lunes, 25 de abril de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (quinta parte)

DGD: Textil 67 (clonografía), 2009


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A Julio Cortázar se debe la primera difusión internacional de la obra de uno de los más inclasificables autores del siglo XX, el cubano José Lezama Lima, ante todo a través del ensayo que le dedica en las páginas del libro-almanaque La vuelta al día en ochenta mundos (1967). De entrada, en ese texto Cortázar establece su territorio:



Estas páginas acerca de Paradiso, novela de José Lezama Lima (Ediciones Unión, La Habana, 1966) no son un estudio sobre la novelística de Lezama, que exigiría el análisis riguroso de toda su obra de poeta y de ensayista a la luz de los más fecundos avances en el campo antropológico (Bachelard, Eliade, Gilbert Durand...), sino la aproximación por vía simpática que elige todo cronopio para entablar comercio con otro.

La palabra “cronopio” es un invento de Cortázar que tiende menos a clasificar lo inclasificable que a aludir a ciertos seres de inaudita libertad creativa (en términos muy llanos, los cronopios, heterodoxos, tienen como opuestos a los famas, ortodoxos; entre ambos se sitúan los esperanzas, que de una u otra manera poseen la vocación —el llamado, no la garantía de llegada— de trascender a la ortodoxia por medio del extrañamiento). En su texto acerca de Lezama, Cortázar marca como método a la “aproximación por vía simpática que elige todo cronopio para entablar comercio con otro”; el objetivo es no permitir que la extrañeza de la obra lezamiana obligue a engolar el tono y por tanto reseque un texto que se quiere catálogo de entrevisiones y vivencias oblicuas.

El conjuro es indispensable, porque en el transcurso del ensayo Cortázar se ve en la necesidad de abordar —y exorcizar— la palabra más proscrita en el discurso intelectual de Occidente: ingenuidad. Porque la grandeza de Lezama, su carácter de clásico en el sentido más puro, no cancela automáticamente a ciertos registros de lo ingenuo, sino que incluso se basa en ellos. Así, Cortázar anota:


A la ironía defensiva que se apoya en falencias de superficie se suma la que ha de provocar en muchos la insólita ingenuidad que aflora en tantos momentos de la narrativa de Lezama. En el fondo es por amor a esa ingenuidad que hablo aquí de él; más allá de todo canon escolar, sé de su penetrante eficacia; mientras tantos buscan, Parsifal encuentra, mientras tantos hablan, Mishkin sabe. El barroquismo de complejas raíces que va dando en nuestra América productos tan disímiles y tan hermanos a la vez como la expresión de Vallejo, Neruda, Asturias y Carpentier (no hagamos cuestión de géneros sino de fondos), en el caso especialísimo de Lezama se tiñe de un aura para la que sólo encuentro esa palabra aproximadora: ingenuidad. Una ingenuidad americana, insular en sentido directo y lato, una inocencia americana. Una ingenua inocencia americana abriendo eleáticamente, órficamente los ojos en el comienzo mismo de la creación, Lezama Adán previo a la culpa, Lezama Noé idéntico al que en los cuadros flamencos asiste aplicadamente al desfile de los animales: dos mariposas, dos caballos, dos leopardos, dos hormigas, dos delfines... Un primitivo que todo lo sabe, un sorbonard cumplido pero americano en la medida en que los albatros disecados del saber del Eclesiastés no lo han vuelto a wiser and a sadder man sino que su ciencia es palingenesia, lo sabido es original, jubiloso, nace como el agua con Tales y el fuego con Empédocles. Entre el saber de Lezama y el de un europeo (o sus homólogos rioplatenses, mucho menos americanos en el sentido al que apunto) hay la diferencia que va de la inocencia a la culpa.

El racionalista occidental acepta cualquier acusación, incluso las más graves, excepto una sola: la de ser ingenuo, y esto porque su máximo título de gloria es la malicia, traducida en una sabiduría que ya no puede sorprenderse, que todo lo abarca y cuyo último regusto son la amargura, el cinismo y el desencanto. Es tanto el miedo de la ortodoxia a lo ingenuo que el modelo de estilo académico imperante en Occidente considera a la claridad un sinónimo del empobrecimiento... o de la ingenuidad, que es concebida como la enemiga declarada de la sabiduría, a su vez definida como erudición.

Por ello la peor imputación que puede hacerse a los autores clasificables, y con mayor razón a los inclasificables, es precisamente la de ser ingenuos, primitivos o autodidactas, esto último siempre dicho por los sorbonards cumplidos, es decir por aquellos que entienden al desencanto y la amargura como únicas coronaciones de la sabiduría (naïve es un adjetivo dirigido a todo autor en el que haya una palingenesia poética, es decir una auto-creación continua). Por ello resulta doblemente oportuna la diferenciación que hace Cortázar (“la diferencia que va de la inocencia a la culpa”). En el texto que hemos citado queda bien establecida esa diferencia, pero aún permanece otra que es necesario dilucidar —si ello es realmente posible.

Seis años después de Rayuela, en otro libro-almanaque, Último round (1969), Cortázar abunda sobre el tema de la excentricidad y en el texto “En vista del éxito obtenido, o los piantados firmes como fierro” presenta ahora fragmentos de un libro-utopía del también cubano Francisco Fabricio Díaz, llamado Poético ensayo al conjuro efluente cristífero; se trata de una edición de autor fechada en 1961 cuyo asunto es más bien oscuro pero parece centrarse en la posibilidad —más o menos descrita por el autor— de tomar una fotografía a Jesucristo y en general a otros expectros (“deben ser fantasmas que tosen mucho”, comenta Cortázar). Díaz prologa su libro con un pensamiento vagamente atribuido a José Martí que bien podría ser una declaración de principios del piantadismo universal: “El mayor porcentage [sic] de genios y hasta supergenios, bajan a la tumba desconocidos hasta de sí mismos”. Una primera balanza surge de inmediato, así como una pregunta que sólo en principio suena en sí misma ingenua: ¿cuál es la diferencia profunda entre la ingenuidad de Lezama y la de Díaz?

En otro texto incluido en La vuelta al día en ochenta mundos (“Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y destornilla”), Cortázar designa a la palabra piantado como “una de las contribuciones culturales del Río de la Plata. Los lectores al norte del paralelo 32 tomarán nota de que viene de ‘piantare’, en italiano mandarse mudar, aceptación ilustrada por un rotundo tango donde también se oye el ruido de rotas cadenas: Pianté de la noria... ¡se fue mi mujer!”. En su origen el piantado es, pues, el “ido”, pero esta unidad puede ser tomada también como separación, como entrevé Cortázar: “si la capital se enorgullece de un meritorio porcentaje de piantados, en cambio nuestras provincias continúan repletas de idos; la querella lingüística no tiene importancia frente a la esperanza de que la suma de idos y piantados alcance algún día a contrarrestar la influencia de los cuerdos, con los cuales nos está yendo hasta ahora como usted sabe”. Y a continuación Cortázar atenta aún más contra la terminología en cuanto plantea una nueva disyuntiva:


La diferencia entre un loco y un piantado está en que el loco tiende a creerse cuerdo mientras que el piantado, sin reflexionar sistemáticamente en la cosa, siente que los cuerdos son demasiado almácigo simétrico y reloj suizo, el dos después del uno y antes del tres, con lo cual sin abrir juicio —porque un piantado no es nunca un bien pensante o una buena conciencia o un juez de turno—, este sujeto continúa su camino por abajo de la vereda y más bien a contrapelo, y así sucede que mientras todo el mundo frena el auto cuando ve la luz roja, él aprieta el acelerador y Dios te libre.

Y, para agravar las dificultades clasificatorias, apunta: “Todo piantado es cronopio, es decir que el humor reemplaza gran parte de esas facultades mentales que hacen el orgullo de un prof o un doc, cuya sola salida en caso de que les fallen es la locura, mientras que ser piantado no es ninguna salida sino una llegada”.

Lo que es Latinoamérica respecto al mundo, acaso lo es Cuba respecto a Latinoamérica. O tal vez lo sea Uruguay, un país que parece especialmente fecundo a un cierto tipo de rareza. En el más inclasificable y alto de los registros de lo raro, el gran ejemplo sigue siendo la obra del uruguayo Felisberto Hernández, cuya difusión también se debe en alto grado a Cortázar. En el prólogo a La casa inundada y otros cuentos de Hernández, Cortázar intenta —como lo hiciera en el caso de Lezama— dar “el salto fulgurante a lo único que vale para él: el extrañamiento, la indecible toma de contacto con lo inmediato, es decir con todo eso que continuamente ignoramos o distanciamos en nombre de lo que se llama vivir”. (En una carta dirigida a Ida Vitale —septiembre 20 de 1973—, Cortázar recuerda “ese pasado en que fui entrando en su mundo secreto [de Felisberto], los años cincuenta cuando descubrí que alguien, ahí enfrente [del otro lado del Río de la Plata], había escrito una de las obras más alucinantes de nuestro tiempo”.) Y agrega:


Siempre secretamente angustiada, la crítica literaria llamada a situar una obra como la de Felisberto tiende a sacar de su sombrero de copa el gran conejo blanco del surrealismo; es una manera de fijar la imagen antes de pasar a otra cosa, y además es cierto que el conejo está muy vivo y que se pasea continuamente sobre el piano de Felisberto. [...] Pero también aquí opera la maniobra discriminatoria que Felisberto habría sido el primero en rechazar. ¿Hasta cuándo se insistirá en situar al surrealismo en un terreno falsamente privilegiado, lo que es una manera de marginarlo frente a una realidad supuestamente más imperiosa e importante? ¿Hasta cuándo el absurdo magisterio surrealista, fomentado antaño por Breton, más tarde por sus epígonos, y siempre por una cierta crítica ávida de etiquetas simplificadoras?

Una segunda balanza aparece cuando se considera que también Cortázar difundió otro de los registros de la rareza, el de los piantados uruguayos, por medio de la cita que hace en Rayuela de fragmentos de un libro de Ceferino Piriz, La luz de la paz del mundo, cuya historia no es menos excéntrica que su contenido: en 1953 fue enviado por el autor a un concurso de ensayo promovido por la UNESCO. Cortázar, elegido como miembro del jurado de ese concurso, pudo salvar del olvido a ese y otros textos:


Como las cosas se cumplen por sus vías que no siempre son las de la Unesco, apenas se encendió el farol-concurso aparecieron enormísimos piantados con sobres y paquetes de todos los colores. Por supuesto nadie les hizo caso y el premio se lo dieron a Wladimir Weidlé que es la inteligencia misma; pero yo pude salvar algunos de los manuscritos más memorables, y despacito les fui dando a mi manera los premios que podía. Cefe anda ya conmigo en varios idiomas.

El texto de Ceferino Piriz suelta algunas ideas para resolver los problemas mundiales y para ello emprende una clasificación universal que suena delirante y nos hace reír a carcajadas, pero el autor la ha hecho muy en serio. Cuando Cortázar escribió “el surrealismo suele mostrarse más activo y eficaz en manos de los no surrealistas” (“Teoría del túnel”), acaso se refería a muestras como La luz de la paz del mundo.

El autor de Rayuela llegó a considerar la idea de explicar en la novela, por medio de una “nota de editor”, que Ceferino Piriz no era un invento suyo y que se había limitado a citar textualmente La luz de la paz del mundo, añadiendo la historia de cómo este manuscrito había llegado a sus manos. Y es que si Piriz hubiera sido un personaje más, habría sido una “mala invención”, una mofa cruel —y bastante inútil— dirigida a ciertos escritores naïve o “silvestres”, mientras que existente y citado al pie de la letra resultaba increíble, pero no por inverosímil sino por insultante para la mentalidad moderna. Cortázar desechó la idea de esta nota bajo la consideración de que era una ruptura a la convención de realidad de la novela misma. (De esto no hay registro, pero es posible imaginar que, buscando una forma de intercalar estos fragmentos en un libro que estuviera fuera del libro pero a la vez dentro, actuando como su gran caja de resonancia, Cortázar haya pensado en los “capítulos prescindibles” que hicieron la justa fama de Rayuela como libro plural y permutante.)

A la estupefacción del lector de Rayuela cuando comprueba que existen escritores como Piriz, a tal grado despojados de malicia intelectual (en el caso de que ese lector no se haya topado antes con otros raros), se suma un cuestionamiento que nunca es respondido de manera cabal: ¿por qué Piriz interesó a tal grado a Cortázar como para dedicarle tan amplio espacio en una novela que por otro lado está llena de referencias a la gran literatura, a la obra seria, a la brillante malicia (a las que por cierto el autor dedica menor espacio respectivo)? El crítico Luis Harss intenta una respuesta: “A Cortázar le gustó porque le pareció un ejemplo perfecto de los extremos de sinrazón a que puede llegar la razón pura (‘lo último que pierde el loco es su facultad de razonar’, dijo Chesterton) y lo copió sin cambiar una palabra. Y la verdad es que calza perfectamente en un paisaje novelesco en el que la farsa y la metafísica se unen para abrirse paso hacia los confines de lo conocido entre linderos apocalípticos que parecen los productos de una monstruosa liquidación en un bazar turco o un mercado de las pulgas” (Los nuestros, 1966). Mas la pregunta permanece: ¿por qué calza perfectamente?

Adolfo Castañón nos recuerda de dónde proviene nuestra actitud receptiva hacia la extrañeza: “El culto profesado a Macedonio Fernández, Oliverio Girondo o César Vallejo no sería del todo explicable sin la impronta surrealista. Caprichos de la historia y la geografía: primero nos enamoramos de la Maga y luego de Nadja. Primero la Pequeña sinfonía del nuevo mundo de Cardoza y luego el Viaje a México de Artaud” (“Autorretrato con paisaje. André Breton”, 1996). Y es Tomás Segovia quien remonta aún más esa línea y hace ver que esa vocación de los surrealistas venía del romanticismo:


Lo que los románticos dicen es: “Nosotros sabemos lo que Homero dijo, pero también lo que quiso decir sin darse cuenta, cómo se hace un poema épico y cuál era el contexto histórico que hizo posible su escritura, pero al saber eso hemos perdido el poder de escribir la Ilíada”. Pero esta reflexión no la hacían confrontados a la razón o contra la ciencia, sino desde la razón y con la ciencia. Los románticos eran científicos y se consideraban herederos de Rousseau y Voltaire; lo que buscaban era la síntesis, eran críticos de la objetividad que nos hizo perder el genio, por eso se acercan a los lenguajes oscuros, como el religioso o el mágico, al lenguaje de los que han sido proscritos por la razón: los locos, los niños, las mujeres, los salvajes. [Archipiélago, Barcelona, diciembre de 2004.]

Mientras sigue buscándose la síntesis, cada vez con mayor conciencia de los tesoros en potencia que ella contiene, la extrañeza continúa presentándose en sus propios términos, sin conciliación ni síntesis posible, sin concesiones a quien quiera interpretarla, situarla, catalogarla o categorizarla y, ante todo, sin posible código para acercarla a lo cotidiano y menos aún para verla como la fuente misma de lo cotidiano.

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[Se ha incorporado aquí una parte del libro
Rayuela: cuaderno de lectura (Un tránsito por la novela de Julio Cortázar).]

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sábado, 16 de abril de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (cuarta parte)

DGD: Paisajes-Serie azul 21 (clonografía), 2009


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Puesto que hablamos aquí de escritores inclasificables, cabría describir cómo actúa el afán moderno de la clasificación, y acaso el ejemplo más revelador de este tema y sus rubros colaterales es la experiencia de uno de los escritores más renuentes a las clasificaciones: Joseph Conrad (1857-1924). Para ello es necesario dibujar someramente un panorama y remontarse al último cuarto del siglo XIX, cuando el imperio británico llegaba a su máxima expansión y poderío a través de una multitud de colonias y puertos que se extendía por todas las costas del mundo, desde el Pacífico sur a la India y el Extremo Oriente. El acelerado crecimiento del tráfico marítimo comercial a larga distancia entre la capital del imperio británico y sus colonias provocó una serie de transformaciones técnicas; la más profunda y significativa fue la que afectó a la navegación victoriana.

Durante milenios la relación del hombre con el mar —la expresión más fascinante, terrible e indomable de las fuerzas naturales— se había traducido en la navegación a vela. El navegar con el auxilio del viento había derivado no sólo en una forma de vida y en un arte, sino en una filosofía y en toda una concepción del mundo. Dentro de sus mil ramificaciones, esta concepción incluía un ritmo, un diálogo del ser humano con la naturaleza y el más antiguo sentido de conceptos como aventura y exploración. A finales del sigo XIX; el expansionismo imperialista inglés comenzó a exigir una aceleración en todos los niveles, ante todo en las embarcaciones, que requerían mayor velocidad, capacidad de carga y potencia bélica. De este modo, la navegación a vela, con sus tradiciones milenarias, su dureza y su desafío, fue sustituida, en un lapso breve y no poco violento, por la deshumanizada, previsible e impersonal asepsia del buque movido por vapor con casco de acero.

Conrad, fascinado por la aventura y la dureza de la vida náutica, se convirtió en marino desde temprana edad y fue testigo directo de la extinción de todo un mundo, por exigencia del capitalismo, y de la monumental imposición de otro que comenzaba con la sustitución del ritmo por la prisa. Había nacido la rauda modernidad, consumidora de sí misma, que se extendería a lo largo del siglo XX comenzando por la revolución industrial.

Conrad intentó registrar en su escritura los restos del mundo que se extinguía y por ello, de manera muy consciente, llenó sus textos con una irrepetible galería de tipos humanos en extinción: capitanes, oficiales, marineros, armadores, viejos lobos de mar, etcétera, en un intento análogo a otros grandes de la literatura del mar como Melville, Stevenson, Kipling y London.

Las dos primeras novelas de Conrad, La locura de Almayer (1895) y Un paria de las islas (1896), fueron recibidas de un modo curioso, puesto que de inmediato alimentaron la reputación del autor como “un romántico narrador de historias exóticas”: un mal entendido que lo perseguiría y atormentaría por el resto de su carrera. Se trata de un mote que vale la pena examinar más a fondo, puesto que en él puede verse con claridad lo que desde entonces suelen hacer los historiadores y críticos modernos: si un autor como Conrad lamenta la desaparición de un mundo y su violenta sustitución por otro mucho menos humano, se le llama “romántico”. Esta palabra dista de ser usada en el sentido profundo que le dieron los románticos en el tiempo de su poderosa vanguardia, sino que, sencillamente, se la hace sinónimo de “idealista”.

Los problemas de la fácil clasificación de Conrad como “romántico” comienzan con el hecho de que, a la vez, este escritor retrata las contradicciones de sus personajes y explora su tendencia a la devastación, la rapiña y el mal; entonces la historiografía y la crítica, a partir de esta ladera de la obra conradiana, lo llaman “precursor del modernismo”. Existen, por tanto, en un mismo autor, dos facetas contrapuestas. A una de ellas se le aplica la etiqueta “romántico”, que está asociada con la de “idealista”; resulta evidente que aquí se hace una curiosa fusión de “idea” con “ideal”: quien tiene ideas es quien tiene ideales, y el idealista es el que está anclado en el pretérito, en lo obsoleto, en lo abstracto, en las eras oscuras.

Por el contrario, lo que interesa a la historia y a la crítica literaria es la otra ladera de la obra de Conrad, aquella que no se basa en las ideas (los ideales) sino en los “hechos”, es decir en los “actos”, puesto que aquí se parte de otra sinonimia forzada y sobreentendida, la de “acto” con “actualidad”: sólo los “hechos” son “actuales”, es decir, modernos, y no todos los hechos sino sólo aquellos que están ligados a la conquista, la guerra y la devastación colectiva e individual.

En otras palabras: ante la crítica —y de manera no poco incómoda—, Conrad es arcaico cuando rescata a un mundo extinto (rescate entendido como idea, abstracción, utopía), y resulta vigente cuando se centra en la tendencia del individuo hacia el mal (tendencia entendida como hecho, concreción, realismo). Si Conrad fuera exclusivamente lo primero, sería un “romántico”, un “idealista”, términos en los que se sobrentienden otros como arcaizante, oscurantista, retrógrado, escapista, incluso reaccionario. Pero es también lo segundo (un retratista de la vulnerabilidad y la corruptibilidad del hombre), y es esta faceta la que lo “salva”.

En esta línea de consideración, el autor que pone el acento en las ideas es “romántico”, mientras que el que lo pone en los hechos es “moderno”. No otra significación tiene este párrafo de una conocida enciclopedia:


Algunas de sus obras se han etiquetado como románticas, aunque Conrad normalmente suaviza el romanticismo con los giros conflictivos del realismo y la ambigüedad moral de la vida moderna. Por esta razón, muchos críticos lo han situado como precursor del modernismo.

Primer mérito reconocido por la crítica: Conrad “normalmente suaviza el romanticismo” (lo conjura, es decir, sabe disculpar esta caída con una carga de realismo, que implica “giros conflictivos” y “ambigüedad moral”).

La versión inglesa de la misma enciclopedia contiene además esta frase: While some of his works have a strain of romanticism, he is viewed as a precursor of modernist literature (“Mientras que algunos de sus trabajos tienen una tendencia hacia el romanticismo, es visto como precursor de la literatura moderna”). Resulta significativo que la palabra strain, que equivale a “tendencia”, “vena”, “tono”, también significa “deformación” y “agotamiento”, y no parece gratuito que sólo una letra de más la distancie de stain, “mancha”. Segundo mérito reconocido al autor: Conrad lava sus propias manchas. De ahí que sus biógrafos usen frases como “disciplinó su temperamento romántico con un código moral implacable”. En otras palabras: logró superar su tendencia a la falsedad, la ilusión y el escapismo utópico (es decir, a oponerse a la definición del mundo aceptada por la prisa de la modernidad) por medio de una disciplina hecha de pesimismo, concreción y verdad.

Es sólo por ello que la misma enciclopedia en su versión española llega a una apabullante —e involuntaria— revelación cuando acepta que la obra literaria de Conrad “colma la laguna entre la tradición literaria clásica de escritores como Dickens y Dostoievski y las escuelas modernistas literarias”. Qué triste destino el de algunos escritores inclasificables, el de “colmar lagunas”, es decir el de colaborar, sin la menor deliberación, a confirmar y sostener ese perfecto orden del mundo al que tienden las clasificaciones. No hay sino un paso para imaginar que Conrad, cuando decidió consagrarse a la literatura, se dijo “mi gran vocación es la de llenar lagunas”.

Una vez ubicada en su vena, esta misma enciclopedia anota: “Conrad, junto al autor norteamericano Henry James, ha sido llamado escritor pre-modernista, y asimismo puede enmarcarse dentro del simbolismo y el impresionismo literario”. En esto se advierte menos una “clasificación plural” (un esfuerzo de entendimiento) que una aceptación por cualquier lado que se quiera: así se paga a Conrad el haber hecho un gran servicio al mapa universal de las letras, el de haber “colmado lagunas”, lo cual significa que llenó huecos, que colaboró a tender puentes entre las ideas (lo obsoleto y arcaico) y los hechos (lo actual y moderno), pero no para unir a ideas y hechos sino para que éstos sustituyan a las ideas (del mismo modo en que los motores remplazaron a los velámenes).

Sólo los hechos son leídos (aceptados, comprendidos); de este modo queda lejos del lector la organicidad de la obra conradiana (ya no dividida en facetas sino vista y emprendida como una aventura, una exploración interior, una unidad indivisible). La modernidad sólo ve lo que quiere ver, y por ello siguen inéditos incluso los párrafos más famosos de Conrad, por ejemplo aquel en que, en su novela más conocida, El corazón de las tinieblas (1902), advierte que el acento no está en los hechos cerrados en sí mismos (que no otra cosa es el realismo, único género de la modernidad), sino en ellos vistos como metáforas:



Los relatos de los marinos tienen una franca sencillez: toda su significación puede encerrarse dentro de la cáscara de una nuez. Pero Marlow no era un típico hombre de mar (si se exceptúa su afición a relatar historias), y para él la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo a la anécdota de la misma manera en que el resplandor circunda a la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna.

Obnubilado por los hechos, convencido de que no hay nada más que leer en el libro abierto de la realidad, el lector es alejado de aquella declaración de principios literarios que Conrad registra en el prólogo a El negro del Narciso (1897):


Por el poder de la palabra escrita hacerte oír, hacerte sentir [...] y, ante todo, hacerte ver. Eso, y no más, y eso lo es todo. Si lo consigo, encontrarás ahí, de acuerdo con tus carencias: ánimo, consuelo, miedo, encanto —todo lo que pides— y, tal vez, también, el vistazo de una verdad de la cual te habías olvidado.






martes, 5 de abril de 2011

Escritores inclasificables: la extrañeza (tercera parte)


DGD: Paisaje 38 (clonografía), 2001
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Una de las pruebas más duras que se presentan a veces al poeta, al artista, es la aceptación de su marginalidad. La sociedad actual está hecha para que luzcan las “estrellas”, para que se promuevan las motivaciones del día. Hasta podría ser una cuestión de ritmo: los ritmos aparentes, hijos de los intereses momentáneos, de las seducciones comunitarias o circunstanciales, no hacen juego con lo que uno es. [...] Los medios masivos implican una falta de caridad humana. Y aparte del aspecto comercial, ofrecen esencialmente espectáculo, algo que la poesía no es.

Roberto Juarroz

Otro libro que vale la pena considerar rompe todas las expectativas de mesura y no sólo por sus dimensiones (está dividido en dos gruesos volúmenes, uno de 1,676 páginas, el otro de 2,376), sino por el título y por los eufemismos que propone para englobar a los inclasificables. Se trata de Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas (CRLA-Archivos, Poitiers, 1999), que también reúne las ponencias de un encuentro de escritores, éste coordinado por Joaquín Manzi; como Atípicos en la literatura latinoamericana, está revestido con el carácter de ser un “recuento de la marginalidad literaria en el siglo que termina”. Aquí, pues, los eufemismos no se consideran necesarios: este libro en dos volúmenes ya no parece consagrado a la escritura secreta y ni siquiera a la “atípica”, sino a la locura (el primer volumen inicia con “Mapa de la locura americana” de Maryse Renaud). Sin embargo, a esta última se le asocian la excentricidad y la marginalidad, que son dos características de lo “atípico”. Es decir que se aborda lo mismo pero con menos escrúpulos.

Así, se habla de Mercedes Cabello de Carbonera a partir del rubro “Una locura anunciada”, o de Afonso Henriques de Lima Barreto como “Dipsomanía y frecuentación de la locura”, y a Francisco Matos Paoli se le califica como “loco de poesía”. Independientemente de la calidad o apresuramiento de los juicios respectivos, este primer volumen depara que a lo secreto, atípico o excéntrico se asocien términos como locura y vanguardia. Por más que los diversos autores intenten situar al autor a quien estudian en un determinado registro de esta escala, los demás rubros rodean y demarcan a esta figura.

Esto sucede con la inclusión de Juan José Arreola y Efrén Hernández junto a nombres como los de Horacio Quiroga, Vicente Huidobro, Oliverio Girondo, Gabriela Mistral, por un lado, y por otro los de Qorpo-Santo (José Joaquim de Campos Leão), Juan Emar (Álvaro Yáñez Bianchi), Emilio Lascano Tegui (autodenominado Vizconde), Joaquim Machado de Assis, Porfirio Barba-Jacob o Roberto Arlt. Puesto que son incluidos en este volumen, tales autores, por más “vanguardistas” (“atípicos”) que sean, adquieren respectivas combinatorias (que el lector no se molesta en medir individualmente) de tres elementos: “locos”, “excéntricos” o “marginales”. A escoger.

El segundo volumen incluye ensayos cuyos títulos aportan nuevas inferencias de sinonimia para la escritura secreta: heterodoxia, margen, rareza, periferia, locura benigna. ¿Locos, excéntricos, marginales o todo junto? Algunos de los autores estudiados, como João Guimarães Rosa, Alejandra Pizarnik, Enrique Lihn, Pablo de Rokha, Mario Vargas Llosa, José Lezama Lima, José Revueltas, Augusto Monterroso, Lilian Hellman, Clarice Lispector o Leopoldo Marechal, son o no son marginales, de acuerdo a como se les quiera ver. Todo depende, pues, de la carga de significado que se dé a las palabras. Hasta Borges podría llamarse marginal; incluso a Miguel Ángel Asturias o a Agustín Yáñez se les podría calificar como excéntricos; también, si se quisiera, podría colocarse a cualquier escritor en el rubro de la locura. Al término de estos vastos volúmenes, el lector ya no puede dejar de ver alguna forma de rareza en cualquier escritor, en cualquier ser humano. Y quizás no le falte una cierta razón.

Libros como los que hemos mencionado intentan “separar” del canon (lo típico) a escritores inclasificables, huraños ante sus generaciones, poco manejables por la crítica ortodoxa. (Por lo demás, la crítica no está hecha para detectar quién tiene genio, sino precisamente quién no lo tiene. A la crítica se la “conquista” del mismo modo que a todo lo demás: con tesón obsesivo y a través de complicadas estrategias, pero sobre todo jugando el juego que ella comprende y regula. Un autor que quiera demostrar que tiene genio despierta sorna y desprecio; los artistas han aprendido que lo mejor que puede reconocérseles es un cinismo amargo que comienza aceptando que el “genio” es una cuestión del pasado, romántica, démodé, primitiva y finalmente ajena por completo a lo humano. Y lo humano, por el camino mismo de estas inferencias, queda definido como fracaso.)

A fuerza de hurgar en estas obras, lo que tales interpretaciones terminan haciendo es presentar al lector una nueva tabla de tipificación. Ante tanta rareza, quien lee estos libros antológicos no concluirá que esos escritores son desconocidos por no divulgados, sino porque carecen de los méritos de los que sí son “conocidos”. En el círculo vicioso, se sobreentiende que estos últimos son conocidos precisamente por sus méritos (el primero de ellos, la cordura); por tanto, se está fuera del canon, o bien por falta de méritos, o bien por indiferencia en hacerlos.

Sin embargo, en este tipo de “recuentos de extravagancias” existe al menos una cierta forma de la autoafirmación concedida a lo minoritario: así, brota el sobreentendido de que existe algún mérito en no dejarse clasificar, aunque ese mérito no conduzca a ser conocido sino por pequeños grupos de lectores (la forma tramposa de esta afirmación es el culto de la excentricidad por sí misma; la forma transparente es la necesidad de salir extrañado de la extrañeza). Antologías como Atípicos en la literatura latinoamericana y Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas se sitúan en un filo peligroso porque terminan, independientemente de sus buenas intenciones (ante todo rescatar del olvido a obras renuentes a las catalogaciones), por ser esfuerzos de clasificar a lo inclasificable (racionalizar la extrañeza, ordenar lo caótico, erigir excepciones que confirmen a la regla, así sea al precio de convertir a autores incomprendidos en incomprensibles), pero no habría interés en editarlos si no se intuyera, en el fondo, una llamada de otra naturaleza o, mejor dicho, el hecho de que es necesaria otra mentalidad para acceder a la otredad. Resulta indispensable extrañarse para enfrentar a la extrañeza, lo cual significa no transformarla en confirmación de la normalidad.

El peligro de cada uno de estos libros antológicos radica en que, quiéralo o no, se transforma en una nave de los locos, esto es, obliga a los raros a abordar un solo barco, cuando la única forma de ser fiel a ellos sería dejar a cada uno en su embarcación individual y verlo navegar por los mares que quiera explorar sin pretender indicarle el rumbo. En teoría, esto es lo que ha hecho cada autor de los ensayos reunidos, puesto que se supone que es un especialista en determinada figura atípica, la ha investigado de modo individual y sólo conoce a los demás “atípicos” de modos menos intensivos (cuando no los ignora por completo); sin embargo, de la lectura se desprende a veces la certeza de que, incluso cuando el biógrafo está solo ante el biografiado, hay momentos en que lo contempla no de modo personal sino casi diríase colectivo, es decir que el ensayista se reviste de la mentalidad dominante y mayoritaria, del consenso que define siempre por opuestos (lo coherente en contraposición a lo incoherente, etcétera).

El mérito de estas antologías radica en congregar textos que, publicados por separado en otros medios, terminan por diluirse y volverse meras “curiosidades” debido a la comparación con su contexto; sin embargo, sucede que cuando se conjuntan hay una reacción química explosiva. Lo prueba la experiencia del lector que, al pasar de un inclasificable a otro y a otro más, comienza a establecer comparaciones, denominadores comunes y criterios globales a despecho de su intento inicial por comprender que cada uno de ellos es sui generis. Del mismo modo que los autores de cada ensayo, el lector comenzará, pues, a clasificar (“este es raro”, “este otro es excéntrico”, “aquel es genial”). Cuando haya recorrido los suficientes textos, ese lector tendrá que reconocer que los rubros inferidos están en todos los escritores, conocidos y no conocidos, en una u otra medida: loco, marginal, peligroso, vanguardista, periférico, olvidado o heterodoxo.

En el segundo volumen de Locos, excéntricos y marginales..., Claudio Canaparo aporta una clave cuando describe a Elías Ingaramo como “un escritor caído del mapa”. En efecto: los mapas son oficiales y es una oficialidad (la autoridad canónica, el poder cultural) la que decide a quién incluir en las cartografías (es el poder, a través de su herramienta principal, la propaganda, el que dice quién “es” y quién “está”, y no sólo eso sino cuáles y cómo son los méritos indispensables para “ser” y para “estar”). Pero además Canaparo no dice que Ingaramo simplemente “no está” en el mapa, sino que se cayó de él. Nuevo sinónimo inferido para un escritor secreto: la caída. El simple hecho de no ser una celebridad es convertido en la ominosa (re)caída en el anonimato.

Sólo por ello la única extrañeza que en verdad se genera en el lector mayoritario de este libro en dos tomos es aquella que surge de constatar que pueda haber escritores a quienes no interesa estar en el mapa oficial. Lo único extraño que se les reconoce es una excentricidad consistente en no haber dedicado toda su vida y esfuerzos no sólo a estar en el mapa literario sino, sobre todo, a no caerse de él. El precio de esto es terrible: a la posteridad no interesa de estas figuras sino una sola cosa: desentrañar el porqué no huyeron horrorizados, como todos, del atroz vacío del anonimato.

Brota aquí una pregunta crucial: ¿cómo un escritor secreto llega a ser —paradójica y contradictoriamente— conocido? A veces lo es por una sola persona, por lo general otro escritor secreto que escribe uno o varios textos con la total seguridad de ser el único que conoce a aquel autor y que, por tanto, se vuelve por sí mismo “autoridad”, es decir, especialista. En los dos libros citados sólo hay tres nombres que se repiten: por un lado Elena Poniatowska, una escritora bastante conocida, y por otro los secretísimos Qorpo-Santo y el Vizconde de Lascano Tegui. ¿Indica esto mayor veracidad en la catalogación de estos tres escritores como “raros”? ¿O simplemente significa que la convocatoria a los especialistas fue hecha más bien al azar y, por tanto, no llegó a quienes conocen y se han ocupado de la obra de estos escritores secretos (en cuyo caso habría más repeticiones) o de tantos otros (en cuyo caso ambos libros podrían haber tenido mil veces más páginas)?

Se dice, acaso sin demasiada exageración, que cada escritor que llega a la “marquesina” (o al “candelero”) desbanca a sus antecesores y representa (u oculta) a otros cien que permanecen en la sombra y que “naturalmente” luchan con denuedo por ocupar el mismo sitio. Quien analiza el panorama a partir de esta mentalidad se basa en un razonamiento que en principio no parece falso: no hay escritor que voluntariamente se autodefiniría como “secreto”. Ergo, la meta de toda literatura es la marquesina, ya sea (en un extremo) por ansia de poder o (en el otro) por necesidad de divulgación. Y si todas las motivaciones —éticas o no— tienen una sola meta, el rubro “escritor secreto” surge siempre desde fuera e implica a aquel cuya estrategia de poder falla (en un extremo), lo mismo que a aquel otro que no tiene los medios para promocionarse (en el otro extremo).

Todos los escritores, pues, estarían jugando el mismo juego, independientemente de sus respectivas motivaciones: un juego de poder. Parte de ese juego, entonces, es que todo jugador acepte (más implícita que explícitamente) que si carece de “méritos” se le atribuyan rubros que jamás habría elegido para sí mismo o para su obra y que provienen siempre desde fuera: excéntrico, marginal, heterodoxo. Todos estos adjetivos están en la misma línea que loco, peligroso, olvidado..., y estos últimos se dirigirán a todo aquel que quiera jugar el juego, para advertirle de los peligros que corre si en verdad quiere dejar el anonimato.

Resultaría curioso analizar el modo en que los especialistas incluidos en estos libros se relacionan con los autores a quienes estudian. El análisis será subjetivo, sin duda, pero aún así se presenta una escala que va desde la admiración y el fervor hasta la sorna y el escarnio, y que en su punto medio manifiesta una suerte de indiferencia académica “objetiva”; una gran parte de los textos se sitúa en ese punto medio, unos necesitados de un “alejamiento crítico”, otros en busca de retratos desapasionados para que sea el lector quien se forme una “opinión”. Sin embargo, puesto que el nombre del juego de ambos títulos es lo “excéntrico”, en casi todos los textos habrá una cierta forma de la estupefacción: en un extremo de la escala, esto sucederá cuando la devoción del biógrafo se topa con zonas oscuras o inexplicables en la vida y obra del biografiado; en el otro extremo, cuando el especialista se cansa de verlo todo a través del cristal de lo pintoresco. Conclusión: no hay lenguaje ni estilo capaz de describir a la verdadera extrañeza, una zona del espíritu para la que no hay nombre (una ladera que es, por esencia, inclasificable).

Aquel sobreentendido según el cual todo escritor heterodoxo necesita por fuerza de la ortodoxia, se apoya en la obviedad de que aun los escritores secretos publican, es decir requieren lectores, buscan reconocimiento. Sin embargo, ¿se trata de lo mismo? ¿Será posible intuir una diferencia, aunque sea difícil especificarla en cada caso, entre los escritores que demandan ser reconocidos en todos los niveles, y los que publican para encontrar lectores, en el más alto sentido del término? Si existe, tal diferencia puede acaso enunciarse de otro modo: hay escritores que hablan para ser notados, y existen aquellos que hablan porque no pueden dejar de decir lo que notan en el mundo.

Qué doloroso debe ser que un escritor inclasificable requiere un reconocimiento entre lectores acostumbrados a reconocer el ser y el estar según un consenso de rígidas clasificaciones. Qué tremenda soledad la de cada escritor heterodoxo, porque por propia definición no puede formar grupos, escuelas, corrientes, y en los pocos casos en que a pesar de todo lo ha hecho, no pasa de formar, precisamente y en la medida de su honestidad, grupos excéntricos, escuelas marginales, corrientes atípicas, todo lejos del candelero, de los medios, de los méritos. Por esto la gran mayoría de los escritores opta por asimilarse de entrada a la ortodoxia, jugar el juego de los prestigios aunque algunos de ellos lo detesten, hacer méritos de la única forma instituida, que generalmente termina por diluir la fuerza artística de cada uno (pero que a la vez comienza convenciéndolos de que tienen la suficiente fortaleza como para cruzar el pantano sin mancharse). Qué triste, sobre todo, la venganza que se ejerce contra el que se manifiesta contra el juego olímpico de los reconocidos prestigios.

Un contundente ejemplo de esta venganza es ofrecido por un texto incluido en el primer volumen de Locos, excéntricos y marginales..., firmado por Hervé Le Corre y cuyo título es “Del degenerado al raro (crítica psiquiátrica y modernismo)”. Un título así pierde la “seriedad” y se vuelve displicencia pedante, paternalismo condescendiente, incluso se devela como una muestra de imperialismo intelectual que se permite ser conmiserativo con la extrañeza, y este registro se extiende a todos los autores recopilados en estos volúmenes. ¿Qué queda luego de la lectura de estos libros, además del extrañamiento en el lector? La imagen final es tristeza y ruido.

Nadie se preocupó por lo sensacionalista del título Locos, excéntricos y marginales en las literaturas latinoamericanas. De hecho, debe haber sido elegido con cuidado para buscar lo que se llama “una estrategia de mercado” (es decir, para vender un libro sobre inclasificables en un medio férreamente clasificado). A fin de cuentas este libro no difunde a escritores secretos, sino que vende formas más o menos pintorescas de la locura —y a veces, como en el caso de Le Corre, formas llamativas de la degeneración. ¿Cuántos de estos autores se horrorizarían de verse metidos en esta coctelera, y sobre todo se horrorizarían ante el hecho de que la posteridad haya terminado por concebir sus visiones del mundo como degeneración, como excentricidad, como demencia?


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