domingo, 26 de abril de 2015

¿Por qué crear?


DGD: Textiles-Serie blanca 27 (clonografía), 2010

El debate acerca del mal se relaciona íntimamente con la cuestión del ser, y es aquí en donde muestra sus enigmáticas ligas con el eterno arquetipo de Nadie. En primer lugar los teólogos se han hecho un cuestionamiento: ¿por qué si Dios previó que sus criaturas iban a usar el libre albedrío para su propio daño, no se abstuvo de crearlas, o por qué no lo hizo con algún “resguardo” para que no hicieran ese mal uso, o de plano denegándoles totalmente ese don? Santo Tomás responde que Dios no puede cambiar su mente, porque la voluntad divina está libre del defecto de flaqueza o mutabilidad.

Gran tema es este: para demostrar un argumento positivo respecto a la divinidad, los teólogos ortodoxos se ven en la necesidad (nunca asumida del todo) de negar el primer atributo de Dios, la omnipotencia. Ésta queda refutada de modo inquietante: el Creador no puede esto, es incapaz de aquello. Se trata de la misma gran afirmación humana (que tiene mucho de consuelo y a veces de venganza torva) de la que también se valen paganos y heresiarcas: la divinidad está limitada por su propia carencia de límites.

Irrefutable a nivel lógico: la flaqueza, la variabilidad, la inconstancia (incluso la adaptabilidad) son defectos de la voluntad, y la de Dios no puede tener defectos; no puede, por tanto, cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo. Ante todo, haber evitado el mal en la Creación (defecto en la naturaleza divina) le resulta imposible, porque si el propósito de Dios fuera dependiente del acto libre de cualquier criatura, Dios estaría sacrificando su propia libertad, es decir que se sometería a sus criaturas y abdicaría de su supremacía esencial. No obstante, para la imaginación popular es precisamente eso lo que la divinidad parece haber hecho: someterse y abdicar. El laberinto lógico de la teología es vertiginoso: ¿en qué modo puede conciliarse la libertad infinita de Dios y el que no puede hacer uso de ella (cambiar de parecer, modificar en el camino, corregir el rumbo)?

A nivel mítico, esta discusión está presidida por una pregunta aparentemente simple: ¿por qué la divinidad crea? En otras palabras: ¿por qué Dios eligió crear, cuando la creación de ninguna manera era necesaria para su propia perfección? Santo Tomás contesta que Dios crea para manifestar su propia bondad, poder y sabiduría, y que se complace con su reflejo o semejanza, reflejo en el que consiste la bondad de la creación. El placer de Dios es “motivo sumamente perfecto para la acción, semejante al propio Dios y a sus criaturas. No se debe a cualquier necesidad, o a la necesidad innata de la naturaleza divina”, argumenta Tomás, sino a que “Dios es el origen, centro y objeto de toda la existencia”. Esta es la razón suficiente para la existencia del universo, incluso para el sufrimiento, introducido por el mal moral.

“Dios no ha creado al mundo para bien del hombre”, continúa Tomás, “sino para su propio placer, pero es bien para el hombre, cuando éste se adecua al supremo propósito de la creación, y es mal cuando se aleja de él”. Podría pensarse, pues, que el sufrimiento entre los hombres causa a Dios el mismo placer que la bondad entre ellos, puesto que ambos, bien y mal, son parte de su creación hedonista (“para su propio placer”). La ironía es una suerte de respuesta en la novela Twinkle, Twinkle, Killer Kane (1966) de William Peter Blatty, uno de cuyos personajes exclama: “La infinita bondad significa crear un ser que uno sabe por anticipado que se va a quejar”.

En otra de sus novelas (también llevada al cine), Legion, Blatty expone la teoría del “Ángel”; según ésta, la caída del hombre fue anterior a la creación del universo; antes del Big Bang, la humanidad era un solo ser angélico que cayó de la gracia divina y a quien se dio una transformación en el universo material como una forma de salvación. El objetivo era que este ángel originario, dividido en una legión de personalidades fragmentadas, evolucionara espiritualmente (“¿Puede haber un acto moral sin al menos la posibilidad del sufrimiento?”) y volviera a su estado original, el del ser angélico unitario. Este proceso se menciona en la primera página de la novela más famosa de Blatty, The Exorcist, en la frase “La materia es el esfuerzo de Lucifer por remontar sus pasos y regresar a su Dios”. En esta ingeniosa revisión de la teología no hay demonio o, mejor dicho, la humanidad misma lo es: la legión humana navega dolorosamente por el universo material, que fue creado sólo para posibilitarle un modo de redención, de vuelta a su origen y para recuperación de la gracia.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



jueves, 16 de abril de 2015

El bien inimaginable


DGD: Redes 201 (clonografía), 2012

“El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis.” Acaso tal consenso sintetizado de este modo por Robert Musil, sin dejar de acertar en ciertos niveles, se equivoca en otros. Un buen ejemplo es aportado por Howard Fast en su célebre novela Espartaco (1951); ahí la rebelión de los esclavos en el año 73 a.C. es descrita casi en los términos de Musil, y casi a manera de respuesta a esos términos:

Es posible que mientras Espartaco estudia el mapa [del campo de batalla] se le plantee mentalmente la pregunta de cómo nació ese ejército [de rebeldes que lo siguen]. Piensa en el puñado de gladiadores [que lo iniciaron todo con él], y los compara con una lanza que, al ser arrojada, hubiera puesto en movimiento a un mar de vida, que de pronto había arrasado a la aparente calma y estabilidad del mundo de los esclavos.

En este caso era el mal el que actuaba como sinónimo de parálisis: la calma aparente y la falsa estabilidad del “esplendor” imperial romano basado en la explotación brutal de centenares de miles de seres humanos (sin duda lo mismo podría decirse del mundo dos milenios más tarde, de su “estabilidad”, de su “libertad”, de su “seguridad” basadas en otras formas de la esclavitud y la injusticia social). En este nivel es el bien el que pone las cosas en movimiento, el mar de vida que se opone a la parálisis generalizada por el poder.

Desde luego que el cinismo, actitud básica del mal, se negaría a darle el nombre de bien porque, en su usual manera de manipular los significados de las palabras, lo definiría como “una parte del mal que puso en movimiento a las partes restantes de ese mismo mal”. Pero esta discusión es mucho más que meramente de léxico.

No es en absoluto gratuito el hecho de que el Espartaco de Howard Fast fuera censurado en Estados Unidos durante la caza macartista de brujas y en España por el franquismo (Fast llegó a estar en prisión por negarse a dar los nombres de sus compañeros norteamericanos colaboradores del republicanismo español).

Los esclavos que se rebelan bajo la guía de Espartaco son magníficos ejemplos del bien inimaginable. El líder de ese movimiento “piensa en la interminable lucha por transformar a esos esclavos en soldados, para hacer que pensaran y trabajaran en común, y trata entonces de comprender por qué ese movimiento se detuvo”. En efecto, luego de una rebelión de cuatro años que estuvo a punto, como ningún otro conflicto, de terminar con la Roma imperial, los esclavos fueron vencidos.

Sin embargo, si ese movimiento se detuvo, si parece que el bien ha sido derrotado por enésima vez, no fue por haber llegado por sí mismo a la parálisis que le era “característica”, sino todo lo contrario. Porque el mal no es aquello que moviliza, sino el encargado de detener y paralizar a todo lo que en sí es movimiento, como la vida.

*

Bibliografía
Howard Fast: Spartacus, 1951. Espartaco, Ediciones Eneas, Buenos Aires, 1956.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]


domingo, 5 de abril de 2015

¿Ningún lugar a dónde ir?


DGD: Redes 26 (clonografía), 2009

En Los hermanos Karamazov, Dostoievski pinta a uno de los hermanos, Iván, que en el transcurso de una alucinación sostiene un diálogo con el diablo. Y éste exclama: “Fui un simple emisario; se me obligó a hacer crítica, y la vida empezó entonces. Pero yo, que comprendo esta comedia, deseo desaparecer. ‘No’, me replican; “es necesario que vivas, porque sin ti nada existiría. Si todo fuera buen juicio en la tierra, no pasaría nada. Sin tu intervención no se producirían acontecimientos, y los acontecimientos son necesarios.’ Por eso, aun contra mi voluntad, cumplí mi misión de producir acontecimientos, y obedezco la orden de ir contra la razón”.

Aquí el diablo se muestra de acuerdo con el fundamental sobreentendido de la filosofía y de la teología occidentales, bien sintetizada por Robert Musil en unas cuantas palabras: “El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis”.

Por su parte, Séneca intenta demostrar la existencia de un orden en el universo: “la naturaleza no consiente que los bienes dañen a los buenos". El bien no daña a los que lo eligen, y tampoco a los malos. Y agrega:

Cuando vieras que los varones justos y amados de Dios padecen trabajos y fatigas, y que caminan cuesta arriba y que al contrario los malos están lozanos y abundantes de deleite, persuádete a que, del mismo modo que nos agrada la modestia de los hijos, y nos deleita la licencia de los esclavos nacidos en casa, y a los primeros frenamos con melancólico recogimiento, y en los otros alentamos la desenvoltura, así hace lo mismo Dios, sin tener en deleites al varón bueno, de quien hace experiencias para que se haga duro, porque lo prepara para sí.

¿Por qué Dios da trabajos, fatigas e injusticias a aquel al que ama, mientras que los malos gozan y se deleitan? ¿Por qué la divinidad endurece al justo para “prepararlo para sí”? ¿De dónde proviene esta idea según la cual el malo, tratado con privilegios y abundancias en vida, con ello se “ablanda” y por ello su tortura es mayor en el infierno, mientras que el justo, que tuvo una vida tan dura, apreciará doblemente los privilegios y deleites del cielo?

En el nivel más inmediato hay aquí, desde luego, una clara muestra del lado ideológico de la teología (convencer a la feligresía de conformarse, de no cuestionar a la autoridad terrenal, de esperar la justicia en la otra vida, que no en ésta, etcétera), pero también hay, en el fondo, una sugerencia que no ha pasado desapercibida para muchos a lo largo de la historia: la del mal como un entrenamiento para un bien inimaginable.

En el cuento “Ningún lugar a dónde ir” (1971) de Norman Spinrad se da un diálogo entre dos cardenales católicos con puntos de vista opuestos. Uno de ellos afirma:

El mal es infinitamente sutil; ¿por qué no podría esconderse bajo la apariencia del supremo bien? Hay buenas razones para que el Demonio sea conocido como el Príncipe de las Mentiras. Creo que está usted sirviendo a Satán aunque crea sinceramente que está sirviendo a Dios. ¿Tiene usted alguna forma de saber que estoy equivocado?

El otro responde con una pregunta igualmente eficaz: “¿Tiene usted alguna forma de saber que yo no estoy en lo cierto? Si lo estoy, está usted intentando frenar a la voluntad de Dios, con lo que se aparta cada vez más de Su Gracia”. Al primero no queda sino una demostración “lógica” que resulta paradójica y hasta algo ridícula tratándose de los terrenos de la religión: “Ambos no podemos estar en lo cierto...”.

Y entonces, a partir de esas palabras el segundo cardenal tiene una terrible y “abrumadora iluminación de las relaciones entre la Iglesia y Dios: ambos interlocutores no podían estar en lo cierto, pero no había ninguna razón para creer que ambos no estaban equivocados. Además de Dios y Satán, existía también el vacío”.

Interesante re-colocación de los términos del problema, que es siempre, al parecer de modo inevitable, binario. La lucha de los opuestos (bien-mal, alto-bajo, divino-humano) implica, y a veces exige, que ambos polos no pueden prevalecer al mismo tiempo, pero a la vez oculta la idea correspondiente: que ambos pueden estar equivocados a la vez. Es la entrevisión de un inimaginable tercer interlocutor, de un “tercero en discordia” (o más bien, acaso, en concordia).

En toda esta discusión, es Tomás Segovia quien muestra que la aparente condena es el principio de una redención: “Qué paz la del que se persuadiese sin sombra de duda de que es un malvado total y está corrompido sin remedio. Lo terrible de la vida humana es que todos somos redimibles siempre”.

*

Bibliografía
Norman Spinrad: “No Direction Home” (1971), en No Direction Home, Pocket Books, Nueva York, 1975. [“Ningún lugar a dónde ir”, en Llorad por nuestro futuro, Acervo (col. Ciencia Ficción 28), Madrid, 1978; traducción de Domingo Santos y Sebastián Castro.]

*

[De Libro de Nadie 3. Leer capítulo siguiente.]