sábado, 28 de febrero de 2009

Arcadia

DGD: Textiles - Serie blanca 7, 2009
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En las primeras luces del silencio
la imagen es voz que busca
lengua, labios y garganta
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Entre todas las estatuas de la alameda
una es el sueño de la noche
y en su torno las demás se levantan
como el aroma del musgo tras la lluvia
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Del otro lado del mundo
el día esculpe hemisferios añorantes
De noche el sol es la raíz
de los árboles dormidos
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Arcadia, tantas voces deslavan tu voz
tantas imágenes acallan tu imagen
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El insomnio me pesa en los párpados
Todo este barullo
no me deja
despertar
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[Del poemario Para reconstruir a Galatea, Universidad Veracruzana, Ediciones Papel de Envolver, col. Luna Hiena, Xalapa, 1989. Edición agotada.]
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domingo, 15 de febrero de 2009

Un texto de José María Espinasa sobre Ónfalo

DGD: Textil 60, 2005
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La volatilidad de la permanencia
José María Espinasa
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La escritura de Daniel González Dueñas desde que se dio a conocer como escritor ha sido de una gran versatilidad, no sólo por los diferentes géneros que ha practicado sino por la libertad con que al interior de ellos se mueve, haciendo que hablen desde su voz formal, a la vez personal y anónima. Utilizo estas dos posiciones como contrapuestas para tratar de explicar lo que más me llama la atención de su escritura. Quiero aclarar, antes de seguir adelante con estas notas, que utilizo la palabra “escritura” en un sentido muy preciso —el que le da Roland Barthes en El grado cero de la escritura— pero aceptando la ambigüedad que en el propio autor francés adquiere con su uso y abuso. Así González Dueñas es para mí escritor no porque haya publicado novelas, cuentos, poemas o ensayos —lo ha hecho— sino porque escribe. Parecería una verdad de Perogrullo pero no lo es. Ese escritor no es un profesional —aunque tenga todos los rasgos de uno de ellos— ni tampoco un aficionado, sino, si traducimos el término amateur en toda su extensión, un apasionado.
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Todos sus libros suelen ser un gesto amoroso: a un autor —Cortázar, Méliès, Buñuel—, a un lenguaje —el del cine, el del inconsciente— o a una persona, que se llama de manera terminante ; esa contundencia la sitúa en la alteridad y la hace distinta de ese tú puramente nominal al que estamos tan acostumbrados. Y en ese sentido Ónfalo es su mejor libro. Claro, el autor, como la madre, quiere a sus hijos por igual, pero sus amigos reconocen más en uno u otro sus gestos. He tenido la suerte de ser, desde distintos lugares, editor de varios textos de González Dueñas. Su sutil pero rotundo estilo de ensayar —bien representado por libros como Las visiones del hombre invisible o Libro de Nadie— me ha hecho buscar ese impulso básico en sus otros libros, encontrándolo a veces de rebote o en carambola de tres bandas. Pero nunca de manera tan intensa en la brevedad de este volumen, texto que sin embargo se abre de manera infinita.
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Podría encontrarle algunos antecedentes en nuestras letras —quién podría olvidar al Arreola de Confabulario— pero cometería un error, pues enmascararía lo excepcional de su escritura. Prefiero ahora referirme a él —a Ónfalo— como algo único y (lo digo con tristeza) tal vez irrepetible. Los valores inmediatos saltan a la vista: precisión, concisión, belleza de la página casi como un universo plástico, como la tela de un cuadro, musicalidad, humor. Pero va más allá, porque engarza las joyas como se hace un objeto mágico, y ante la magia más que admirar su efectividad o su eficiencia admira la belleza del gesto. Dicho de otra manera: escribir páginas intensas sólo tiene sentido en la medida en que esa intensidad se conserva intocada después de que se ha mostrado; un poema de amor sólo lo es de verdad si no se agota en el amor, si es una rosa natural, fresca y radiante, pero eterna, y —aquí tiembla un poco la voz al decirlo— una eternidad por la que pasa el tiempo.
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El hecho de que estos relatos o poemas, llámelos como usted quiera, sean a la vez instantáneos, eternos y temporales es un desafío real. Porque su completud, que es una manera de decir su “acabado”, su “finitud”, no les quita su condición de fragmento, de la misma manera que el diamante nunca deja a fuerza de pulirlo de ser un guijarro. Sólo así escapa a la cristalización. Por ejemplo, la cantidad de dedicatorias que hay en este libro nos señala que los textos tienen algo de ofrendas humildes, de exvotos, de milagritos, muchos de ellos de una sofisticación tremenda por el tiempo acumulado en la vivencia de la duración como transcurso. Eso es lo que hace a los monumentos funerarios tener tanta fuerza: están vivos como el comendador ante don Juan.
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La concreción se da en estos textos en función del instante —la revelación de algo o alguien— y el trabajo que el tiempo hace sobre la posibilidad o imposibilidad de expresar lo ocurrido. La conservación de la experiencia depende de su capacidad para permanecer viva como revelación sobre la elusiva superficie del tiempo. Pondré un ejemplo cinematográfico muy conocido: los murales romanos de Roma Fellini, que se muestran al mismo tiempo que se pierden para siempre. La fotografía como arte también expresa eso: el momento fotografiado tiene una magia que rara vez se conserva en la foto. A la vez el tiempo al transcurrir las suele cargar de un contenido emotivo que antes no tenían. Por eso Ónfalo es un manual de sobrevivencia, pero sobre todo de vivencia. Nada hay de fijo en los textos reunidos, pero nada tampoco de transitorio: instalan una duración distinta.
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No es extraño que a González Dueñas le interese mucho Porchia y sus Voces; le gusta la condición aforística de la escritura, de koan trabajado por el mundo, de enseñanza cifrada e interpretable, nunca dogmática y siempre paradójica, construida sobre una vuelta de tuerca adicional, imprevista, sorpresiva, juguetona, que termina por resolverse como una elección estética encarnada en la ética. Este camino tiene dos direcciones, a veces de verdad muy diferentes: una la del rezo, la de la ley, la del mandato (que casi nunca es literatura), y otra, la del fuego de artificio que se enciende una y otra vez y no parece agotarse en su capacidad lúdica; es entonces cuando sí es literatura y eso ocurre en Ónfalo.
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Así la unidad de lo diverso vuelve al libro algo heterodoxo, poco frecuente en nuestras letras. Cercano, ya se dijo, a Arreola, pero también a Francisco Tario o Díaz Dufoo, y en su generación a Luis Ignacio Helguera y Francisco Segovia. En todo caso una muestra de que este autor, tan elusivo en su grafomanía a las definiciones, ha alcanzado una gran estatura literaria.
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[Texto leído por el autor en la presentación de Ónfalo (Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2004), Casa Refugio Citlaltépetl, mayo 31 de 2005.]
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martes, 3 de febrero de 2009

Pentimento

DGD: Redes 71, 2008
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Sale el sol, se nubla, sale el sol. Señal inequívoca de que Dios está indeciso. Aún más: voluble y acaso arrepentido, como el pintor que contempla largamente su obra, descontento del conjunto, y no sabe si bastará retocar esta zona o rehacer aquella, o de plano borrar el cuadro entero de la faz de la tierra.
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Hoy Dios parece echar marcha atrás, querer borrar la faz de la tierra. Partes del paisaje se retiran de la Creación como signos de la duda y el titubeo: esa zona del bosque se desdibuja, estas calles pierden la faz y partes de la ciudad se quedan como a medio hacer —o a medio deshacer. Vaya a saber qué recodos del mundo, como éstos, ahora mismo se desdicen y por instantes aspiran a su nada inicial.
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Tal vez la Creación no sea un parejo ir avanzando. Va y vuelve, festeja aquí y titubea allá, descontenta del conjunto. Parciales arrepentimientos, como en la vida de los hombres hay horas en que sin saberlo vuelven aunque vayan, desdicen aunque digan, y partes de sus cuerpos, y partes de sus almas, son a trechos como este bosque y estas calles: sale el sol, se nubla, sale el sol. A trechos la Creación se arrepiente y no es un irse acabando, porque acabar es ir de todos modos adelante.
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Vaya a saber si eso es también la Creación, y si Dios es lo voluble e indeciso del artista y no el artista mismo. Sabrá Dios si dudar es el único acto verdaderamente divino.
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[De Ónfalo, Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2004.]
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