miércoles, 26 de enero de 2011

Alteroscopio (séptima parte, concluye)

DGD: Textil 102 (clonografía), 2009
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Un viaje experimental hecho involuntariamente
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Pero hay otra forma mística de ver que implica todo lo contrario: no el desprecio ni el aislamiento sino el compromiso y la integración, sin que ello signifique caer bajo el influjo del “Querer y Poder”. El que ve de este modo da un paso más allá de construir una realidad cerebral: desea sin abrasarse no porque rehúya el reino de las pasiones sino porque no tiene otra pasión que la de contemplar. A esta forma de la visión pertenece sin duda la llamada del alteroscopio, y su gran declaración de principios radica en varios párrafos escritos por Bernardo Soares —el único seudónimo real de Fernando Pessoa— en El libro del desasosiego, y sobre todo en este:
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La vida es un viaje experimental, hecho involuntariamente. Es un viaje del espíritu a través de la materia y, como es el espíritu quien viaja, es en él donde se vive. Hay, por eso, almas contemplativas que han vivido más intensa, más extensa, más tumultuosamente que otras que han vivido externas. El resultado lo es todo.
___Lo que se ha sentido ha sido lo que se ha vivido. Uno se recoge de un sueño como de un trabajo visible. Nunca se ha vivido tanto como cuando se ha pensado mucho.
___Quien está en el rincón de la sala baila con todos los bailarines. Lo ve todo y, porque lo ve todo, lo vive todo. Como todo, en última instancia, es una sensación nuestra, tanto vale el contacto con un cuerpo como su visión o, incluso, su simple recuerdo. Bailo, pues, cuando veo bailar. Digo, como el poeta inglés, al narrar que contemplaba, tumbado en la hierba, a tres segadores: “Un cuarto está segando, y ése soy yo”.
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Lo primero que hace Soares es marcar el peligro de la otra forma mística de ver: “De tanto pensarme, soy ya mis pensamientos pero no yo. Me he sondeado y dejado caer la sonda; vivo pensando si soy hondo o no, sin otra sonda ahora que la mirada que me muestra, de claro a negro en el espejo del pozo alto, mi propio rostro que me contempla contemplarlo”. Luego, asume su propio sentido de ver, que es un involucramiento tan a fondo, que Soares llega a exclamar:
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¡Tanto he vivido sin haber vivido! ¡Tanto he pensado sin haber pensado! Pesan sobre mí mundos de violencias paradas, de aventuras tenidas sin movimiento.
___Estoy harto de lo que nunca he tenido ni tendré, tedioso de dioses por existir. Llevo conmigo las heridas de todas las batallas que he evitado. Mi cuerpo muscular está molido del esfuerzo que no he pensado en hacer. [...] Duermo lo que pienso, estoy echado andando, sufro sin sentir. Mi gran nostalgia lo es de nada, es nada, como el cielo alto que no veo, y que estoy mirando impersonalmente.
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Impersonalmente pero no sin persona, es decir sin fronteras entre las personas. Ver que sólo puede significar verlo todo: “Quien ha cruzado todos los mares ha cruzado sólo la monotonía de sí mismo. Yo he cruzado ya más mares que todos. Ya he visto más montañas que las que hay en la tierra. He pasado ya por ciudades más que existentes, y los grandes ríos de ningunos mundos han fluido, absolutos, bajo mis ojos contemplativos. Si viajara, encontraría la copia débil de lo que ya había visto sin viajar”. Y en un portentoso momento de revelación:
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Cualquier cosa, conforme se la considera, es un asombro o un estorbo, un todo o una nada, un camino o una preocupación. Considerarla cada vez de un modo diferente es renovarla, multiplicarla por sí misma. Por eso es por lo que el espíritu contemplativo que nunca ha salido de su aldea tiene a pesar de todo a sus órdenes al universo entero. En una celda o en un desierto está el infinito. En una piedra se duerme cósmicamente.

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Y esto porque: “Ni en torno a esas figuras, con cuya contemplación me entretengo, es mi costumbre urdir cualquier enredo de la fantasía. Las veo, y su valor para mí está en ser vistas. Todo lo demás que les añadiera las disminuiría, porque disminuiría, por así decirlo, su ‘visibilidad’”.
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El sentido es ser “contempladores iguales de las montañas y de las estatuas, disfrutando de los días como de los libros, soñándolo todo, sobre todo para convertirlo en nuestra íntima sustancia”.
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Y aún más, se trata de ver sin las programaciones y consensos que nos dicen qué es ver y cómo se lleva a cabo lo que suponemos una mera acción y que es en realidad una creación: “Ojalá, en este instante lo siento, fuera alguien que pudiera ver esto como si no tuviera con ello más relación que el verlo: ¡contemplarlo todo como si fuera el viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida! No haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas estas cosas, poder verlas con la expresión que tienen separadamente de la expresión que les ha sido impuesta. [...] Fijarse en todo por vez primera, no apocalípticamente, como revelaciones del Misterio, sino directamente, como floraciones de la Realidad”.
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Y por ese camino ser capaz de llegar a la máxima exclamación posible: “He perdido la visión de lo que veía. Me he cegado con vista. Siento ya con la trivialidad del conocimiento. Esto, ahora, no es ya la Realidad: es simplemente la Vida”.
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El desasosiego de Bernardo Soares es el impulso que lo lleva a desentrañar los secretos de la Realidad, que es una hechura (haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas las cosas), y no para manipularla o dominarla, sino para verla (poder verla con la expresión que tiene separadamente de la expresión que le ha sido impuesta) y entonces acceder plena y conscientemente a lo que la Realidad sólo puede contemplar por medio de floraciones aisladas: la Vida.
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sábado, 15 de enero de 2011

Alteroscopio (séptima parte)

DGD: Redes 136 (clonografía), 2010
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La virtud ocular*
La influencia a través de la mirada es un tema antiguo como pocos. Anota Ovidio: “Mirando los ojos de una persona que los tiene malos, el mal se comunica a la persona que los mira y las enfermedades pasan a veces de unos cuerpos a otros” (De remedio amoris, V, 15). De ahí acaso la contraparte, y es que quien mira los ojos de un santo o un iluminado recibe algo de esa gracia aunque no lo sepa o no tenga evidencia directa de la transmisión.
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Con su proverbial seriedad irónica, Montaigne asevera: “Las tortugas y los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que poseen alguna virtud ocular” (Ensayos, Libro I-XX, “De la fuerza de imaginación”).
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Angelus Silesius practica una extraña inversión a la “virtud ocular” en el aforismo 122 del primer libro de su Peregrino querubínico, cuyo subtítulo es “La sensualidad trae el sufrimiento”:
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Un ojo que jamás se priva del placer de ver,
se ciega al fin por entero, y no se ve a sí mismo.
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La sugerencia es inquietante: el placer de ejercer el sentido de la vista es una trampa que conduce a la sensualidad y termina en ceguera: en la peor de ellas, que es la imposibilidad del ojo de verse a sí mismo.
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Gran relación guarda ese aforismo con este otro:
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De que tu vista se ciegue al mirar el sol,
son culpables tus ojos, y no la intensa luz.
[I, 178: La culpa es tuya]
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La lengua en que escribió Silesius, el alemán, contiene una brillante sinonimia. La palabra Stern significa a la vez “estrella” y “pupila del ojo”. Más que un equívoco es un rastro de la mística más antigua de esta cultura, y fue utilizada con fruición por el gusto barroco. En español tiene también manifestaciones; en el extremo más simple de esa línea se halla la más elemental de las metáforas románticas, “Tus ojos son como luceros”; sin embargo, en el otro extremo, el de la lucidez mayor, se encuentra una de las voces de Antonio Porchia:
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Sí, son millones de estrellas. Y millones de estrellas son dos ojos que las miran.
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“No necesito alteroscopio”
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Cuando el telescopio apareció en Holanda hacia 1600, hubo una revolución en el campo de la ciencia que apenas puede hoy imaginarse; por vez primera el ojo “desnudo” era capaz de ver más y más lejos, y los misterios estaban a punto de ser desentrañados (un poco lo mismo sucedió con el microscopio). Pero repercusiones profundas de esta magna herramienta las hubo también en el campo de la mística y la teología, e incluso en el de la emblemática, puesto que el telescopio pasó a metaforizarse, en tanto símbolo de la agudeza visual y, figuradamente, de un conocimiento más profundo.
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Entonces ciertos pensadores se volvieron contra este símbolo, y por ejemplo Daniel Czepko, en Sexcenta monodisticha sapientum (1655), escribió: “Cuando por el telescopio sobre las alturas busca penetrar las estrellas del cielo, y ve resplandecer esta ciudad del espacio, reino sin límites, en sus ojos y en su corazón, que el contemplador de las maravillas de Dios lea estos versos, penetrados de delicias y de esencia: podrá descubrir a Dios en él mismo, las cosas en Dios, mejor de lo que Galileo se las haría conocer”.
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También Angelus Silesius se subió en ese carro, y en el aforismo 187 del libro segundo de su Peregrino querubínico afirmó: “No necesito telescopio”:
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Amigo, si puedo por mí mismo ver a la distancia:
¿Por qué tendría que hacerlo por tu telescopio?
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Es sin duda una pregunta que podría formularse sustituyendo “telescopio” por “alteroscopio”. ¿Es en realidad necesario el aparato para mirar de otra manera? En primer lugar habría que responder que quien lo usa en verdad no quiere delegar en él su capacidad perceptual, sino multiplicarla; no se trata de poner el acento en la herramienta (su mejor nombre sería el instrumento, con todas sus acepciones musicales) sino en aquella exclamación de un personaje de Al faro (1927) de Virginia Woolf: “¡Necesitaría uno tener cincuenta pares de ojos para ver!”.
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Una vista tan rápida como la luz del sol
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En La sabiduría angélica Swedenborg afirma que “La inmensidad de los cielos, en donde viven los ángeles, es tan grande, que si el hombre estuviera dotado de una vista tan rápida como la luz del sol y no dejara de mirar, durante la eternidad, seguramente no encontraría un solo horizonte en donde posar su mirada”. El alteroscopio es una metáfora correspondiente: no otra sino la de un hombre “dotado de una vista tan rápida como la luz del sol” y, sobre todo, la de un ser humano que no deja de mirar y que de este modo encuentra “un solo horizonte en donde posar su mirada”, es decir, un campo de mirada sin linderos ni fronteras.
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Si se examina la literatura hermética, resulta notorio que en ella se describen dos formas místicas de ver. La primera está relacionada con el rechazo budista a la trampa del deseo, y sin duda uno de sus mejores representantes occidentales es un personaje de La piel de zapa (1831) de Balzac; se trata de un hombre que ha conseguido una longevidad lúcida y a la vez trágica: “He llegado”, dice, “a la edad de ciento dos años y me he convertido en millonario. La desgracia me ha proporcionado la fortuna; la ignorancia me ha instruido”. Y de este modo afirma su principio existencial:
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El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: “Querer y Poder”. Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la que yo debo la suerte de mi longevidad. “Querer” nos abrasa y “Poder” nos destruye; pero “Saber” constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma. Así, el deseo, o el querer, ha fenecido en mí, muerto por el pensamiento; la movilidad, o el poder, se ha resuelto por el funcionamiento natural de mis órganos. En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo. [...] Lo he conseguido todo, en fin, por haber sabido desdeñarlo todo. Mi única ambición ha consistido en ver. Ver, ¿no es, acaso, saber? Y saber, ¿no es gozar instintivamente? ¿No es descubrir la sustancia misma del hecho y apropiársela esencialmente?
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Y, en efecto, como afirma el narrador de La piel de zapa al describir a este personaje, “En aquella faz se transparentaba la estoica tranquilidad de un dios que todo lo ve o la seguridad altiva del hombre que todo lo ha visto”. En este caso, el ver es un aislarse de lo visto: “aquel viejo genio moraba en una esfera extraña al mundo en la que vivía aislado, sin goces, porque ya no tenía ilusión; sin dolor, porque ya no conocía placeres”.
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Por medio de su “mirada cerebral”, este anciano (que no de manera gratuita es un anticuario) ha alcanzado un estado análogo al del espectador que desde la butaca contempla una compleja puesta en escena:
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Mis excesos se han condensado en la contemplación de mares, de pueblos, de selvas, de montañas. Lo he visto todo; pero tranquilamente, sin cansancio. Jamás he ambicionado nada, esperándolo todo. Me he paseado por el Universo, como por el jardín de una vivienda de mi propiedad. Lo que los demás califican de penas, amores, ambiciones, reveses, tristezas, se convierte para mí en ideas, que trueco en ensueños; en vez de sentirlas, las expreso, las traduzco; en lugar de dejar que devoren mi vida, las dramatizo, las desarrollo, me distraigo como con novelas que leyera mediante una visión interior.
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Su principio podría, pues, enunciarse como desdeñar para salvarse:
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¡Aquí —prosiguió, dándose, una palmada en la frente—, aquí está el verdadero capital! Paso días deliciosos dirigiendo una mirada inteligente al pasado, evoco países enteros, parajes, vistas del Océano, figuras hermosas de la historia. Tengo un serrallo imaginario, en el que poseo a todas las mujeres que no he conocido. Con frecuencia, contemplo sus guerras, sus revoluciones, y las juzgo. ¡Ah! ¿Cómo preferir febriles, fugaces admiraciones por unas carnes más o menos sonrosadas, más o menos mórbidas? ¿Cómo preferir todos los desastres de sus erradas voluntades a la facultad sublime de llamar ante sí al Universo, al placer inmenso de moverse libremente, sin estar agarrotado por las ligaduras del tiempo ni por las trabas del espacio, al placer de abarcarlo todo, de verlo todo, de inclinarse sobre el borde del mundo para interrogar a las otras esferas, para oír a Dios?
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miércoles, 5 de enero de 2011

Un texto de Tomás Segovia sobre la santidad

DGD: Redes 135 (clonografía), 2010

[Incluyo aquí un extracto fundamental de los Cuadernos de notas de Tomás Segovia (a los que el autor ha llamado El tiempo en los brazos, y cuya segunda mitad puede leerse aquí); se trata de las anotaciones correspondientes al 31 de agosto y 1 de septiembre de 1994, que pueden considerarse una declaración de principios de obra y vida —entidades inseparables. El lector interesado podría consultar mi texto “Tomás Segovia: el arte de pensar” haciendo click aquí. (DGD)]
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Leídas unas cuantas cartas de Rilke desde Toledo (en una traducción española verdaderamente desalentadora).
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Hay una especie de “santidad” que se ha evaporado totalmente del mundo desde hace por lo menos medio siglo. Quiero decir un sentido (o sentimiento) de la santidad —quiero decir un sentido del deber, pero me repugna llamarlo así porque la idea adquiere en seguida un olor puritano y rancio, un eco voluntarista y meritorio que no tiene nada que ver con lo que quiero decir. Se trataría en todo caso de un deber espiritual y más bien aristocrático, con más ensoñación que control, más indolente que empeñoso, más secreto que edificante, más emocionante que ejemplar. Un deber de sensibilidad, de atención, de reflexión —pero también de fruición, de aprovechamiento, y hasta de beneficio y privilegio. No una manera de estar en la vida habitado por un proyecto, un plan, un programa —aunque sea el proyecto o el plan o el programa de una gran idea o de un supremo valor—, sino de estar en la vida imantado, arrastrado con obediencia y respeto por lo que en la vida arrastra, por los riquísimos y purísimos magnetismos de la vida. Eso no es propiamente una moral (aunque en otro sentido también nos falta hoy una moral). Prefiero recurrir a la noción de santidad porque tal vez esa actitud no es santa en sí, pero se caracteriza con toda evidencia por honrar la santidad de la vida.
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Me admira esa fidelidad no sólo en el propio Rilke sino incluso en el mundo que lo rodea: un mundo de aristócratas sumisos ante el genio (y el talento), de grandes editores llenos de gratitud a los escritores que no les proporcionan riqueza y poder sino que los ennoblecen, de princesas que traducen poesía a tres o cuatro lenguas, de lectores y amateurs que tratan a los creadores no con adulación, idolatría, envidia o jactancia, sino con auténtico respeto.
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Es admirable por ejemplo que un pensamiento tan profundo, y además tan coherente y proseguido como el de Rilke, no se “profesionalice” en lo más mínimo, no se convierta ni un momento en cátedra, en lección, en doctrina o en escuela. Y esto que hoy nos parece casi increíble, le resultaba al parecer perfectamente natural a todo el mundo todavía en 1913. Lo cual sugeriría que la frontera (arbitraria, como siempre) se situaría en la Iª Guerra Mundial.
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Estaba pensando en Rubén Darío, que pertenece también claramente a ese mundo, y de pronto recordé una anécdota casi chusca que ya la primera vez que supe de ella (en la adolescencia, creo) me sorprendió mucho: la medición “científica” del cerebro de Rubén Darío después de su muerte para comprobar las condiciones de un cerebro “superior”. La sorpresa consiste en que veinte o treinta años después a nadie se le ocurriría buscar esa superioridad en el cerebro de un poeta exquisito. En todo caso podría ocurrírsele a alguien verificar esa ridícula idea en el cerebro de Einstein, o de Rockefeller, o de Marx —pero ¿del “divino Rubén”?
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El peligro de ese envidiable mundo es, visto desde dentro, el esteticismo y la cursilería, y visto desde fuera, el privilegio fundado en la injusticia social. Pero eso no prueba que para evitar esos males haya que sacrificar necesariamente el alto valor humano de ese temple de alma. No es verdad, aunque lo parezca, que para dejar de circular entre palacios de princesas y hoteles Ritz haya que dejar de ser Rilke. Más bien al revés: hoy no sería tan difícil —ni tan culpable— llevar una vida errante y atenta, circular por Venecia, Toledo, Ronda, París o Bohemia buscando la belleza, la revelación, la significación, con toda la soledad necesaria y toda la comunicación necesaria y sin ser por ello rentista de familia o latifundista opresor.
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Quiero decir que no debería ser tan difícil. Pero lo es. Porque no es que las condiciones actuales lo hagan imposible, sino que mientras tanto hemos perdido las ganas. Ha pasado de moda la santidad. La tecnificación de la vida tiene su paralelo en la profesionalización del espíritu. Un Rilke hoy daría cursos en universidades norteamericanas, sería entrevistado por el Spiegel, aparecería en la televisión, firmaría artículos sobre los presupuestos gubernamentales para la cultura o sobre los programas de enseñanza media, sería jurado en festivales de cine y a lo mejor hasta participaría en los cursos de verano del Escorial. Y en medio de todos esos viajes, de todos esos encuentros con personas interesantes, de todas esas experiencias nuevas, no vería nunca al animal avanzar por lo eterno “como una fuente”, no escucharía al coro de los ángeles terribles, no vería a Toledo puesta directamente sobre la tierra salvaje “sin nada intermedio”. No porque esas cosas no puedan verse en esos viajes, sino porque viajar así es viajar con otro espíritu y no tener ya ojos para ellas.
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Me pregunto incluso si la moral que nos falta podría encontrarse sin esa santidad. Si la santidad no viene siempre antes de la moral, por lo menos negativamente. Quiero decir esto: la santidad no es necesariamente moral, es posible incluso que pueda ser inmoral. Pero su ausencia hace imposible toda moral.
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Pero debo recordar que no estoy hablando de la santidad en sí misma, en primer grado, sino de ese otro segundo grado que consiste en el respeto y la obediencia a la santidad. Esa es la santidad del “hombre de espíritu” —y del artista, por lo menos en su humildad. Ese hombre no quiere encarnar la santidad, sino mostrarla, señalarla, venerarla y darla a venerar. Ser su heraldo. No de veras el profeta —es su soberbia la que lo ha empujado modernamente hacia la profética y tan lejos de la poética—, sino su bautista y su evangelista. Su prototipo no es el Mesías, sino los dos Juanes: Bautista y Evangelista. Justamente tenemos demasiados pequeños mesías, mesías enanos tendríamos que decir, y demasiado pocos grandes bautistas. La grandeza que nos es más ajena es la grandeza de la humildad.
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Basta comparar por ejemplo al mesías enano Breton con el humilde santo bautista Rilke. Rilke jamás hubiera sido jefe de grupo, cabeza de una iglesia, autor de un programa. En este siglo nuestro el apóstol se vuelve papa, la buena nueva dogma, el deslumbramiento escuela.
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Pero en un sentido esa santidad segunda que venera la santidad primera, la santidad de la vida, la santidad que está ahí, la santidad que no soy yo —es la única santidad verdadera. Señala lo otro, lo Santo mismo, y se retira sin tomar su lugar. Porque lo otro no es sino ese lugar a la vez lleno y vacío, absolutamente presente y absolutamente inabordable, y toda santidad que no se retire ante lo Santo es usurpación. Toda palabra santa está ahí para mostrar la santidad del decir pero no en su lugar. La santidad del decir es perfectamente audible pero no formulable.
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El ejemplo de Rilke nos muestra también la esencial discreción de la santidad. La discreción de Rilke no es propia de él, no es una manera de tratamiento que él añade, sino algo que la santidad exige, aunque claro que si él no tuviera tanta discreción la santidad ni siquiera se mostraría a él. La santidad de la vida no es oculta, todo lo contrario: es la patencia misma. Pero la patencia pura es siempre secreta. Es incluso pública pero es ese secreto público que está siempre en la fuente de toda sociedad. Lo que hace, podríamos decir un poco a lo Hölderlin, de una sociedad un pueblo. De ella no se puede hablar en público, sólo se puede hablar discretamente, entre amigos, nunca entre paisanos. Los paisanos que hablen de eso hablarán siempre como amigos, no como paisanos, y siempre será más claro entre amigos extranjeros. Entre paisanos está siempre presente, incluso terriblemente presente, pero rigurosamente muda.
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No sólo Rilke mismo, sino también sus atentos y respetuosísimos corresponsales tenían todas las facilidades del mundo para distraerse, para dispersarse, para olvidar. Y sin embargo no se dejaban distraer, no olvidaban. Eso es lo que es inimaginable hoy. Un Renault 12, un televisor y un departamento por semanas en la playa embotan y absorben a un hombre de hoy mucho más que un Rolls Royce, un palco en la Ópera y un palacio en Venecia a un hombre de 1912. Como se ve, lo que tiene la clase media del “primer mundo” actual no es lo contrario de lo que tenían los privilegiados de antes de la Iª Guerra, es su sustituto, su ersatz. Hasta el valor de la vida es hoy un ersatz.
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Puede decirse generalizando que el antiguo desequilibrio entre hombres ricos y hombres pobres ha quedado sustituido por un desequilibrio entre países ricos y países pobres. Pero es claro que la santidad ha desaparecido de unos y otros. La santidad encarnada, que hace su presa de un individuo y se manifiesta directamente en él, es más bien “primitiva”. Los países pobres siguen siendo pobres, pero ya no son primitivos. Simplificando una vez más, podría decirse que la era de los santos termina cuando empieza la era de las religiones. Los únicos santos convincentes son los profetas y fundadores de religiones y otros iluminados de su entorno. Los demás santos, los de las religiones ya establecidas, son todos excepciones y todos dudosos. Hoy en día hasta la Iglesia los pone en duda. Por otra parte, ya no puede hablarse de verdaderas religiones, sino de fanatismos: la religión se vuelve integrismo, totalitarismo y terrorismo.
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Pero de cualquier manera, el santo es claramente del orden del pobre. Cuando la santidad hace presa de un rico es para convertirlo inmediatamente en pobre. Por eso la santidad encarnada no es posible en un país sin pobres, pero tampoco en un mundo que no es ya de hombres ricos y hombres pobres, sino de países ricos y pobres. Porque los países pobres de hoy son lo que hipócritamente llamamos “en vías de desarrollo”, o sea que viven su pobreza como una posición en una escala continua y netamente orientada, como la situación de una sociedad que todavía no es rica. Mientras que el pobre primitivo no se veía en absoluto a sí mismo como alguien que todavía no es rico, como alguien que está en vías de ser rico, sino justamente que está en vías de ser santo. Y el rico por su parte, si estaba en vías de santidad es que estaba en vías de pobreza.
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Hubo sin embargo ese raro momento inestable en los países que eran ya ricos pero tenían todavía hombres ricos y hombres pobres, un momento en que fue posible una santidad bautista y evangelista, una santidad johánica o juanística, la santidad del “hombre de espíritu”, lo que podríamos llamar también el reino del espíritu santo. Sin duda era necesario (o inevitable, o hicimos inevitable) hacer desaparecer el desequilibrio de ricos y pobres. Por supuesto, ninguno de los programas que se propusieron esa meta pensó ni por un momento en intentar alcanzarla sin estrangular por ello el reino del espíritu santo. Todos ellos eran “materialistas”, es decir ignoraban por completo la materia, tanto el sentido de lo material como la materialidad del sentido. El que triunfó finalmente (o sea por ahora) era seguramente el más materialista de todos.
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Estamos en pleno reino de la apropiación, del control, del consumo y la destrucción. En pleno reino de la usurpación. La tecnología usurpa el lugar de la destreza, la técnica el lugar del conocimiento, la divulgación el de la información, la manipulación el de la seducción, la propaganda el de la fe. En el terreno artístico y del pensamiento, el arte abstracto usurpa hasta la mudez de las cosas, las teorías el lugar de la meditación, la crítica el de la contemplación, etc., etc. En este ambiente el santo de la escucha y la atención, el discreto santo rilkeano cae casi inevitablemente en la tentación de hacerse falso mesías o cínico triunfador, si es que no une astutamente las dos cosas. En un mundo tan obviamente eficaz, ¿dónde encontrar la fidelidad, la renuncia, la discreción y hasta la elegancia para perseguir activa aunque calladamente la belleza, el sentimiento, la evidencia, las visitas de la visión en que la infinita dignidad santa de la vida se ofrece a nuestro infinito respeto enamorado?
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