miércoles, 24 de julio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXIII: Fluidez y estancamiento)


DGD: Textil 66 (clonografía), 2009

(XXIII) Fluidez y estancamiento

En la hipercomercial y opulenta película Guerra mundial Z, un supuesto científico dice el lema central de toda esta película-negocio: “La madre naturaleza es una asesina serial. No hay nadie mejor, ni más creativo. Pero como todo asesino serial, tiene el terrible deseo de ser descubierta. ¿Para qué cometer crímenes tan brillantes si nadie se lleva el crédito? Así que deja migajas. Lo más difícil, lo que te mantiene una década en la escuela, es reconocer las migajas como los indicios que son. Y a veces, lo que creíste que era el aspecto más cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y le encanta disfrazar las debilidades como fortalezas”.
          El discurso de la conveniencia se forma con este tipo de gotas de un torrente dictatorial y permanente. El darwinismo social gobierna a todas las ideas difundidas por Hollywood. Una vez aceptado que “la madre naturaleza es una asesina serial”, entonces sí conviene reconocer las raíces naturales del hombre, quien por tanto es también un asesino serial, por “herencia”, o, para usar la gran coartada, por naturaleza.

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En biología se utiliza el término palingénesis para aludir a la reproducción exacta de los aspectos ancestrales de la herencia; el opuesto es la cetogénesis, en donde el medio ambiente modifica a las características heredadas. Es este un binomio correspondiente a nature/nurture. Pero el discurso de la conveniencia nunca aceptará el factor educación (la influencia del medio ambiente), puesto que éste implica el libre albedrío, la capacidad de elección, el acto individual de negarse a recibir determinada educación por falsa o perniciosa.

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Oponerse al discurso ideológico de Guerra mundial Z (y de los millares de filmes y series de televisión semejantes) es, por tanto, “antinatural”. La crítica y toda actividad lúcida alternativa se vuelven prácticamente actos “contra-natura”.

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Nurture (la cetogénesis) queda fuera del juego para que reine Nature, que no es en absoluto “la naturaleza”, sino ese específico simulacro (tradición manipulada) que el poder requiere para afirmarse como fatal e inevitable: no hay opciones, no hay libre albedrío: sólo hay palingénesis: el hombre es un asesino serial y punto.

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El propio discurso hollywoodense, entusiasmado por su “evidencia avasallante”, descuida la metáfora. De Hollywood (y de todo el discurso de la conveniencia) puede decirse lo mismo: “Pero como todo asesino serial, tiene el terrible deseo de ser descubierto”. Y aún más: “A veces, lo que creíste que era el aspecto más cruel y brutal del virus, es la gran debilidad en su armadura. Y le encanta disfrazar las debilidades como fortalezas”.

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No puede decirse propiamente que la tradición “tienda a estancarse”: la historia humana prueba que la tradición es un estancamiento; de ahí que la ruptura no resulte “a veces” necesaria, sino incesantemente indispensable. En el terreno de la filosofía, Borges estipula que Macedonio Fernández “no formuló ideas nuevas —acaso no las hay—, [pero] redescubrió y repensó las ideas eternas”.

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El estancamiento en ningún modo es exclusivo de la literatura, pero parece especialmente notable en ella. En una página citada por Borges, T.S. Eliot denunciaba uno de tantos agotamientos, el de la novela policiaca, que —observa Eliot— “se repite peligrosamente: en el primer capítulo el consabido mayordomo descubre el consabido crimen; en el último, el criminal es descubierto por el consabido detective, después de haberlo ya descubierto el consabido lector”. Muy diversos tipos de ruptura intentan salvar el peligro de las repeticiones, pero a la vez el público las acepta y hasta las demanda: es el reconocimiento a las “convenciones de género” que hacen reconocible, en este caso, a la novela policial.

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Los autores buscan, pues, rupturas “moderadas”: suficientemente “renovadoras del género” pero nunca tan definitivas que pudieran escapar por completo al reconocimiento (y menos aún que pudieran contribuir a la desaparición de ese género o subgénero). El público aplaude una “variante novedosa” que le muestra nuevas facetas de las mismas “leyes” pero rechazaría con indignación una ruptura absoluta de esas leyes.
          Los géneros viven, pues, no de sus leyes sino de la graduación (siempre subjetiva, siempre graduada) de las variaciones practicadas sobre ellas. Existe un límite más allá del cual las rupturas dejan de ser moderadas, graduadas y calibradas, y se vuelven definitivas: esa zona off limits es muy temida porque su nombre es caos o, en otros niveles, revolución.
          Pero las revoluciones, cuando surgen, y sobre todo cuando no pueden ser sofocadas a tiempo, son entonces prontamente devueltas al territorio conocido: se institucionalizan, se vuelven tradición, es decir, estancamiento. Y el péndulo comienza de nuevo a moverse. O a la apariencia de moverse, puesto que el péndulo ha sido congelado en su extremo: el de la extrema derecha.

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Borges aporta un matiz a esta discusión eterna y aparentemente irresoluble: “los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de realismo”. Acaso esta oración puede parafrasearse por medio de sustituir los sustantivos: tradición y ruptura no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni siquiera sabemos con certidumbre si el universo es una tradición o una ruptura, o en qué niveles podría considerarse esto o aquello.
          Evidentemente no es ni una cosa ni la otra; tradición y ruptura son formas humanas de mirar (modos de adjudicar niveles a posteriori), y por lo general es el discurso de la conveniencia el que determina que el universo sea visto como tradición o como ruptura (o como tradición de la ruptura, o como traición de la tradición).

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Twice Told Tales (Cuentos dos veces contados) es el título de una colección de cuentos en dos volúmenes de Nathaniel Hawthorne publicada en la primavera de 1837. Ese título estaba inspirado en un fragmento de The Life and Death of King John (acto 3, escena 4) de William Shakespeare: Life is as tedious as a twice-told tale / Vexing the dull ear of a drowsy man (“La vida es tan aburrida como un cuento contado dos veces / Que fatiga el oído sordo de un hombre somnoliento”).
          La repetición mata a la novedad y no hay como repetir un suceso insólito para volverlo tradición y con ello devolverlo a lo tedioso.
          Escribe Sergio Pitol que, sin la existencia de la literatura, “el lenguaje sería gris, plano, reiterativo. Es la literatura la que lo alimenta, lo transforma, lo castiga a veces, pero le otorga una luminosidad que sólo ella es capaz de crear”. En este párrafo podría sustituirse “lenguaje” por “tradición” y “literatura” por “ruptura”.

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La vida es una tradición que depende, para perdurar, de sus rupturas incesantes (si no se producen se las inventa), impredecibles (aunque no sólo se las predice sino se las provoca) y totalmente novedosas (aunque los elementos que barajan son tradicionales y aun las combinatorias más afortunadas se volverán rápidamente tradición).

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Uno de los niveles más curiosos de este fenómeno es la juventud, que es tradicionalmente definida como ruptura en sí misma. Sin embargo, el culto generalizado hacia ella la infiere como sólida tradición. La edad madura del ser humano, que tendría que ser lo tradicional respecto a lo cual la juventud es ruptura, se vuelve, por tanto, ruptura de la tradición que es la juventud. El anciano que realiza obras o demuestra vitalidad se vuelve anómalo, y, como ruptura, se cubre de los atributos de lo heterodoxo: la culpabilidad (por no ser joven), la envidia (a quienes son físicamente jóvenes), la sed de expiación (no por haber vivido sino por haber sido joven una vez).

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“Cuando fracasan”, dice Dostoievski en Crimen y castigo, “incluso los mejores proyectos parecen estúpidos.” En la mentalidad capitalista el fracaso es la tradición: está por todas partes y es el más probable de los resultados en todo esfuerzo individual por “destacar”; por tanto, el triunfo es la ruptura. Pero qué curiosa ruptura, cuando todos tienden a ella y, sobre todo cuando, al conseguirla, ella se convierte en parte de una tradición secreta, la de los triunfadores, los reguladores y líderes de la comunidad. Los peores proyectos parecen magníficos si triunfan, mientras que los mejores resultan estúpidos si fracasan. El carácter particular de cada proyecto importa mucho menos que su inserción en la contradictoria categoría de “tradición” (el fracaso que espera a todos, el triunfo designado para unos cuantos) o de “ruptura” (el triunfo que vuelve glorioso a lo que toca, el fracaso que vuelve vil a lo que no puede separarse de él).

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Uno de los personajes de Paradiso de Lezama Lima “siente el tiempo como un castigo”. El devenir temporal es visto a veces como tradición, cuya ruptura es paradójicamente la eternidad (como los instantes sagrados que experimentan Proust y Borges), y a veces como ruptura de una tradición que es la eternidad.



lunes, 15 de julio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXII: Cerebro y sexo / Culpabilidad e inocencia)


DGD: Serie de la piel 66 (clonografía), 2009

(XXII) Cerebro y sexo / Culpabilidad e inocencia

El ser humano está tradicionalmente dividido en tres áreas: cerebro, corazón y sexo. Las dos últimas suelen considerarse como una sola, de tal manera que la dicotomía queda entre cerebro y sexo, la razón y el instinto, y en términos del sobreentendido, tradición y ruptura. El instinto es la ruptura de la razón. De ahí el miedo que el racionalismo siente hacia lo “irracional”, y de ahí que las principales vanguardias se hayan situado decididamente en los territorios “oscuros”: erotismo, sueño, locura. Porque la tradición es vista casi siempre como luz y la ruptura como oscuridad. La razón es “luz” de la inteligencia; el instinto equivale a las tinieblas de lo primitivo. La sexualidad es obsesivamente racionalizada, ordenada, regulada, puesto que ella equivale a la ruptura; pero al mismo tiempo es una tradición, cuyo nombre es heterosexualidad, que a su vez tiene rupturas: las así llamadas sexualidades alternativas.

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En este juego de espejos, las sexualidades alternativas son rupturas que se mantienen obsesivamente como tales sin permitir el menor ordenamiento que las amenace con ser englobadas por la tradición. Cuando se legalizó el matrimonio gay en México, ciertos sectores de la propia comunidad homosexual masculina fueron los primeros en oponerse, rechazando de bloque la “regulación”. Algunos voceros de esos sectores dieron la clave cuando mencionaron que una de las características fundamentales de las sexualidades alternativas es precisamente la clandestinidad, condición que se les retiraría si comenzaran a ser contempladas con la misma mirada rutinaria que recibe el matrimonio heterosexual.
          Todos los deseos secretos, las parafilias, las perversiones, e incluso las adicciones, son rupturas cuya fascinación casi desaparecería por completo si fueran de pronto vistas como partes de una tradición. Una vez más, la repetición y la perdurabilidad de lo clandestino lo convierten en una cierta tradición, pero una que depende de estar siempre contrapuesta a la tradición mayor. Lo clandestino (el sabor del peligro) da sabor a la ruptura, y por ello se la mantiene como tal, aunque es, de hecho, una tradición.

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En un poema publicado en 1896, Emily Dickinson murmura:

Forbidden fruit a flavor has
That lawful orchards mocks;
How luscious lies the pea within
The pod that Duty locks!

[La fruta prohibida tiene un sabor
Que el huerto legal escarnece;
¡Con qué dulzura reposa el guisante
Dentro de la vaina que el Deber confina!]

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Pregunta nada impertinente: ¿es el especialísimo sabor de esa fruta el que genera la prohibición (lectura bíblica, es decir de la tradición), o es precisamente la prohibición la que la vuelve especialísima (lectura heterodoxa, es decir de la ruptura), y si no estuviera vedada sería tan común y corriente como las demás frutas del huerto legal?

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“Yo aseguro”, escribe el poeta Elías Nandino en su autobiografía (Juntando mis pasos, 2000), “que los hombres más felices no han tenido las noches de amor que yo tuve, porque ellos las han gozado normalmente y yo las gocé con lo prohibido.”
          Y si hay en esas líneas una clave, ella se complementa con la que habita en estas otras: “Nadie puede comprender el goce tan tremendo del amor contranatura y tener, al mismo tiempo, el remordimiento como una punzada adentro de la conciencia”.
          La expiación, pero también la incertidumbre: “Nadie puede imaginar lo que es un placer así, con deseo y con miedo, sin saber cuál será el resultado final”. Y: “No imaginan qué grande fue para mí el goce cercado por el miedo”. Nandino practica un leve cambio en la carga metafórica: “El amor no es eterno, pero el tiempo que es amor, es cielo e infierno a la vez, es decir, un martirio gozoso”.

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Pero no hay cielo (tradición) e infierno (ruptura), sino dos infiernos que cumplen uno aquella tarea y el otro ésta: “El amor verdadero [...] sólo se goza cuando los dos infiernos confunden sus llamas”.
          Todos los niveles son vasos comunicantes. No hay exceso en intuir que existe un regusto de clandestinidad en la ruptura que la hace deliciosa, lo mismo que un matiz de culpabilidad (por trastocar, por desafiar, por abusar, por traicionar).

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A la sociedad no importa realmente que una persona sea heterosexual; lo que sí le importa (y en grado superlativo) es que así lo declare. El machismo no es otra cosa que una permanente declaración de heterosexualidad: es propaganda ambulante, y aún más que eso, puesto que la propaganda tiende a persuadir de forma esporádica mientras que el machismo tiende a advertir y hasta amenazar de modo constante e ininterrumpido. Esta es la verdadera educación del varón en sociedad, y el carácter de esta educación es agresivo y misógino. Bien observa Tomás Segovia que “a veces es difícil distinguir el lenguaje de nuestra moral erótica y el de las conversaciones de cantina, en las que parece que el asco y el repudio de la mujer es la única prueba de la heterosexualidad” (Cuaderno inoportuno, 1987).
          La declaración perpetua del machismo tiende, en efecto, a repudiar a la mujer, pero ante todo a fomentar y mantener un sobreentendido básico: aquel según el cual la heterosexualidad y la masculinidad son sinónimos. De esta forma, toda actitud erótica alternativa es convertida en una declaración complementaria, impuesta desde afuera a sus detentadores: “yo no soy heterosexual”, se les hace decir, que tiene un colofón inferido: “y me atengo a las consecuencias”, que suelen ser graves.
          Aun en contextos sociales “permisivos”, el acento en esa frase cae en yo no soy, lo que implica una negación del ser (no se entiende como “yo no soy heterosexual” sino como “yo no soy hombre”, y en última instancia, literalmente, yo no soy). La primera consecuencia, en todo caso, es que las sexualidades alternativas son de entrada incluidas en (mejor dicho, excluidas hacia) el temido rubro de los otros, de lo otro: es la misma otredad que el machismo teme en la mujer. De ahí que la orientación alternativa en cualquier varón sea vista en bloque como afeminamiento. (Y el rubro de lo otro es, tradicionalmente, el de los que no son.)

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Sucede con toda evidencia con las películas hollywoodenses que tocan temáticamente a las sexualidades alternativas: no sólo los críticos que hablan de ellas sino los propios directores, guionistas y actores se apresuran a declarar, en una inmensa mayoría de los casos, que son felices y satisfechos representantes de la heterosexualidad oficial. Si han hecho tal película es por el “desafío artístico” que ella contenía, etcétera; con este tipo de declaraciones se libran del estigma, aunque precisamente la película en cuestión tenga por tema denunciar ese estigma, criticar el repudio a lo heterodoxo en materias de orientación sexual e incluso exponer los crímenes de intolerancia perpetrados contra estas personas. Quien se declara heterosexual paga su tributo a una férrea tradición que no admite sino pequeñas rupturas convencionales que le permitan presumir de “respeto a la diversidad”.

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Un artista que en una obra denunciara la discriminación de los zurdos, ¿sentiría a la vez la necesidad de declararse “orgullosamente diestro”? ¿Se esforzaría en especificar que si le interesa lo zurdo es por “interés humano”, y llegaría a reclamar que no es necesario ser zurdo para entender las áreas y conflictos más íntimos de la “zurdidad”?

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La ruptura, pues, conlleva un subtexto de traición, y la traición implica a la culpabilidad. Es un asunto peliagudo. Del mismo modo en que aquel que blasfema, cree (aún en la más atea de las blasfemias hay una parte que confía en ser oída precisamente por aquello contra lo que blasfema), las vanguardias de finales del siglo XX —que fue cuando comenzó a hablarse de la “tradición de la ruptura”— llevan al extremo, en su comportamiento y propuestas, el cinismo, la insolencia y la provocación, acaso para compensar una soterrada culpabilidad (por la “traición de la ruptura”). Nótese que culpabilidad no es lo mismo que arrepentimiento; sin embargo, en este caso se usan como sinónimos.

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El mismo trasfondo de culpabilidad y arrepentimiento a priori suele existir en las travesuras de niños y adolescentes, así como en el cine hollywoodense de rebeldes. Desde el origen de este subgénero con Rebelde sin causa, la rebeldía es tratada como resultado de un hogar “disfuncional” y el rebelde es visto como un muchacho extraviado que sólo quiere una restauración del orden familiar a través de una serie de destrucciones y venganzas que no son sino formas de llamar la atención.
          La familia, máxima tradición occidental, tiene a lo disfuncional como ruptura; en la muy simple psicología de los media, el rebelde se siente culpable (aunque no necesariamente arrepentido) de los males que causa en su venganza contra la sociedad (ésta nunca se define como disfuncional en sí misma sino como un orden cuyas falencias, y sólo ellas, son disfuncionales).
          Si la historia del arte y la crítica son comparadas con lo anterior, se comprende por qué historiadores y críticos, de una u otra manera, tratan al artista de vanguardia a través del mismo sobreentendido: si el vanguardista llama la atención es debido a una ulterior necesidad de orden. A mayor violencia de su propuesta personal, mayor culpabilidad se le atribuye en ella.

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Después de milenios de patriarcado, lo masculino es sobreentendido como la tradición y lo femenino como la ruptura. Las muestras abundan, y se hallan enraizadas en el mito fundamental: basta ver el modo en que Eva rompió la tradicional placidez del paraíso y cómo su propia presencia ya en sí fue una ruptura de tal magnitud, que San Agustín llegó a decir, sin pizca de ironía ni de autocrítica, en su comentario del Génesis: “Si era compañía y buena conversación lo que Adán necesitaba, habría sido mucho mejor arreglo el que hubiera dos hombres juntos, como amigos, [y] no un hombre y una mujer”.

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Evidentemente, este mito actúa como ruptura y manipulación de otro anterior. Cuando se identifica a lo femenino con la vida, atribuyéndole lo generador, lo estable (la tradición), no automáticamente se está identificando a lo masculino con la muerte. La manipulación consiste en dar a lo masculino una parte de la vida: la activa, y a la femenina la “otra parte”: lo pasivo. Una manifestación más del discurso de la conveniencia.

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Los niveles no sólo actúan como vasos comunicantes, sino que cada uno es la ruptura del que lo precede. Volvamos al ejemplo en el cual la heterosexualidad es la tradición y las sexualidades alternativas son su ruptura. Aún cuando, en cualquiera de las artes narrativas, en una historia se ventilan formas alternativas dentro de la heterosexualidad (infidelidades, parafilias, psicopatías), de todas maneras quedan dentro de la tradición (son a la vez rupturas y partes de la tradición). Es por ello que no hay historias alternativas dentro de lo alternativo y si las hay, automáticamente se convierten en parodias (como las historias de “matrimonios” homosexuales en Staircase o La cage aux folles, o el intento de “humanizar” a personajes queer como en The Adventures of Priscilla, Queen of the Desert). Una ruptura dentro de otra es vista como vuelta a lo tradicional, puesto que una de las dos es negada; gran ejemplo es Brokeback Mountain, en donde los dos protagonistas declaran “I’m no queer”, con lo que el acento se coloca, por tanto, no en la excepción que pretendía la autora del relato original (Annie Proulx) sino en la culpabilidad y la auto-expiación (esa frase se reduce a “I’m no [one]”, “soy nadie”, “soy nada”, “no existo”). Esto en el interior de la película, pero en el exterior de ella la misma declaración de heterosexualidad han hecho incansablemente el director (Ang Lee) y los dos actores protagónicos (Jake Gyllenhaal y Heath Ledger). Y no porque importe su orientación sexual —hay que reiterarlo— sino porque lo esencial es declarar una sola orientación (pagar el tributo) para conjurar todo estigma que podría marcar indeleblemente sus carreras e incluso condenarlos a la inexistencia.

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La tradición es una afirmación (“yo soy”), dicha de manera agresiva y amenazante, que requiere a una antagonista (la ruptura) a la que obliga a declarar lo contrario (“no soy”), aunque ella se desgañite gritando que es, e incluso que su ser equivale a demostrar formas alternativas del ser. Esos gritos no serán escuchados, sencillamente porque el territorio asignado a la ruptura es la oscuridad (el clóset) y el silencio (la clandestinidad), todo ello con objeto de que la tradición se apropie de la luz y de la voz.

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El mismo sobreentendido, de muy diversas maneras, cubre a todo lo alternativo y lo heterodoxo: desde la medicina alternativa hasta las religiones alternativas, desde el pensamiento “seudocientífico” hasta el políticamente contestatario. Resulta innegable que todas estas corrientes, cada una a su manera, conservan deliberadamente una forma de la clandestinidad: es ella la que precisamente les da identidad, al contraponerlas con una vaga y general tradición ortodoxa.

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“Humanizar” a los personajes de Priscilla, Queen of the Desert no resulta tan tolerante o altruista como parece. Hay en ello, al menos en parte, un decir “también estos personajes tienen su tradición, y por tanto no son tan diferentes de nosotros”. Lo que no se dice (pero se sobreentiende) en este mensaje subliminal, es que esa “tradición irruptora” es vista desde fuera (es decir desde la “tradición tradicional”, si es que existe) como anomalía, caso clínico, cuando no como acto circense. Humanizarlos es hacerlos confesar que también ellos necesitan un “tronco firme” en qué apoyarse (tradición), que también ellos se contradicen a cada paso y que manipulan las cargas semánticas para que ellas signifiquen lo que ellos quieren dependiendo de si desean defenderse de otros o atacarse entre sí.
          Humanizar de este modo a los heterodoxos es usarlos como apoyo del discurso de la conveniencia; es, pues, afirmar la tradición por medio de esa ruptura. El desgarramiento inherente a toda heterodoxia, a toda minoría, a toda corriente alternativa, estriba en que se ve necesitada de reivindicarse en lo marginal e incluso en lo clandestino, áreas que sólo existen si están en contraposición con el orden, y que terminan así por confirmar y reforzar a la regulación y la ortodoxia.



viernes, 5 de julio de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXI: Infancia y madurez)


DGD: Redes 71 (clonografía), 2009

(XXI) Infancia y madurez

Un niño podría preguntarse por qué es necesaria la tradición, y por qué ésta es indesligable de su ruptura. Y es que los niños hacen preguntas fundamentales sin la retórica y la lógica adultas.
          En este sentido el niño es la ruptura de la tradición adulta. Y acaso ello explica por qué la sociedad insiste en ver al niño como adulto en potencia, es decir como una mera promesa cuyo cumplimiento corre a cargo —muy significativamente— no del niño sino del adulto mismo.
          Curioso nivel éste en el que la ruptura no es definida sino como “promesa de tradición”.

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En uno de los textos de Territorios, Julio Cortázar registra con admiración la forma en que un niño inglés explicaba su método para dibujar: “Primero pienso y luego trazo una línea alrededor de mi pensamiento”. Esa es la forma en que actúa la tradición: hay un “pensamiento” (que nadie en particular ha pensado) alrededor del cual se trazan las líneas de la cultura. Las rupturas son aquellas líneas que se alejan del contorno o que rompen las reglas de la simetría.
          Existen dos modos de contemplar este proceso: el heterodoxo (alejarse es buscar otros contornos posibles) y el tradicional (las líneas de ruptura terminan por confirmar y preservar el contorno general del “pensamiento”). Es esta última interpretación la que termina por imponerse. La tradición es la forma tradicional de contemplar a la ruptura.

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He aquí otro misterio en la carga semántica que se da a las palabras de la dicotomía: la tradición es el “pensamiento” y la ruptura lo que no se piensa, lo impensado, y a veces lo impensable. Aquel niño de la anécdota piensa; luego traza una línea en el contorno de lo que ha pensado. La línea es fiel a su pensamiento (otra dicotomía: fidelidad-infidelidad) y por tanto es tradicional. Pero si la línea se aleja de lo pensado, si no le es fiel, resulta una ruptura. La ruptura es la infidelidad a la tradición: equivale (como indica la terminología amorosa) a engañarla, a abusar de ella, a lastimarla.
          Dicho de otro modo: si este niño piensa, si puede pensar, es porque pertenece a una tradición. De entrada, pues, su pensamiento debe ser fiel a esa tradición que le permite pensar. Si no es fiel, si traiciona a esa tradición (en efecto, cuán sospechosamente cercanas, en español, son las palabras tradición y traición, sólo separadas por una “d”), si la rompe, está de una u otra manera renunciando a su pertenencia a esa tradición.
          Pero —podrían exclamar los defensores de la vanguardia— existen numerosos matices en la ruptura, desde el puro arrebato pueril hasta una legítima actitud de búsqueda. El niño de la anécdota cortazariana traza las líneas apoyándolas fielmente en el contorno de lo pensado y así obtiene su dibujo irrepetible, pero muy bien podría alejarse de su pensamiento (trazar líneas fuera del contorno pensado) para comprobar hasta qué punto ese pensamiento es suyo, y no parte de la “tradición de pensar” (o de aquella magnitud que le permite pensar).
          Qué dentro cae esa anécdota en la historia del arte, pero no sólo en ella, puesto que esa búsqueda que hace un individuo de lo que es realmente suyo corresponde a una forma de buscar quién es y en dónde está situado.