jueves, 27 de diciembre de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XLII)

DGD: Morfograma 42, 2018.


La conciencia como enemigo

Independientemente del contexto y de la educación de cada actor, un elemento parece conformar la única ley, el único método. Tom Hanks se encarga de enunciarlo:

El exceso de conciencia es el enemigo del actor. Todo creador ha vivido esos momentos en que es tan natural, tan fácil, que no tienes que pensarlo, sencillamente sale de tus dedos o de tu boca y ya estás ahí y todo tiene un perfecto sentido y es tan claro, tan puro y tan libre de artificios que casi puedes recrearlo cada vez que quieras. Pero también hay momentos en que la página se atora o en que no puedes concebir la motivación en tu cabeza y te confunde hasta el final de tus días. Cuando soy obligado a ver los filmes en que he trabajado, siempre encuentro convenientemente momentos para ir al baño porque todo lo que veo ahí es el artificio, todo lo que veo es la arbitrariedad. La muerte de la actuación es la conciencia de uno mismo y hay momentos en que —sin importar el entrenamiento que hayas tenido o el poder de los grupos en que estás— los artificios no pueden ser evitados: es un atrincheramiento [blockade] contra la realidad que tú tratas de conseguir y sencillamente no se va. Sólo puedes esperar que nadie lo note. A veces lo hago y a veces no, pero es parte de la gran experiencia artística el ser aquejado en un punto u otro por “Aún siento que esto no funciona”. [XII-11, 14-5-2006.]

Hanks afirma llanamente: “He podido desarrollar una técnica que no se puede explicar”. Y agrega: “En la profesión he pasado experiencias muy buenas y muy malas, y uno no aprende más que cuando le patean el trasero. Al principio operaba a través de mis instintos, y los instintos no son necesariamente infalibles: si tenía que ser divertido, hacía cosas que me parecía que eran divertidas; si tenía que ser emocional, usaba las emociones que tenía en ese momento. A medida que envejeces y haces el trabajo más seguido, siento que cada vez hay menos de ti mismo en la pantalla, y en cambio creo que he tenido la oportunidad de explorar esas cosas que son misterios acerca del comportamiento humano, de mí mismo, pero realmente del mundo y de la naturaleza humana. Ese es simplemente mi gusto, en oposición a mi DNA”.
          A medida que un actor de cine practica el oficio, hay menos de él mismo en la pantalla. ¿Y más de qué o de quién?, es la pregunta inmediata.


De afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera

Hugh Jackman se detiene en lo que podría llamarse la direccionalidad en la construcción del personaje:

Me gustaría decir que aprendí el método de Stanislavsky en la WAAPA [Western Australian Academy of Performing Arts] en Perth, pero recuerdo que el maestro nos dijo que lo que la gente recuerda menos de Stanislavsky es que él escribió dos libros, y uno fue publicado veinte años después del primero. El segundo se llamaba Building a Character (La construcción del personaje), que era totalmente sobre construir al personaje desde el exterior hacia el interior, dejando que los efectos exteriores afectaran a su vida interior, mientras que el primer libro, que fue revolucionario, era sobre ir del interior hacia el exterior. A mí eso me afectó profundamente porque hasta el día de hoy la actuación es para mí un juego en las dos direcciones; porque a veces un personaje se te ajusta como un guante y todo lo que tienes que hacer es trabajar lo interior, pero a veces no es así. [X-12, 7-3-2004]

Sea del exterior al interior o a la inversa, la técnica de Stanislavsky apunta no a un llenar sino a un vaciar. Jackman toca ese punto:

Todo mundo habla de estar en el momento. Personalmente he hecho meditación por diez o quince años y eso ha cambiado mi vida. No es para todo el mundo, pero es algo que enseña a vaciar el espíritu. Por más que nos gusta pensar del actor que es formidable o que tiene logros, como dicen las reseñas, lo que hacen los grandes actores es que son capaces de hacer abstracción de sí mismos y dejar que las palabras cobren verdad, o la historia, o sus emociones, que es lo que nos hace agarrarnos de ellos. La espontaneidad es lo más difícil del mundo. Y es la gran lección en la vida. Es por eso que pienso que el teatro es el mayor regalo de todos. Me gustaría que todo el mundo en el planeta intentara la actuación porque uno aprende tanto de uno mismo y aprende a ver lo que no es espontáneo. Mientras más estás en el escenario, lo más relajado que consigues estar (la relajación es clave: ella insufla la confianza en uno mismo), aprendes a no hacer nada sino sencillamente ser o estar. Los actores se dejan estar; es un ejercicio que los ayudará enormemente en la vida y en su oficio.

En otras palabras, el actor deja ir de sí su personalidad (letting go) para que algo externo a ella ocupe ese sitio (letting stay) sencillamente para ser o estar (pero nada más complejo ni más misterioso que lo que implican esos dos verbos).
          El no hacer nada es un punto esencial subrayado por Ingmar Bergman en su libro de memorias. En uno de los capítulos narra su experiencia con Ingrid Bergman en Sonata de otoño.

Una mañana se volvió violentamente y me dio una bofetada (¿en broma?) diciéndome que me iba a hacer trizas si no le explicaba en el acto cómo tenía que hacer la escena. Le contesté, furioso ante el sorpresivo ataque, que le había pedido cien veces que no hiciera nada, y que son únicamente los malditos aficionados los que creen que tienen que estar haciendo algo en todo momento.

En la banda de comentarios del DVD de On the Waterfront (Elia Kazan, 1954), Richard Schickel y Jeff Young tocan esa esquiva noción de estar “en el momento”:

Un actor debe permitirse el ser sorprendido. Nunca debe adelantarse al público. En otras palabras: el actor ha leído todo el guión, nosotros no. Pero él no revela que lo ha leído. Así que está, como se dice, “en el momento”. Esa es una de las cosas más difíciles que debe hacer un director: evitar que un actor actúe el final de una escena antes de que lleguemos al final de esa escena.

  Muchos actores comienzan una escena contando el final, porque saben cuál es el final, lo han leído en el guión. Si llegan a una escena que saben que terminará en lágrimas, el director debe asegurarse de que comiencen en risa para que cuando llegue el momento las lágrimas sucedan como deben suceder, sin estar anunciadas, como una sorpresa incluso para el actor. Si desde el principio de la escena el público se da cuenta de que el actor ya está preparado para llorar, la escena está echada a perder, porque ya no tiene una vida interior. Un buen actor te conduce sin saber a dónde va, o como si realmente no supiera a dónde va. De esa manera te sorprendes con él.

Eso es estar en el momento: no anticipar, no “vender el final”, pero también no referirse al pasado, no cargar en cada escena la suma de acontecimientos que han dado lugar a esa escena en particular. Es otra de las razones por las cuales los actores repudian a la conciencia: han leído todo el guión porque tienen que hacerlo, pero su principal desafío estriba en ignorarlo como conjunto y vivirlo como una sucesión de instantes, sorprendiéndose como les sucede en esa otra sucesión llamada realidad.
          Schickel y Young tocan el mismo tema cuando hablan de los extras o “personal de relleno”:

Una cosa que Kazan recomendaba respecto a la gente que aparece en los fondos [background people] es “dales algo que hacer con las manos”, algo qué comer, qué rascar, qué fumar, etcétera, cualquier cosa que los sacara de sí y los hiciera menos conscientes de sí mismos. Vincente Minelli incluso inventaba historias marginales para los extras [back stories for his back people], les daba algo que los hiciera tangibles.

No sólo los actores repudian a la conciencia; el afán de naturalidad (o de “realismo”) implica que en las escenas de conjunto las personas que sólo aparecen en los fondos olviden que son extras y se comporten con la misma inconciencia de la vida cotidiana.
          Buena ilustración se halla en el comentario de Jeremy Irons:

Encuentro que la gente más conmovedora es la gente real. Veo a la gente en la calle y algunas personas me hacen llorar. Gente que no está consciente de tener ningún valor, ningún mérito, y a la que nadie mira, yo la miro y me maravillo. Esa es la cualidad que yo y todos intentamos obtener: esa realidad verdadera, ignorante de sí misma, ignorante de estar en este planeta, de ser una persona. [IX-14, 4-5-2003.]

El actor profundo no encarna a la conciencia, sino a la realidad ignorante de sí misma.




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sábado, 15 de diciembre de 2018

El misterio de los actores y de la actuación (XLI)

DGD: Morfograma 41, 2018.


El actor como cazador

A la idea de una sacralización del actor, como si metafóricamente fuera un mensajero de esferas superiores y casi un profeta, Ben Kingsley opone la del actor como expresión de las esferas más inferiores:

Actuar es tribal; el teatro es tribal. Contar historias está en el corazón de nuestra tribu. Veo a los actores como cazadores. Lo veo muy claramente a veces cuando estamos filmando y todos los actores andamos cazando juntos la verdad de la escena, la verdad de la historia, la integridad de lo que tratamos de hacer, la necesidad, la urgencia, la conexión, el factor “¿cómo supiste acerca de mí?”. Todos andamos cazando eso. Así que si tú piensas acerca de ti mismo, si te percibes, si te conoces como un miembro esencial de tu tribu, ya has adquirido la paciencia necesaria para esperar todo lo que sea necesario, para tensar el arco antes de disparar tu flecha en tu primera cacería.

  Y debes conocer ciertos códigos tribales de honor. Aprenderás a ser un gran cazador mirando y esperando, hasta que un anciano de tu tribu te diga: “Aquí está tu arco, hijo, y aquí está tu flecha; ve a cazar ahora”, y cuando te dan ese arco y flecha y vayas a cazar como cazador-actor, estarás inmensamente agradecido a aquel tiempo en que te dijeron: “No, no, no, todavía no puedes tener un arco y una flecha”. “Pero siquiera déjame sentir el arco.” “Te diré lo que puedes hacer por una semana: probarás el arco pero sin flecha.” “Pero ¿por qué?, ¿por qué voy a estar jalando la cuerda sin flecha?”

  Más tarde en tu vida te dirás que fue por eso que aprendiste quietud [stillness], y es por eso que lograste que estuviera tan completa y gozosamente dentro de tu cuerpo. A fuerza de jalar la cuerda terminaste por decir: “No me den una flecha”. Y es precisamente entonces que te dan una flecha: precisamente cuando dices que no quieres la flecha, estás listo para ella. Todos estos años, cuando estás impaciente por la flecha, puedes ir a cazar y enfrentar la muerte y perder la confianza. Así que lo que aprendes aquí es a tener la seguridad tribal y tu magnificencia como cazador. Ahí están el arco y la cuerda: debes estar dentro de esta hermosa posesión. Es inmensamente privilegiado, y cuando es tiempo de salir de cacería, lo harás con los mejores. [VIII-10, 17-3-2002.]

Las metáforas del profeta y del cazador no podrían parecer más opuestas. Y sin embargo, en un cierto nivel sabemos que las esferas se tocan, que lo de abajo es un mapa a escala de lo de arriba. Acaso todo depende del punto de vista: también el profeta se entrena y se va depurando a través de disciplina, y también el cazador puede imponerse una presa “alta”. La única conclusión operativa es que cada actor encuentra la metáfora que mejor describe a su proceso interior.
          A eso se refiere Jodie Foster: “Uno hace su propio método. Cada actor, por supuesto, tiene su propio modo de llegar ahí, y amo eso de los actores, el que respetamos los procesos de cada uno y llegamos tan rápidamente a esos lugares que son tan íntimos, sin sentirnos tontos uno frente al otro” (XI-21, 25-9-2005).
          Al Pacino concuerda: “Strasberg me enseñó algo que no siempre recuerdo cumplir: ‘No siempre vayas todo lo lejos que puedes ir’. Y: ‘Siéntete bien en ti mismo’. [...] Cada actor desarrolla su propio método a medida que aprende, porque toda la idea del método es personal” (XII-1, 2-10-2005).


La actuación es la cosa más rara del mundo

Paradójicamente, la sacralización del actor convive con una puerilización: si por un lado recibe una especie de culto, al mismo tiempo es social y culturalmente visto como pueril. Richard Dreyfuss intenta a su manera explicar esa paradoja:

La actuación es la cosa más rara del mundo. No sólo es (afrontémoslo) infantil o pueril, también es noble. Y no sólo es noble sino que es la más íntima de todas las formas de arte. Puedes escribir novelas íntimas, música, puedes poner piedras en la pared, pero cuando actúas en público, muestras aquello que la gente sólo hace en privado. Les muestras su más íntimo comportamiento frente a ellos mismos y a mucha otra gente. Hay algo raro y tienen que alimentarlo, deben dar espacio a esta peculiaridad o no sucederá nada de bello y de justo. Le deben respeto [al actor] e incluso lo que yo llamo adoración [awe]. [VII-4, 3-12-2000]

El actor es visto como un niño en el empobrecedor sentido social, es decir como un ser amorfo, ambiguo, inacabado, en “vías de desarrollo”, salvaje en más de un sentido, lo cual significa que —como bien observa Dreyfuss— hace en público lo que la gente sensata sólo hace en privado. La sacralización del actor tiene, pues, algo de mórbido. Es como el “exhibicionista profesional” al que se da licencia de mostrar lo oculto, con lo cual la relación del público con él es ante todo la del voyerista.


La frialdad

Según el filme Mistery Date, al humorista George Burns se debe uno de esos aforismos que dicen verdades mitad en serio, mitad en serio: “La clave de la actuación es la honestidad. Una vez que puedes fingir eso, estás del otro lado”. El actor está del otro lado no cuando es honesto sino cuando logra fingir que lo es. Y casi podría decirse: cuando logra honestamente fingir que es honesto.
          Otro lugar común —que tampoco deja de ser paradójico— es el de identificar al profesional que es capaz de expresar todas las emociones humanas, como incapaz de tenerlas. Al menos en la Francia de Proust este lugar común era una especie de “verdad social”, y así lo muestra el enorme éxito de una obra teatral como Las muchachas de mármol (Les Filles de Marbre) de Théodore Barrière, estrenada en 1853; este melodrama lírico en cinco actos se ocupaba de las actrices, a las que definía tan frías como el mármol en materia de sentimientos, y capaces de obstaculizar la vocación del verdadero artista, es decir del que sí era capaz de una profunda sentimentalidad.
          Acaso a esto se limitaba la “moraleja” de esta obra, pero en ningún modo se detenían ahí sus implicaciones. En primer lugar, esta obra incita a imaginar a las actrices de Les Filles de Marbre representando a actrices. ¿Qué mecanismos se despiertan cuando un actor interpreta a un personaje que es actor? ¿En dónde quedan las fronteras entre ser y actuar, entre presentar y representar, entre fingir que no se miente y mentir con toda honestidad?
          Podría volverse a algunas de las preguntas fundamentales, por ejemplo: ¿la función del actor estriba únicamente en fingir que no actúa, para que así el espectador deje de actuar por un momento su papel cotidiano? O bien: en el territorio de lo humano la sinceridad, la transparencia y la desnudez ¿sólo son posibles en el clímax de la artificialidad, el disimulo y la opacidad?
          Una interesante observación hace Michael Caine cuando habla de su método personal: “He interpretado muchas veces a un tipo: el ganador que luce como perdedor. Es un estilo de actuación que creo que tengo, y consiste en esto: muchos actores hacen un retrato de ellos mismos y lo sostienen ante el público diciéndole ‘Mírame’, mientras que lo que a mí me gusta es sostener ante el público un espejo y decirles ‘Mírate’. Cuando el espectador, sea hombre o mujer, te mira, se dice: ‘Hay algo de mí en él; ¿cómo supo eso de mí?’” (VI-5, 9-1-2000).
          El actor finge que no actúa; el espectador finge que es “real” aquello que aquél le ofrece en el escenario o pantalla. Ambos concuerdan, se ponen de acuerdo en algo que sólo se logra por medio del fingimiento, detrás de las fachadas, a mitad del más enrevesado juego de espejos. Porque decir “fingimiento” es aludir a una magnitud inmensa, hecha de una intrincadísima combinatoria de grados del fingir que se dan en mil relaciones simultáneas: del actor al personaje, del actor al espectador, del actor a los demás actores, del personaje a los demás personajes, del espectador a los demás espectadores, sin hablar de los respectivos fingimientos de otros integrantes del juego, como el autor o el director.
          Ninguno de estos participantes dice las cosas directas, ninguno hace lo que dice o dice lo que hace, ninguno muestra su juego abierto, y su principal actividad no es decir sino encubrir, por un lado, y por otro adivinar. Es esto lo que fascina al espectador, no tanto el verse sumido en vidas ajenas como el sumergirse en marañas de enigmas a descifrar en donde debe adivinar las intenciones verdaderas, discernir los móviles ocultos, elucidar los deseos soterrados. Lo que llamamos “historias” no es otra cosa que fingimientos concéntricos que se dan como las capas de la cebolla y cuyos participantes avanzan en la medida en que logran vencer la avalancha de apariencias que se le imponen sin cesar como obstáculos. Es en este sentido que las “realidades hipotéticas” o los “mundos ficticios” son mapas a escala de lo que se llama “realidad cotidiana”.
          ¿Quién dice “mírame”, quién dice “mírate”? Nadie sabe nada de nadie, y sin embargo hay misteriosísimos instantes privilegiados en los que todos lo saben todo de todos, incluyendo las razones y significados más profundos de los actos de representar, actuar y fingir.



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