jueves, 25 de agosto de 2016

La luz sonora (6)



DGD: Redes 109 (clonografía), 2009


C

En un cierto sentido, Momo y La historia interminable reivindican la búsqueda de raíces (y del tempo original) como un acto político: el de la demanda de vuelta a la transparencia (vuelta a los “viejos tiempos, cuando los hombres hablaban todavía muchas otras lenguas”, como escribe Michael Ende en la línea inicial de Momo). Si se busca transparentar el mundo como un río para que sea posible ver el fondo (y esto sucede a Beppo Barrendero “a mediodía, cuando todo duerme en el calor”), la búsqueda es menos política que poética, es decir mágica. ¿Qué otra definición puede darse a la magia blanca que el esfuerzo por desentrañar la magia negra emprendida por el poder en los nombres? Apenas hay exceso en emplear el término magia, puesto que la magia negra se basa en anteponer la pasión ciega al entendimiento esclarecedor: primero el aparato artificialmente provoca una oclusión de todos los flujos verbales (vitales); después, promociona y vende formas de desahogo ante la “inevitable ley de la vida”. Antes que devolver el lenguaje a sus fuentes originarias, se nos demuestra que la mudez equivale a la naturaleza humana. En La historia interminable, Bastian “siempre lo había sentido así, sin poder explicarse por qué. Nunca había querido aceptar que la vida fuera tan gris e indiferente, tan sin secretos ni maravillas como pretendían las personas que exclamaban: ‘¡la vida es así!’”.
          La búsqueda de raíces implica devolver la memoria a las palabras y a los gestos. En Los nombres del imperio, Patricio Marcos elige ejemplos elocuentes; uno de ellos es el arcaísmo “ósculo”, definido por la Real Academia como “beso de afecto” y proveniente del latín osculum, “beso, boquita”. Esta palabra, que a todas luces implica un “simple y sencillo” acto humano de expresión afectuosa, ha olvidado su historia eminentemente política: un suceso del que ya sólo se recuerda el título, “el rapto de las sabinas”. A raíz del secuestro, por parte de los romanos, de setecientas mujeres de ese pueblo, los sabinos citan a aquéllos en el campo de batalla. Las mujeres, ya para entonces convertidas en madres por sus captores, deciden impedir la matanza: sea quien sea el ganador, ellas serán las afectadas (en un caso perderán a sus familiares; en otro, a los padres de sus hijos). De improviso se presentan en ese sitio en donde ya las espadas tiemblan en el aire, se dispersan entre ambos bandos y besan en las mejillas a los contrincantes, a la vez que solicitan detener el enfrentamiento y olvidar su causa.
          La costumbre occidental del beso entre amigos es otro de los actos amnésicos, de los signos automáticos de la reafirmación del poder, de las formas huecas que se transmiten y emplean desconociendo sus orígenes y su sentido metafórico. Desde la antigüedad latina, entonces, el “beso de afecto” queda ligado al discurso del poder: transmite ese detener el enfrentamiento y olvidar su causa aunque sea por un momento (no el rato de la convivencia amistosa sino el instante del saludo); simboliza, pues, un gesto de conciliación, una súplica de tregua en una guerra perpetua. Como el beso de Judas (otro gesto célebre desligado de su historia política: “traición pública antes que refrendo de amistad”), la cotidianidad occidental y sus más íntimos gestos conllevan ya un sobreentendido ideológico: no hay guerra “y” paz (estadios alternados), sino treguas más o menos aceptadas en una guerra subterránea pero permanente. Se trata del bellum omnium omnes, la “guerra de todos contra todos” a la que Thomas Hobbes en Leviathan considera la esencia en la formación de las sociedades.

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Referencias
Michael Ende: Momo, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1973. [Alfaguara, Madrid, 1978. Trad.: Susana Constante.]
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Thomas Hobbes: Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651), Alianza Editorial (Filosofía y Pensamiento, El Libro Universitario 64), Madrid, 1999; trad.: Carlos Mellizo.
Patricio Marcos: Los nombres del imperio. Elevación y caída de los Estados Unidos, Nueva Imagen, México, 1991.

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[Leer La luz sonora (7).]


martes, 16 de agosto de 2016

La luz sonora (5)



DGD: Redes 137 (clonografía), 2010


2

En La historia interminable, Gmork, el hombre-lobo, explica a Atreyu lo que sucede cuando la Nada atrae y devora a los habitantes de Fantasia: “¿Sabes lo que pasará con todos los habitantes de la Ciudad de los Espectros que han saltado a la Nada? [...] Se convertirán en desvaríos de la mente humana, imágenes del miedo cuando, en realidad, no hay nada que temer, deseos de cosas que enferman a los hombres, imágenes de la desesperación donde no hay razón para desesperar...”.
          Los habitantes de Fantasia, transportados de ese modo al orbe de los hombres, se convierten en ideas, es decir, en mentiras fruto de una razón basada en el vacío: “Y nada da un poder mayor sobre los hombres que las mentiras”, continúa Gmork. “Porque esos hombres viven de ideas. Y éstas se pueden dirigir. Ese poder es el único que cuenta. Con ustedes, pequeños fantasios, se harán grandes negocios en el mundo de los hombres, se declararán guerras, se fundarán imperios mundiales... [...] En cuanto te llegue el turno de saltar a la Nada, serás también un servidor del poder, desfigurado y sin voluntad. Quién sabe para qué les servirás. Quizá, con tu ayuda, harán que los hombres compren lo que no necesitan, odien lo que no conocen, crean en lo que los hace sumisos o duden de lo que podría salvarlos.”
          Y acaso toda esta rapiña se concentre en el sentido mismo del devenir y en la propia definición de la existencia temporal. En el capítulo sexto de Momo (llamado “La cuenta está equivocada, pero cuadra”), Michael Ende introduce al tema de esta novela:

Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa de ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo.

  Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora.

  Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón.

  Y nadie lo sabía tan bien, precisamente, como los hombres grises. Nadie como ellos sabía apreciar tan bien el valor de una hora, de un minuto, de un segundo de vida, incluso. Claro que lo apreciaban a su manera, como las sanguijuelas aprecian la sangre, y así actuaban.

  Ellos se habían hecho sus planes con el tiempo de los hombres. Eran planes trazados muy cuidadosamente y con gran previsión. Lo más importante era que nadie prestara atención a las actividades de los hombres grises. Se habían incrustado en la vida de la gran ciudad y de sus habitantes sin llamar la atención. Paso a paso, sin que nadie se diera cuenta, continuaban su invasión y tomaban posesión de los hombres.

Los invasores atacan en esos momentos en que un individuo olvida aquello que vuelve singular a su propia existencia (en este capítulo, el hombre elegido como ejemplo exclama: “¿Qué estoy haciendo de mi vida? El día en que muera será como si nunca hubiera existido”); entonces se le presenta uno de los peones de la grisura y le demuestra por medio de cifras cómo aquél ha perdido el tiempo durante toda su vida (esa cuenta “cuadra” porque sólo se ajusta a lo cuantitativo y hábilmente escatima lo cualitativo).
          En la retorcida lógica de los “seguros de vida”, el hombre gris propone a su víctima invertir en la “caja de ahorros del tiempo”, lo que significa consagrar al trabajo productivo cada segundo posible, dejando atrás los sentimentalismos y todo lapso reservado a la meditación y a la vida interior. Ser “realista” implica guardar los “instantes no directamente productivos” para disfrutar de ellos algún día (un futuro que nunca ha de llegar: por ello la cuenta está equivocada). Poco a poco los seres humanos olvidan cualquier otro valor que el del dinero y dejan de tener tiempo para sí mismos. Y mientras más tiempo ahorran, más vida pierden.
          Hombre de espíritu afín al de Ende, Carl Gustav Jung se refiere en su libro de memorias a la misma predación:

Tanto nuestra alma como nuestro cuerpo se componen de elementos que estuvieron todos ya presentes en la serie de nuestros antepasados. Lo “nuevo” en el alma individual es la recombinación variada hasta el infinito de los ancestrales componentes; cuerpo y alma tienen por ello un carácter eminentemente histórico y no hallan en lo nuevo, en lo recién nacido la adecuada morada; es decir: los rasgos ancestrales se encuentran en el propio hogar sólo en parte. Nosotros no hemos terminado todavía con el Medievo, la antigüedad y el primitivismo tal como nuestra psique exige. En lugar de ello somos lanzados a la catarata del progreso que cuanto más nos impulsa con más salvaje ímpetu hacia el futuro, tanto más nos arranca de nuestras raíces. Pero una vez derribado lo antiguo, generalmente queda también destruido y ya no es posible detenerse en lo absoluto.

  Y es precisamente esta pérdida de vinculación, este desarraigo, lo que provoca una especie de “insatisfacción de la cultura” y una prisa en la que se vive más en el futuro y sus quiméricas promesas de una era dorada, que en el presente, en el cual todo nuestro trasfondo histórico-evolutivo ni siquiera se ha alcanzado todavía. Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del presente día, sino en las tinieblas del futuro en el que se aguarda el auténtico amanecer.

  No se quiere reconocer que todo “mejor” se adquiere a costa de un “peor”. La esperanza de una mayor libertad es frustrada por un acrecentamiento de esclavitud al Estado para no hablar de los terribles peligros que nos ofrecen los más brillantes descubrimientos de la ciencia. Cuanto menos comprendamos lo que buscaron nuestros padres y antecesores, tanto menos nos comprenderemos a nosotros mismos, y contribuiremos con todas nuestras fuerzas a acrecentar la carencia de arraigo e instintos del individuo.

Para Jung, los signos del progreso son en realidad ideas rapiñadoras: “En la mayoría de los casos, [las mejoras tecnológicas] y casi todas las innovaciones que, por así decirlo, ahorran tiempo [...], representan modos pasajeros de endulzar la existencia [...]; aceleran enojosamente el tempo y de este modo nos dejan menos tiempo que antes. Omnis festinatio ex parte diaboli est: ‘toda prisa proviene del diablo’, solían decir los antiguos maestros. [...]
          ”El europeo está ciertamente convencido de no ser ya lo que fue en la antigüedad, pero no sabe lo que ha llegado a ser mientras tanto. El reloj le dice que desde la Edad Media se ha introducido en él subrepticiamente el tiempo y su sinónimo, el progreso, y le ha arrebatado lo que para él es irrecuperable. Con equipaje ligero prosigue su camino hacia metas confusas con un progresivo apresuramiento. La pérdida de peso y el correspondiente sentiment d’incomplétitude lo compensan con la ilusión de sus éxitos, como ferrocarriles, motonaves, aviones y cohetes que a través de su rapidez cada vez le van arrebatando poco a poco su permanencia y lo trasladan a otra realidad de velocidades y apresuramientos. [El] dios del tiempo [...] destrozará y destruirá implacablemente, con días, horas, minutos y segundos, [a esa gran] continuidad que todavía recuerda a la eternidad”.

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Referencias
Michael Ende: Die Unendliche Geschichte, Thienemanns Verlag, Stuttgart, 1979. [La historia interminable, Alfaguara, Madrid, 1983; trad. de Miguel Sáenz.]
Carl Gustav Jung: Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961), Walter Verlag, Zürich/Düsseldorf, 2005. [Recuerdos, sueños, pensamientos, Seix Barral, Barcelona, 1964.]

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[Leer  La luz sonora (6).]