domingo, 25 de julio de 2021

Los dioses (Una tipología) (VII)

DGD: Postales, 2021.

 

 Cuando sufrimos es cuando veneramos a los dioses. El hombre feliz rara vez se acerca al altar.

 Silio Itálico

 Es verdad que los dioses dependen de la derrota; mas también es común que, ciudad tomada, los dioses la abandonan.

 Esquilo

 

Utilidad de los dioses

 

—Los dioses sirven también para exculpar las acciones de los hombres. Agamenón, al recontar sus acciones en la guerra, afirma: “yo no soy el culpable, sino Zeus, la Parca y Erinia, que vaga en las tinieblas [...]. Pero, ¿qué podía hacer? La divinidad es quien lo dispone todo. Hija veneranda de Zeus es la perniciosa Ofuscación, a todos tan funesta: sus pies son delicados y no los acerca al suelo, sino que anda sobre las cabezas de los hombres, a quienes causa daño, y se apodera de uno, por lo menos, de los que contienden. En otro tiempo fue aciaga para el mismo Zeus, que es tenido por el más poderoso de los hombres y de los dioses [...]; falté y Zeus me hizo perder el juicio” (Ilíada XIX).

 

 

Lascivia

 

—La lascivia es uno de los principales atributos de los dioses, especialmente de Zeus, que extrañamente cae en el célebre engaño planeado por Hera para distraerlo y poder así intervenir en la guerra. “[L]e pareció que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar un dulce y placentero sueño sobre los párpados y el prudente espíritu del dios” (narrador, Ilíada XIV).

 

 

Vulnerabilidad de los dioses (Abandono y ambigüedad)

 

—En una de sus tragedias, Esquilo hace exclamar a un personaje que los dioses dependen del acto de derrotar a sus criaturas (y, presumiblemente, del impulso por derrotar a otros dioses), y agrega: “mas también es común que, ciudad tomada, los dioses la abandonan”. Imagen sobrecogedora: esencial a los dioses es la conquista, no la conservación de lo conquistado, y menos aún la responsabilidad que adquiere el conquistador respecto a los sojuzgados. Les importa tomar la ciudad, no incorporarla a su imperio ni regirla o explotarla. Tomar y abandonar serían sinónimos en la lengua de los númenes.

          —“[Afrodita o Cipris] era una deidad débil, no de aquellas que imperan en el combate de los hombres, como Atenea o Enio” (narrador, Ilíada V): hay dioses débiles, susceptibles de ser heridos por los hombres. De acuerdo a la ley entrevista por Esquilo, esto no es un “equilibrio” sino en un sentido: hace menos tramposa la gloria del conquistador; éste consiente en sí una vulnerabilidad para que no le sea tan fácil sojuzgar, para no ser demasiado superior al vencido, para que haya en su victoria el mérito de una victoria obtenida en “igualdad de circunstancias” (o al menos en circunstancias que mitigan la desigualdad).

          —Dione, madre de Afrodita: “[M]uchos de los que habitamos olímpicos palacios hemos tenido que tolerar ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos dioses a otros, horribles males” (Ilíada V). Relata entonces que Oto y el fornido Efialtes, hijos de Aloeo, tuvieron a Ares “trece meses atado con fuertes cadenas en una cárcel de bronce”. Cita los episodios en que Heracles hiere a Hera en el pecho y luego a Hades, y “el dios fue al palacio de Zeus, al vasto Olimpo y, como no había nacido mortal, lo curó Peón” (el médico olímpico). Y concluye: “quien lucha con los inmortales ni llega a viejo ni los hijos lo reciben de vuelta del combate y de la terrible pelea, llamándolo padre y abrazando sus rodillas” (narrador, Ilíada V). La baja pasión es “universal”: los dioses excitan a los hombres para que éstos sean la causa de los males que se propinan las deidades.

          —Apolo a Diomedes: “No quieras igualarte a las deidades, porque jamás fueron semejantes la raza de los inmortales dioses y la de los hombres que andan por la tierra” (Ilíada V). Se trata, pues, de dos razas entre las que ni siquiera existe la semejanza. Las implicaciones de esto son acaso insondables: las deidades no son las creadoras de los hombres: ambas razas tendrían un Dios creador y quizás uno respectivo.

          —Ares, herido por Diomedes, un mortal, llega al Olimpo y dice a Zeus: “Siempre los dioses hemos padecido males horribles que recíprocamente nos causamos para complacer a los hombres” (Ilíada V): extrañísima inversión: son los dioses los que complacen a los hombres y para ello se causan “males horribles”.

          —El temible Dioniso corre despavorido a refugiarse en brazos de su madre Tetis cuando Licurgo anda amenazando a las nodrizas de Dioniso (Ilíada VI).

          (Una lectura subsidiaria: Apolo, llevado por la ira, niega una semejanza que sí existe; Ares exagera retóricamente la relación inmortal-mortal para culpar a los hombres por las heridas que los dioses se causan entre sí; Dioniso usa un pretexto para refugiarse en brazos de su madre. La veleidad de númenes y criaturas sí parece semejante, al menos en cuanto a su uso del lenguaje: seres y objetos son malos o buenos según la conveniencia del momento.)

 

 

Leyes de los dioses

 

—“Los dioses tienen sus propias leyes.” Ovidio relata la historia de Biblis, una joven que se ve aquejada de amor incestuoso por su hermano Cauno (Metamorfosis IX) y que reflexiona de este modo: “Los dioses, por cierto, poseyeron a sus hermanas; así Saturno se casó con Abundancia, unida a él por vínculos de sangre, Océano con Tetis, el rey del Olimpo con Juno. Pero los dioses tienen sus propias leyes; ¿por qué trato de ajustar las costumbres humanas a las normas celestes, que son tan diferentes?”. Esa diferencia varía de mito en mito y es casi imposible de dilucidar.

          Biblis se da cuenta de que el conocimiento de los mitos parece fundamentar el comportamiento humano en la juventud: “Lo suyo, a nuestros años, es correr riesgos en el amor. Aún no sabemos lo que está permitido, creemos que todo lo está y seguimos el ejemplo de los grandes dioses”. Una de las leyes humanas es, pues, la de saber qué está permitido entre los seres humanos, y sobre todo darse cuenta de que los mitos no son ejemplos (o de que no son ejemplos positivos). ¿Qué son, entonces?

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (VIII).]

 

 

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viernes, 16 de julio de 2021

Los dioses (Una tipología) (VI)

DGD: Postales, 2021.

 

 Se dijo en otro tiempo que Dios podría crearlo todo a excepción de cuanto fuera contrario a las leyes lógicas. De un mundo “ilógico” no podríamos, en rigor, decir qué aspecto tendría.

Ludwig Wittgenstein: Tractatus logico-philosophicus (3.031)

A un pueblo sólo se le puede conocer bien a través de sus dioses.

Marguerite Yourcenar: Archivos del Norte

Pero también, también los dioses mueren para ser inmortales / y volver a encender, en un día cualquiera, el polvo y los escombros.

Olga Orozco: Cantos a Berenice

 

 Revuelta contra los dioses

 

En De rerum natura, Lucrecio describe con memorable exaltación a Epicuro como el más incisivo de los filósofos de la Antigüedad que se atrevieron a volverse contra los dioses:

 

Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, abrumada bajo el peso de la religión, cuya cabeza asomaba en las regiones celestes amenazando con una terrible mueca caer sobre los mortales, un griego osó el primero alzar contra ella sus perecederos ojos y rebelarse en contra. No lo detuvieron ni los mitos de los dioses, ni los rayos, ni el cielo con su amenazante bramido, sino que aún más excitaron el ardor de su ánimo y su ansia por ser el primero en forzar los apretados cerrojos que guarnecen las puertas de la Naturaleza. Su vigoroso espíritu triunfó y avanzó más lejos, más allá de las llameantes murallas del mundo, y recorrió el todo infinito con su mente y su ánimo. De ahí nos aporta, botín de su victoria, el conocimiento de lo que puede nacer y lo que no puede, las leyes, en fin, que a cada cosa delimitan su poder, y sus mojones hincados hondamente. Con lo que la religión, a su vez sometida, yace a nuestros pies; nos enaltece al cielo la victoria.[1]

 

          En este texto podría verse una especie de protomaterialismo e incluso una decidida (y deicida) toma de partido por la ciencia opuesta a la religión. Sin embargo, en una paradoja significativa, Epicuro se convirtió en el liberador de la superstición (“que a tantos crímenes puede persuadir”, escribe Lucrecio, para quien no existe diferencia entre religio y superstitio), pero no alcanzó ese inimaginable logro a través de negar la existencia de los dioses, sino de todo lo contrario. En la Carta a Meneceo, Epicuro escribe:

 

Los dioses, en efecto, existen. Porque el conocimiento que de ellos tenemos es evidente. Pero no son como los cree el vulgo. Porque no los mantiene tal como los intuye. Y no es impío el que niega a los dioses del vulgo, sino quien atribuye a los dioses las opiniones del vulgo. Porque las manifestaciones del vulgo sobre los dioses no son pre-nociones, sino falsas suposiciones. Por eso de los dioses se desprenden los mayores daños y beneficios. Habituados a sus propias virtudes, en cualquier momento acogen a aquellos que les son semejantes, considerando como extraño a todo lo que no es de su clase.

 

          La postura de Epicuro no fue entendida sino como una simple herejía; Cicerón y Plutarco compartieron el mismo escándalo que rodeó de ataques e infundios a la escuela epicúrea, y el propio Clemente de Alejandría lo llamó “iniciador del ateísmo”. Tendría que transcurrir un largo tiempo para que, en la época de Nietzsche, se reparara por fin en lo que tal vez tampoco fue el propósito de Epicuro (que sólo quería deshacerse de los terrores tanto filosóficos como populares ligados a la religión): fundamentar —escribe Carlos García Gual—, “sin recelos trascendentes, una moral enteramente autónoma y humana, en un universo sin teleología y sin teodicea”.[2]

          Los dioses iracundos, que se expresan por medio de la cólera, la venganza, la coacción y el castigo, están lejanos a Lucrecio; según este poeta, a los dioses “ni el enojo y la cólera los mueven” (De rerum natura, II, 827-834).

          Epicuro, maestro de Lucrecio, se deshace de los dioses como fuente de temor y los toma como modelo de felicidad: “el ser divino es inmortal y feliz, tal como está grabada en nosotros la concepción común del dios”, y así aconseja: “no le adjudiques nada ajeno a la inmortalidad ni separado de la felicidad; en cambio, considera que existe en él todo lo que puede conservar su felicidad junto con su inmortalidad” (Carta a Meneceo).

          El ignorante teme a los dioses; el sabio, puesto que sabe a los dioses indiferentes y sólo embebidos en su propia plenitud, intenta imitarlos. Así se explica la aparente contradicción de que los discípulos de Epicuro lo llamen divino.[3]

 

 

Lenguaje de dioses y de hombres

 

—Un aspecto esencial es que los dioses llaman a seres y cosas con nombres distintos a los que usan los hombres. Un ejemplo entre tantos otros: Ovidio (Metamorfosis XI) menciona al numen al que los dioses llaman Icelón, y el pueblo de los mortales Fobetor.

          —Explica Marta Alesso: “En varios pasajes en los textos homéricos se da una doble denominación a algunos objetos o personajes: en Ilíada I.403, el gigante de cien manos es llamado Briareo por los dioses y Egeón por los hombres; en Ilíada II.813 una colina es llamada Batiea por los mortales y Tumba de Mirina por los inmortales; en Ilíada XIV.291 un ave canora es mencionada como calcis por los dioses y kýmindis por los hombres. El caso más conocido es el del río Escamandro (Ilíada XX.74) según los humanos, pero Janto según las divinidades. En Odisea no se dice el nombre que otorgan los hombres a las formaciones a las que los dioses llaman Rocas Errantes (XII.61)”.[4] Tampoco en Odisea X.305 se dice cómo llaman los mortales a la misteriosa planta mágica a la que los dioses dan el nombre de moly, que desde épocas tempranas fue considerada un antídoto para cualquier estado de locura. ¿Omisión o falta de nombre humano?

          En ningún momento se dice que averiguar el nombre que dan los dioses a algo implique alguna clase de poder para un mortal. Parece sencillamente tratarse como lenguajes respectivos de distintas razas. Por ejemplo, los terrestres conocen el nombre de la ambrosía y del néctar, pero sólo excepcionalmente tienen contacto con esos alimentos sagrados, precisamente cuando un dios se los adjudica. Conocer el nombre de la moly no capacita a un humano para hallarla y manejarla (“es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo, pero los dioses lo pueden todo”, Odisea X.306); no obstante, los mortales saben de su existencia... precisamente por el mito. Éste les da el nombre secreto de las cosas: puede no haber un específico poder en ese conocimiento (o no para todos, sino únicamente para iniciados y hechiceros), pero amplía la realidad humana al comunicarla, así sea verbalmente, con esferas superiores.

 

*

 

Notas

[1] Lucrecio: De rerum natura, I, 62-79; trad. E. Valentí.

[2] Carlos García Gual: Epicuro, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

[3] Otra contradicción análoga se presenta cuando Hércules pregunta en medio de su último suplicio “¿Y aún hay quien pueda creer que existen los dioses?”, justamente antes de convertirse él mismo en dios.

[4] Marta Alesso: Homero. Odisea. Una introducción crítica, Santiago Arcos Editor (Para leer / Clásicos 3), Buenos Aires, 2005.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (VII).]

 

 

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lunes, 5 de julio de 2021

Los dioses (Una tipología) (V)

DGD: Postales, 2021.

 

Como la masa del pueblo es inconstante, apasionada e irreflexiva, y se halla además sujeta a deseos desenfrenados, es menester llenarla de temores para mantenerla en orden. Por eso los antiguos hicieron bien en inventar a los dioses y a la creencia en el castigo después de la muerte. Son más bien los modernos los que deben ser acusados de locura por su pretensión de extirpar tales creencias.

 Polibio (s. III a.C.)

 No es que los oráculos hayan dejado de hablar, sino que los hombres han dejado de escucharlos.

 Georg Christoph Lichtenberg

 De la verdad no quiero / más que la vida; porque los dioses / dan vida y no verdad, y acaso / ni ellos conozcan la verdad.

 Ricardo Reis (Fernando Pessoa)

 

Divinidad y poder

 

—Trescientos años antes de Cristo, el himno de Hermocles fue utilizado para adular a un militar y político en términos que no sólo lo elevaban a carácter de dios, sino que se atrevían a descalificar al resto de las deidades: “Los otros dioses, pues, o se encuentran muy distantes, o no tienen oídos, o no existen, o no nos prestan un momento de atención, pero a ti te vemos presente, no de piedra ni de madera, sino de verdad”.

          He ahí un buen resumen: las divinidades 1) están demasiado lejos, o 2) son sordas, o 3) son indiferentes a la vida humana, o ya más sencillamente: 4) no existen y lo único “práctico” (inmediato, funcional) que puede obtenerse de ellas son símbolos vacíos: sus efigies en piedra o madera (no se les ve de verdad). En este último punto trasluce una curiosa y prudente duda: podría ser que existieran, pero su lejanía, sordera o indiferencia los vuelven, respecto a lo humano, prácticamente inexistentes.

          En De rerum natura Lucrecio corrige esos términos demasiado humanos: no es que los dioses estén lejanos, o sean sordos o indiferentes, sino que se hallan “sumergidos y perfectamente absortos en su propia felicidad” (lo cual, visto desde la óptica demasiado humana, no los disculpa por abandonar a sus criaturas sino aumenta incluso el resentimiento de éstas, tal como actúan respecto a cualquiera de ellas que se vanaglorie de su bienestar y placidez). Catulo, en una sospechosa actitud pía, expresa la razón de la indiferencia divina: “Porque antes los habitantes del cielo solían visitar en persona los castos hogares de los héroes y mostrarse en las reuniones de los mortales, aún no despreciada por éstos la piedad religiosa” (Carmina 64).

          En una época de relación directa entre númenes y criaturas, Marte, Atenea o la propia Némesis llegaron a “exhortar en persona a las tropas humanas”. Luego de enumerar las causas de la ruptura (renuncia generalizada a los sacrificios propiciatorios, bajas pasiones, incesto), el poeta concluye: “Todo lo sagrado y lo sacrílego, mezclado en malvada locura, nos apartó de la mente de los dioses, emanadora de justicia. Por ello, ni se dignan visitar a una sociedad semejante, ni consienten ser tocados por la luz del día”.

          (Este último apunte, por cierto, invita a una de dos imágenes; la primera es “espiritual”: los dioses están bañados por una luz mística incomprensible por los mortales y que, en comparación, convierte en oscuridad a lo que los humanos llaman luz. La segunda imagen es “materialista”: las deidades viven en una espantable oscuridad lovecraftiana.)

          Que esta beatería de Catulo es irónica lo prueba éste en el poema 68, en donde luego de hablar de un imprudente que “aún no había pacificado a los señores del cielo por medio de sacrificios de sangre de una víctima”, confiesa a una diosa (precisamente Némesis, la encargada del castigo y venganza divina contra los hombres): “¡Nada me agrada tanto, virgen ramnusia, como actuar a mi arbitrio, sin el consentimiento de los dioses!”. He ahí concentrada en unos cuantos versos la definición que la Antigüedad tenía de los dioses (entidades sobrenaturales que sólo se apaciguan con sacrificios de sangre) y la semilla de rebeldía que es acaso el núcleo de lo humano: actuar en libertad sin el previo consentimiento de los dioses.

          —El himno de Hermocles tiene un mensaje ulterior: si cualquier dios no es otra cosa que la voluntad humana de adorar enfocada en un punto determinado, ¿por qué no aplicarla más como parte de la política que de la religión (esta última utilizada como una estrategia de aquélla) y rendir honor así a un humano de “mérito” (es decir, a una autoridad militar que tiene el mismo poder que los númenes para subyugar y destruir)?

          El rey, el caudillo, el tirano o el dictador (y más tarde el monarca y el aristócrata) son “verdad” porque están presentes (a diferencia de las siempre esquivas divinidades), y la voluntad de adoración puede servir más en el Senado y la corte (como purga social) que en el templo o la ermita (como estímulo espiritual). La verdad religiosa es cuestionable porque la autoridad tras la que reposa no se manifiesta directamente, mientras que la verdad política responde a una autoridad de fuego y sangre: más vale, pues (dice esta mentalidad), rendir adoración al guerrero sanguinario (y a su ejército y su burocracia que dan orden y estabilidad) que al símbolo vacío (y su cohorte de sacerdotes y demás burócratas que no ofrecen más que tranquilizaciones dogmáticas y retórica vacía). El poder humano es más fuerte que la realidad trascendente. Los poderosos tienen “divinidad”, pero las divinidades no tienen poder real (sólo “simbólico”).

          —No hay ninguna distancia entre el subtexto del himno de Hermocles y la monarquía que se autoproclama elegida “por gracia divina”. Este himno sería parte de una corriente basada en la divinización de monarcas, militares, conquistadores o caudillos. Acaso comenzó por influencia oriental en los últimos años de Alejandro Magno y se vería continuada siglos después en el culto oficial de los emperadores romanos.

          Según Carlos García Gual, este fenómeno coincide con la decadencia de la religiosidad tradicional y llega a establecerse con un sustento filosófico: “Por las mismas fechas [siglo III a.C.]”, escribe, “un filósofo de moda, Evémero de Mesana, exponía en la corte de Macedonia una teoría propia sobre el origen del culto a los dioses. Según Evémero, los dioses no son más que figuras de antiguos monarcas y héroes benefactores divinizados por la gratitud de la gente, magnificados en sus gestas y figuras a través del tiempo y de un irónico olvido de su raigambre histórica. Con esa teoría retrotrae a épocas remotas el fenómeno contemporáneo de la deificación de reyes y conquistadores”.[1] Fue sin duda debido a esta manipulación de la espiritualidad que Epicuro concibe a dioses que están más allá de toda preocupación humana, y “que no se ocupan de agradecimientos ni de cóleras”.

 

*

 Nota

[1] Carlos García Gual: Epicuro, Alianza Editorial, Madrid, 1981.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (VI).]

 

 

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