viernes, 26 de junio de 2015

El mal y los sobreentendidos


DGD: Redes 10 (clonografía), 2009

Santo Tomás y la teología católica definen al pecado mortal como una ofensa contra Dios que “de alguna manera es infinita en su malicia”, en tanto va dirigida contra un ser infinito, y “la gravedad de la ofensa es medida por la dignidad del ofendido”, aunque de inmediato acotan que, en cuanto acto, “el pecado es finito porque la voluntad del hombre no es capaz de malicia infinita”. Aquí se está aceptando implícitamente que el ser finito es capaz de realizar un acto infinito, así sea por reflejo y por estar afectando la “dignidad del ofendido”. Tomás se apresura a explicar que la injuria no produce ningún cambio en Dios, quien es inmutable e infinito por naturaleza, y añade que el pecado, a través de su acto, “priva a Dios de la reverencia y honor que se le debe”. ¿Es esta justamente la temida esencia de Nadie, aquel que se vacía de sí mismo para tocar el infinito por reflejo?

El teólogo español Andrés Torres Queiruga emprende una teodicea (término teológico que significa “justificación de Dios”) que llega aquí al mismo extraño punto, al mismo vacío. Su propuesta estriba en que Dios quiere eliminar el mal del mundo pero no puede, y para explicar ese arriesgado “no puede”, sin que ello niegue la omnipotencia divina, sugiere este enunciado: “Dios ‘no puede’ hacer un círculo cuadrado”. Este autor no sólo no rechaza la razón, sino que utiliza las más afiladas armas de la lógica para su teodicea: “Aquí resulta más fácil intuir dónde está el fallo. Se ve claramente que no se trata de que a Dios le falte algo y que no sea omnipotente; lo que sucede es que ‘círculo-cuadrado’ sólo en apariencia significa algo, porque en realidad es un absurdo, es nada, y la nada no se puede hacer. [...] Un mundo sin mal —un mundo-finito-perfecto— sería un círculo-cuadrado”. Pero acaso Nadie, es decir el hombre devastado por el mal metafísico, es eso justamente: un círculo-cuadrado, en tanto “abstracción que nada significa”.

Torres Queiruga se apoya en un curioso párrafo de la Politeía de Platón, obra en que el filósofo se opone a la inframoral presentación homérica de los dioses:

La divinidad, que en realidad es buena, no puede ser la causa de todas las cosas, como dice la mayoría, sino solamente de unas cuantas de las que ocurren a los hombres. Pues son muchas menos, en realidad, las cosas buenas que las cosas malas. Únicamente las primeras deben atribuirse a la divinidad; la causa de las malas debe buscarse en otra parte, en otro ser que no sea divino.

         Interesante propuesta: la divinidad no es causa de todas las cosas sino sólo de las buenas, que son la inmensa minoría. El numen sólo está presente en una mínima parte de la creación. ¿Quién causa las cosas restantes? La acusación se desvía entonces a “otro ser que no sea divino”; y si el ser humano no es directamente aludido como causante del mal, sí lo es indirecta y parcialmente, porque el hombre no es divino. Así pues, el mal proviene de otra parte, y de ahí deduce Queiruga que “la existencia no querida, no causada y no evitable del mal no merma a la omnipotencia de Dios”. He aquí un dualismo disfrazado de monismo. El mal es un interregno (una Nadeidad) y un mundo sin maldad es un círculo cuadrado. Lo finito no puede ser perfecto.

Queiruga agrega: “La finitud es siempre perfección a costa de otra perfección: ‘perfección imperfecta’ por definición. Por eso no puede darse en ella el acabado perfecto, la ausencia de desajustes, la falta absoluta de fallos o anomalías”. He ahí lo que Leibniz denominó “mal metafísico”, la limitación intrínseca de la criatura. Pero aquí cabría detenerse y observar un punto lógico que usualmente escapa de los lógicos: si lo perfecto y lo infinito coinciden, es sólo porque así conviene a la razón binaria. Si lo infinito es realmente tal, debe contenerlo todo, incluido lo imperfecto. La asociación entre infinitud y perfección no es gratuita, porque ella sirve para asociar a los opuestos: sólo por ello lo finito resulta imperfecto y sólo por ello ambos pueden ser definidos como mal, es decir, lo opuesto al bien, que es infinito y perfecto. ¿Es el mal una ecuación truqueada?

Escribe Torres Queiruga:

Lo “metafísico” del “mal” no es una metáfora, sino una denominación rigurosa, puesto que radica en la esencia misma de la finitud; pretender eliminarlo supone una contradicción estricta. Sería hacer de la criatura Dios o, lo que es lo mismo, hacer infinito lo finito (ya Leibniz decía: “Dios no podía dar todo [a su criatura] sin hacer de ella Dios”). En cambio, el “mal” calificado por ese “metafísico” no lo es en sentido estricto: constituye más bien la condición estructural que hace inevitable la aparición del mal concreto. De ahí se derivan, en efecto, el mal físico, como consecuencia de los inevitables desajustes de la realidad finita en su funcionamiento (lo no perfecto no puede funcionar perfectamente), y el mal moral, como posibilidad inseparable de la libertad finita (una libertad finita no puede ser perfecta).

         En esa cita de Leibniz se halla, en efecto, la más contundente explicación del mal metafísico: Dios quería dar todo a su criatura, pero ello habría significado hacerla su igual (nótese que el acento está jactanciosamente puesto en la criatura y no en el universo como totalidad). Hay una “intención” de Dios que no puede ser cumplida por las propias reglas del juego. Pero aquí Epicuro podría de nuevo argumentar: o bien la divinidad quería darlo todo a su criatura pero no pudo (y entonces Dios es bondadoso pero carece de la capacidad de crear a otros como él; es infinito pero, contradictoriamente, sólo puede crear lo finito); o bien podía pero no quiso (¿por prudencia, por celos, por soberbia?); o bien no pudo ni quiso (y en este caso la creación es un proceso automático e inevitable ante el que Dios se mantiene comprensiblemente indiferente); o bien pudo y quiso (¿y entonces por qué no lo llevó a cabo?).

Torres Queiruga pretende huir de los “juegos lógicos de lo posible” contenidos en postulados como estos: “podría haber un mundo en el que...”; “Dios podría organizar una libertad finita que, pudiendo escoger el mal, de hecho no lo escogiera nunca”; “podría crear un mundo con menos mal... con mucho menos mal... con ningún mal”, etcétera, pero se cuida muy bien de no escapar de otros juegos lógicos igualmente experimentales pero a los que toma muy en serio. Así, razona que si el mal está en la voluntad misma, se transforma en bien porque la obliga a “superarse”. Parece imposible no ahondar en esa cuestión sin caer en juegos como este de santo Tomás: “Querer que el mal suceda, y querer que el mal no suceda, no se oponen contradictoriamente porque ambos son afirmativos. Por tanto, Dios ni quiere que el mal suceda, ni quiere que el mal no suceda, sino que quiere permitir que el mal suceda. Y esto es bueno”. Esta última frase equivale a un “y ya”, a un “y dejémonos de cuentos”, pero sólo se dejará de cuentos quien acepte esa compleja distribución de significados que hace Tomás entre tres actos diferentes: “querer”, “permitir” y “querer permitir”.

Durante los días de la creación, el Dios del Antiguo Testamento se complace con lo que va creando y lo califica como “bueno”. El hombre se entera de esas escenas primigenias a través de la revelación, que no sólo le transmite una “imagen” sino lo hace entender lo que la divinidad entiende por “bueno” y, por comparación, sobreentender lo que para Dios podría ser “malo”. A partir de entonces, la inmensa mayoría del conocimiento será no el que se entiende (el bien, lo afirmado) sino el que se sobreentiende (el mal, lo implícito). Cada quien, entonces, distribuirá sus significados de acuerdo más a lo no-dicho (lo sugerido, lo virtual, lo que “se calla por sabido”) que a lo pronunciado. Las definiciones más aceptadas serán, pues, las impuestas por autoridad, es decir, no por el poder de la razón sino del convencimiento. En toda la historia humana, pues, el mal (como el poder) estará en todo lo sobreentendido, en lo que “se da por hecho”, en lo que “no se cuestiona” (no por obvio sino por temor al castigo). Tomás sabe que en una frase tan precaria como “Dios ni quiere que el mal suceda, ni quiere que el mal no suceda, sino que quiere permitir que el mal suceda”, existe un océano de sobreentendidos. Para evitar el tener que enunciarlos uno a uno, cierra con un “dejémonos de cuentos”: Y esto es bueno. Es bueno por su autoridad, así como las cosas del mundo eran buenas por la autoridad del Creador.

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Bibliografía

Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



martes, 16 de junio de 2015

El enemigo oculto


DGD: Redes 129 (clonografía), 2009

Aunque san Agustín y toda la Iglesia católica han condenado como herejía maniqueísta a la creencia en dos principios universales contrapuestos, la memoria colectiva da por sentado que el demonio es la contraparte de Dios, es decir, asume la existencia de un summum malum de igual fuerza que su enemigo, el summum bonum que es la divinidad. La modernidad no cree en el diablo pero sí, y con fruición, en el mal absoluto bajo la forma —escribe Henri-Irénée Marrou— de “un ser personal que encarna el Principio del Mal, concebido como terriblemente real, y que responde antitéticamente al Principio del Bien, [...] y tan poderoso que no es sólo un antagonista sino un rival de Dios: literalmente un Anti-Dios”.

Juan Pablo II afirma en la catequesis de 1986: “La fe de la Iglesia nos enseña que la potencia de Satanás no es infinita. Él es sólo una criatura, potente en cuanto espíritu puro, pero siempre una criatura, con los límites de la criatura, subordinada al querer y al dominio de Dios. Si Satanás obra en el mundo por su odio contra Dios y su reino, ello es permitido por la Divina Providencia, que con potencia y bondad dirige la historia del hombre y del mundo”. Con ello se retorna a la álgida pregunta cuya respuesta es siempre debatida y finalmente diferida: ¿por qué la Providencia lo permite? Y más aún cuando este Papa añade: “Podemos decir con san Pablo que la obra del maligno concurre para el bien y sirve para edificar la gloria de los elegidos (II Timoteo 2:10)”.

Cristo califica al demonio como “príncipe de este mundo” (Juan 12:31; 14:30; 16:11) y lo identifica como su adversario; Juan el evangelista añade: “Nosotros sabemos que hemos nacido de Dios, mientras que el mundo todo está bajo el maligno” (I Juan 5:19). Sin embargo, el Apocalipsis describe la victoria final sobre Satanás, liberado tras mil años de cautiverio (Apocalipsis 20:7-10). Las oficialidades católica y cristiana, pues, aseveran que no hay ningún “sumo mal” y que el demonio es una incidencia con fecha de caducidad. Mas, confrontada la doctrina con la realidad cotidiana del mal, lo que surge es la “imagen” de un adversario igualmente poderoso, un summum malum que además dispone de una aterradora proliferación. De ahí que en la conciencia colectiva predomine la idea de una contienda entre el summum bonum, que es uno, y un multiplex malum, que es muchos. Esta figura, de nombre Nadie, es legión. “No es nuestra lucha contra la sangre y la carne”, dice San Pablo, “sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires” (Efesios 6:12).

El propio Papa Paulo VI exclama en su homilía de 1972: “Y que no se trata de un solo demonio, sino de muchos, nos lo indican muchos pasajes evangélicos (Lucas 11:21; Marcos 5:9); pero el principal es uno: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero degradadas, porque han sido rebeldes y condenadas; todo un mundo misterioso, trastornado por un drama infeliz del que conocemos bien poco”. Para no caer en la herejía maniquea (es decir, atribuir el mal a una entidad contrapuesta a Dios y de igual en poderío), la teología ha imaginado la metáfora de la “mano izquierda de Dios”. Pero esta mano parece diferenciarse de la otra en su multiplicidad.

Pese a todo, Paulo VI parece describir al mal como entidad contrapuesta: “Es el enemigo número uno, el tentador por excelencia. Sabemos así que este ser oscuro y turbador existe realmente, y que actúa todavía con traicionera astucia; es el enemigo oculto que siembra errores y desventuras en la historia humana, [...] el encantador pérfido y astuto que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica”. Es en efecto muy arduo para el creyente común no mantener la idea de dos supremos adversarios. En uno de los episodios evangélicos, Cristo, en tanto gran exorcista, es acusado de una alianza con los demonios, y responde: “Si Satanás arroja a Satanás, está dividido contra sí; ¿cómo, pues, subsistirá su reino?” (Mateo 12:26). Sin embargo, a la vez se propone a la feligresía la idea general de una divinidad dividida contra sí: si Satanás “es sólo una criatura”, y no un numen, es tan parte de lo divino como lo es el ser humano.

Es, pues, muy fácil sucumbir al mysterium iniquitatis al que san Pablo se refiere. Y no sólo eso, sino que existe también la sugerencia de una divinidad que se vale de su adversario de una forma muy concreta; escribe este apóstol: “Y por eso Dios les manda una fuerza poderosa de seducción que los lleve a creer en la mentira, de suerte que acaben condenados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la iniquidad” (II Tesalonicenses 2:11-12). Paulo VI concluye: “El problema del mal sigue siendo uno de los más grandes y permanentes para el espíritu humano, incluso después de la victoriosa respuesta que le da Jesucristo”.

Resulta no poco inquietante ese incluso, lo mismo que aquella visión del mal como un “mundo misterioso, trastornado por un drama infeliz del que conocemos bien poco”, puesto que, por inmediata contraposición, se identifica al bien como lo contrario, es decir, un mundo que no es misterioso y que estaría armonizado por una felicidad de la que conocemos mucho. ¿Todo misterio pertenece al mal? ¿Éste depende de que sepamos bien poco de su misterioso drama? Si el drama es sinónimo de trastorno, ¿explica ello por qué en la práctica sabemos mucho más del mal que del bien?

En el relato “Los caminos de los alrededores de Pisa”, Isak Dinesen (Karen Blixen) anota que cierto personaje “daba la impresión, además, de no pensar en nada, lo que debe ser natural en el Paraíso, en donde no hace falta pensar”. Cierto: el pensamiento parece efecto de la Caída, e incluso la teología misma sería por completo innecesaria en un mundo sin mal, en donde incluso la propia divinidad no hace falta.

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Bibliografía

Henri-Irénée Marrou: “Un ange déchu, un ange pourtant”, en Satan. Études carmelitaines, Desclée de Brouwer, París, 1948.

Isak Dinesen (Karen Blixen): “Los caminos de los alrededores de Pisa” (“Siete cuentos góticos”), en Cuentos reunidos, Alfaguara, Madrid, 2011; trad. de Francisco Torres Oliver.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



domingo, 7 de junio de 2015

La mano izquierda de Dios


DGD: Redes 192 (clonografía), 2012

Una de las más imaginativas y extrañas teodiceas se debe al teólogo protestante Karl Barth (1886-1968), uno de los más influyentes impulsores del movimiento neo-ortodoxo (conocido también como teología dialéctica o “de la crisis”), que luchó contra la frecuente maniobra de manipular a la teología con objeto de apoyar ideologías políticas y dar así sentido religioso a genocidios, guerras y conquistas. Barth se opuso a la teología rutinaria que, olvidando el original impulso del cristianismo, sólo sirve para mantener a la idolatría en tanto motor ideológico de devastadores patriotismos. Para Barth, las discusiones basadas en la literalidad de la Biblia son tan abstrusas y relativas como cualquier otro discurso humano; la divinidad sólo se revela en el amor y la caridad, no en la Escritura (Dios queda definido como “el que ama en libertad” y Cristo como el criterio para la verdadera humanidad). Una teología más viva, afirma Barth, ayuda en primer término a contrarrestar la influencia de los líderes y conquistadores (en 1935 Barth debió dejar Alemania luego de rehusarse a apoyar al nazismo); así, afirmó que el error de la teología liberal es tratar de insertar a Dios en la historia humana en lugar de darse cuenta de que ésta es sólo un perfil de la historia divina.

En su Kirchliche Dogmatik (1932-68), un vasto trabajo que quedó inconcluso, este autor supone una indefinible “no-realidad” intermedia entre Dios y el mundo, a la que llama Das Nichtige (algo que, para distinguirlo de “la nada”, podría traducirse como “la nadeidad”), una zona intermediaria que es lo opuesto a Dios y a su Creación, un no-mundo correspondiente a lo que no es creado por la divinidad, aunque proviene del Creador como “no querido y rechazado”, producto de la “mano izquierda de Dios”. Das Nichtige es el territorio en el que el mal prospera, y no por otra cosa se dice de éste que es negativo, una ausencia, una carencia... o un despojo. He aquí un punto de encuentro con aquella otra zona intersticial que el mito y el inconsciente colectivo asignan a la figura Nadie, y a la que suele llamarse Tierra de Nadie.

De un modo muy concreto, el arquetipo de Nadie es concebido precisamente como el de quien renuncia a la razón, pierde la identidad y se sumerge hasta los abismos de la psique. Es por ello que a veces el demonio recibe el nombre de Nadie (Cuius nomen Nemo est, “aquel cuyo nombre es Nadie”): es el que se rebela “de la nada”. Nadie es la mano izquierda de Dios. Acaso la primera aparición de Nadie en la filosofía fue aquel Demiurgo imaginado por Plotino, que es otro “intermediario”, otro puente negativo entre Dios y la materia impura, y en esto repercute de forma esencial aquel momento en que el Ulises de la Odisea homérica exclama que su nombre es Nadie.

John Hick se escandaliza de la imaginación de Barth: “Esta visión puede ser criticada, tanto desde dentro del propio pensamiento de Barth [...] como desde fuera de él, en cuanto construcción ingenuamente mitológica que no puede resistir a una crítica racional” (Evil and the cod of love, 1978). Pero acaso se trata justamente de criticar a la racionalidad, que es la verdadera Nichtige en la existencia misma del hombre. Se trataría, sobre todo, de usar —como bien advierte Hick— el propio lenguaje del mito. Porque ¿quién puede negar que la modernidad habita justamente en el mito de la Nadeidad, y que las sociedades se basan en el aplastante anonimato, en la “masa” cuya esencia es el diario sacrificio que se hace de los más profundos deseos, necesidades y vocaciones de los individuos? La Nadeidad es la Nadiedad.

Barth insiste en que, para la teología católica, sólo pude haber mal en los seres finitos que, “debido a sus orígenes de la nada, son sujetos a la privación de forma u orden o medida correcta y, por la oposición que encuentran, son sujetos a un aumento o disminución de la perfección que tienen”. Dicho de otra manera, el ser humano, en tanto parte de lo finito y porque nace de la nada, ya está inmerso en el mal; para colmo, todo tiende además a privarlo de lo poco que tiene, y a alejarlo de la satisfacción de sus necesidades. El aumento de la perfección que “tienen” los seres es rara y casi excepcional, mientras que la disminución de ella resulta mayoritaria. Esto último implica volver al individuo Nadie, y cuando se llega al extremo de esa disminución, se alcanza también el extremo del mal; de ahí el epíteto “Nadie” dado al demonio. La única diferencia entre este último y el hombre, es que la criatura humana es finita y, por tanto, incapaz de malicia infinita. ¿Se acepta así, indirectamente, que también el demonio (el mal) participa de lo infinito, aunque las Escrituras pongan principio y final a su reinado?

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Bibliografía

Karl Barth: Church dogmatics, 14 v., T&T Clark, Edinburgh/Nueva York, 1960. Eds.: G.T. Thomson, Harold Knight, G.W. Bromiley y T.F. Torrance. / Church dogmatics: a selection with introduction, Westminster/John Knox, Louisville, 1994. Ed.: Helmut Gollwitzer.

John Hick: Evil and the cod of love, Macmillan, Nueva York, 1978.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]