sábado, 26 de noviembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (II. Humanidad y deseo)

DGD: Textiles-Serie roja 26 (clonografía), 2011



[Conviene repetir que este homenaje consiste en entresacar, del vasto corpus de El tiempo en los brazos, los cuadernos de notas de Tomás Segovia (1927-2011), y específicamente de su segunda mitad (1984-2011), ciertos fragmentos en ilación temática. El título es mío; entre corchetes y en cursivas añado a cada fragmento la fecha de inserción en los cuadernos. (DGD)]



Un texto de Tomás Segovia


Leo que un psicólogo dice que si un niño que todavía no habla ve que a alguien se le cae algo, normalmente lo levanta y se lo devuelve. Lo cual prueba que no todo lo instintivo en el hombre es agresión y violencia. Se me ocurre que los perros hacen algo parecido, pero obviamente no con otros perros sino precisamente con seres humanos. Y además el objeto que el perro nos trae no es algo que perdimos accidentalmente, sino que fue lanzado con la clara intención de que el perro lo buscase. Supongo que el instinto en juego aquí no es algo que tenga que ver con asistir a una persona, sino con un reflejo de cazador colectivo, que me imagino que le impulsa a traer a la jauría la pieza cobrada. Pero también eso es una forma de “cooperación” instintiva.

El detalle específico interesante es sin duda la individualización. Se trata de contraargumentar sobre el seudodarwinismo de los que defienden que la competencia es tan benéfica, evolutivamente, para la historia humana como para la evolución animal. Habría que señalar que en los animales gregarios la agresividad es interindividual y también de especie a especie, pero que en cuanto a la especie como colectividad no sólo no hay agresión, sino muchas veces solidaridad. En cambio en el terreno de la historia la competencia es tan agresiva con la especie como contra el prójimo individual. Aquí no hay más remedio que introducir la noción de propósitos, que no tiene sentido aplicada a un perro, comparando lo que un hombre se propone con lo que un perro hace. Un especulador financiero no se propone en absoluto el bien de la especie humana; es el teórico el que argumenta que esa competencia hace progresar la historia al eliminar a los menos aptos y concentrar los rasgos de los excelentes. Claro que si el teórico es cómplice del especulador es en muy gran parte porque le conviene, y en esa medida tampoco él se propone el bien de la especie. Pero podemos admitir que tal vez en parte lo cree de buena fe, quizá por admiración beata o masoquista hacia el poderoso. [Junio 29 de 2010]
Supongo que lo que quise decir el otro día cuando fui interrumpido es que incluso si el teórico es de buena fe, sólo puede referirse al bien biológico: el egoísmo despiadado sería según eso benéfico para la evolución de la especie animal homo, pero obviamente no para su historia.

Y es que aquí aparece una cuestión que es dramática para nuestra época: aun suponiendo que el avance científico y tecnológico se deba a la competencia económica (excluyendo otras “competencias”, salvo tal vez la lucha por el poder), cosa que no es absolutamente indudable, ¿es seguro que ese avance baste para cumplir el “proyecto humano” —para satisfacer las aspiraciones del Hombre con mayúscula? [Julio 5 de 2010]

Es seguro que no faltará algún elegante para burlarse de mí por hablar del Hombre con mayúscula. Comparto la burla, pero no hallé mejor manera de decir que el proyecto humano no es ni idéntico ni asimilable al “proyecto” de la Naturaleza —que evidentemente no tiene proyecto. Este proyecto humano es en cierto modo prolongación o relevo del “proyecto” natural, pero sólo en el sentido de que sólo empieza después de que el “proyecto” natural —o sea la evolución— ha alcanzado cierto grado de complejidad que funciona como su condición de posibilidad. Pero no olvidemos aquellas lecciones de Lógica en las que nos enseñaron que una condición no es una causa. El proyecto no es continuación, en un nivel más complejo, de la evolución natural. No es ni siquiera otra evolución, sino decididamente otra cosa.

Tal vez es cierto que el proyecto humano, precisamente porque no es el relevo de la evolución, toma en parte ese relevo. Quiero decir que el hombre toma conciencia de la evolución y la convierte en un plan. Cuando digo que toma conciencia no quiero decir que elabore una explicación y un concepto científicos de la evolución; más bien al contrario: el hombre antiguo concibe lo que nosotros llamaríamos “el origen de las especies” como un plan divino. Incluso los hombres más o menos laicizados de hoy tienden a ver la evolución (y la Naturaleza entera) como un plan, y los más ingenuos se sienten un poco encargados de cumplirlo; en todo caso, tanto los ingenuos como los sabihondos tienden a mirar la Naturaleza, sobre todo la biológica, como su encomienda, y a incluirla, cada uno a su manera, en el proyecto humano.

Pero eso muestra más bien, justamente, que el proyecto humano es otra cosa que la evolución, una cosa capaz de tomar a su cargo esa evolución. El proyecto humano no se origina, como la evolución biológica, en unas propiedades químicas de unas moléculas complejas, sino en las propiedades de la comunicación simbólica. Si puede decirse que hay una “naturaleza” humana, no es en el mismo sentido en que hablamos de la “naturaleza” de una piedra o de una amiba. Se trata de la “naturaleza” del mundo simbólico, el cual es legítimo postular que tiene ciertas propiedades intrínsecas y universales.

Entre ellas sin duda la de hacer proyectos y tener valores, que pueden verse como propiedades complementarias, pues ambas son facetas del Deseo: tener valores es relacionarse con el mundo en términos de deseable e indeseable, y formar proyectos es desear instaurar un estado de cosas —deseables, o sea valiosas, con lo cual se cierra el círculo. [Julio 6 de 2010]

Volviendo al tema: la competencia entre humanos no acarrea un mejoramiento biológico de la especie. Más bien al contrario: los vencedores en esa lucha no suelen ser los mejores ejemplares biológicos de su grupo, a pesar de que tienen más acceso a los alimentos, a los entornos higiénicos y a la salud administrada por hombres. Biológicamente, la especie humana está prácticamente estacionaria: su evolución no ha avanzado nada en los tiempos históricos. La “lucha por la vida” es entre nosotros lucha por el poder y el dinero, y si acarrea alguna evolución biológica, tendría que ser una evolución del “organismo” social. La estructura de ese organismo consiste, por lo menos en parte, en sus modos de dominar el mundo para sus propios fines, o sea en sus modos de producción y de consumo. Lo cual no representa una evolución biológica sino una evolución histórica.

Tal parece que esa evolución, aunque depende ampliamente de proyectos humanos, escapa sin embargo a su control tanto como la evolución biológica —con la diferencia de que cada vez sabemos más sobre la evolución biológica, mientras que ante nuestra evolución económica no parecemos estar avanzando mucho. Aquí es donde entra la concepción de esa acción incontrolada como una “mano invisible” —bastante más invisible que la mano de la evolución biológica. Como la lucha corporal en las especies biológicas, la competencia económica en los mercados acaba por redundar siempre en el mejoramiento del conjunto.

Sólo que evidentemente no es lo mismo. [Julio 8 de 2010]

Lo que le sucede evolutivamente a una especie animal es algo enteramente exterior a sus individuos, de lo que esos individuos no podrían tener ninguna clase de conciencia, ni siquiera una experiencia individual, y de lo que sería ridículo preguntarse si esos individuos lo desean o no. En cambio lo que les sucede a los hombres en su historia es a la vez consecuencia (voluntaria o involuntaria) y objeto (positivo o negativo) de su deseo. La evolución no es en ninguna medida un valor: un cambio evolutivo no es ni un bien ni un mal, sino viable o no viable, y si decimos que un cambio viable es un bien para la especie lo decimos obviamente desde nuestra perspectiva, no desde la de la especie misma. Porque el bien, el valor, es valor para alguien, y no podría ser valor para un animal. El valor es lo que a los ojos de alguien está valuado, y es el deseo el que valúa.

Ahora bien, volviendo aún más atrás: el proyecto humano, el sustrato de deseo general que es el suelo de todos los deseos, no es ni siquiera el proyecto de domesticar el mundo para sus propios fines; más radicalmente que ése, el deseo humano es en su origen mismo, en su big bang deseante, deseo de humanidad. Como el universo según los físicos, que surge no se sabe de dónde, de un no-tiempo y no-espacio, con un big bang que a la vez que inicia el universo inicia el tiempo y el espacio en que se despliega, el mundo humano surge como un despliegue del mundo de la comunicación simbólica que sólo se sustenta, tan circularmente como el universo en su tiempo y su espacio, en su propio deseo de existir.

Ser humano es desear lo humano (en su realización concreta, amar el sentido y los lenguajes), y es claro que el odio a lo humano, en la medida en que existe efectivamente, es falta de amor —o sea falta—, mientras que el amor no es falta de odio.

Todo esto no es sino elaboración de la evidencia de que la tecnología presupone el lenguaje. Sólo un ser que habla —y que dice— puede proyectar domesticar el mundo. El bebé “desea” la teta como cualquier mamífero, si llamamos “desear” a la pura compulsión de buscar algo; pero a diferencia de los demás mamíferos desea también la sonrisa y aprende asombrosamente pronto a suscitarla sonriendo él mismo, y eso ya no es compulsión simple, es ya deseo en su pleno sentido, deseo de comunicación, deseo de humanidad, rudimento de proyecto humano. Tardará bastante en tener proyectos pragmáticos… [...]

La esperanza muy rara vez muere de repente; se va desangrando poco a poco, va perdiendo fuerza hasta que llega un momento en que nos preguntamos si seguimos esperando o hemos perdido la esperanza. Se ve que la esperanza no muere, sino que se pierde. [Julio 9 de 2010]



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martes, 15 de noviembre de 2011

Tomás Segovia: una antología temática (I. Sobre amor y deseo)

DGD: Textil 100 (clonografía), 2009






[En este caso el experimento aquí consiste en entresacar, del vasto corpus de los Cuadernos de notas de Tomás Segovia (1927-2011), y específicamente de su segunda mitad (1984-2011), ciertos fragmentos en ilación temática. Los títulos y subtítulos son míos; entre corchetes y en cursivas añado a cada fragmento la fecha de inserción en los Cuadernos, a los que el autor dio el nombre de El tiempo en los brazos. Esta segunda mitad puede leerse íntegra aquí. (DGD)]



Textos de Tomás Segovia



Amor y verdad


La verdad que se busca, la que se investiga, la que se asevera, la que se usa, la que se encuentra no serían posibles si no hubiera aparecido antes para nosotros la verdad a la que uno se rinde, la verdad desarmante. Esa verdad nos la da el amor.

El amor es algo a lo que nos rendimos. Ese rendirse al amor es en el umbral lo mismo que rendirse a la verdad.

Es la rendición inaugural y fundacional. Es lo que quería decir Larrea con su “rendición de espíritu”, aunque claro que dogmáticamente.

La rendición al amor del niño es tan inaugural que en cierto sentido está ya dada. En cierto sentido el niño no se rinde al amor en algún momento, sino que está rendido desde siempre. Pero eso no es más que la circularidad del umbral en general. En otro sentido esa rendición lo hace humano “en algún momento”, aunque ese momento es inubicable: no se le puede hacer corresponder establemente ningún momento del tiempo medible. O sea que es un momento mítico.

Una traducción (chapucera) a lenguaje más o menos lógico sería decir que la forma inaugural de la verdad es la evidencia. Pero lo que cuenta para esta reflexión es que la evidencia es desarmante, es la rendición de espíritu en general; o sea que toda rendición de espíritu, en un sentido (el primero porque es el que no separa el valor y el “hecho”), es evidencia.

Y sobre todo: la rendición inaugural es rendición al amor. La primera evidencia es que eso que soy es eso que está sostenido por el deseo: en la genealogía psicológica, el amor de la primitiva “maternidad” o “célula maternal” (lo digo así para que no se interprete como únicamente la madre individual y concreta).

Sostenido por el deseo en sus dos sentidos, indistinguibles en el umbral: el deseo que “tengo”, el deseo que “despierto”. Como ya dije (en Anagnórisis), originalmente “soy el Amor mismo”. [Enero 30 de 1988.]


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El deseo erótico-amoroso


En la relación entre los sexos, lo que solemos llamar amor es deseo de presencia, y más allá de eso, deseo de existencia. Amar “de veras”, como suele decirse, a una persona es desear su presencia, pero en última instancia porque deseamos su existencia. Como en la vida concreta todo es cuestión de grado y medida, podemos decir (y en efecto lo decimos con frecuencia) que en la medida en que alguien empieza a imponer su deseo de la presencia de otra persona con menoscabo de su deseo de la existencia propia de esa persona, en esa medida empieza a pasar del “verdadero amor” a la “posesividad”. Amar a una persona es también desear la presencia de su belleza y en última instancia la pura existencia de esa belleza. Se puede amar la belleza de una persona incluso sin amar a esa persona. Uno desea que exista la belleza de una chica que vio uno retratada en una revista incluso si renuncia al deseo (que probablemente tiene también) de que esté presente, e incluso si no puede desear la existencia misma de esa chica que para él no tiene realidad alguna.

El verdadero deseo es deseo de presencia, pero el fundamento de ese deseo es deseo de existencia. Quiero decir que la ausencia de una persona amada es inaceptable, pero su inexistencia es infinitamente más inaceptable.

Es claro en efecto que el amor concreto en su pureza es valor; o más exactamente deseo de valor, una forma particularmente pura de deseo del valor. ¿Pero en su impureza? O sea en el sentido que más a menudo se le da a la palabra deseo: las ganas de acostarse con alguien. [Septiembre 21 de 1991.]


[...] Pero me doy cuenta de que en toda comparación de estas cosas hay que tener siempre presente una diferencia fundamental: en el deseo de comer y otros deseos de satisfacción (tal vez en todos) lo deseado no es una persona. Hay un solo sujeto deseante, y el objeto es solamente objeto. De modo que esto no es sino el descubrimiento, por otro camino, de la categoría de otro, que no es ni la del yo ni la del no-yo. Pero al abordarla desde otro ángulo se nos muestra que el otro es lo único en el mundo cuyo valor coincide exactamente con su realidad. Cuando amo a una persona real, el valor para mí de esa persona es mi deseo de que exista esa realidad concreta e individual. Cuando “amo” un hermoso amanecer, deseo también que exista esa realidad concreta, pero no tan exclusivamente; más bien deseo que exista su belleza, o aun la belleza, en esa u otra encarnación. Se ve aquí (aunque todavía no lo aclaro del todo) una sutil diferencia: cuando amo a una persona mi deseo no es sólo de que exista la belleza aunque encarne en otras, ni esa clase de belleza encarnada en otros seres, ni siquiera su belleza, sino que exista además (o ante todo) ella misma. [Septiembre 25 de 1991.]


[...] [E]n las clases de valores y su organización tiene que reflejarse esa diferencia fundamental entre desear algo que por su lado no podría desearme, y desear a alguien que puede a su vez desearme. Eso hace que el valor para mí de una persona amada, o sea mi deseo de que esa persona exista, consiste ante todo en mi deseo de que esa persona desee, y la forma inmediata de ese deseo es desear que me desee a mí. (No olvidar sin embargo que aquí uso “deseo” sólo en el sentido de desear la existencia de alguien o algo, digamos abreviadamente de “amar”; lo que desea el que “ama” es ser deseado en ese sentido, o sea “amado”, o sea que la otra persona desee que yo exista y que yo desee.) En cambio cuando “amo” una “cosa”, material o inmaterial —o sea algo que no puede a su vez amarme—, el valor para mí de esa cosa no implica más libertad, más capacidad de desear, que la del sujeto o sujetos deseantes; pero esa libertad la implica plenamente, y directamente, y siempre. Lo cual significa que Kant tiene razón: el reino del valor es el reino de la libertad.

Pero si pasamos a un nivel inmediato, ya no es exactamente igual. Si usamos ahora “deseo” en el sentido que damos a esa palabra cuando distinguimos “Te amo” de “Te deseo”, la diferencia entre desear en ese sentido una cosa o a una persona no es igual que la diferencia arriba descrita. Desear a una persona en ese sentido sigue siendo desear que me desee, y por lo tanto desear su existencia real de sujeto real, de sujeto deseante. [Septiembre 28 de 1991.]


Esa clase de deseo es más o menos lo que más arriba llamé “apetencia”.

Apetecer a una persona implica pues desear ser apetecido por ella, y eso a su vez implica desear su libertad, su existencia como origen a su vez de apetencias, como sujeto, como persona. O sea que apetecer a una persona es también desear un valor, puesto que es desear su existencia misma más allá de la satisfacción de la apetencia. En cambio apetecer una cosa, incluso no tangible como por ejemplo la justicia, no es necesariamente desear un valor. [...] La relación entre la apetencia y el amor por una persona es de por sí contradictoria, lo cual significa que sólo puede ser o una negación mutua o una dialéctica. Si la apetencia de una persona no pasa por su propia negación como apetencia pura, o sea por el deseo de la apetencia del otro y del amor del otro, entonces es en sí misma una negación del valor. [...]

Una de las formas, quizá la forma canónica, de pedir el deseo del otro —en este caso de la mujer deseada— es pedir que asuma su belleza y su apetito como encomienda nuestra. O sea que confiese que el ser deseada por mí, y el que su deseo sea solicitado por mí, es un sentido significativo de su vida, una verdad de su vida —idealmente la verdad fundamental de su vida, su verdadero sentido. [...] [E]l marido o amante celoso no ha encomendado a la mujer sino lo que ya era suyo, pero en los hechos lo toma como si no fuera de ella, puesto que le está encomendado, y así le exige responder de ello. Ante él, por supuesto, con lo cual desliza esa responsabilidad hacia una apropiación. O ante el tribunal de la sociedad, que no es tal vez una apropiación pero sí un despojo. El mecanismo de la honra encomienda a la mujer su propia libertad y así la despoja de ella. [...]

Sin embargo, conviene no olvidar que su sentido originario es el reconocimiento de esa libertad y el acto de amor que la transforma en encomiendo sin apropiársela, o sea que hace de esa libertad una libertad solicitada, a la que se le ofrece que se ejerza en un deseo. [Septiembre 29 de 1991.]


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Amor y visión


El lugar común sobre la ceguera del amor es una estupidez. Justamente sólo el amor ve, y aunque su visión fuera equivocada o incluso alucinada, es una visión, mientras que aquel que no está enamorado no tiene ninguna visión: es él el que está ciego. La sensación de iluminación cuando se le empieza a uno a enamorar la mirada es una experiencia indudable, y una de las mejores maneras de describir lo que nos pasa cuando nos enamoramos es decir que de pronto descubrimos a una persona que tal vez habíamos mirado años sin verla. [Diciembre 30 de 1996.]


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La exaltación del enamoramiento


Ante la belleza de Roma volvía a sentir intensamente la exaltación de todo enamoramiento: la certeza de que abandonado a ese amor, yo sería ese yo que nunca he podido hacer mío, ese ser verdadero que ya no puede llamarse propiamente yo porque consiste entero en estar ahogado en un tú. [Febrero 7 de 1999.]






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sábado, 5 de noviembre de 2011

Por el camino de Nadie

DGD: Textiles-Serie blanca, 23 (clonografía), 2010



Qué bello título el de un poemario de William Morris: Poems by the way. Una primera traducción sería “Poemas por el camino” o, acaso mejor, “en el camino”. Pero en el fondo de ese título juega la expresión inglesa by the way, que significa “a propósito” o “por cierto”, y que aquí cobra el sentido de poemas despertados o generados por ciertas imprevistas conjunciones de circunstancias (casi diríase conciertos inesperados). El camino se hace al andar, sin duda, pero también, y de la misma forma, las imágenes se hacen al mirar (se hacen para ser miradas): las circunstancias se reacomodan para que el poeta las cante.

Un texto budista, la Visuddhimagga, hace este fortísimo y estremecedor resumen de la doctrina entera de Buda en cuatro versos:

___El sufrimiento solo existe, ninguno que sufra;
___el hecho existe, pero no quien lo haga;
___Nirvana existe, pero nadie que lo busque;
___el Sendero existe, pero nadie que lo recorra.

No obstante, dice el poeta, el sendero consiste precisamente en que nadie lo recorre. O, mejor dicho, en que Nadie lo recorre. El “Alguien” se define por hacerse un lugar y habitarlo; en cambio, cuando recorre los caminos se vuelve necesariamente Nadie.

El Sendero existe, pero sólo Nadie lo recorre. El Poeta se vuelve Nadie para cantar a propósito y por cierto. (Kerouac lo supo muy bien: en el camino “nadie, nadie sabe lo que le va a pasar a nadie”.)

El camino no es el que va de circunstancia en circunstancia y de cuando en cuando se topa con un concierto inesperado y excepcional, sino el que va de milagro en milagro, de excepción en excepción, provocando con su sed la lluvia y con su extravío el sendero.






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