romántico-simbolista propone una interpretación libre pero orientada —como la “prosaica”—, cuya especificidad artística consiste en atenerse a la función comunicativa más esencial del lenguaje, la del lenguaje espontáneamente metafórico y expresivo que comunica un sentido anterior o más vasto que el sentido utilitariamente racionalizado y controlado de todos los días.

            La retórica vanguardista propone una ruptura de la interpretación, abriéndola a una libertad sin orientación ni responsabilidad que hace indecidible toda interpretación.

 

Podríamos pensar también en la proyección de estas posturas en el plano de la praxis. La retórica clásica parece corresponder a un sistema exclusivista donde la gran mayoría de los individuos no tiene acceso a las claves del ciframiento como no tiene acceso al poder; pero esas claves se superponen a un sentido común que es de la misma naturaleza que el que esa mayoría maneja habitualmente, o sea a una vasta tradición común. La retórica romántica parece corresponder a un sistema “democrático” (seguramente utópico) donde el sentido es accesible a todos sobre la base de su propia responsabilidad y la interpretación es consiguientemente libre pero orientada (orientada en última instancia por el sentido del destino universal del hombre). La retórica vanguardista parece corresponder a un sistema donde la libertad no orientada se confunde con la irresponsabilidad, y la interpretación (como todo lo demás) sólo es decidible sobre la base del poder —poder de un tipo o de otro: a veces propiamente político, pero sobre todo el del prestigio, el de los medios de influencia, el del acceso a la información, y por supuesto el del dinero entre otros tipos.

            A su vez, estos sistemas incluyen sendas ideologías con sus reglas de conducta. La regla de conducta del clásico podría ser preservar la jerarquía tradicional, o sea una desigualdad cerrada; la del romántico, la utopía de una igualdad universal abierta; la del vanguardista, una desigualdad abierta: la jerarquía basada en la sobrevivencia del más fuerte.

            (Cuanto más lo pienso, más me asombra que haya quien crea que la vanguardia es progresista, igualitaria, incluso “revolucionaria” y sobre todo... ¡antisistema!, o sea contraria a este sistema —que propone justamente lo mismo que ella: que ser libre no es romper las trabas que impiden construir el sentido, sino romper el sentido. Y que por eso protege y fomenta el arte de vanguardia de manera enteramente sesgada y chantajista: el “pueblo” no aceptaría sin protesta ese sesgo si el poder no lo chantajeara.) [Febrero 1, 3, 10, 15 y 17 de 2010]

 

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La globalización

 

El hecho de que el arte y la poesía estén fuera de lugar no creo que signifique que están en un no-lugar en el sentido en que la globalización es un no-lugar. La poesía está fuera de lugar porque da fe de que el origen está perdido y es nostalgia del origen, pero en la globalización el origen no está perdido, sino borrado, oprimido y culpabilizado. La globalización no es ni lugar ni nostalgia del lugar ni mirada exterior que da sentido al lugar.

            Empecemos por decir pacatamente que global no es universal. Por muchas vicisitudes y tensiones dialécticas que atraviese la idea de la función del arte, sigue siendo verdad todo el tiempo que esa función sólo puede ser hacer habitable el mundo natural, o en lenguaje heideggeriano, hacer de la naturaleza un mundo. La globalización no sólo sería incapaz de tener esa función sino que la hace imposible. No se puede olvidar que la globalización no es un fenómeno cultural sino tecnológico, obra de la más nefasta de las técnicas: la finanza improductiva y especulativa. Sería enteramente milagroso que esa técnica, que es el más puro ejemplo de operaciones sin contenido, pudiera dar un contenido al significado errante de una civilización que ha perdido el sentido del arte como antes perdió el sentido de lo divino.

            [Hay una] actitud muy generalizada y obviamente razonable que consiste en decir que no se puede condenar globalmente la época. A mí me parece perfectamente comprensible el temor a ese juicio perentorio que se corresponde con la actitud del que exclama “¡A mí que no me digan!”, o sea decidir cerrar los ojos. Temor que nos inhibe de dar el salto a combatir abiertamente la globalización, o el neoliberalismo, o las finanzas especulativas, o el arte “de vanguardia”. Salto sin duda peligroso en más de un sentido. No sólo porque es —y muy provocativamente— políticamente incorrecto, sino porque está fuertemente expuesto a las simplificaciones y los dogmatismos. Pero me parece moralmente necesario correr ese riesgo, porque no se puede condenar globalmente una época, pero sí su enajenación —se puede y se debe, en nombre de la época misma. Y un rasgo insuprimible de toda enajenación social es el proclamarse como la verdad de esa sociedad. [Abril 30 de 2010]

 

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Tomás Segovia: El tiempo en los brazos. Cuadernos de notas, Ediciones Sin Nombre/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2012-2015. Tomo I (1950-1983); prólogo de Christopher Domínguez Michael. Tomo II (1984-2005); prólogo de José María Espinasa. Tomo III (2005-2011); prólogo de Daniel González Dueñas.

 

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 [Leer Tomás Segovia: el cuerpo pensante (6)]

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