viernes, 26 de agosto de 2011

Límites

DGD: Paisajes-Serie azul 15 (clonografía), 2008



Aquí estoy con toda mi presencia.
Mi alma gris. Mi corazón distante.
Otra cosa no tengo. Ni he tenido.
Y sin embargo, falto.

Falto en mi corazón. Huyo en mi sangre.
Mi alma siente su humedad de nada.
Y sólo tengo como mío, el fondo
Del propio abismo que nos crece dentro.

Roque Vallejos




El mar sólo se deja sentir en sus límites. A medida que la mirada desde la costa se aleja hacia el horizonte, el azul se va aquietando de tal manera que a lo lejos no es sino algo tan inmóvil como el cielo. Pero basta ver cómo y de qué manera se mueve en la orilla, cómo la ola rompe, esa ola que ha sido engendrada en la quietud, en la aparente inmovilidad del azul de lontananza, y que ha venido acercándose, cobrando cuerpo, cargándose de sí misma, hasta culminar en eso que llamamos rompimiento, ahí, justo en el límite entre mar y tierra.

No sólo el mar: también su espejo en el cielo. En la nube que está sobre nuestras cabezas podemos apreciar ese otro oleaje, el hilado y deshilado, el irse descargando de sí misma, mientras que las nubes lejanas —sobre todo aquellas que se posan sobre el límite entre cielo y mar— nos parecen inmóviles.

Lo mismo sucede con los árboles agitados por el viento. Lo que más se mueve es la parte más alta del follaje, la más fina. A medida que la mirada baja, hay menos y menos movimiento hasta llegar al tronco y a la quietud con que se asienta en la tierra. Una gradación de movimientos: del tronco a las ramas inferiores, y de ellas a las superiores, y de ellas a las hojas y así, en lo más alto, a la danza espléndida que son los árboles que creemos quietos.

Tampoco la montaña debe estar tan quieta como nos parece.

No. Toda esta naturaleza no es indiferente: sólo está absorta. Es como la parte más lejana de mi conciencia, equivalente al romper de la ola, al destejerse de las nubes o a los ramajes más altos y delgados.

En lo más quieto está lo más raudo. Lo que llamamos límites no son sino los cambios de ritmo, la síncopa que aumenta, la percusión que se acelera.

El mundo sólo se deja sentir en los límites, precisamente para sabernos ilimitados.


*


[De Ónfalo, nuevo material.]





lunes, 15 de agosto de 2011

Los que saben no hablan

DGD: Paisajes-Serie ártica 17 (clonografía), 2009


Un antiguo principio del Zen rinzai indica: “Los que saben no hablan; los que hablan no saben”. En la “era de la información”, la práctica mística de la iniciación puede actualizarse de este modo: “Los que hablan están informados, algunos de ellos conocen, ninguno sabe. Los que saben no están informados, algunos de ellos conocen, ninguno habla”.

Estar informado es con frecuencia el mayor impedimento para conocer. Conocer es con frecuencia el mayor impedimento para saber.

“La sabiduría no conoce, pero ilumina la más profunda hondura”, dice la doctrina Zen.

La “era de la información” comete la falacia de considerar al conocimiento como punto medio entre estar informado y saber.

Los que están informados confunden información con conocimiento. Esa confusión los hace perder por completo el contacto con la sabiduría.

Los que saben no necesitan el conocimiento, pero algunos lo buscan por elección y casi por gusto. Casi todos ellos se desentienden por completo de la información, pero unos pocos la acumulan como entrenamiento, e incluso, a veces, llegan a hablar como amorosa penitencia.

Entonces dicen, con Antonio Porchia: “Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo”. Pero hablan. Y el porqué hablan es claramente expuesto por otro hombre que sabe y habla, Tomás Segovia:



Hablar es desarmarse porque es estar siempre en falta abiertamente. Es cierto pues que seul le Silence est grand, tout le reste est faiblesse. Pero esta debilidad puede ser el principio de una fuerza. El que se transporta, el que habla y con ello abre la puerta a la duda, el que se explica y de ese modo se descubre, el que se expresa y por tanto nunca coincidirá exactamente consigo mismo, el que se delata y se traiciona, en fin, renuncia a la victoria. Lo cual no significa necesariamente que esté por debajo de la victoria. Puede quizá aspirar a una victoria más alta, no sobre el contrincante, sino sobre la guerra misma. [...] Perderse en explicaciones es correr efectivamente el riesgo de perderse. Pero todo lo que puede perderse puede también salvarse, e incluso sólo eso puede salvarse.

Las escuelas esotéricas y herméticas de Occidente asumen el no hablar como ocultar; de manera muy distinta, Oriente denuncia la total incompatibilidad de la sabiduría y la razón, y ante todo la racionalidad del lenguaje. El occidental calla para mantener en secreto de élite las claves y principios; el oriental no habla porque considera que la verdadera iniciación es ajena al pensamiento discursivo y que la verbalidad racional sólo produce falsas iluminaciones.

En un momento en que Occidente se ha extendido a casi todo el mundo y ha impuesto su cultura basada en la información, saber ya no puede ser el antagónico de hablar. El que sabe debe hablar, aun con todos los “aunques” imaginables: aunque nuestra modernidad coloca a todo hablar en un mismo nivel superficial equivalente a hacer ruido con la boca; aunque vivamos en una verborrea diseñada por el poder para enmudecer el sentido y mantenerlo mudo; aunque haya tantos informados y conocedores que hablan casi como tiros al aire, esperando que de modo espontáneo y azaroso adquirirán (así lo dicen) alguna sabiduría, o al menos ese simulacro que tanto deslumbra en las academias.

De ahí la amorosa penitencia del que sabe y habla. Sabe que no debería hablar, pero habla. Se dirige a todos, amorosamente, y no sólo a aquellos que saben que escuchar es la forma más íntima de saber. Porque también sabe que su palabra habrá de distinguirse de la de los que hablan sin saber, y que un día será la única palabra posible: la que se expone, descubre y desnuda, la que se pierde para salvarse.


sábado, 6 de agosto de 2011

Tiempo y control

DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 13 (clonografía), 2001


Desde épocas remotas se ha cultivado la idea según la cual medir es controlar. Gran ejemplo es el tiempo y, con él, ese mecanismo de larga historia y cuyo nombre es reloj. Las antiguas civilizaciones observaron que el universo era modular: el día y la noche o los ciclos de la luna eran sucesivos, pero esa sucesividad no se cerraba en sí misma: era la expresión de una portentosa simultaneidad. Para el hombre “arcaico” medir el tiempo no era controlarlo sino reconocerse parte de esa expresión cósmica. Desde el presente concebimos a esos hombres como encerrados en una maquinaria de ominosa regularidad a la que debían adaptarse (tal como hacemos nosotros, que todo lo definimos como maquinaria), pero ellos no se contemplaban de ese modo. Aún no había nacido el tiempo como invención humana de control.

Tres milenios antes de Cristo, los chinos (y más tarde los egipcios y los incas) usaron el reloj de sol: brillantemente notaron que la sombra de una arista dispuesta sobre un disco podía marcar fragmentos del día a los que luego se llamó horas. Sin embargo, las noches y los días nublados quedaban sin medida (es decir sin la ilusión de ser “controlados”); los romanos solucionaron en parte ese problema por medio de velas con marcas regulares cuyo propósito era sentir las horas nocturnas.

El siguiente paso fue apoyarse en el agua, que era otro fluir semejante al del tiempo: en Babilonia, Egipto, Grecia y Roma se impuso el bello diseño de la clepsidra, en la que más tarde el agua se cambió por arena: otra forma de flujo, como sabían los hombres que veneraban el desierto. (Vitrubio habla de un reloj de aire cuyos pormenores nos son desconocidos.) Alfonso el Sabio cuenta que hacia el año 1267 se fue afinando el mecanismo de movimiento rotatorio continuo cuyos antecedentes se remontan a los ilustres nombres de Leonardo y Galileo.

Hacia principios del siglo VIII los relojes de pesas adornaron las torres de las iglesias europeas, imagen simbólica de la eternidad divina. Era, en efecto, una forma de control, pero no del tiempo sino de los fieles, que a cada tanto debían volver las miradas hacia la iglesia para medir el tiempo (y aunque no lo hicieran, las campanadas les recordaban no sólo sus obligaciones religiosas sino su lugar subordinado en el universo). Si ya para la ciencia de la época el mundo era un mecanismo, la iglesia lo convirtió en un reloj cuyo centro inalterable era la institución religiosa. Las torres “laicas”, como la de Londres, se basaron en el mismo principio, sólo que sustituyendo la omnipresencia divina por la del poder del Estado.

Fue justamente en un grupo de refugiados que huían de las persecuciones religiosas y que hacia el año 1535 se ubicaron en los Alpes suizos, que comenzó la idea de construir un reloj que midiera el tiempo humano en independencia de la ominosa eternidad que la iglesia había monopolizado. Así nació el reloj del que el herético Harry Lime se burla cuando en The Third Man (1949), desde la historia de Graham Greene y la cínica voz y expresión facial de Orson Welles, emprende su célebre elogio del mal como motor de la historia: “En Italia durante treinta años bajo el dominio de los Borgia hubo guerra, terror, asesinatos y baños de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, a Leonardo da Vinci y al Renacimiento. En Suiza proclamaron el amor fraterno: tuvieron quinientos años de democracia y paz, y ¿qué produjeron? ¡El reloj cucú!”.

Todos los cronómetros están sincronizados, en el sentido de que existe un acuerdo universal en la medida del tiempo: en todas partes se “controla” el devenir de igual modo. Por eso es tan interesante el reloj japonés o wadokei, que medía las horas tradicionales de esa cultura; sucedió que el reloj occidental, llevado a Japón por misioneros jesuitas y comerciantes holandeses en el siglo XVI, fue adaptado a husos particulares del Japón; el primer paso fue dotarlo de seis unidades de tiempo diurnas y seis nocturnas. Mientras que los relojes europeos medían horas siempre iguales, el wadokei variaba con las estaciones: las horas diurnas duraban más en verano y menos en invierno, y a la inversa. Lo fascinante es que este reloj iba hacia atrás: la hora novena comenzaba a medianoche; luego venían la octava y la séptima; la sexta marcaba el amanecer; después de la quinta y la cuarta, al llegar el mediodía se retornaba a la hora novena (no se usaban los números 1 a 3 porque ellos estaban reservados al ámbito de lo sagrado). Además, a cada hora correspondía un signo del zodíaco oriental. Este meritorio —y complejo— esfuerzo por mantener unidas la sucesividad y la simultaneidad terminó en 1873, cuando el gobierno japonés se avino al estilo occidental: desde entonces también en Japón hay igualdad con el calendario gregoriano y horas desgajadas del sustento arquetípico.

No es el único ejemplo de una gran pérdida: también en Mesoamérica había un calendario, el Tonalpohualli, y la versión maya, el Tzolkin, que medían el tiempo de acuerdo con una visión integral: el orden humano coincidía con órdenes mayores y medir no era controlar sino sincronizarse. Las cuentas cortas (kalendarium: libro de cuentas) eran parte de las cuentas largas, y la más larga estaba presente en la más corta. El tiempo no era una máquina opresiva consagrada a la producción sino un organismo vivo, consciente. Ahora se mide; antes se contaba, en el mismo sentido en que se dice contar un cuento o un mito.

Y aunque en el siglo XX y el XXI la industria relojera es ya cuestión de robótica, cuarzo, sistemas numéricos y fibra óptica (y, sobre todo, en que los relojes son símbolos de distinción y de clase), la ilusión es la misma: el hombre cree que controla el tiempo pero en realidad es controlado por él, y a tal grado, que la simultaneidad ha desaparecido por completo de la mentalidad humana. Miramos las manecillas que como cuchillas nos dividen en tajadas el día y la noche, pero ya no contemplamos la carátula misma en conjunto, que contiene todos los signos a la vez.

Ese era uno de los portentos que lograba el wadokei con su sola presencia: el hecho de numerar los fragmentos de tiempo con una numeración inversa (de 9 a 4) era un conjuro mágico que permitía a quien se regía por él mantener viva la certeza de que el ir hacia adelante no es la única dirección posible del tiempo. Las repercusiones de este conjuro son profundas e inagotables; la más inmediata es que el japonés se liberaba de la esclavitud con un simple cambio de mirada. El occidental se concibe como esclavo del tiempo, pero lo es del poder que ha inventado el tiempo exclusivamente sucesivo como una “carrera contra el reloj” sin posible escapatoria.

Lo que los relojes omnipresentes miden no es el tiempo sino la prisa. No es el tiempo al que se da tanta importancia, sino a la premura por la producción y el “progreso”, la insaciable carrera hacia ninguna parte. Homo hominis lupus: el tiempo exclusivamente sucesivo es la mayor y más eficiente forma de control del hombre sobre el hombre.

“No hay tiempo que perder”, dice Huidobro en Altazor. (Nótense de paso las dos posibles lecturas: la primera es la previsible: “hay que aprovechar el tiempo”, pero la segunda es una antigua intuición que ha sido eliminada por la idea moderna del tiempo útil: “no existe tal cosa como el tiempo perdido”.) El occidental entiende la frase “No hay tiempo que perder” como la desesperada exhortación a “aprovechar” cada segundo de una cuenta finita, de una clepsidra que se vacía inexorablemente. Sin embargo, los versos que siguen aclaran el sentido que persigue el poeta: “A la hora del cuerpo en el naufragio ambiguo / Yo mido paso a paso el infinito”. El cuerpo parece sumido en el naufragio (la inmersión en el tiempo), pero el adjetivo elegido es perfecto en cuanto a su conjuro mágico: el naufragio no es absoluto (unívoco) sino ambiguo (poseedor de distintos sentidos aparentemente contradictorios entre sí). Si desde el punto de vista de lo sucesivo la “carrera contra el reloj” —la finitud— parece imponderable, desde la mirada de lo simultáneo el cuerpo no sólo puede medir paso a paso el infinito (medir no como controlar sino como sincronizarse), sino que ello es su mayor desafío y su más profunda prerrogativa.