lunes, 25 de diciembre de 2017

El misterio de los actores y de la actuación (VI)

DGD: Morfograma 6, 2017.



Verdad y actuación

El realizador Arthur Penn comienza buscando una verdad para el conjunto de la obra, de la que se desprenderá la de cada uno de los personajes, y no de un modo verbal:

¿Qué tenemos en un guión, a fin de cuentas? Lo que la gente dice. Eso es todo. Lo que quiero decir con habitar un papel es: ¿en dónde están la vida, las experiencias y las emociones del actor durante ese procedimiento, en dónde comienzan a figurar en él? Y creo que deben figurar antes y no después: el lenguaje debe moverse al fondo, en una relación apropiada, y las emociones de los actores, correlativas a las experiencias emocionales y físicas, deben comenzar a rodear a ese papel. Sólo cuando eso pasa, debe surgir el lenguaje. [Programa número 100.]

          William H. Macy, actor y maestro de actores, relaciona al teatro con el lugar primordial del actor: “El teatro es el lugar a donde tradicionalmente va la gente a escuchar la verdad, y el trabajo del actor es decirla, en circunstancias imaginarias, pero decir la verdad” [XI-3, 24-10-2004.].
          Ante este tipo de declaraciones, una pregunta no se plantea porque parece demasiado obvia: ¿de qué clase de verdad se habla, una verdad escénica, una verdad artística o una verdad humana? (Sin llegar al cuestionamiento ulterior, la pregunta de Pilato: “¿Qué es la verdad?”.) Uno de los orígenes de la importancia que entre actores se concede al acto de escuchar es la idea de que un actor solo no puede llegar a una verdad, y que ella solamente surge en el enfrentamiento con otro actor. A esta idea Christopher Walken añade un matiz:

A veces hago lo que llamo “pensar en voz alta”: en la escena digo mis líneas pero también digo lo que pienso, de manera que la persona con la que hablo sepa lo que está en mi mente. Es para mí el mejor modo de ensayar, porque de ese modo todos comparten el secreto. Siempre pienso que en el cine o en el teatro dos personas pueden estar dialogando y el público no necesariamente tiene que saber de qué están hablando, siempre y cuando sepa que esos dos actores saben de qué están hablando. [II-8, 1995.]

          Esa es la verdad escénica: algo que surge en un nivel no verbal y acaso ni siquiera racional, puesto que la interacción de los actores no refleja ideas, definiciones o categorizaciones sino —en el mejor de los casos— la base humana en la que necesariamente se apoya toda idea, toda definición, toda categorización. En ese caso se revela un cierto orden: no el de “verdades” disparadas e inconexas según el nivel en que se mueven, sino el de círculos concéntricos: la verdad escénica contenida dentro de la verdad artística, y ésta situada dentro de la verdad humana. Sin embargo, ¿no suena esto último menos como un orden que como un esquematismo?
          Bajo esta luz cobra sentido otra declaración de Walken: “Un actor me dijo una vez, y es algo que he hecho siempre: ‘Fíjate en lo que se supone que debes hacer, y no lo hagas’. No es útil para todos, pero lo es para una persona de mi temperamento. Sé lo que debo hacer y lo invierto; como dijo alguien, ‘toma una situación e inviértela’. [...] La vida no se comporta como los actores. En su mejor expresión, la vida es completamente impredecible”.
          La frase La vida no se comporta como los actores implica que éstos, independientemente de lo que hagan y de cómo lo hagan —e incluso independientemente de su deliberación y aun de su conciencia—, imponen una especie de orden ficticio a la vida. ¿Puede decirse del mismo modo que le imponen una verdad? Esta pregunta contiene innumerables derivaciones, y sobre todo una: ¿es ficticia la verdad humana, o es la ficción el modo en que lo humano busca su propia verdad?
          En términos operativos podría acaso decirse que hay el actor que miente —debido a que se asume como un ser legítimo que dice una legitimidad—, y hay el actor que se asume como falsificador en el sentido en que lo dice Orson Welles en una de sus obras maestras, F for Fake: “Aquello a lo que nosotros, los profesionales de la mentira, queremos servir, es a la verdad. Me temo que la pomposa palabra para eso es ‘arte’. El mismo Picasso lo dijo. ‘El arte’, exclamó, ‘es una mentira. Una mentira que nos hace darnos cuenta de la verdad’”.


La administración de lo indecible

Ingmar Bergman explica su fervor hacia el trabajo de los actores como parte esencial de la puesta en escena, un proceso al que el director sueco define como administración de lo indecible:

Como llevo dentro un constante tumulto al que tengo que vigilar, siento angustia ante lo imprevisto, lo imprevisible. El ejercicio de mi profesión se convierte, por tanto, en una meticulosa administración de lo indecible. Transmito, organizo, ritualizo. Hay directores de escena que materializan su propio caos, y de ese caos crean, en el mejor de los casos, una función. Esa falta de profesionalidad me da asco. Yo jamás participo en el drama: yo traduzco, concretizo. Y lo más importante: no hay sitio para mis propias complicaciones, excepto como llaves para abrir los secretos del texto o como impulsos controlados para estimular la creatividad del actor. Odio el tumulto, las agresiones, las explosiones de sentimientos. Un ensayo es una operación que se realiza en un local preparado para ese fin. Ahí reinan la autodisciplina, la limpieza, la luz y la calma. Un ensayo es un trabajo serio, una terapia privada para director y actores.

  Quiero que haya calma, orden, amabilidad. Sólo así podremos romper los límites, acercarnos a lo ilimitado. Sólo así solucionamos misterios y aprendemos el mecanismo de la repetición, repetición, la viva, la palpitante repetición. La misma función cada tarde, la misma función y sin embargo recién nacida. Por cierto, ¿cómo enseñar ese rubato permitido, instantáneo, que es tan necesario para que una representación no se convierta en rutina muerta o en una insoportable obstinación? Todos los buenos actores conocen el secreto, los mediocres tienen que aprenderlo, los malos nunca lo aprenden.

          En términos escénicos, el rubato sería ese margen de variación —de ritmo, de entonación, de desplazamiento, etcétera— del que disponen los actores para conjurar el peligro de la mecanización. En ese párrafo, Bergman juega con el hecho de que en sueco, “ensayo” es referido con la misma palabra que corresponde a “repetición”. (Lo mismo sucede en francés.) Ya los antiguos romanos decían Repetitio est mater studiorum, “La repetición es la madre de los estudios”.
          ¿Puede entenderse la actuación, pues, como un modo siempre individual de administrar lo indecible, prever lo impredecible, ordenar el caos?
          El actor norteamericano Danny DeVito tiene una noción muy particular del secreto: “Los secretos son algo muy importante para los actores. Es bueno tener secretos. Uno puede decir muchas cosas al director, y puedes conversar con los demás actores acerca de muchas cosas, pero siempre es bueno conservar secretos y tener cosas que están dentro de ti y que sólo significan algo para ti. Compartes emociones y sentimientos, y te das a otros actores, y eso es lo mejor, pero hay secretos que puedes guardar” [XV-10, 11-5-2009.].
          Coincide en cierto modo Glenn Close: “Lo fascinante de la gente es lo que no muestra. Las personas son maestras en eso. Usualmente los actores muestran demasiado” [II-4, 24-1-1996.]. Se sobreentiende aquí una curiosa definición del mal actor: el que muestra demasiado. Por lo tanto, el buen actor es el que oculta lo suficiente; y una vez más se desencadenan las preguntas: ¿conoce el buen actor lo que su personaje oculta a los demás personajes y al público?, ¿está al tanto sólo de una “porción” de lo ocultado y es su intuición la que aporta el resto?, ¿o bien ignora lo que oculta tanto como lo que muestra? Y esto último, ¿define a un buen actor o a un mal actor?
          En general, un personaje no es escrito por el actor ni dirigido por éste. Brota aquí la fascinante implicación según la cual los personajes asimismo ocultan algo al autor y al director. Tal vez de ahí que numerosos artistas afirman que el desafío es “sugerir”, y no mostrar, lo que los personajes podrían estar ocultando... ¿Es el actor, pues, el encargado de transmitir un misterio de fondo, tanto más fascinante cuanto no se muestre, pero también y sobre todo cuando no se comprenda y se mantenga siempre en el nivel de lo no-dicho, esto es, de lo vagamente sobreentendido?



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viernes, 15 de diciembre de 2017

El misterio de los actores y de la actuación (V)

DGD: Morfograma 5, 2017.



El silencio

Mike Nichols define la esencia de una obra de arte narrativo como “algo que el público percibe y que es más importante de lo que cualquier personaje está diciendo. Sin eso no hay drama. Subraya al texto, lo soporta, está inspirado en el texto y es más verdadero que el texto”.
          En una emisión del programa televisivo mexicano llamado TAP (Taller de Actores Profesionales), muy similar en espíritu a Inside the Actors Studio, al actor Roberto Sosa se le pregunta qué es el arte y responde con un prolongado silencio. Cuando comienza a haber risas e incomodidad en la audiencia, aclara: “El silencio. El silencio de la conciencia, el silencio del espíritu que se manifiesta a través de distintos lenguajes”. Ha respondido a través de su profesión, aludiendo a lo que Nichols llama suceso y que es lo que “ocurre por debajo o a un lado o alrededor o a pesar de las palabras”.
          Cuando se le cuestiona respecto a la vocación del actor, Sosa recuerda una declaración de Michael Caine: “Aquel que se acuesta en la noche absolutamente convencido de que lo que quiere en la vida es ser actor, y se despierta aún más convencido de ello, que se dedique a otra cosa. Si tú tienes la firme convicción de que es eso a lo que quieres dedicarte, todo va a confabular en tu contra”. Si se unen ambas ideas resulta una definición del actor como un artista 1) cuya enunciación más elocuente es el silencio; 2) que debe enfrentar los obstáculos por medio de los cuales la conciencia protege a su lado oculto, y 3) cuyo oficio radica justamente por debajo o a un lado o alrededor o a pesar de ese mismo oficio.


El arte del actor

¿Cuál es el arte del actor? La pregunta vuelve insidiosamente, del mismo modo en que retorna aquel popular dictum recogido por Carson McCullers en su relato “¿Quién ha visto el viento?” (1956): “No me parece que la interpretación sea un arte creativo, sino sólo interpretativo”.
          El arte del actor es de una complejidad tal, que paradójicamente el buen actor no es acaso el que contempla a esa complejidad sino únicamente a las partes más “sencillas” (lo inmediato y “objetivo”), las más elementales, una por vez. Una muestra de ello radica en este comentario de Kiefer Sutherland:

He tratado de hacer todo en mi vida lo más simple posible. Tomo un guión y una vez que sé cuál es mi parte, veo cuál es el recorrido de ese personaje desde el principio hasta el fin. [...] Trato a los personajes del mismo modo: cuál es el conflicto, cómo se enfrentan a él o lo resuelven, cuál es el clímax y el descenso. En ese arco confino una cosa que, en términos de conducta, es consistente desde el principio hasta el final. Eso se vuelve para mí como el tronco de un árbol. Es lo que estará ahí en cada escena del personaje, la cosa consistente. Todo lo que está alrededor se vuelve las ramas. [XI-12, 23-1-2005.]

          El arte de la actuación, pues, se afina en la simplicidad de las repeticiones. Es en este sentido que Bergman habla de la “verdad reflejada”. A decir del cineasta sueco, la verdad de la expresión en el trabajo de un buen actor teatral (pero en el cine es esencialmente lo mismo) viene en segundo término: primero está la verdad de la acción, que debe llegar al público a cada instante, sin acumulación pero tampoco sin una excesiva dilatación: se trata de un ritmo.
          Según Bergman, en el actor no debe haber ninguna vaguedad en sentimientos e intenciones, y esto es lo primordial: con su voz, pero sobre todo con su cuerpo, el actor constantemente envía al espectador ciertas señales (tips, sugerencias, acotaciones, matices) que deben ser sencillas y claras. Nunca dos o más al mismo tiempo, sino siempre de una en una, de preferencia instantánea. Es por ello que Bergman subraya la importancia de suscitar “una ilusión de simultaneidad y profundidad, un efecto estereofónico”.
          Los actores lanzan sus señales una a la vez, pero ellas no están desligadas de la trama general; al contrario: son esa trama, cuidadosamente expresada (por eso la actuación es diálogo, incluso en el monólogo: una finísima orquestación regida por un ritmo). Es por eso que la verdad de la acción va primero, y sólo después la verdad de la expresión. Y es aquí en donde Bergman acota: “además, los buenos actores siempre tienen recursos para transmitir la verdad reflejada”. Es decir, la verdad de la expresión reflejada en la verdad de la acción, o dicho de otro modo, el contenido reflejado en la forma.
          Resulta indecible la inmensa complejidad a través de la cual se da este billar, esta serie de señales que rebotan instantáneamente no sólo entre un actor y otro en una escena (voces y cuerpos: suma orquestada de intuiciones) sino entre ellos y los demás elementos de la puesta en escena (utilería, escenografía, vestuario, música, efectos, etcétera) y que de este modo preparan la señal que habrá de enviarse al público de acuerdo con el ritmo y la orquestación. Cuando esto se cumple, la suma de las señales merece su nombre: verdad.
          Resulta necesario, sin embargo, examinar en cada caso esta noción de verdad, de manera particular a la vez que universal. En su faceta de dramaturgo, Jean-Paul Sartre reflexiona sobre el actor ideal de sus piezas teatrales:

Es bueno que el actor se sienta actor. Algunos actores, e incluso muy buenos, se entregan enteramente y cuando actúan están en vías de creer en lo que actúan. Viven sus papeles. Olvidan que el teatro nunca es la vida. Otros, al contrario, sienten que representan personajes que no son ellos mismos y se sienten actores. [Entrevista de Jacques Allan Miller en Cahiers libres de la jeunesse, 1960. Inc. en Sartre por Sartre, Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1969.]

          La persuasión se revela fundamental: el primer tipo de actor se persuade de que su personaje es real, cree en su existencia, se olvida a sí mismo al tiempo que se entrega totalmente a la existencia de ese otro: no actúa, sino que vive; el actor se ha borrado por completo y lo que sucede ahí (set, escenario) no guarda ninguna diferencia sustancial con lo que suele acontecer allá (calle, vida cotidiana). Por su parte, el otro tipo de actor no olvida, no se borra: actúa que vive y él es su primer espectador. Pero no hay aquí realmente ninguna tipología: así como hay actores que no podrían entregarse si supieran que están actuando, y actores que no podrían trabajar si sintieran al personaje como interferencia en su vida personal, hay asimismo los que cambian de tipo según el carácter de la obra o de lo representado. De lo único que puede hablarse aquí es de distintas graduaciones de la persuasión.



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martes, 5 de diciembre de 2017

El misterio de los actores y de la actuación (IV)

DGD: Morfograma 4, 2017.



[A] veces el juego fisonómico de un gran comediante traduce una emoción de la cual participa toda una multitud, todo un siglo.

Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano


Audi alteram partem

James Lipton acentúa la escucha como característica del buen actor:

Todos los grandes maestros, Strasberg, Stella, Meisner, Lewis, enfatizan el escuchar. Ahora me estás escuchando a mí; cuando hables, yo te escucharé a ti. En la vida cotidiana oímos a otros con diversos grados de concentración y atención, pero los actores deben aprender a escuchar de otra manera. En nuestro escenario, Alan Alda, que entiende muy bien estas cosas, dijo: “El arte de escuchar consiste en darse cuenta de si lo escuchado te cambia de cualquier manera”. En la vida cotidiana oímos todo, la televisión, a nuestros compañeros en la cena, el tráfico en las calles, pero la del actor es una clase distinta de escuchar: una que es tan precisa, tan concentrada, que si el otro actor dice, por ejemplo, “Tengo muy malas noticias para ti”, eso realmente te golpea. No es teatro, no es maquillaje, no es vestuario. Alguien acaba de decir a tu personaje una mala noticia. No tiene que ser una noticia terrible, puede ser algo pequeño pero tú estás escuchando.

          Si numerosos actores colocan el acento en la importancia de escuchar, es porque están definiendo a la actuación como algo que se hace entre dos (o más), es decir, un proceso interactivo: siempre un diálogo. Incluso en el caso de los monólogos teatrales, el actor dialoga consigo mismo, o con los objetos, o con la atmósfera misma.
          Jack Lemmon lo explica: “Una gran cantidad de actores no actúan contigo [act with you]: actúan a partir de ti [o a tu costa] [act at you]. Están ahí esperando sus líneas, y oyen tus líneas esperando un cue [señal, indicación, pie], pero no te escuchan a ti: oyen las palabras. Oír, en los términos en que nosotros los usamos, no significa oír las palabras sino oír a la persona” [IV-10, 25-10-1998].
          El concebir a la actuación como un diálogo no niega sino fundamenta a la aportación individual. En Linterna mágica, el libro de memorias de Ingmar Bergman, la experiencia ideal de una puesta en escena es descrita de este modo: “Los actores, que se mueven seguros en el marco ensayado con precisión, se sienten libres para actuar. Improvisan con fantasía, inesperada y humorísticamente. Nunca le comen el terreno a su compañero, sino que respetan la totalidad, el ritmo. [...] La verdadera libertad se basa en esquemas trazados en común, ritmos que han calado minuciosamente en los actores. [Éstos van] descubriendo sus posibilidades en el marco de límites claramente definidos. Satisfechos, aguardan el momento en el que pueden poner en juego su propia creatividad”.
          A continuación, Bergman habla del papel del director:

La dirección debe ser clara y tener un objetivo. Debe proscribirse la vaguedad en sentimientos e intenciones. Las señales que envía el actor al receptor deben ser sencillas y claras. Siempre de una en una, de preferencia instantáneas; una sugerencia puede muy bien contradecir a la anterior, pero “intencionadamente”; entonces surge una ilusión de simultaneidad y profundidad, un efecto estereofónico. La acción que se desarrolla en el escenario debe llegar en cada instante al público, la verdad de la expresión viene en segundo término; además, los buenos actores siempre tienen recursos para transmitir la verdad reflejada. [...]

  El arte del actor es además el arte de la repetición. Por ello cada uno de los aportes se debe basar en la cooperación voluntaria entre las partes implicadas. Si un director se impone a un actor, tal vez pueda conseguir salirse con la suya durante los ensayos. Cuando el director abandona el teatro, el actor comienza consciente o inconscientemente a corregir su actuación de acuerdo con su propio criterio. Inmediatamente el compañero cambia también por los mismos motivos. Y así sucesivamente. Después de cinco funciones, un montaje basado en la doma se cae a pedazos, siempre que el director no vaya cada noche a vigilar a sus tigres.

          A lo que Bergman llama “señales”, el realizador Mike Nichols (en eco de Strasberg, que a su vez se inspira en Stanislavsky) las llama “sucesos”:

Hay dos grandes definiciones de la dirección, la de Strasberg y la de Kazan. Strasberg dice que el director es el que crea los sucesos de la obra; Kazan dice que el director convierte a la psicología en conducta. [...] Llamo “suceso” a algo que ocurre impalpablemente y de lo que no estamos conscientes; no está en las palabras: es algo que ocurre por debajo o a un lado o alrededor o a pesar de las palabras. Sólo puede ser descrito como “suceso” porque es algo que el público percibe y que es más importante de lo que cualquier personaje está diciendo. Sin eso no hay drama. Subraya al texto, lo soporta, está inspirado en el texto y es más verdadero que el texto. Es lo que está sucediendo. Mi trabajo es buscarlos a lo largo de la obra. Sólo hay una pregunta, que se contesta de manera distinta pero es única: ¿qué es esto en realidad? [what is this really like?]. Sin importar las convenciones, y las decisiones que hemos hecho juntos, y sin importar, de hecho, el propio guión, ¿qué es esto en realidad? Cuando esto sucede, cuando alguien seduce a alguien, cuando alguien mata a alguien, cuando alguien pierde a alguien, ¿qué es esto en realidad? Y la única diferencia es que en el cine las respuestas son menos literales, porque lo que “es esto en realidad” incluye al subconsciente, y por tanto incluye a nuestros sueños. Así que en una película una parte de la respuesta (a veces toda) va de un subconsciente a todos los demás subconscientes. [III-8, 1997.]

          El “suceso” es matizado por el actor Ralph Fiennes: “Mi primer maestro de actuación, Hugh Cruttwell (de RADA [Royal Academy of Dramatic Art, Real Academia de Arte Dramático, creada en Bloomsbury, Londres, en 1904]), me decía ‘Está bien, pero tú lo estás haciendo suceder; en cambio, déjalo suceder’. Y tenía razón” [XII-6, 15-1-2006]. Esta visión transforma y matiza: tanto en la experiencia del actor como en la del director, no se trata de “hacer suceder” sino de “dejar que suceda”. Es decir, no imponer actos (gestos, posturas, tonos) e interpretaciones de esos actos, sino colocarse en un estado de disponibilidad, de susceptibilidad, a partir de unos elementos dados, para que sea el mismo juego de relaciones el que determine el suceso.



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