viernes, 25 de marzo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (segunda parte)

DGD: Paisaje 30 (clonografía), 2001
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La ciencia habla del misterio, pero lo hace casi siempre en el tono de lo que todavía no ha logrado desentrañar (y se agrega un sobreentendido: “pero en eso estamos”), y este último verbo es sinónimo de conquistar (de ahí que una frase como las conquistas de la ciencia sea tan usual y festiva). La mentalidad occidental sólo funciona si cataloga el mundo y no por una verdadera sed de conocimiento sino porque catalogar equivale a dominar. Lo clasificado es lo ordenado, lo normalizado, lo pesado y medido; de ahí que lo inclasificable sólo se entienda como lo que “aún no se ha logrado encasillar en su lugar correcto”, es decir, “lo que está en vías de ser ordenado”; mientras no lo sea, será visto con una creciente desconfianza (y casi diríase con temor creciente) porque representa al caos.

Lo mismo sucede en todos los sistemas de pensamiento en cuanto su positivismo se topa con áreas en donde imperan lo paradójico, lo contradictorio, lo ambiguo, lo irreductible: esas áreas son tratadas como misterios, enigmas, charadas prontos a ser resueltos. Sucede, por supuesto, en la literatura, y aquí queremos hablar precisamente de esa zona incierta, huidiza, esquiva, en donde ciertos escritores han navegado, algunos por fatalidad, otros por vocación, casi siempre fuera de los canales por donde circula lo que tan eufemísticamente se llama “la corriente principal”. Y aunque son ajenos (algunos casi impermeables) a los medios de difusión, de tanto en tanto éstos los rescatan y convocan, lo cual es meritorio, aunque pocas veces sucede a través de un verdadero esfuerzo de comprensión y más bien ese rescate se haga en el mismo tono en que la ciencia habla de “anomalías” y la religión de “corrientes heréticas”, es decir, en una palabra, para reforzar el canon.

Buen ejemplo se halla en un libro aparecido en 1996 cuyo título es Atípicos en la literatura latinoamericana (ILH-Oficina de Publicaciones del CBC, UBA, Buenos Aires, 1996; 431 pp.), compilado por Noé Jitrik y que conjunta ponencias en un encuentro de escritores con un aura de “recuento de fin de siglo”: cada escritor invitado a este coloquio habla de algún autor más o menos ligado a la extrañeza. Este “recuento de la extrañeza literaria del siglo XX” propone, pues, su propio eufemismo: “atípicos”. Entre todos los rubros usados para referirse a los inclasificables, ese es uno de los menos insultantes, pero no deja de tener su zona oscura. Y es que al utilizar la denominación “atípico” se invoca, de manera automática, un “tipismo” en contraposición al cual puede destacarse a lo no-típico. Decir “escritor secreto” implica a todos los que no son secretos, mientras que decir “escritor atípico” vuelve típicos a todos los demás. Al revisar el índice de Atípicos en la literatura latinoamericana resulta notable que sólo tres de los autores de estos ensayos usaron la palabra atípicos en sus respectivos títulos, como si en los demás ensayistas suscitara una especie de pudor, de incomodidad.

Sin embargo, ¿por cuáles palabras ha sido sustituido el término “atípico”? Sonia Romero Gorski da a su artículo sobre Felisberto Hernández el título “Excentricidades al borde del agua”. Graciela Gliemmo presenta el texto “Somos geniales, locos y peligrosos: el nadaísmo colombiano”. Otros ensayistas optan por eufemismos más intrincados; así, Ana María Zubieta llama a Arturo Cancela “un best-seller olvidado”. Mas aun estos textos se hallan incluidos en un libro con un nombre determinado que los baña a todos; así, el lector infiere que “atípico” es algo entre excéntrico, genial, loco, peligroso u olvidado.

El volumen incluye el ensayo “Antonio Porchia, habitante del universo” de Miguel Espejo, y aquí, de modo excepcional, este título produce una curiosa inversión. ¿No somos todos “habitantes del universo”, lo cual corresponde a una tipicidad? Con esa frase, Espejo quiere aludir a una simultaneidad: el maestro argentino Antonio Porchia —el más inclasificable de todos los autores inclasificables—, a diferencia de los demás seres humanos, habita en todo el universo de modo ubicuo, como bien supo verlo su amigo y discípulo, el poeta argentino Roberto Juarroz. Para una lectura profunda, el título juega con lo redundante y obvio con objeto de rescatar lo típico como atípico: todos estamos en el universo, pero sólo unos cuantos son realmente sus habitantes, como lo fue Porchia. No obstante, ¿basta ese hallazgo para singularizar este texto y evitar que se cubra con las inferencias que manejan todos los demás? ¿Será suficiente para entender, no que deba diferenciarse a Antonio Porchia de los demás autores antologados, sino que no hay que igualarlos entre sí por medio de membretes contaminados?

En la lista de autores estudiados en este libro —que como todas es incompleta y arbitraria—, se sobreentiende que cada uno de estos escritores detenta una muy personal “atipificidad”; sin embargo, aún así puede sorprender a ciertos lectores la inclusión de nombres como los de Silvina Ocampo, Elena Poniatowska, Martín Luis Guzmán y Juan Gelman, quienes a todas luces disfrutan de esa difusión y prestigio que se consideran injustamente ausentes en las demás figuras estudiadas (los “atípicos”). Los autores de los respectivos ensayos podrían aducir que, aunque Ocampo, Poniatowska, Guzmán y Gelman son “típicos” (es decir, dentro de la inferencia general del libro, son “conocidos”), hay zonas en sus obras que bien pueden considerarse “atípicas”, en el sentido de partes marginales, zonas subversivas, textos poco conocidos que son heterodoxos o de difícil comprensión.

Sin embargo, ¿no puede aplicarse este mismo razonamiento a cualquier escritor “conocido”, y sobre todo a los más célebres? Si se aceptan “áreas atípicas en escritores típicos”, ¿por qué entonces no incluir a Borges, por mencionar el ejemplo más inmediato de un autor tipificado por la celebridad y desconocido en sus laderas menos estudiadas? Cualquier gran nombre de la literatura, por lo tanto, podría incluirse en el libro. ¿Qué es entonces, lo “atípico”?

Cuando se dice “blanco” o “negro”, estos conceptos se sobreentienden como polos de una escala que los conecta: entre ambos se localizan los “matices del gris” tan requeridos por quienes rechazan el “maniqueísmo”. El libro Atípicos en la literatura latinoamericana crea, pues, una escala que iría de “lo más a lo menos atípico”, pero ello, en lugar de dar armas al lector, lo invita y casi obliga a establecer la escala contrapuesta: la que va de “lo más a lo menos típico”. Ambas escalas se conectarían en un punto medio en el que podría encontrarse a escritores que son a la vez “menos atípicos” y “menos típicos”. Puede sustituirse el adjetivo y hablar de escritores “más bien conocidos que desconocidos”, “más amables que peligrosos”, “más superficiales que subterráneos”, etcétera. En ese caso estarían Ocampo, Poniatowska, Guzmán y Gelman, autores que también resaltarían en una imaginaria antología de lo “típico” (antología que nadie emprende porque en ese caso lo “típico” se revelaría como lo que es, un rubro denigrante).

Pero todos estos acomodos resultan arbitrarios en cuanto se examinan casos particulares. Miguel de Cervantes luchó por ser algo más que “el autor del Quijote”; lo mismo hicieron Michael Ende respecto a La historia interminable o Julio Cortázar después de Rayuela. Pocos son los autores “típicos” que no hayan luchado contra la tipificación (que significa ser petrificados, encasillados, vueltos previsibles), y el resultado es que la crítica utiliza a esa actitud con el fin primordial de tipificarlos con redoblado ímpetu. Más aún, en la balanza de la mentalidad binaria se incrementa a cada instante el sobreentendido de que todo escritor “atípico” necesariamente aspira a ser tipificado. ¿Y no es el término “atípico” la más impune de las tipificaciones porque surge desde fuera, generalmente sobre autores que ya no pueden defenderse?

En el mundo de la ciencia, estudiar las excepciones sirve para probar la fortaleza y resistencia de las reglas, y ulteriormente para confirmarlas; lo mismo sucede cuando se analiza la obra literaria de los “atípicos”. Lo típico no es concebido como lo define el diccionario, “característico de un tipo” o “peculiar de un grupo, país, región, época”, sino tajantemente como la norma. De nada sirve la certeza de que, apenas se analiza a fondo lo más típico, puede encontrarse ahí una multitud de elementos atípicos; de nada sirve que las excepciones abunden en las reglas más monolíticas; de nada sirve que la heterodoxia se revele a cada paso no como “defecto” de lo ortodoxo sino como su base misma. Lo atípico sigue viéndose como caos, es decir, amenaza a lo típico, que es el orden.

En Atípicos en la literatura latinoamericana, la presencia de Antonio Porchia irradia algo que va más allá de precarios rubros como “atípico” y se traduce en algo que sólo puede denominarse como extrañeza. Aunque el texto de Miguel Espejo es respetuoso, elige dos soportes: uno es la literatura; otro, la marginalidad indefinible de Antonio Porchia (1885-1968), autor de un solo libro, portentoso, llamado Voces.[1] En el primer caso, el mundo literario es visto como una norma que se desentiende de todo aquello que amenaza a su estabilidad. En el segundo, sucede lo mismo con la sociedad. En ambos casos se trata de un orden que es cuestionado desde dentro por un caos que no puede comprenderse, y no puede comprenderse porque se tiende a definirlo con los términos de su opuesto, el orden.

En términos generales, todas las magnitudes estudiadas de esta manera sufren grandes deformaciones: la literatura, la sociedad, la vida y obra de un autor determinado. La norma se encadena a lo “anormal”, lo ortodoxo a lo heterodoxo, la regla a sus excepciones, pero no en un diálogo sino en una cacería de brujas. La norma, la ortodoxia, la regla requieren combatir y destruir a lo que las cuestiona para finalmente “incorporarlo”, es decir para usarlo como prueba de la resistencia de la norma, de la solidez de la ortodoxia, de la permanencia del orden instituido. La mentalidad occidental se vendría abajo si contemplara a lo “atípico” de modo independiente de lo típico, es decir, con un nombre que no aludiera automáticamente a su opuesto. La presencia de Antonio Porchia en ese libro, sin embargo, pronuncia ese nombre: extrañeza. Y acaso, todavía mejor, extrañamiento. Un extrañamiento que, por una vez, no se mide respecto a lo no-extraño, sino que lo envuelve en la misma aura de otredad. Acaso nada hay más subversivo.

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Nota

[1] Puede verse, en este mismo blog, un texto dedicado a Porchia, haciendo click aquí.

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martes, 15 de marzo de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (primera parte)

DGD: Paisaje 11 (clonografía), 2001
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a Valentina, a Erick
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Una de las características de la mentalidad binaria occidental es la trampa dialéctica: resulta imposible concebir lo “alto” sin lo “bajo”, lo “lejano” sin lo “cercano”, lo “antiguo” sin lo “moderno”. Cualquier adjetivo implica, por contraposición, a su contrario. Por eso se dice que el poder depende de sus detractores, y sólo una mentalidad binaria puede afirmar, con total convicción, que la excepción confirma a la regla. Este mecanismo se presenta, desde luego, en la esfera del arte. Así por ejemplo, cualquier eufemismo que intenta calificar a la literatura “heterodoxa” reafirma (o recrea) a la ortodoxa. Cuando Rubén Darío usó la denominación “los raros” para aludir a artistas irreductibles a fórmulas o corrientes, no desconocía que esa misma palabra consagraba indirectamente a lo opuesto: los no-raros, es decir aquellos que automáticamente quedaban definidos como “los normales”. Incluso la frase “escritor secreto” parece destacar automáticamente, quiérase o no, a aquello que no es secreto, es decir, a lo que tiene divulgación.
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Por lo demás, si la palabra “secreto” resulta peligrosa, no es sólo porque con ella parece sugerirse que se trata de escritores que no llegaron a publicar sino, peor aún, que se escondieron de la sociedad. En los casos en que se hace trampa, llamar “subterránea” a esta corriente (a partir de la denominación inglesa underground) no hace sino afianzar el reinado de lo superficial; pero existe otra forma que podría llamarse “transparente”, para la cual la literatura extraña es un poderoso testimonio de lo inclasificable, de lo irreductible, de lo paradójico, de lo simultáneo.
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Hablaremos aquí de escritores inclasificables, de aquellos que parecen más reacios o más resistentes a las clasificaciones, pero es necesario darse cuenta de que ya el término “escritores inclasificables” es en sí una clasificación: se los clasifica precisamente como inclasificables. Puesto que los actos de inventariar, catalogar y jerarquizar resultan inevitables para nuestra mentalidad —que sólo sabe guiarse por los rubros, las etiquetas y las definiciones sumarias—, he elegido ese mote de “escritores inclasificables” no porque sea la más correcta o la más justa, sino porque es la que menos equívocos convoca: es la única que contiene su propia negación, la única que se permite dudar de sí misma abiertamente. Las otras dos que son benignas, “secretos” y “transparentes”, no están exentas de equívocos; al usarlas habría que explicar que los escritores aludidos no son “secretos” porque se hayan ocultado (aunque algunos sí lo hayan hecho deliberadamente) sino porque no manifestaron ningún interés en “hacerse notar” por su sociedad (en esta línea no hay sino un paso para llamarlos “invisibles”); y si se les calificara como “transparentes” habría que añadir que no es porque uno pudiera ver a través de ellos (aunque a nivel metafórico es el caso de muchos de estos escritores) sino porque no jugaron ese juego de las oscuridades graduadas al que se llama “vida socioliteraria”.
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(Por la misma naturaleza del tema que nos ocupa, ninguno de los marcos de referencia aquí usados puede ser entendido como fijo e inamovible: todos son ambiguos y esquivos, y contienen más excepciones que reglas. Así, por ejemplo, el hecho de negarse a participar del juego de prestigios de la “vida cultural” no es en ninguna forma un determinante; algunos de estos escritores manifestaron un rechazo tajante a la autopromoción, es cierto, pero otros aceptaron, cada uno a su manera, jugar ese juego.)
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Ha habido muchas formas de llamarlos, de aludir a esa forma de la extrañeza a la que estos escritores representan y encarnan. Puesto que Rubén Darío los llamó “los raros”, es esa la etiqueta que más se emplea, sin duda debido al prestigio del poeta nicaragüense; sin embargo, como se ha visto, esa denominación no está exenta de precariedad y trampa, como tampoco lo están las más frecuentes, entre ellas “heterodoxos” y “subterráneos”. Casi cada crítico que se interesa en estas figuras propone nuevos eufemismos porque no hay quien no se dé cuenta de que todas esas fórmulas fallan cuando tratan de aludir a estas personalidades sui generis.
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Cuando en cualquier medio de comunicación se usan lugares comunes como la frase “escritor de reconocido prestigio”, brinca por detrás algo como una autoridad que parece totalmente independiente de esos medios: si algo es mencionado con respeto (aunque éste sea formal y de mero trámite), y si estas menciones son reiteradas, se provoca en el escucha un sobreentendido correspondiente a “Por algo será”. Toda referencia acerca de lo reconocido se hace siempre pensando que sucede en un mundo abstracto, puro, desapasionado, en el que el reconocimiento se da por sí mismo, “por méritos propios”, y que por lo tanto no depende —como en realidad sucede— de una avalancha de factores sociales, culturales y políticos, y sobre todo de mecanismos de propaganda y publicidad, como en el caso de cualquier “producto”.
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Sabemos muy bien que la propaganda y la publicidad se basan en la repetición: mientras más se reitera un nombre más se aumentan las posibilidades de que la memoria colectiva lo retenga. La repetición genera el reconocimiento: el “producto” comienza a ser reconocido, es decir, comienza a tener prestigio, que es lo que se entiende como renombre. Los medios nos hacen sobreentender que si un nombre se repite es “por méritos propios”, y sin duda así sucede en muchos casos, pero el acento no está en el mérito sino en el consenso que define a lo que es meritorio y a lo que no lo es. Y ese consenso resulta muy simple: es meritorio lo que se repite, y se repite lo que es meritorio. Nosotros, los supuestos beneficiarios de los medios masivos (en realidad somos sus consumidores), sabemos que esos medios no pueden cubrirlo todo y que hacen una selección. Lo curioso es que, aunque intuimos que en esa selección “ni están todos los que son ni son todos los que están”, a la vez pensamos que los que están, son, y los que no están, no merecen existir (existir es tener los méritos necesarios para “estar en la luz pública”).
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Sabemos que la información es selectiva y discriminatoria, pero creemos que basta atender a los medios para estar informado: los medios no pueden ufanarse de cubrir la totalidad de lo que sucede en el mundo en todo momento y lugar, y ni siquiera lo intentan; no nos hacen sobreentender que lo que no mencionan no existe, sino sencillamente que no vale la pena, que no tiene méritos, que no ha sido reconocido por el consenso. Por tanto, no nos preocupa ignorar a todo aquello que no tiene prestigio suficiente, es decir, que carece de los méritos necesarios para estar “en el candelero”. Brillar, ser notorio o reconocible resulta la meta apetecida o “éxito”, cuya falencia implica al temido “fracaso”: no ser capaz de salir de la oscuridad y del anonimato.
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Y puesto que cualquiera puede llamar la atención a partir de la extravagancia, la vociferación o la sordidez (ahí está la estereotípica historia de Eróstrato, que supuestamente incendió la Biblioteca de Alejandría con objeto de lograr la perduración de su nombre), existen rígidas reglas para la “ascensión”, es decir para demostrar los méritos. Quien no sigue ese decálogo (basado en la baja pasión, el canibalismo y la doble moral) no obtiene reconocimiento oficial y queda fuera del canon.
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Existe todavía otra inferencia, aún más agresiva: la de que acaso un determinado autor tuvo prestigio en “su” tiempo, pero lo ha perdido y, por tanto, ya no es “vigente”, es decir, ya no pertenece a “los temas de actualidad”: ha perdido injerencia en el presente, lo cual significa que está fuera de la historia. Aquí actúa otro rapaz lugar común referido a la progresión prestigio/fama/gloria: “es peor haberlo tenido y perdido que nunca haberlo tenido”.
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La gran palabra que se relaciona con esto es “éxito”. El lenguaje de los medios y sus inferencias muestran claramente que cuando se usa esa palabra no se habla de un triunfo humano, artístico o espiritual, sino de una victoria de la capacidad individual para hacerse notar y convencer al consenso del valor y autoridad de la obra personal. El sobreentendido es apabullante: quien no emprende esa tremenda lucha contra el anonimato, carece de toda autoridad (si no reclama por sí mismo la voz cantante, nadie va a concedérsela, pero tampoco si no lo hace en los términos aceptados y acatando las severas reglas establecidas para reclamar un sitio en el medio cultural). Y en la retórica del poder que rige a Occidente, no hay mayor contradicción que la de un autor sin autoridad.
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Puede imaginarse que por cada acto o hecho mencionado por los medios hay innumerables sucesos que ellos no recogen; en ese vasto cúmulo de lo insignificante (lo que llega a los medios es, como se sobreentiende, lo significativo) quedan, tal vez, innumerables sucesos que podrían llamarse insignificantes, pero también otros que podrían ayudarnos a redefinir esa tabla de valores que determina para los medios lo que significa y lo que no lo hace. Ese vasto e incierto territorio es la Tierra de Nadie de los medios, que cubre desde lo “insignificante” hasta lo “no prioritariamente significativo”.
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Una gran inferencia que aquí sólo puede tratarse de paso es la que ejemplifica muy bien un lugar común entre los antropólogos: “Los pueblos felices no tienen historia”. Sólo tiene historia lo que implica a lo contrario de la “felicidad” (tan precaria y tramposamente definida como lo es su opuesto): conflicto, devastación, catástrofe, tragedia. No resulta gratuita esta liga entre historia y rapiña (o entre felicidad e insignificancia) y, de hecho, de ella proviene una de las mayores venganzas mediáticas contra lo inclasificable. Un turbio sobreentendido implica que los “pueblos felices” no son desarrollados ni evolucionados y que son ajenos al progreso. La palabra “felicidad”, en este contexto, infiere primitivismo. En una palabra, la expresión “pueblos felices” implica que son tontos, puesto que la inteligencia es amargura y cinismo, o no es. Esta es la liga que suele hacerse entre los escritores inclasificables y lo naïf.
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Es por todo ello que Henry Miller llega a exclamar:
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Estar en silencio todo el día, no ver ningún periódico, no oír ninguna radio, no escuchar ningún chisme, abandonarse absoluta y completamente a la pereza, estar absoluta y completamente indiferente al destino del mundo, es la más hermosa medicina que uno puede tomar. Poco a poco se suelta la cultura libresca; los problemas se funden y se disuelven; los ligámenes se rompen; el pensamiento, cuando uno se digna entregarse a él, se hace muy primitivo; el cuerpo se transforma en un nuevo y maravilloso instrumento; se mira a las plantas, a las piedras y a los peces con ojos diferentes; se pregunta uno a qué conducen las luchas frenéticas en que están envueltos los hombres [...]. Los periódicos engendran mentiras, odio, codicia, envidia, sospecha, temor, malicia. No necesitamos a la verdad tal como nos la sirve la prensa diaria. Lo que necesitamos es paz, soledad y ocio. [El coloso de Marusi, 1941.]
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“¡Qué irresponsabilidad!”, espeta el hombre de los media, incapaz de concebir a alguien que no quiera estar “al corriente” de lo que sucede en el mundo. Pero Miller no habla de irresponsabilidad, todo lo contrario: atisba lo que podría ser el individuo si lograra deshacerse de lo que hacen los medios con él (no estamos al corriente del mundo sino en la corriente mediática): sólo entonces podría comprometerse verdaderamente con el mundo. Miller, ese gran inclasificable, sabe que sólo estamos comprometidos con los medios, esto es, con la realidad que ellos presentan; que lo que llamamos mundo es la imagen construida expresamente para construir al hombre que debe habitarla. La obra de Miller es el testimonio de su intenso compromiso, del insobornable impulso que lo lleva no a la autogratificación narcisista sino a la exigencia de redefinición, comenzando por las palabras paz (una renuncia a las guerras de todo tipo en que consiste la cotidianidad), soledad (un rechazo al compacto gregarismo necesario para mantener incólume a la pirámide del poder) y ocio (un reclamo del tiempo y el espacio interiores a los que la imperante imagen del mundo ataca y adormece).
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[Una versión abreviada de este texto (que aquí se presenta completo,
en varias partes) fue leída en el marco de la XXXII Feria Internacional del Libro
del Palacio de Minería, marzo 5 de 2011.]
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sábado, 5 de marzo de 2011

Metáfora: el ritmo de la vida

DGD: Paisaje 14 (clonografía), 2001
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El poeta argentino Mario Morales (Pehuajó, 1936), autor de Cartas a mi sangre (1958), compartió con Roberto Juarroz la dirección de la revista Poesía = Poesía hacia finales de los años cincuenta y principio de los sesenta. En el número 8 de esta revista, Morales publicó un poema que permite reflexionar sobre la hechura poética en su más alta expresión. El poema sin título comienza con esta estrofa:
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En el ritmo,
en el ritmo de una mirada cuando se quiebra
y busca sus astillas dentro del sueño.
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Este arranque es perfecto. La repetición del primer verso en el segundo crea una cadencia, casi como un compositor que marca el tempo al principio de una partitura. La imagen inicial queda así determinada por un ritmo: el de una mirada cuando se quiebra en la vigilia y luego busca reintegrarse dentro del sueño. El impulso originario del poema es tan alto, potente y torrencial, que el poeta no tiene tiempo siquiera (ni la menor necesidad) de decirnos por qué o cómo se quiebra una mirada. Esto sería otro poema subalterno, una bifurcación que el poeta no toma, arrebatado por la imperiosa necesidad de ser fiel al relámpago que le ha caído encima. En esos tres versos está la semilla de un poemario entero, que deberá crecer como un árbol en la mirada, en la vigilia, en el sueño del lector. Porque aun cuando la imagen no está desarrollada, quien la recibe la reconoce de modo cristalino: sin lugar a dudas es cierto que en la vigilia la mirada se fragmenta con un ritmo que se complementa cuando, en el sueño, esa mirada busca reintegrarse. El poema continúa de este modo:
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En el ritmo insano, puro,
de una almeja de colores sordos, coléricos,
decapitada con todo el zumo del día
quemando aún su corazón de espada y humo.
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Aquí el poeta realiza un abrupto cambio de registro. Esta segunda imagen parece inasible, acaso un poco atolondrada. Podemos imaginar a una almeja con colores sordos y coléricos, pero no cómo puede ser decapitada con un ritmo insano y puro, y menos aún con todo el zumo del día, y todavía menos que sea decapitada “quemando” (el gran peligro de los gerundios) “aún” (un falso puente) “su corazón de espada y humo”.
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La imagen de la primera estrofa, aun con toda su complejidad, era perfectamente representable en la mente del lector; en cambio, aquí hay un amasijo de propuestas que no logran la cristalina perfección de los tres versos iniciales. Adjetivos como insano, puro, sordo, colérico, no hacen nada para apoyar a tantos sustantivos: ritmo, almeja, colores, zumo, día, corazón, espada, humo... La contundencia del inicio se diluye en esta continuación, cuya imagen es tan rebuscada, que pasamos por ella como esperando que lo siguiente ilumine este pasaje de sombra.
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En toda la ternura desatada
en el cabello de una mujer dormida.
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Aquí el poeta, como cansado de la imposibilidad de lo anterior, vuelve a lo simple. Con maestría ha acostumbrado rápidamente al lector a buscar nuevos ritmos en cada estrofa. Y en ésta lo encuentra por la simpleza del enunciado: el ritmo de la ternura desatada en el cabello de una mujer dormida. La imagen es íntima, elocuente, exacta. En la estrofa anterior, el poeta, casi con furor surrealista, nos exigía imaginar cómo una almeja podía ser decapitada, y no sólo eso, sino decapitada “con todo el zumo del día”, lo que de alguna manera quemaba “su corazón de espada y humo”.
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El inmenso esfuerzo necesario para imaginar que una almeja tiene un corazón de espada y humo, y que posee colores sordos y coléricos, y que ellos marcan un ritmo insano y puro, en esta otra estrofa se vuelve lo contrario: la suavidad de una metáfora tan elocuente que no requiere ningún esfuerzo de representación mental. Aunque jamás habíamos reparado en que la cabellera de una mujer dormida contiene un cúmulo de ternura desatada, ahora no nos cuesta esfuerzo ni extrañamiento (sólo asombro, sólo reconocimiento) el darnos cuenta de que ello es no sólo posible sino verdadero y cotidiano.
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(La nitidez de la imagen transfigura a un acto y lo vuelve a la vez símbolo y transparencia: del mismo modo en que una mujer, para dormir, se suelta la cabellera, despojándose de redes, diademas o pasadores, o sencillamente deshaciendo una trenza, se libera de todos los contenedores típicos de la vigilia incluidas la ropa y la propia conciencia diurna. La mujer se desnuda para el amor lo mismo que para el sueño —tanto su cuerpo como su conciencia se desatan—, y ese acto secreto, invisibilizado por la costumbre, nos es devuelto en toda su pureza por quien contempla a la durmiente y a todo lo que en ella, restringido durante el día, se suelta en la hora de mayor recogimiento.)
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En un campanario de nubes
estallando a lo lejos como un ciego.
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En esta nueva estrofa el poeta logra la iluminación y también la caída. “Un campanario de nubes” es una imagen tan precisa, tan asombrosa, tan cierta, que el lector se queda sin aliento y se detiene, estupefacto y extático: cuántas veces ha visto las nubes, y cuántas veces ha observado un campanario. Pero la reunión de ambos es una revelación y una sacudida: el lector casi no quiere moverse para no perder el hallazgo de esta imagen, el darse cuenta de que las nubes guardan a veces (o siempre, según se mire) la sacralidad litúrgica de un campanario de iglesia, a la vez concierto y llamada. Las nubes sonando como campanas... llamando a misa, es decir, al rito, a la comunión, a la unidad.
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En cuatro palabras el poeta ha agregado realidad a la realidad y nos ha obligado a arrodillarnos, así sea mentalmente, ante la liturgia que ha revelado. El lector no necesita ser partícipe de una u otra religión: aun el ateo más recalcitrante ha sentido la hermosura de un campanario en acción musical, en redoble de llamado. Transportar esta imagen a las nubes es dar un sentido religioso a la naturaleza, es una convocatoria a escuchar el cántico constante y permanente del cielo. El poeta ha llegado al satori.
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Y entonces el segundo verso. Otra vez la traición, la imagen rebuscada que requiere esfuerzo, casi sacrificio. ¿Qué tiene que ver el campanario de nubes con el hecho de que un ciego estalle a lo lejos? ¿Los ciegos estallan? ¿Estallan a lo lejos? ¿A lo lejos de qué? Para explicarse esa imagen, el lector casi tiene que olvidar el satori a que el poeta lo ha lanzado con el primer verso. Ante todo, la liga se hace a través del siempre peligroso gerundio: “estallando”. Lo que era una imagen prístina, casi primigenia, se encadena a otra cosa que le es ajena a través de un gerundio que la vuelve oscura e impenetrable. El satori es arrancado del lector. El campanario de nubes estallando a lo lejos como un ciego. Un ciego es quien no ve. El lector no veía: escuchaba el cántico celestial de las nubes-campanas. Por tanto, es obligado a ver, y luego, a no ver. Y peor, a estallar a lo lejos.
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En el primer verso, el poeta había llevado a todos los ritmos anteriores (el de la mirada cuando se rompe, el de la almeja al ser decapitada, el de la cabellera de una mujer dormida) al estrato de lo sagrado. Con el segundo verso rompe ese ritmo ascendente y se deja llevar por una imagen turbia, ilegible, pesada. Lucha, acaso, con esa inmensa magnitud que se suelta en cuanto es tocada por la poesía.
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En cualquier lugar, instante, cosas o ritmo,
es el lugar, el tiempo, el ritmo y las cosas de la muerte,
sus paisajes,
como una circuncisión en el clímax de las palabras,
como una esponja sonámbula
fundando un ritmo de oficio y signo,
una imagen quieta que disloca al tiempo.
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En esta estrofa el poeta se retrae: no quiere saber lo que ha hecho, se vuelve colérico y sordo, se le olvidan los hallazgos, se deja llevar por la parte oscura del impulso. Escribe, incluso, mal. Dice: “En cualquier lugar, instante, cosas o ritmo”, como si “cualquier” pudiera iluminar a “cosas” (en este caso sería “cualesquiera”). Comienza con “En”, cuando debería eliminarlo si quiere decir “Cualquier lugar es el lugar de la muerte”. El lector trata de entender esta cólera, esta sordera voluntaria, y se dice que el poeta hablaba, pues, del ritmo de la muerte.
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Sin intentar una interpretación y basándose únicamente en las imágenes, el lector trata de entender, pues, que el poeta no hablaba de ritmos sino de su ruptura, es decir, de “una circuncisión en el clímax de las palabras”, esa fatalidad que disloca al que llega a las alturas y lo devuelve a lo bajo. Este parece, pues, el tema del poema, y por eso el poeta nos dice que es como “una esponja sonámbula” (extraña imagen paralela a la de aquella almeja decapitada) “fundando” (el mortal gerundio otra vez, cuando acaso debería decir “que funda”) “un ritmo de oficio y signo / una imagen quieta que disloca al tiempo”.
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Sin embargo, el poeta no parece detenerse una vez especificado su tema (el ritmo de la muerte); a la vez deja muy claro que persigue —o es perseguido por— algo más, ardua y dolorosamente: una imagen quieta que disloque el tiempo (que lo suelte). Y aquí alcanza su mayor hallazgo indirecto: hacernos ver que toda imagen, aunque parezca inmóvil, está en realidad moviéndose: toda fotografía es cine. Una imagen que en verdad lograra estar quieta, dislocaría el tiempo. El tiempo es el ritmo de la muerte. Todas las imágenes anteriores se transfiguran en dos niveles. En el primero de ellos, la mirada cuando se quiebra, la almeja decapitada, la cabellera de una mujer dormida, el campanario de nubes, contienen movilidad, es decir el ritmo de la muerte. No obstante, en el segundo nivel de transfiguración estas imágenes han sido inmovilizadas en el verso de un modo que disloca al tiempo.
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Ante el horror que le produce el descubrimiento del ritmo de la muerte, el poeta adopta una primera imagen de sí mismo: una esponja sonámbula, es decir un ser sensible que lo capta todo, que lo absorbe todo, en su insomnio fatal e insondable, y que quisiera fundar “un ritmo de oficio y signo”, es decir, una sola imagen quieta que dislocara al tiempo. Todo discurre, incluso lo inmóvil: sólo el poema podría encontrar una imagen verdaderamente quieta que desarticulara al ritmo de la muerte, que volviera a todos los ritmos sinónimo de vida.
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El poema termina de esta manera:
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Es el ritmo de la muerte
dibujando esta pregunta,
este remolino de sonidos exactos
para un poema sin comienzos
o para el comienzo de un ala inmóvil
imaginada por ese árbol
que una noche cayó del ojo blanco de un pájaro en vuelo
y despertó a las uñas incesantes de la tierra.
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El poeta acepta que incluso su pregunta (“¿es posible fundar una imagen verdaderamente quieta que disloque al tiempo?”) es parte del ritmo de la muerte, y también el dibujo (resultado) de ese ritmo. De ahí su desnudamiento, la poesía que se vuelca sobre sí misma: “este remolino de sonidos exactos / para un poema sin comienzos”.
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El poema acepta su derrota: no hay comienzos en él, es decir, fundaciones. Cada vez que creía comenzar, lo que hacía era dar otra versión del mismo ritmo de la muerte. El segundo verso de esta última estrofa contiene otro gerundio fatal: ese ritmo “dibujando” a esta pregunta suya, es decir que el poeta se reconoce como vocero del ritmo de la muerte. Sin embargo, es portentoso el hecho de que a la vez lo reconoce como un “remolino de sonidos exactos”. Aun reconociéndose como hijo, prolongación y vocero del ritmo de la muerte, el poeta, en su obstinación sorda y colérica, ha querido entrever (si no fundar) un otro ritmo.
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Por eso se deja caer de lleno en otra imagen imposible que requiere todo el esfuerzo del lector: “o para el comienzo de un ala inmóvil” (nótese que “el ala inmóvil” es gemela de “la imagen quieta”) “imaginada por ese árbol / que una noche cayó del ojo blanco de un pájaro en vuelo / y despertó a las uñas incesantes de la tierra”. Así como no podíamos imaginar sin un supremo esfuerzo a una “almeja de colores sordos, coléricos, / decapitada con todo el zumo del día / quemando aún su corazón de espada y humo”, así nos resulta casi imposible crear la imagen de un árbol que imagina a un ala inmóvil mientras cae del ojo blanco de un pájaro en vuelo y que luego despierta a las uñas incesantes de la tierra.
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Pero entonces el lector, extenuado por este viaje forzado y terrible, se da cuenta de que es perfectamente posible “imaginar a esa imagen” si la desmenuza. En esa imagen final se encuentra la culminación de la hybris del poeta y el núcleo mismo del poema: el encuentro entre el pájaro y el árbol. El ojo blanco de un pájaro en vuelo (es decir la parte alternativa de su mirada) contempla a un árbol que a su vez contempla al pájaro e imagina un ala inmóvil. La imagen quieta se da en ambos sentidos: el árbol inmoviliza al pájaro en vuelo, lo mismo que el pájaro al árbol que lo mira.
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Ese pájaro en vuelo ve al árbol con su ojo blanco, es decir, con lo blanco de su ojo (es decir, con aquello que se supone que no mira), lo que origina que el árbol caiga y despierte a las uñas incesantes de la tierra. Esta última es una maravillosa metáfora del ritmo de la muerte, de la fuerza que parece atraer a lo viviente hacia lo bajo, de la fatalidad contra la que el poeta se vuelve. El árbol convierte al pájaro en una imagen quieta (un ala inmóvil), a la vez que el pájaro hace lo mismo con el árbol. Esto no es posible en la naturaleza, pero lo es —majestuosamente— en el poema (y por tanto, después del poema es posible en la naturaleza). Sordo y colérico, el poeta se niega a rendirse al ritmo de la muerte y a través de un milagro verbal lo trastoca: ese milagro sucede no en otra parte que en la mente, en la imaginación, en el corazón del lector. El ritmo de la muerte ha sido trastocado: la fatalidad ha sido denunciada como convencional y transgedible. El poema es el milagro de una imagen quieta que funda el ritmo de la vida.
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Curiosamente, en la misma revista en que apareció este poema, Roberto Juarroz publicó otro (luego incluido con el número 32 en la Segunda poesía vertical, 1963) en el que explora ese misterio:
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Una montaña de pájaros
ata los vientos de la tarde
con el signo más delgado,
pero el viento de la muerte sigue suelto.
Y elige sus banderas redondas,
sus cabellos de piel justa,
sus risas sin comisuras.
Y sale desde el fondo de esas risas o cabellos o banderas
para adiestrar en la inmovilidad a las cosas,
para inventar el cinematógrafo de lo inmóvil
y la película más larga,
la que no necesita otro proyector que un cuerpo fino,
pues se proyecta en el instante mismo en que se filma.
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Pero el viento de la muerte busca también un pájaro,
un cuerpo ya tan fino
que en él la filmación, la proyección, por fin termine
y empiece otra quietud mucho más quieta.
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Este poema de Roberto Juarroz es más contenido que el de Morales y carece de cólera sorda, de imágenes extenuantes; sin embargo, se trata de un diálogo íntimo, de una soberbia compartida: el mismo satori en dos manifestaciones distintas. Ambos poemas intentan “adiestrar en la inmovilidad a las cosas”, “inventar el cinematógrafo de lo inmóvil”, vencer el ritmo de la muerte y por fin recuperar otra quietud mucho más quieta: la de lo simultáneo (lo suelto). Estos poetas han cumplido la hybris mayor: instaurar el ritmo más imposible: el de la vida.
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