miércoles, 25 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVIII: Apunte final y post scriptum)


DGD: Redes 37 (clonografía), 2008

(XXXVIII) Apunte final

“Hay algunas empresas en que el método adecuado es un desorden cuidadoso”, dice Melville en Moby Dick. Y Bioy Casares en “La trama celeste” lo corrobora cuando habla de las declaraciones de ciertas personas, que son casi siempre al azar y “cuya regla común es el desorden”. El desorden visto como regla (tradición), y un desorden cuidadoso como método adecuado (ruptura).

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En la sangrienta ironía de la magistral novela El desayuno de los campeones (1973), el gran escritor norteamericano Kurt Vonnegut incluye esta reflexión: “A medida que me acercaba a mi cumpleaños número cincuenta, me sentía cada vez más furioso y desconcertado por las estúpidas decisiones que tomaban mis compatriotas. Y después pasé a sentir pena por ellos, porque comprendí que comportarse de una forma tan abominable, y con unos resultados más abominables todavía, les resultaba totalmente natural: intentaban vivir como los personajes inventados de las novelas. Aquella era la razón por la que los norteamericanos se mataban a tiros con tanta frecuencia: era un recurso literario conveniente para acabar relatos y libros”.
          Pero la causante de este fenómeno no es la lectura (que aún en sus casos más primitivos exige un esfuerzo intelectual), y en donde Vonnegut dice “libros”, habría en realidad que decir “películas”. Es Hollywood —que implica a sus innumerables extensiones, comenzando por las series televisivas— el que impone un comportamiento abominable, con resultados aún más abominables, no sólo en los norteamericanos (aunque ellos son el primer “blanco” de esa estrategia) sino en el resto de los seres humanos, que son grandes consumidores de ese torrente de imágenes huecas y que a partir de su influencia tienden a vivir como personajes. No otra es la tradición de la “Fábrica de sueños”.

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En Los viajes de Gulliver, Swift hace que su personaje, luego de ser gigante entre pigmeos y pigmeo entre gigantes, concluya que “nada es grande ni pequeño sino por comparación”. Gulliver reflexiona que los liliputienses bien podrían encontrar “una nación cuyos pobladores fueran tan diminutos respecto a ellos como ellos respecto a nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales [los gigantes de Brobdingnag] será igualmente aventajada en alguna distante región del mundo ignorada por nosotros todavía?”.
          La tradición y la ruptura funcionan de igual manera: sólo son esto o aquello por mutua comparación. La tradición podría encontrar un estado de cosas aún más estancado que ella misma, con lo que se convertiría de inmediato en ruptura, por más inerte que fuera ella misma. Y la ruptura podría dar con una corriente aún más rauda que ella misma, con lo que se volvería automáticamente tradición, por más rapidez que reconociera en sí misma.
          Esta manera de ver las cosas parece insertarse de todas formas en el determinismo, pero quizá sea al menos un principio de sanidad en el enfrentamiento con este conflicto esencial. Porque ver una “tradición de la ruptura” se volvería sencillamente lo inverso de una “ruptura tradicional” que, para escapar de sí misma, tendría que ser una “ruptura de la ruptura” lúcida y deliberada, es decir, constante en su inconstancia.

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La vida puede contemplarse como la tradición por excelencia, y la muerte como su ruptura, pero a su vez la vida es la ruptura de otra tradición a la que podría llamarse la nada o el vacío o el no-ser, mientras que la muerte tiene a su vez una ruptura, que es lo simultáneo, y por tanto, si tiene ruptura, es una tradición.

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“Si gustas de un determinado color”, dice Saint-Exupéry en Ciudadela, “no lo gustarás esparcido y uniforme; porque lo que en verdad embarga a tu corazón no es ni el amarillo ni el verde ni el rojo, sino las relaciones entre los colores.” El conflicto no reside en la tradición, ni en la ruptura, sino en la relación que ambas guardan entre sí. Resulta indispensable dejar de manipular esa relación (se le manipula para que signifique lo que el discurso de la conveniencia quiere que signifique) y tratar de entenderla, puesto que ello no implica otra cosa que entender a lo humano.

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[Post scriptum. Cuando se dice “conservar las tradiciones”, en referencia a rituales como el Día de Muertos en México, evidentemente se está hablando de una tradición muy distinta que cuando se dice en el mismo país que la tradición es la corrupción. En el primer caso se habla de una tradición enraizada en la cultura (legítima) y en el segundo de una tradición manipulada (sin raíces, hechiza, diseñada por y para el poder). La ruptura de aquella tradición equivale a la pérdida de raíces y al olvido, mientras que la ruptura a la segunda es un acto de oposición al consenso político y a los media, sus sirvientes.
  El conflicto entre tradición y ruptura, y entre tradición legítima y tradición manipulada es sin duda el tema esencial de nuestra época (y sin duda de cualquiera otra) y resulta complejo precisamente porque no puede resolverse, al menos no del modo en que estamos acostumbrados a “resolver” los conflictos.
  Todos queremos respuestas sencillas y prácticas, y cuando no las encontramos sentimos que se trata de un error en quien no las encuentra, y eso acierta en la inmensa mayoría de las veces, pero no en este caso.
  Es necesario aceptar el hecho de que no siempre un conflicto puede resolverse de manera rápida y satisfactoria, y ni siquiera mediata y satisfactoria a medias. Hay ciertos conflictos que sencillamente no pueden resolverse, y este es uno de ellos.
  Y he aquí ya, como en un regressus ad infinitum, una nueva inmersión en el mismo conflicto: estamos acostumbrados a “resolver conflictos”, no a aceptar la existencia de conflictos irresolubles, lo que implica al menos el atentar contra aquella costumbre. Dicho de otra manera: acostumbrarse es tradición y la ruptura a esa tradición equivale a un esfuerzo por desacostumbrarse. Tal acto de desacostumbrarse implica en este caso abrirse lo suficiente como para que un conflicto irresoluble no nos ponga precisamente en conflicto.
  El conflicto tradición-ruptura obsesionó a Octavio Paz, y sus detractores lo acusan de “no haberlo resuelto”. Eso es muy injusto, porque, como se ha dicho, no se trata de “resolverlo” sino de verlo en toda su dimensión.
  El experimento del libro que aquí se cierra (pero los libros sólo se cierran de manera provisional) ha tenido esa aspiración: mirar con detenimiento, desde muy distintos enfoques, los niveles del conflicto esencial en su propia irresolución.
  Ha sido interesante publicar un libro completo, capítulo a capítulo a medida que se escribían. Mi reconocimiento a quienes me siguieron en esta aventura. (DGD)]

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lunes, 16 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVII: Apuntes finales 8)


DGD: Textil 98 (clonografía), 2009

(XXXVII) Apuntes finales 8

La historia (es decir los historiadores) nos hace aceptar una sola ley: que el pasado no podría haber sido de ninguna otra forma. En la balanza “dialéctica” inferimos, por tanto, que el futuro es lo inverso, es decir un campo totalmente abierto que podría ser de todas las formas posibles. Pero si ese pasado que no podría haber sido de otra forma crea a este presente, no lo crea como un fiel de la balanza en el que las posibilidades se abren, puesto que el presente, de manera rauda e instantánea, se convierte en ese pasado incambiable y monolítico, lo cual significa que tampoco el presente podría haber sido de otra forma, y tampoco el futuro, que no podrá ser de ninguna otra forma que tal como el pasado y el presente lo “revelan” (lo prefiguran o, dicho sin eufemismos, lo condicionan).

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La historia está hecha para “hacer” el futuro exactamente igual que como “hace” el pasado. La historia es la “forma”, la única forma de ese presente desde el que se lee el pasado y se prefigura el futuro. Por eso el presente (la modernidad) se afana tanto en describir el pasado de cierta forma, que es la misma forma de describir el futuro. Y aquí “forma” no equivale a “modo” sino literalmente a “molde”. Una época debe superar (obliterar) a las épocas anteriores: sabe que será igualmente superada (borrada) por las épocas subsiguientes, y el único modo que tiene de perdurar es confundiéndose con la historia, disolviéndose en la única forma en la que el futuro tendrá por fuerza que entrar y caber.

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Describir es redactar. La Historia (el pretérito) se vuelve historia (relato, en el sentido literario). Y no “una” historia sino la Historia. La Historia con mayúscula no es el “modo” de contarla sino la perduración de un molde. Ese molde no está hecho para aceptar que podría haber otros moldes (otras descripciones del pretérito humano, otras redacciones, otros relatos) sino a decir: “la Historia es así porque el Hombre es así”.
          Este último es un sobreentendido, pero no lo es —ni por asomo— la inversión: el hombre es así porque la historia es así. Quienes en general escriben la historia son seres humanos convencidos de que no podría haber sido de otra manera. Y como los historiadores dejan a los filósofos el problema del ser, no se plantean la frase completa: “no podría haber sido escrita de otra manera”. Pero ya la Literatura sabe muy bien que todo puede ser escrito de otra manera.

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La tradición es hacer la Historia, es decir, hacerla caber en la forma exclusiva, y las rupturas son los reacomodos: del pasado, del presente y del futuro, en esa forma que permanece intacta sólo porque se respalda en su apariencia de inevitable, y únicamente porque se destruye sin fin y sin sentido.

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“Sin aventura, la civilización se halla en plena decadencia”, afirma Whitehead en Adventures of Ideas (1933). Sin duda Whitehead protesta ante un exceso de tradicionalismo, es decir de conservadurismo, y exalta al pensamiento imaginativo y libre. Y sin embargo, ¿qué aventura es aquella que resulta indispensable para evitar una decadencia? ¿La verdadera aventura no implica una completa independencia de utilidades, funciones y moralejas? ¿No estriba su máxima riqueza y su mayor privilegio en encontrar lo inesperado, como bien sabe el concepto de la serendibilidad (serendipity)?
          ¿No existe un equívoco de fondo cuando se equipara a la ruptura con la aventura y a ambas se las contrapone con la civilización? ¿No queda ésta definida, por tanto, como un sistema inmóvil (tradición) que para su sobrevivencia depende de ciertos pequeños movimientos subsidiarios, planeados y graduados (ruptura), cuya única función es evitar la decadencia del sistema? Las aventuras graduadas no pueden encontrar sino aquello que se halla dentro de los términos de su propia graduación. A fin de cuentas: esta planeación de rupturas funcionales, ¿es parte de la civilización, o más bien de la decadencia misma? (¿De ahí la sospecha de tantos artistas a lo largo de la historia, sospecha según la cual los verdaderos sinónimos son civilización y decadencia?)

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En efecto, un exceso de tradicionalismo lo es de conservadurismo, puesto que la “tradición”, antes que definirse por sus “valores”, es en primerísimo lugar definida por el intento de conservarse, de sobrevivir, de perdurar. Si la tradición es lo que se conserva a sí mismo, la ruptura es lo que se autodestruye y a la vez lo que, al destruirse, fomenta la conservación de la tradición.
          (Las rupturas son en sí mismas conservadoras, al menos en un cierto sentido: la anarquía, la revolución, la vanguardia no buscan destruir todo orden, sino imponer otro orden —político, social, artístico— más justo, más humano, más profundo.)
          En los discursos mayoritarios se acepta un “vaivén” entre dos polos; en uno de ellos está la tradición (conservadurismo) y en el otro la ruptura (liberalismo, no entendido en el tan conservador sentido que le da la modernidad sino, casi etimológicamente, como anarquía, revolución, vanguardia, es decir como acto de un albedrío en verdad libre, y no, como es en la modernidad, sólo teóricamente libre). Pero es claro que ese “vaivén” no se da entre dos polos, puesto que el polo-ruptura no es más que una parte “inevitable” del polo-tradición. Es decir que no hay reciprocidad: la ruptura es tradición en un cierto sentido, pero la tradición no es ruptura en ningún sentido. Más que un “vaivén” (un orden que busca su equilibrio en sucesivas acentuaciones en la escala), la imagen resultante es más bien la de un simulacro, una puesta en escena, un trompe-l’oeil de muy misteriosas motivaciones.

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Un ejemplo extremo pero elocuente es la pornografía, cuya definición global corresponde exactamente a lo que en las ciudades se llama “zonas de tolerancia”, es decir, una ruptura programada, férreamente regulada y siempre en auge. Es una “industria de la ruptura”, lo mismo que el rock. Si el porno “desahoga” es porque la tradición “ahoga”, sin duda por definición. Pero la ruptura no “desahoga” por definición, sino por encargo y compensación. A fin de cuentas existe tanto una burocracia encargada de ahogar, como otra de desahogar. Ambas están íntimamente ligadas, y una no puede funcionar sin la otra, puesto que una desahoga en la medida en que la otra ahoga. (Es como la mafia, que vende protección; ¿contra qué?, contra la propia mafia: ella ahoga y luego cobra por “desahogar”; ¿realmente y en serio puede llamarse a esto “tradición” y “ruptura”?) Ambas son industrias florecientes, y sin duda el plural no vale: son una sola industria cuyas dos partes garantizan la “circulación”, que en lenguaje oficial se llama “progreso” y hasta “evolución”.

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Si en efecto civilización es sinónimo de decadencia, los medios de que se vale para sobrevivir ya no son positivos, sino negativos: no se trata de eliminar la decadencia, sino de decaer un poco menos. En palabras más llanas: retardar lo más posible la inevitable aniquilación. Triste papel de la ruptura programada. Y sin embargo, nada prueba que la decadencia sea realmente inevitable. Muchas voces exclamarán con un dejo de pesadumbre (sadder and wiser) que la historia no prueba otra cosa. Sin embargo, ¿es esto en sí una “prueba”, o más bien un mero argumento conservador? La decadencia (la tradición) se decreta absoluta, y perdura gracias a las modalidades (las rupturas) que le ofrecen los descontentos, los soñadores, los “idealistas”. Pero no es más que eso: un decreto, un acto de poder. Más allá sigue la vida verdadera, esperando.



viernes, 6 de diciembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVI: Apuntes finales 7)


DGD: Textil 125 (clonografía), 2010

(XXXVI) Apuntes finales 7

En Essence of Life (2002), documental de Greg Carson sobre Koyaanisqatsi (1983) de Godfrey Reggio, este último habla de sus intenciones en la célebre trilogía Qatsi:

Lo que trato de mostrar es que en la actualidad el suceso principal no es visto por los que vivimos dentro de él. Vemos la superficie en los periódicos —la obviedad del conflicto, la injusticia social, los avatares del mercado y la cultura—, pero el suceso principal, acaso el más importante de toda la historia, pasa fundamentalmente desapercibido, y no hay nada en el pasado comparable a este suceso. ¿Cuál es tal suceso? Es la tecnología, que ha sustituido a la naturaleza como ambiente y anfitrión de la vida humana. La tecnología de masas es ahora todo ambiente y todo anfitrión de lo humano. Así pues, mis películas no tratan de los efectos de la tecnología o de la industria sobre la gente, sino que tratan de decir que todo —política, educación, economía, lenguaje, cultura, religión—, y me refiero a todo, existe dentro de un único ambiente: el de la tecnología. Mis películas no hablan del efecto de algo exterior a nosotros, sino de algo dentro de lo cual existimos. No es que usemos a la tecnología: la vivimos. La tecnología se ha vuelto tan ubicua como el aire que respiramos, de tal manera que ya no somos conscientes de su presencia. En estas películas quise romper la usual fachada del cine tradicional (los actores, las caracterizaciones, el argumento) para concentrarme en el telón de fondo, y moverlo al primer plano, convertirlo en el protagonista y ennoblecerlo con las virtudes del arte del retrato para volverlo presencia.

Para Reggio un modo de vida verdaderamente tradicional (la naturaleza como el fundamental anfitrión y ambiente de la vida humana) ha sido sustituido por el modo “tradicional” (la tecnología), que ya ni siquiera es “modo” porque no tiene alternativas: es tan exclusivo y totalitario que deja de notarse, puesto que no tiene nada con qué ser comparado. Es la única “presencia”, y su estar presente se basa en convertir en ausencias a todas las posibles opciones: una conquista. El único lenguaje que la modernidad habla es el de la tecnología, aun cuando hable de temas que parecerían ajenos a lo tecnológico (tiempo, verdad, belleza, sentido...). Cuando se habla de “conquistas” amorosas o de “conquistas” de la ciencia, no son el lenguaje amoroso o el científico los que hablan: es el lenguaje del poder. El poder quiere erigirse en tradición, a toda costa, cueste lo que cueste.

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Ya ni siquiera puede decirse que la vida está “inmersa” en la tecnología, sino que se ha logrado que ésta sea la vida misma. Cuando se dice “modo de vida” se implican otros modos posibles, así sea en mera teoría; hay algo realmente diabólico cuando la frase “modo de vida” es sustituido por “vida”. Decir inadvertidamente tecnología cuando se quiere decir vida es sin duda la máxima rapiña. Ello significa que si la tecnología tiene alguna verdad, es la que ha robado a la vida misma.

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La gran ciencia-ficción especulativa del siglo XX no arrojó otra advertencia que la de ese robo, ¿y qué sucedió? Que hacia los años ochenta fue acallada por el arribo aplastante de la corriente cyberpunk, que eliminó a toda otra posible forma de la ciencia-ficción. Ésta dejó, pues, de ser especulativa y se volvió una enésima forma del canto a la tecnología y a la vez de regodeo en la degradación, la deshumanización y la rapiña como tales, ya ni siquiera bajo el pretexto de la “purga moral”. (Revísese la línea recta que va de Blade Runner a Elysium.)

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Tomás Segovia intenta una pertinente matización cuando afirma que “Nuestros padres los románticos no querían destruir el oficio, sino vivificarlo: volver a hacer que la técnica pasara por el cuerpo, por la carne, por el tiempo real y por la oscuridad del individuo concreto. La frontera entre lo que se quiere cambiar y lo que se quiere suprimir ha sido siempre escurridiza”.
          Aún más contundente es este párrafo en que el propio Segovia denuncia la estandarización de la ruptura: “La insistencia publicitaria en que los productos de consumo vendidos en masa distinguen individualmente a cada consumidor nos ha enseñado que querer ser ‘diferente como todo el mundo’ es la manera más estúpida de dejarse robar la iniciativa; del mismo modo, la multiplicación de la originalidad y la masificación de la rebeldía nos ha hecho a todos rutinarios y sumisos”.

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En Vida y obras de don Diego Velázquez (Madrid, 1899), Jacinto Octavio Picón dice: “Por grandes que sean las condiciones intelectuales o la habilidad técnica de un hombre, ninguno puede erigirse conscientemente en reformador, porque no es dado a un individuo sobreponerse a lo presente, mucho menos en manifestaciones tan personales y libres como las artísticas”. Las voces más modernas son las que más lejos están de la modernidad, a siglos de distancia.

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En El tiempo en los brazos, Segovia observa: “Lo que tiene de malo lo libresco es que al remitirnos constantemente a la cultura anterior parece dar más valor a esa cultura como tal que a su aplicación viva. La cultura anterior no debe ser rechazada, pero sólo debe usarse en cuanto aplicación viva, sólo en cuanto asimilada y transfigurada ya en sensibilidad del mundo”. Quienes dan valor a la cultura como tal (críticos, historiadores, académicos) se dejan engañar y acaban por hacerse siervos de la Historia. Es a esto a lo que tradicionalmente se llama “tradición”: a conducirnos una y otra vez al mundo puramente histórico como a un museo (o mejor dicho, a un mausoleo) en donde nada se toca con las manos desnudas, lo cual significa abrir aún más el abismo que nos separa del pasado, traicionar a la verdadera tradición.
          La misión de la poesía y del arte modernos —insiste Segovia—, es la aplicación viva del pretérito en el presente, con lo cual se nos restituye a la naturaleza y a nuestra naturaleza. La única ruptura que no transige con el poder es aquella que se vuelve contra la “tradición” y la despoja de esas comillas con objeto de fertilizar el desierto en el que vivimos (el mundo histórico). La verdadera tradición no es otra cosa que el agua viva y natural, indispensable para la vida.

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En El pabellón de la hiedra (1880) Stevenson reflexiona acerca de “las imperiosas circunstancias que dirigen a los designios humanos y que a veces y sobre todo, según los caracteres, casi excluyen el libre albedrío”. Apenas se revisa la teología con este enfoque específico, resulta evidente que el libre albedrío es el gran tema de todo discurso teológico. Las imperiosas circunstancias de las que habla Stevenson pueden ser, sí, en un nivel, el misterio mismo, pero en otro bien pueden ser vistas con un ligero cambio semántico: las circunstancias imperiosas, es decir, aquellas que todo imperio impone para que el poder prospere. Y éste prospera en la medida en que los seres humanos tengan un libre albedrío; porque ¿qué otra condición es necesaria para que el poder y el estado del mundo sean elegidos por aquellos que son las víctimas del poder y que sufren el estado del mundo? Y para que esto suceda, el poder debe primero erigirse en tradición, succionar toda vida de la historia y volver modernísimos a los habitantes de cada modernidad (por medio de la tecnología), mantenerlos ávidos de cambios y novedades para que nada fundamental cambie jamás.



martes, 26 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXV: Apuntes finales 6)


DGD: Textiles-Serie roja 10 (clonografía), 2008

(XXXV) Apuntes finales 6

Hablando de las traducciones, Borges opina que “No hay un buen texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume, es sabido, quiso identificar el concepto de causalidad con el de sucesión invariable. Así un mediano film es consoladoramente mejor la segunda vez que lo vemos, por la severa inevitabilidad que reviste”.
          En este caso la reiteración es redefinida: ya no se trata de la sucesión de fenómenos iguales a cada vuelta, sino de algo que se mejora porque, como ya lo conocemos, se cubre de un sentido determinista, fatal: se vuelve inevitable (sucesión invariable: ninguna libertad). He ahí un claro ejemplo de la “tradición”; es una sucesividad que se viste de falsa ubicuidad pero cuyo fin último es el de parecer inevitable.
          La ruptura es, por tanto, lo evitable, lo prescindible, lo sustituible, lo que podría ser de otra manera. Y de un modo más revelador, esta forma de ver el conflicto esencial implica que la ruptura, si se repite, no se vuelve mejor a cada vuelta, sino peor, y esto porque progresivamente se revela su carácter de fugacidad o de capricho (sucesión variable: demasiada libertad).

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Curiosamente, Gilles Deleuze invierte los términos (para él la reiteración no es tradición sino ruptura en sí misma) pero llega a la misma conclusión de Borges: “[La repetición] expresa al mismo tiempo una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, un elemento notable contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la permanencia. Desde todo punto de vista, la repetición es la transgresión. Pone la ley en tela de juicio, denuncia su carácter nominal o general, en favor de una realidad más profunda y más artista” (Repetición y diferencia, 1968).

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Es así que se llega a la “ruptura” moderna, que es, como dice Segovia, “un contraconocimiento mezquino opuesto a un conocimiento igualmente mezquino”. Del vasto tapiz que lleva hilado la humanidad-hilandera se toman sólo los hilos negros y se nos quiere demostrar que el tapiz es negro en su totalidad. No sólo el blanco sino los verdaderos colores quedan fuera de modernidad (fuera de moda). Eso es, evidentemente, mezquindad. Sin embargo, para oponerse al conocimiento mezquino lo que se hace es rescatar en el tapiz ya ni siquiera los hilos grises, sino los moderadamente negros. Eso es otra forma de la mezquindad (contraconocimiento mezquino), y quizás aún más perniciosa que la otra, puesto que esa moderación se presenta como lo opuesto, es decir como rebeldía, valentía y hasta honestidad. (Y esto cuando en los irruptores existe una cierta conciencia, porque en general, aun si hay en ellos una honestidad inicial, no saben a lo que se están oponiendo, no tienen una visión global del tapiz, sino sólo de los hilos que su educación, su época y su cultura les ha hecho conocer. Su transgresión no pone a la “ley” en tela de juicio: la confirma.)

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El filósofo Jacques Monod eligió para la dicotomía tradición-ruptura dos sinónimos ajustados: azar y necesidad. Si el acento se coloca en el azar, todo es ruptura; si se coloca en la necesidad, todo es tradición.
          Sin embargo, esta ecuación debe ser matizada, puesto que la tradición manipulada ha inventado una “necesidad” (la de matar el espíritu) y un “azar” (el que sólo el poder puede “conquistar”). Matar el espíritu es matar a la verdadera tradición, aquella a la que los románticos se impusieron revivir sin intermediarios, comenzando por la tradición del oficio artístico.

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A principios del siglo XX, Alfred North Whitehead advertía: “No existen las verdades completas; todas las verdades lo son sólo a medias. Lo diabólico es precisamente la insistencia en tratarlas como verdades completas” (Dialogues of Whitehead, 2001).
          Es en este sentido que Tomás Segovia afirma en Poética y profética el principal objetivo de este libro: “Me parece urgente tomar un poco de perspectiva y mirar con ojos mínimamente críticos esas doctrinas que se ponen de moda y se vuelven dogmas en nuestros raquíticos medios pensantes. Por desgracia, no son los ataques, es la crítica lo que falta. Parece que entre nosotros la única manera de salir de un dogma es adoptar otro dogma rival”.
          Podría añadirse que en los muy raros casos en que se quiere enfrentar y combatir esa “tradición” que no tiene otro sinónimo que dogma, sólo se considera al ataque como “ruptura”. La única ruptura que no es cómplice del dogma es la crítica. No se trata de sustituir una “tradición” caduca por otra cuya única función es extender por un cierto periodo la fecha de caducidad; de lo que se trata es de ejercer aquella forma de la crítica que permite realmente tomar perspectiva.

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El pintor y poeta Ramón Gaya escribe en su “Homenaje a Velázquez” (1945):

Cuando nos acercamos a tal o cual cosa, lo primero que percibimos son sus tópicos, los tópicos que han ido acumulándose allí, unas veces colocados desde fuera como un postizo, y otras surgiendo de la cosa misma pero sin ser ella, sino una especie de parásito suyo, un parásito que le pertenece pero que la disfraza. Por eso es tan peligroso un tópico, porque está formado, mitad y mitad, de mentiras y de verdades. Si el tópico fuese una mentira completa no necesitaríamos destruirlo, puesto que entonces viviría una vida completa también, es decir, sería una mentira sin engaño. Porque lo que tiene de engañoso el tópico no son sus mentiras, sino sus verdades, esas verdades que no son, sin embargo, la verdad.

Difícil, realmente, para nosotros, el dejar de concebir lo “moderno” como una ruptura de la tradición, que es obviamente el pasado, y aún más difícil volver a verlo como pide Gaya: “continuación fluida, subordinación libre y natural a lo antiguo”. Y agrega, memorablemente:

Goethe creyó que aquello que buscaba y encontraba en Palladio era la antigüedad, tenía que ser la antigüedad, porque ansiando, como él, una modernidad valedera, durable, resistente, y viendo, por el contrario, a su alrededor, el supuesto y postizo modernismo de cada día —ese modernismo que, con una ferocidad infantil, se apodera siempre del momento—, resulta fácil —incluso para un hombre desconfiado, avisado— “confundirse” y llegar a creer que ansiaba “lo contrario” de la modernidad. Pero nadie ansía la antigüedad; lo que sucede es que el hombre real, el moderno real, que se sabe envejecer paso a paso, comprende que sólo es posible refrescarse en el principio, en lo primero, y por lo tanto se necesita, no propiamente “volver” a lo antiguo, sino “acordarse”, o sea, acordar “la antigua juventud” del hombre con “su actual vejez”. Porque el más terrible destino de lo moderno aparente, vigente, no es sólo envejecer a toda prisa, sino “nacer ya” in partenza, más viejo que lo anterior. Cada siglo somos más viejos, y lo antiguo —lo antiguo verdadero—, en cambio, vemos con asombro que sigue igual, o mejor que igual, puesto que lo rejuvenecemos constantemente nosotros con nuestra precipitada e irreflexiva vejez hacia delante, ebrios de locura senil.

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Gaya desconfía abiertamente de las rupturas convencionales, en cuya ávida proliferación no ve sino una pérdida sistemática de lo esencial: “Mientras nosotros, llenos de frívola petulancia occidental, íbamos acumulando novedades, modernidades, invenciones, experimentos, conquistas —hasta formar todo ese riquísimo basurero en que nos encontramos—, los viejos pintores y poetas chinos y japoneses se mantuvieron, durante más de veinte siglos, no inmóviles, como tontamente se suele pensar, sino firmes en su esencia única”.

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Es evidente para quien realmente se permite verlo: cada modernidad está llena de artistas que producen novedades, modernidades, invenciones, experimentos y conquistas pero no buscan en absoluto nuestra amistad, es decir, la transparencia humana, esa intemperie en la que sólo ciertos “excéntricos” se colocan ante nosotros —no “por encima”, no “desde la altura de la autoridad”— y se arriesgan a equivocarse, a ser rebatidos, a dialogar. Qué rara es esa forma de la amistad (por eso es tan exaltante descubrir voces como las de Gaya, Segovia o Antonio Porchia) que no busca nuestra sumisión, que no quiere convencernos (lo cual significa vencernos) de la actual vejez del hombre sino de su antigua juventud.



sábado, 16 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIV: Apuntes finales 5)


DGD: Textiles-Serie verde 12 (clonografía), 2009

(XXXIV) Apuntes finales 5

En Poética y profética (1985), libro capital de la cultura hispanoamericana, Tomás Segovia hace una lista de ciertos hábitos tan profundamente arraigados en nosotros que ya ni siquiera los vemos como hábitos, sino como hechos consustanciales, y que sin embargo en cualquier época pasada (o también futura, espera Segovia en una búsqueda de sanidad mental) habrían provocado un insuperable asombro y una apabullada estupefacción —cuando no una hilaridad irrefrenable. Estos hábitos son los siguientes:

Hacer de la disidencia un academismo; de la protesta un estilo aclamado; de la ruptura una tradición (como dice Octavio Paz); de la revolución una institución (como proclama el partido dominante mexicano); de la singularidad un gregarismo (como propone la publicidad); de la originalidad una norma niveladora; de la agresión al espectador un éxito artístico; de las declaraciones subversivas la mejor manera de hacer una brillante carrera oficial, y hasta del socialismo un burocratismo.

En un espléndido ensayo de 1969 sobre La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, Segovia ya había comenzado esa lista:

Hacemos del socialismo una opresión, de la libertad una burocracia, de la desmitificación del poder una dominación despiadada, de la relatividad de los méritos y los derechos una cínica injusticia, de la contingencia de las razas y las naciones una explotación descarada; hacemos incluso de la mirada desdoblada que mira su inconsciente un dogmatismo, y hasta de la libertad y la imaginación de las ciencias puras un desprecio autoritario del resto del pensamiento humano.

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Si no es muy claro en qué pasado las cosas eran distintas (y tampoco ese futuro en que tales conductas serían inconcebibles como hábitos), ello se debe a que en la civilización occidental las épocas se ignoran, y sobre todo a que toda modernidad se funda en esa ignorancia deliberada. Lo que para una época sería un defecto, una corrupción, una psicopatía y hasta un crimen, para otra es costumbre y modus vivendi plenamente aceptado como parte de lo “normal” (que para aumentar la manipulación de las palabras, se dice “natural”).
          Segovia intenta conjurar lo equívoco por medio de una re-definición: así, propone considerar a la contracultura como cultura y al contrapoder como poder, “aunque en sentidos divergentes: la primera porque la cultura, por su diversidad misma, por la imposibilidad de clausurarla y centrarla, porque todo lo humano cae dentro de ella sin que nada la rebase, es en su indefinición y su inacabamiento una y la misma, y por eso siempre tradición. La unidad indefinida e inacabada del sentido describe simultáneamente a la cultura y a la tradición”.
          Segovia insiste en que no se puede dividir lo indefinido e inacabado; dicho de otra manera: es más sano verlo todo como tradición, de donde se obtiene no la confirmación del determinismo sino lo contrario: “no dividir ni clasificar para poder nadar a gusto en lo no clausurado, o sea en la cultura”. Esta sería la postura básica no sólo de todo artista sino de todo participante de la modernidad.

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El problema, desde luego, estriba en que la palabra hábito (cuyos sinónimos son práctica, costumbre, rutina, uso, usanza, moda, experiencia o conducta), guarda una relación íntima con la palabra tradición. Basta ver lo fácilmente que los hábitos enlistados por Segovia se han vuelto parte consustancial de la vida “moderna”. ¿Qué diferencia habría, pues, en considerarlos parte de la tradición? Pensar que la corrupción es parte de la cultura y la psicopatía un componente de la vida no resuelve nada y en realidad se vuelve de nuevo del lado de lo indefinido y lo inacabado, que no se puede dividir, y tampoco, por tanto, multiplicar.
          Hay una diferencia, sin embargo, cuando la consideración se corre a otro nivel: hay una tradición verdadera (esa a la que Segovia alude) y una “tradición” manipulada, entre comillas, que ha sustituido a aquélla. Esos hábitos de nuestra modernidad son evidentemente partes de la tradición manipulada y, por tanto, son rupturas de la tradición verdadera.

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Sólo una tradición diabólicamente manipulada (acaso Segovia diría, mejor, enajenada) puede hacer que tradición y ruptura sean nombres de la misma rutina (hábitos), y así sucede —escribe Segovia— que “arremetemos contra puertas abiertas, seguimos debatiéndonos para soltarnos de unas camisas de fuerza que yacen a nuestros pies, nos lanzamos en heroicas empresas de liberación sin querer ver que todas las liberaciones proliferan y nos invaden por doquier”.

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Los puristas exclamarán con un cierto escándalo que la tradición no puede manipularse. No, pero puede poco a poco, muy gradualmente, ser sustituida, de tal forma que la sustitución no se note (del mismo modo en que no notamos lo que para cierto pasado sería atroz, absurdo e inaceptable).

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Sólo una “tradición” demoniacamente manipulada hace posible que día a día aparezcan “rupturas” rutinarias, inmediatamente aplaudidas en revistas y suplementos culturales (los pocos que quedan con “renombre” son, en realidad, neoliberales), e incluso que esa pequeña ruptura sea el móvil principal de numerosos artistas jóvenes que, si hubieran vivido en el tiempo de la única verdadera ruptura (el romanticismo), verían sin tapujos el diminutivo que, sin que se den cuenta, los esclaviza a —y los pone al servicio de— la tradición que nos infesta: aquella que está hecha de pequeñeces.

* * *

Ese país que quiere ser representado por una estatua de la libertad, a la vez no quiere darse cuenta de lo contradictorio que él mismo ha vuelto a este símbolo. En rigor, la libertad no podría ser representada sino por un huracán: el movimiento vertiginoso, cambiante, imprevisible, abierto a todos los vientos. Se estaría más cerca si se quisiera simbolizarla por medio de una fuente inmensa —agua literalmente viva—, como la que hay en el lago de Ginebra (el Jet d’eau del lago Leman que alcanza hasta 140 metros de altura), pero aun esto sería equívoco por fijo en una sola coordenada del planeta: un verdadero símbolo de la libertad, honestamente representado, tendría que brotar espontáneamente en donde le diera la gana, sin aviso, sin programas ni horarios, sin restricción de ninguna especie.

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Podría argumentarse que la estatua “simboliza” al movimiento, y que el fuego petrificado de la antorcha “sugiere” la idea de un fuego vivo. En otras palabras: simbología y literalidad son opuestos, y ello permite al arte de la escultura representar al fuego, al agua, incluso al aire, sin hablar de la alegoría a través de la cual llegan a la piedra conceptos abstractos como fraternidad, piedad, soberanía y... libertad. Aceptar este argumento requiere un uso de niveles, es decir un empleo de la imaginación del que en este caso específico nadie en realidad echa mano. El fuego de piedra y la misma postura estacionaria de la estatua son tan convencionales como la propia “libertad” a la que se festeja.

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En una placa de bronce situada en la base de la escultura puede leerse un soneto de Emma Lazarus, en el que esta autora la describe como A mighty woman with a torch, whose flame / Is the imprisoned lightning (“Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama / Es el relámpago aprisionado”). Ese es el verdadero símbolo que nadie quiere ver: el relámpago aprisionado.
          Así se contempla a la “tradición”: un algo fijo, llamativo, turístico, que puede visitarse en horas hábiles bajo severa vigilancia.



martes, 5 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIII: Apuntes finales 4)


DGD: Textiles-Serie negra 32 (clonografía), 2012

(XXXIII) Apuntes finales 4

En el capítulo 69 de Moby Dick, Melville se refiere a las anotaciones apresuradas que a veces se hacían en la bitácora de un barco acerca de ciertas coordenadas marítimas (“Bajío, rocas y rompientes por aquí: ¡cuidado!”); de vuelta en el puerto y una vez que esa bitácora se difundía, tales apuntes pasaban rápidamente a formar parte del acervo (la tradición) de los navegantes, que marcaban esa zona como “peligrosa” sin haber estado ahí. O incluso si habían pasado por ese punto, igualmente lo tachaban en sus cartas marinas pensando que habían tenido la suerte de no toparse con su riesgo letal. Esta fe en las advertencias se justificaba por las atroces historias de los múltiples naufragios en la época; el menor rumor era considerado valioso a partir del refrán “más vale prevenir que lamentar”; mejor que resultara una advertencia falsa que arriesgar el barco, la tripulación y la carga. Pero ¿cómo iba a revelarse como advertencia falsa si de cualquier manera todas las embarcaciones evitaban esa área maldita?
          Melville exclama:

Y durante años después, quizá, los barcos esquivan ese sitio, dando un salto sobre él como las ovejas tontas saltan sobre un vacío porque su guía, al principio, saltó ahí, cuando alguien sostenía un palo. ¡Ahí está, les digo a ustedes, su ley de los precedentes; ahí está la utilidad de sus tradiciones; ahí está la historia de su supervivencia obstinada de viejas creencias jamás cimentadas en la tierra, y que ahora ni siquiera se ciernen en el aire! ¡Ahí está la ortodoxia!

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La historia a la que Melville alude, la de las ovejas y el guía, se basa en una vieja tradición: se decía que si un bell-wether (un carnero que lleva una campana en el collar para dirigir a otras ovejas) saltaba sobre el bastón de un pastor, las otras saltarían también, del mismo modo y en el mismo sitio, aun después de que el bastón hubiera sido retirado. En sentido amplio (y en terrenos de la propaganda y la publicidad, aliadas cercanas del conductismo) se llama bellwether a cualquier elemento que, en un ámbito determinado, influye en las tendencias generales o crea una nueva tendencia. La palabra bellewether proviene del inglés medieval (siglos XII a XV) y se refiere a la práctica de colocar una campana en el cuello del carnero (wether) que conduce a un rebaño de ovejas. Incluso aunque el rebaño estuviera fuera de la vista, sus movimientos podían ser adivinados al escuchar la campana.

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La segunda mención es lo que en el aparato inglés de justicia se conoce como Law of Precedents: una práctica según la cual las resoluciones y decisiones que toman los jueces se basan en las resoluciones y decisiones de jueces anteriores. Paradójicamente, se evita “sentar un precedente” (abrir un camino nuevo) por medio de apegarse al modo precedente de actuar.

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Acaso no hay en toda la literatura una definición más severa y despiadada de la ortodoxia, es decir de la ciega cadena de las “tradiciones”, así como de su origen (el bellwether) y de su perduración (la ley de los precedentes). Las tradiciones, que sumadas forman la tradición, no serían, para Melville, más que supersticiones vacías, viejas creencias jamás cimentadas en la realidad. Ni siquiera son frenos: son una rotunda y asfixiante inmovilidad, hipócrita y neciamente vestida de “progreso” y “evolución”.
          En realidad nada progresa ni evoluciona, puesto que la “tradición” (para seguir con la metáfora melvilliana) ya no es el mapa, sino el cúmulo de taches sobre él, esas “advertencias” que se vuelven precedentes para “ya no pasar por ahí”, y que van reduciendo el mapa a un único camino “seguro”. Así es como se construyen los “límites” humanos.

* * *

En 1960 Tomás Segovia escribía unas líneas que son aún más vigentes medio siglo después: “somos una generación sin maestros, o mejor dicho sin padres: una generación huérfana. Que uno u otro tenga tal o cual preferencia privada y como casera, tales o cuales maestros con los que está encariñado y que admira hasta cierto punto, no cambia en nada esta situación: ése no es un lazo carnal y sanguíneo, una especie de destino que aceptar, o con el que hacer algo, o contra el cual rebelarse. Tenemos maestros del oficio, tenemos quizá tíos muy queridos; pero seguimos sin padres”.
          La tradición manipulada es eso precisamente, un suplantar a los padres, un darnos padres putativos que basan su “paternidad” justamente en dejarnos sin padres verdaderos, en ayudarnos a olvidarlos, a no necesitarlos, a sepultarlos con un afán que es casi una venganza.

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La crítica es primordial vocero de esa “ruptura” que consiste en un parricidio pueril y fundamentalmente predatorio. Lo que llamamos crítica, dice Segovia, “cuando existe, no es tal: es ‘efemérides’, simple crónica evanescente, indiscriminada y por lo tanto sin fundamento. No debemos cansarnos de repetir que la crítica no es la paja, sino la criba con que se cierne”.

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La “crítica” ya ni siquiera tiene un lugar en los media: ha quedado aislada del gran público para ser remplazada por la efeméride, el fervor de lo actual, la prisa de las innovaciones, “esa carrera —escribe Segovia— a través de una fugacidad que prolifera más y más vertiginosamente cuanto más locamente nos disparamos en su persecución, y en la que nos hundimos cada vez más como en un vicio colectivo”.
          Las “actualidades”, las modas, las precipitaciones y carreras tienen un fin principal: mantenernos dispersos y sin aliento con objeto de que ya no podamos escoger profundamente, esto es, elegir en la profundidad. Por lo demás, los media nos convencen, incesantemente, de que no hay más que superficie.

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Segovia deslinda el territorio:

Esta manera desnuda y simplificada de vivir sin pasado tiene sin duda su hermosura, como se ha señalado a veces cuando se habla de “continentes jóvenes” y especialmente cuando los que hablan son pensadores del “viejo continente”. Pero ahora que vivimos también, y no por gusto, sin porvenir; ahora que las amenazas apocalípticas por un lado, y la extrañeza sobrecogedora, por el otro, ante un futuro cada vez más inimaginable, nos impiden tener esa meta concreta, cercana y nada metafísica, sino razonable y visible, que sostenía un optimismo emprendedor del que fueron ejemplo a principios de siglo [XX] los Estados Unidos; ahora que para nadie es fácil ni simple confiar y esperar, porque nadie es inocente; ahora precisamente se nos hace agobiante vivir en ese perpetuo presente sin memoria que es el clima de la inocencia; porque nadie puede ya esperar la llegada del futuro como tranquilo cumplimiento del presente, y vivir así, suspendidos al borde del precipicio, a menos que se tengan raíces, sólo puede ser un vértigo estupefaciente para no pararse a pensar, en cuyo caso ya no tiene nada de frescura ni de optimismo.

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Segovia habla de un arraigo “que no consiste en conservar una tradición, sino en vivirla, en cambiarla, en situarnos ante ella, es decir en usar de veras esa tradición”, lo cual significa articular a la cultura y no fijarla. “Vivir arraigado es vivir con literatura, o más exactamente vivir con poesía, usar la poesía. La poesía, en su ubicua multiformidad, es la memoria viva, la memoria nutricia y circulante, tanto en nuestras existencias como en nuestra historia de pueblos”. Para Segovia, el estado de orfandad de los artistas jóvenes “consiste en que la poesía disponible no se usa, no circula, no es nuestra moneda cotidiana con que ejercer un comercio no de precios, sino de asimilaciones sanguíneas”.
          E insiste en que la palabra tradición “no es enterrarnos con nuestros muertos sino hacerlos vivir entre nosotros”. Y por ello le parece esencial “que cada quien empiece a escoger a un padre al que devorar e incorporar, sacramental antropofagia necesaria y hermosa, única comunión verdadera por la carne y la sangre poéticas que no se veneran, sino que se comen repetidamente”.


sábado, 26 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXII: Apuntes finales 3)


DGD: Textil 72 (clonografía), 2009

(XXXII) Apuntes finales 3

 “¿Qué pensaría el hijo pródigo”, se pregunta Tomás Segovia, “si un buen día, por esos mundos de Dios, se topara con su padre entregado a unas locuras y prodigalidades junto a las cuales las suyas fueran coser y cantar? Lo más verosímil es que negara que es su padre, y es casi seguro, en todo caso, que evitaría dar mucha publicidad a estas aventuras. El sentimiento que provocaría en él este encuentro sería en efecto humillante: lo haría sentirse infantil; lo haría sentir que lo que había vivido no contaba.”
          Es una descripción exacta de la modernidad; ésta crea una “tradición” (entre comillas) cuyo único sentido es volver ingenuo, primitivo y oscuro al pasado para que entonces, y sólo entonces, se justifiquen las “rupturas” (con comillas aún más enfáticas) cuyo único sentido es hacerle sentir que lo que ha vivido cuenta. Por eso se da la menor publicidad posible (en realidad se oculta con fruición) a todo lo que hay en el pasado que sea realmente malicioso, desarrollado y luminoso, en verdad arriesgado y temerario.

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En cuanto a los intermediarios, qué extraño es ese párrafo de San Agustín: “Sean los demonios los que lleven las súplicas de los hombres a los dioses y traigan de allí a los hombres lo que han pedido”. Los demonios, como intermediarios entre el hombre y Dios, cuando un inmediato razonamiento (pero es eso lo que debe evitarse como la peste, los razonamientos inmediatos o automáticos) depararía que es la Iglesia la intermediaria entre la criatura y el Creador. ¿Acepta Agustín lo diabólico de la Iglesia? Pero todo intermediario es diabólico. Entre el hombre y el mundo se erige el Estado, pero entre el hombre y el Estado sienta sus reales (sus irreales) la burocracia. Y entre el hombre y la burocracia habrá otro intermediario, que es, de nuevo, otra forma, otro nivel de la burocracia. A partir de ese momento, entre el hombre y cada nivel descendente (hacia el inframundo, sin duda) de la burocracia, habrá siempre un intermediario burocrático de menor rango pero no menor poder, porque la burocracia es tradición (el Gran Freno), y todos los niveles de la tradición se alimentan uno a otro y a todos, mientras que la ruptura sólo puede alimentarse a sí misma y eso durante los breves instantes en que puede (si es que puede verdaderamente) llamarse ruptura.

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La Sociedad Religiosa de los Amigos, cuyos miembros son llamados cuáqueros o sencillamente amigos, es una denominación cristiana que hace hincapié en una comunicación directa entre el creyente y Dios. Deshacerse de los intermediarios es el acto revolucionario por excelencia, en todos los niveles y no sólo en el religioso, y a la vez, curiosamente, el esfuerzo por deshacerse de ellos —e intentar comunicaciones directas— es tan complejo que en sí se parece a una religión.

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Tomás Segovia habla de ciertos creadores como Rimbaud y Nietzsche que dejaron “escuela”, es decir una “tradición”, lo cual significa en primer lugar “la lucha de las escuelas y su consiguiente renovación”. Pero existe también —y este es el punto central hacia el que Segovia llama la atención— otro camino “del que podríamos decir que no consiste en dejar una escuela nueva sino una enseñanza sin escuela. Esto es lo que explica también que a cierto nivel del arte y del pensamiento la idea de innovación, de cambio, de experimentación (rasgo tan típico de lo más enfermo que hay en nuestra época) no tenga ningún sentido. Sólo las escuelas pueden ser viejas o nuevas; las enseñanzas valiosas son lo uno o lo otro o ninguna de las dos cosas”. Una enseñanza sin escuela es una tradición que no depende de la ruptura y por tanto de la lucha permanente de las escuelas y su periódica renovación. Una tradición sin rupturas convencionales. Una tradición no convencional (no manipulada) que puede ser vieja o nueva o ninguna de las dos cosas.

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Estas escuelas —asevera Segovia— “no se envuelven, como quería Mallarmé, de misterio: son misterio, y tanto más cuanto más se desnudan, incluso del misterio mismo, porque incluso el misterio es postizo cuando nos envolvemos con él”. Y agrega:

Una moda nueva subvierte y pone en ridículo a la moda antigua; nos salva así de lo peor que podría pasarnos en este dominio, que sería la rigidez inmóvil de una moda única y tiránica. Pero el tránsito de unas modas a otras supone un paso, siquiera virtual, por el desnudo, y de este modo es en el desnudo donde todas ellas beben su sentido. Ese desnudo habrá que irlo a visitar por lo general al ámbito privado donde se recata, pero no es difícil imaginar que allí toman en efecto su inspiración los modistas para configurar las modas que después todos adoptaremos más o menos para salir en público; también los elegantes, si de veras lo son, deben partir de su propio desnudo contemplado a solas para escoger su vestuario. Después, ya se sabe, nadie anda en cueros en la vía pública, pero es claro que unos se sienten más figurines, más árbitros de la moda que otros, y que algunos se visten lo menos posible, que no es enseñar mucha carne sino enseñar poco la mucha o poca ropa (nada es menos desnudo que una chica con bikini, esa prenda tan de vestir).

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El culto moderno por la ruptura se basa en una coartada según la cual la ruptura equivale a la trascendencia de una “tradición anquilosada”. Segovia —como suele hacerlo en tantos niveles— coloca una advertencia oportuna: “hay que estar o fingirse muy distraído para confundir trascender con destruir”.

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La modernidad es la manipulación de las manipulaciones (la “tradición”). Buen ejemplo aporta Segovia cuando analiza (“Divertimento ortográfico” en Cuaderno inoportuno) la inadecuación de la ortografía del inglés, “que es tan extrema, que casi resulta más fácil describir su escritura como ideográfica que como alfabética. Por lo menos ese enfoque parece más pedagógico: cada vez más a los niños anglófonos les enseñan a leer y escribir por palabras enteras, por la configuración de toda la palabra como si fuera un ideograma, y no por sílabas separables hechas de letras separables. Procedimiento que algunos ingenuos trataron inmediatamente de aplicar a nuestros niños, convencidos de que era más ‘moderno’ (puesto que se usaba en Estados Unidos). Hay que ser ‘moderno’ aunque haya que inventar problemas que no tenemos para poder darles soluciones modernas como los que sí los tienen”. Eso es la modernidad misma: inventar problemas que no se tienen para poder darles soluciones modernas, al tiempo que los verdaderos problemas no son reconocidos como tales, y mucho menos enfrentados, porque la potencia que guía a la modernidad no los ha reconocido como problemas. Cualquier cosa por ser moderno de ese modo.



miércoles, 16 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXI: Apuntes finales 2. Más acerca de los sobreentendidos)


DGD: Textil 129 (clonografía), 2010

(XXXI) Apuntes finales 2. Más acerca de los sobreentendidos

El discurso de la conveniencia es una cierta interpretación del mundo y del hombre que el poder esgrime según sirve a sus intereses en determinada circunstancia histórica para “demostrar” algo o para afirmarse; cuando cambia la circunstancia o son otros los intereses, el mismo poder se basa en la interpretación contraria. Así, cuando conviene justificar la manipulación de masas se exalta lo colectivo, pero cuando conviene alentar la competencia y la “iniciativa privada” se celebra lo individual. O rendir culto a la tradición cuando se trata de ganar el apego de la multitud por medio de explotar su necesidad de permanencia y estabilidad, y en otros momentos reverenciar a la ruptura cuando se trata de legitimar la renovación de cuadros o dar una apariencia de vida cultural activa o de efervescencia intelectual centrada por la crítica.

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El mejor ejemplo de lo acomodaticio es el lenguaje de la abogacía, capaz de presentar la misma acción ya sea como heroica, ya sea como criminal, según la conveniencia del defensor o del fiscal (la justicia, dice Stevenson, cada uno de nosotros la define según sus propias conveniencias). Y aún más evidente resulta en el lenguaje de la política. El discurso de la conveniencia se basa en “declaraciones” pero se encuentra mayoritariamente en los sobreentendidos: lo que “por sabido se calla”, lo que es “evidente por sí mismo”, lo que no necesita explicarse y ni siquiera enunciarse. (Las “declaraciones” son en realidad deoscuraciones.)
          Un ejemplo óptimo es un cuento de Chesterton, “El hombre invisible” (de The Innocence of Father Brown, 1911), en donde el misterioso asesino llega al sitio en donde se oculta su víctima pese a hallarse ésta vigilada por agentes de policía. El criminal pasa en las narices de los vigilantes, por completo desapercibido por ellos. El padre Brown, protagonista de la historia, reflexiona de este modo: “Habrán ustedes notado que la gente nunca contesta a lo que se le dice. Contesta siempre a lo que uno piensa al hacer la pregunta, o a lo que se figura que está uno pensando. Supongan ustedes que una dama dice a otra, en una casa de campo: ‘¿Hay alguien contigo?’. La otra no contesta: ‘Sí, el mayordomo, los tres criados, la doncella’, etcétera, aun cuando la camarera esté en el otro cuarto y el mayordomo detrás de la silla de la señora, sino que contesta: ‘No; no hay nadie conmigo’, con lo cual quiere decir: ‘No hay nadie de la clase social a la que tú te refieres’. Pero si es el doctor el que hace la pregunta, en un caso de epidemia, ‘¿Quién más hay aquí?’, entonces la señora recordará sin duda al mayordomo, a la camarera, etcétera. Y así se habla siempre. Nunca son literales las respuestas, sin que dejen por eso de ser verídicas”. En este ejemplo, es la mentalidad de clases o de castas la que determina al sobreentendido y a la conveniencia.

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La literatura policiaca es, curiosamente, el género que más se ha dedicado a examinar esta mecánica, y lo hace indirectamente, cuando el mejor detective es el que logra deshacerse de las cadenas que son los sobreentendidos y deducir la verdad más allá de las asociaciones automáticas, que invisibilizan el mundo. En el cuento de Chesterton, el elementalísimo recurso empleado por el asesino es vestirse como cartero; así es como se vuelve el “hombre invisible”, puesto que el sobreentendido indica que nadie mira a los carteros.

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De ahí lo subversivo de la novela menos conocida y estudiada de Lewis Carroll, Silvia y Bruno (publicada en dos volúmenes, el primero en 1889 y el segundo en 1893). En esta novela, que fue leída con gran cuidado por Joyce (y a la que homenajea en Finnegans Wake), la libertad del lenguaje se basa ante todo en denunciar de entrada la esclavitud hacia los sobreentendidos, a los que va detonando uno a uno con imborrables resultados.
          La mirada infantil de los hermanos protagonistas se expresa a todo lo largo de Silvia y Bruno en su característica totalmente inusitada. En un momento dado, Bruno jala a un perro de la cola y un adulto le advierte que no lo haga porque el animal podría morderlo. Bruno responde: “No, los perros no muerden de este lado”. El adulto (que basa toda su mentalidad en “ahorrar tiempo”, es decir en callar lo que es “obvio”, en dar por sentadas las verdades incuestionables) no sólo sobreentiende el mundo —“el perro muerde con los dientes”—, sino que espera que el niño automáticamente haga lo mismo y sobreentienda que en la advertencia del adulto estaba incluido otro sobreentendido: que el animal habrá de volverse para morderlo.

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Obviamente, el adulto (que es sensato y razonable) jamás ha dicho (jamás le ha pasado por la mente) que el perro pueda morder con la cola: implicar eso sería absurdo, insensato y... antinatural (esta última es la gran palabra, la gran coartada del poder). Con su tersa y transparente observación, Bruno revela que el ingenuo es el adulto, que se precia de su malicia y de su sabiduría práctica, tan abundante que no necesita enunciarla y que de hecho es “sabiduría” precisamente porque nunca se enuncia con todas sus letras; sólo se sobreentiende y se hace sobrentender. El adulto, en última instancia, sólo registra lo que “le pasa por la mente”, pero en realidad lo que le pasa por la mente no son pensamientos sino sobreentendidos: no entiende el mundo: sólo lo sobreentiende.

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En otro momento de la novela de Carroll, un señero Profesor dice a Bruno: “Espero que hayas tenido una buena noche, querido niño”, y Bruno contesta: “Tuve la misma noche que usted tuvo. ¡Sólo ha habido una noche desde ayer!”. La novela está llena de estos apuntes, que son aún más desquiciantes que los de las dos Alicias.
          Porque no sólo es desquiciante desde el punto de vista de Bruno, sino también desde todo aquello que el Profesor no sabe que sobreentiende. Apenas se desmenuza el lugar común “Que tengas buena noche”, resulta notorio en el fondo de ese automatismo la aceptación de que hay una noche para cada quien, de la misma exacta manera en que hay un mundo onírico para cada individuo.

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Lo mismo sucede con el saludo “Buenos días”: tal vez Bruno preguntaría a cuántos días exactamente se extiende el buen deseo, pero a la vez el plural puede entenderse de otro modo: hay un día para cada uno, y si coinciden estas jornadas es porque hay también un día para todos.

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En una escena, Silvia y Bruno se encuentran con un Jardinero y la pequeña, que siempre “guarda las formas”, hace una presentación: “Él es mi hermano”, y el Jardinero responde con una pregunta asombrosa: “¿Era tu hermano ayer?”.
          Un básico sobreentendido indica que hay estados permanentes. Nadie “en su sano juicio” podría formular una pregunta como esa... lo cual significa ante todo que a nadie se le ocurriría cuestionar una “verdad incuestionable”, así fuera solamente para recuperar la verdadera libertad del pensamiento. Pero lejos de reclamar esa recuperación de la libertad, el adulto se muestra sorprendido, luego indignado y en todo caso atemorizado, porque hay sobreentendidos dentro de los sobreentendidos, y uno de los más básicos indica que esta mentalidad ahorra tiempo (el tan valorado tiempo del trabajo y del progreso) cuando nos permite brincar por encima de lo que “no es necesario” cuestionar; pero en realidad eso significa lo que no se puede cuestionar, esto es, lo que ya ni siquiera es posible devolver a las palabras.

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Silvia toma el papel de la sensatez y la cordura, e intenta educar y civilizar a su hermano, con frecuencia por medio de los refranes, que son compendios de sobreentendidos que se transmiten de manera automática. Así, le dice: “No debes ser perezoso en la mañana, Bruno. Recuerda, es el pájaro madrugador el que se come al gusano”. Y Bruno exclama: “¡Que lo haga si le gusta! A mí no me gusta comer gusanos, ni siquiera un poco. ¡Así que siempre me quedo en la cama hasta que el pájaro madrugador se los ha comido a todos!”.

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En el prólogo al segundo volumen de Silvia y Bruno, Carroll afirma haber escuchado muchos de estos diálogos a diversos niños. Esta tremenda subversión, esta inaudita capacidad de reflejar la supralógica infantil nace con la sospecha de Alicia, según la cual si los adultos, en lugar de enseñar lógica a los niños, aprendieran (o re-aprendieran) de la supralógica infantil, el mundo sería distinto, porque estaría abierto a la enunciación y la imaginación, y a las asociaciones verdaderamente libres. ¿Es tan difícil, tan ilusorio, imaginar un mundo sin sobreentendidos virulentos y estupefacientes, un mundo de hombres libres cuyo lenguaje es la poesía?


sábado, 5 de octubre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXX: Apuntes finales 1) (y quinto aniversario del blog)


DGD: Textiles-Serie roja 25 (clonografía), 2010

[La celebración del quinto aniversario de este blog (gracias a los amigos, seguidores y visitantes que han hecho llegar sus felicitaciones, así como su apoyo y comentarios) coincide con la parte final de este libro que he incluido aquí completo, a medida que se iba escribiendo, Tradición y ruptura: el conflicto esencial (Cuaderno de lectura). Esta parte final es ya declaradamente fragmentaria; se trata de “apuntes finales” sólo porque aparecen en el desenlace del libro, no porque sean realmente concluyentes y aún menos porque “cierren” el tema. Al contrario: son la invitación a abrirlo cada vez más, de manera colectiva, porque es acaso la única manera de ver el conflicto esencial: un conflicto que quizás no está para “resolverlo”, sino para verlo. (DGD)]


(XXX) Apuntes finales 1

En todos los textos míticos se pronuncian frases eminentes. Pocas tan perfectas como aquella que aparece en la leyenda galesa de Taliesin: “Ningún hombre ve lo que lo sostiene”.
          El hombre que está en la montaña, no la ve. En lugar de alejarse lo suficiente para verla, lo que hace es romper, destruir, devastar aquello en lo que está parado. Lo que ve entonces son los escombros, y se dice “los escombros me sostienen”.

* * *

Máxima de bella resonancia: “No hay que ser como hijos de los padres”. Marco Aurelio la interpreta en el sentido de no aceptar las cosas de forma simple, tal como las hemos heredado. Sin embargo, hay un espejismo que actúa contra la crítica a la tradición. Ese espejismo estriba en que antes habría que emprender una crítica de la crítica a la tradición. Y antes aún, una crítica de la crítica de la crítica a la tradición. Aquiles no alcanza a la tortuga. Por eso hay quien piensa que no hay otra tradición que esa crítica circular que nunca alcanza a su objeto.

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En El héroe de las mil caras, Campbell habla de ciertos demonios referidos por muy diversas mitologías, que son “al mismo tiempo peligrosos y dispensadores de fuerza mágica”, y que “deben ser enfrentados por cada héroe que pone un pie fuera de las paredes de su tradición”. El héroe e incluso el crítico de la tradición deben enfrentar a esos demonios, pero éstos se vuelven cada vez más poderosos y temibles para el crítico de la crítica de la tradición, y aún más para el crítico de la crítica de la crítica, y así en adelante. Toda tradición se mantiene no por sí misma, sino por aquellos que (por destino, por naturaleza, por descolocación azarosa) ponen los pies fuera de las paredes de su fortaleza. Los que llegan más lejos en el territorio de lo incógnito llevan, en su soledad invencible, a toda la verdadera tradición.

* * *

Hay lugares comunes que definen a su época (y acaso no hay sino lugares comunes en la definición de cualquier época). Uno de ellos es el siguiente: “Los escritores muertos se hallan remotos de nosotros porque sabemos mucho más de lo que ellos supieron”. Es uno de los innumerables lemas del evolucionismo: así como quien aprende álgebra aprende a ver la aritmética como “elemental” o incluso “primitiva”, el hombre de la modernidad siente saber más que sus antecesores, que se vuelven tan “remotos” como lo es el propio pretérito, una magnitud a la que la modernidad mata para adquirir vida en comparación con lo ido. Y a esto “ido” lo concibe no como aquello a lo que ha asesinado, sino como aquello cuya característica esencial es ser inerte.
          A ese lugar común, a esa cínica consagración de las distancias, T.S. Eliot respondió de forma memorable: “Justamente, y ellos [los escritores muertos y remotos] son eso que sabemos”.
          En esta brillante respuesta, el autor de The Waste Land a la vez homenajea a la tradición (el saber más) y a la ruptura (el volver inmediato a lo remoto): sugiere, con una conmovedora intensidad, que esos escritores se extinguieron deliberadamente a través de una especie de magnífico sacrificio. El propio Eliot lo confirma más adelante: “El crecimiento en un artista”, dice, “es un autosacrificio constante, una constante extinción de la personalidad”.
          Una tradición estremecedora hecha de espléndidas rupturas, como un collar de agujeros negros. El sentido del sacrificio de un escritor estriba en que nosotros sepamos más que él justamente en el instante en que lo incorporamos a sus propios antecesores y maestros, es decir a aquellos que se sacrificaron para que él supiera más.

* * *

Connolly hace una jugosa advertencia: “Cuidado sin embargo con los falsos dualismos: clásico y romántico, razón e instinto, espíritu y materia, macho y hembra: todos ellos deberían ser fundidos el uno con el otro (como los taoístas funden su Ying y su Yang en el Tao) y considerados como dos aspectos de la misma idea. Los dualismos definidos en el mismo momento (estoico y epicúreo, liberal y conservador) se unen al cabo por el hecho de ser contemporáneos y acaban por tener más, y no menos, en común”. Y agrega:

Dentro de cien años la Ciencia y la Ética (la fuerza y el amor), la dualidad de hoy en día, quizás parecerá tan muerta como la controversia sobre la iota, o como el bien y el mal, el libre albedrío y el determinismo, y hasta el tiempo y el espacio. Las ideas que durante tanto tiempo han dividido a los individuos resultarán sin sentido a la luz de las fuerzas que separarán a los grupos. No obstante, por ridículos que puedan parecer los dualismos en pugna, ello no quiere decir que el dualismo sea en sí un proceso sin importancia. La verdad es un río que está de continuo dividiéndose en brazos que luego se unen. Aislados entre los brazos, los habitantes discuten durante toda su vida sobre cuál es el río principal.

* * *

“A nadie se le ocurriría ponerse a jugar sin conocer las reglas del juego”, dice Connolly. Pero hay juegos cuya primera regla es que el jugador debe adivinar las reglas por observación, primero, y luego por tímida pero apasionada experimentación. Uno de estos juegos sin reglas previamente enunciadas se llama vida; otro, arte. Lo sabía bien Cortázar cuando en Rayuela insertó ciertos juegos sin especificar las reglas. “No obstante”, acepta Connolly, “la mayoría de nosotros jugamos el interminable juego de la vida sin atenernos a ellas [las reglas], porque somos incapaces de descubrirlas.”