sábado, 25 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XVII: Misantropía y altruismo)


DGD: Redes 191 (clonografía), 2012

(XVII) Misantropía y altruismo

En el prólogo a Facundo de Sarmiento, Borges dejó estas líneas, cuya esencia solía repetir en muy diversas circunstancias: “El mayor escritor comprometido de nuestra época, Rudyard Kipling, comprendió al fin de su carrera que a un autor puede estarle permitida la invención de una fábula, pero no la íntima comprensión de su moraleja. Recordó el curioso caso de Swift, que se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños. Regresemos, pues, a la secular doctrina de que el poeta es un amanuense del Espíritu o de la Musa. La mitología moderna, menos hermosa, opta por recurrir a la Subconsciencia o aun a lo Subconsciente”.
          Borges se hace eco de la ironía de Kipling, sin que ello contradiga la seriedad y profundidad de la tesis. Resulta inquietante, y revelador, el que los inventores de fábulas puedan conocer la forma pero no del todo el contenido; en cierto modo es un llamado a la humildad el que deban considerarse amanuenses del Espíritu, o de la Musa, o del Subconsciente, o del Inconsciente colectivo, vehículos de un algo que se dice a través de ellos, y de lo que no están del todo conscientes. Uno de los mayores ejemplos sería el de Cervantes, que cree estar haciendo una sátira de las novelas de caballería y lo que deja es un hondo testimonio de la tragicomedia humana, un retrato del alma que se niega a dejar de soñar.

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Sin embargo, el ejemplo que Kipling y Borges ofrecen es equívoco, porque dicho de esa forma —“se propuso redactar un alegato contra el género humano y dejó un libro para niños”—, oscuramente sobreentendemos que tal cambio fue obra de un Destino o de una Musa y que éstos, pese a las intenciones del autor, dieron a Los viajes de Gulliver su rostro “verdadero”. Pero quien transformó a una cosa en la otra fue una sociedad, una cultura, aquella contra la cual Swift levanta su crítica y que se venga convirtiendo a ese manuscrito corrosivo en un “simple libro para niños”, con lo cual los niños se vuelven, una vez más, “simples”, y se muestra con qué facilidad la más aguda crítica contra la sociedad puede banalizarse; dicho de otra manera, se prueba con qué insolencia la ruptura más virulenta puede ser transformada en la más ortodoxa tradición.

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Existe otro equívoco, más grave, al decir que Swift “se propuso redactar un alegato contra el género humano”, porque aquí se trasluce una de las más tramposas equiparaciones que a todos se nos hace sobreentender: la de humanidad con sociedad. Esta tramposa sinonimia es gemela de otra: el tan frecuente decir “la vida” cuando lo que se quiere significar es “la vida social”, que no son lo mismo en absoluto.

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Cuántos suicidas habrían tomado otro camino si se hubieran dado cuenta de que es perfectamente posible escapar de la vida social sin renunciar a la vida. Y es que, en general, no sólo equiparamos humanidad con sociedad, sino con nuestra sociedad; perdonamos hasta nuestros mayores errores, mientras que somos severísimos con las menores equivocaciones de sociedades lejanas a la nuestra, en tiempo o en espacio.
          Al respecto dice Swift: “cuán vano intento es en un hombre el de hacerse honor a sí mismo entre aquellos que están fuera de todo grado de igualdad o de comparación con él”. La comparación es uno de los temas fundamentales de Gulliver; gigante entre diminutos, o diminuto entre gigantes, el narrador termina por intuir que “la comparación me inspiraba un lamentable concepto de mí mismo”, y lo que hace en consecuencia es que “pasaba por alto mi propia pequeñez, como es corriente en cada uno hacer con sus defectos”. Uso primordial del discurso de la conveniencia.

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La posteridad ha actuado respecto a Swift del mismo modo que ante otros autores irreductibles: lo ha acusado de misántropo, es decir, de odiador de la humanidad. Y quienes transmiten esta etiqueta se respaldan en el famoso pasaje de una carta de Swift a Alexander Pope, en el que aquél afirma: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre”. Al reiterar hasta el cansancio esta cita, la crítica está filtrando no sólo la obra entera de Swift sino su vida misma, de tal manera que quedará muy poco de la presencia de Swift en su posteridad (sólo permanecerá lo que ha sido filtrado, que es casi únicamente el de ser “autor de un libro para niños”). La crítica quedará muy satisfecha al usar palabras de Swift para alejarlo de los lectores.
          Y sin embargo, aquí no se está haciendo sino poner en práctica una de las más burdas y a la vez eficientes tácticas del discurso de la conveniencia: el citar de manera incompleta, gran ejemplo de lo cual es el “errar es humano” de Séneca, casi un lema de la modernidad del que se ha expurgado la segunda mitad: “pero perseverar en el error es diabólico”. Lo mismo se hace con aquella frase de Swift, de la que se ha censurado la parte final: “Principalmente odio y detesto a ese animal llamado hombre, aunque con todo mi corazón amo a Juan, a Pedro, a Tomás, y así”. Swift desconfía de la masa, que tiende a la abstracción manipulable, y confía en el individuo, que tiene como características la concreción y la imprevisibilidad.

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Swift redactó un alegato contra la vida social, no contra la vida. Es muy fácil calificar a los críticos de la sociedad como “misántropos”; es, de hecho, la más efectiva de las armas para minimizar su virulencia, para acallar la exactitud de sus denuncias, para deshacerse de la tremenda incomodidad que surge de verse en un espejo tan nítido, tan insobornable. Pero ese espejo —hay que reiterarlo sin fin— no fue construido contra el género humano, sino contra la sociedad, y su primera virulencia consiste en hacernos ver que ambos términos no son, ni con mucho, sinónimos.

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Rubén Bonifaz Nuño, en el prólogo a su traducción de Cármenes de Catulo, sostiene que “hay, en todo verdadero gran poeta, una médula básica de malignidad, mezcla de admiración y desprecio profundo por los hombres, con la cual él se considera a veces a sí mismo, y mira, siempre, hacia todo cuanto externamente lo condiciona”.

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Swift coloca en Los viajes de Gulliver (el libro original, no el pasteurizado por su posteridad) una verdadera bomba, que es justamente un antídoto contra todos los condicionamientos. Es por ello que resultan casi intolerables los párrafos como aquel en que un personaje se atreve a resumir la historia humana en “un montón de conjuras, rebeliones, asesinatos, matanzas, revoluciones y destierros, justamente los peores efectos que pueden producir la avaricia, la parcialidad, la hipocresía, la perfidia, la crueldad, la ira, la locura, el odio, la envidia, la concupiscencia, la malicia y la ambición” (II-6).

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La frase “pasteurizado por su posteridad” permite un juego de palabras no demasiado burdo: la pausteridad. En efecto, eso es precisamente lo que hace cada modernidad: pasar el pretérito por un tamiz, por un filtro, y sólo rescatar lo que esa modernidad valora, desechando todo lo demás. Y lo hará en un sentido de “purificación” e incluso de “sanidad” (en el sentido de “filtración sanitaria”). En el territorio del arte, la posteridad pasteuriza de tal modo que en el imaginario y la memoria colectiva sólo permanece lo conveniente.

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Swift denuncia implacablemente cada una de las lacras que observa en las sociedades, en todos los niveles, y sin duda su observación está cargada de pesimismo, e incluso de nihilismo, pero eso no lo hace un misántropo. El verdadero misántropo se encierra en una torre de marfil, que es una torre de desprecio, y nunca habla a aquellos a los que repudia. Swift, y otros grandes satiristas como él, salen a la calle y hablan a quien quiera oírlos. Hacen obra, se arriesgan al territorio del decir y del hacer.

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Al respecto puede recordarse lo que escribió Tomás Segovia: “El lenguaje es un espacio para una transparencia, y ‘decir’ es ponerse o querer ponerse bajo unos rayos X. Hablar es exponerse. La transparencia es pues expuesta, mientras que el poder y la fuerza están defendidos. El hombre impenetrable y opaco no nos permite entrar en él y así parece real como un objeto” (“El silencio y el resto”, 1964).

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Los grandes satiristas no son “misántropos”, e incluso bien podrían ser vistos como los únicos verdaderos altruistas: si desprecian algo es a su sociedad, no al hombre; algo en su interior les dice, con plena y casi dolorosa claridad, que la vida no es ni con mucho un sinónimo de la vida social, ni el hombre sinónimo del aparato de poder que lo domina. El verdadero misántropo es impenetrable; el altruista se transparenta, se arriesga a equivocarse, se deja ver.

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En Gulliver, Swift afirma que la corrupción de la facultad de razonar es peor que la brutalidad misma. Pero agrega: “Con todo, [...] no era razón lo que poseíamos, sino solamente alguna cierta cualidad apropiada para aumentar nuestros defectos naturales, de igual modo que en un río de corriente agitada se refleja la imagen de un cuerpo deforme, no sólo mayor, sino también mucho más desfigurada”.
          A la vez, con Rabelais, Swift piensa que “la verdad, la justicia, la moderación y sus semejantes residen en todos los hombres” y que “la razón por sí sola es suficiente para dirigir a un ser racional”. Para este autor, el Mal comienza con la aparición de los aparatos autonombrados como intermediarios: la Iglesia, intermediaria entre Dios y el hombre; el Estado, intermediario entre el hombre y el mundo; la burocracia, intermediario entre el hombre y el Estado. Llamar a estos autores misántropos es confabular con la verdadera misantropía, la del poder, que quiere ser, a fin de cuentas, el intermediario entre el hombre y el hombre mismo, es decir el que se interpone entre el hombre y su conciencia, o su psique, o su alma.



miércoles, 15 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XVI: La tradición es lo opuesto a la felicidad)


DGD: Textiles-Serie negra 35 (clonografía), 2012

(XVI) La tradición es lo opuesto a la felicidad

Cyril Connolly se hace una gran pregunta: “Con el deseo de progresar viene anexo el temor a no progresar, el sentimiento de culpa. Si no hubiera padres que se empeñaran en que seamos buenos, ni maestros que nos convencieran de que aprendiéramos, ni nadie que quisiera sentirse orgulloso de nosotros, ¿no viviríamos felices?”. De ahí se deduce fácilmente que la tradición es lo opuesto de la felicidad, o al menos que no la tiene como fin supremo. Más bien, si hubiera que pensar en su meta, vendrían de inmediato a la mente palabras como deber (ser buenos) y trabajo (ser útiles o productivos).

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De maneras siempre oportunas, los “incentivos” o los “correctivos” nos son ofrecidos por ciertas entidades abstractas: el “Estado”, la “Iglesia”, la “sociedad”, la “humanidad”, la “familia”, la “escuela”, e incluso por figuras que no tendrían por qué considerarse abstractas (pero que lo son en cuanto representan a la misma tradición): el amigo(a), el novio(a), el esposo(a), los hijos, los padres, los maestros, los jefes.
          De ahí también que resuenen como irresponsables o escapistas los esfuerzos por reivindicar el ocio emprendidos por Rabelais, Stevenson o Wilde, puesto que el ocio es independencia y libertad respecto a quienes con su orgullo o indignación nos dan tamaño y dirección. La primera expectativa de todas esas entidades abstractas es modelar a los seres a partir del miedo a no satisfacer lo que se espera de cada uno.

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“¡Qué puede importar a la naturaleza”, exclama Connolly, “si progresamos o no! Sus instintos son la satisfacción del hambre y del sexo, la destrucción de los enemigos y la protección de su progenie. ¿Qué monstruo sería el primero que resbaló a la idea del progreso? ¿Quién destruyó nuestra concepción estática de la felicidad con estos dolores del crecimiento?”

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La tradición es lo que se espera. La ruptura es lo inesperado. Pero tan regulado está aquello como esto. Una tradición regulada es algo que se espera, pero ¿cómo puede lo inesperado ser objeto de la misma regulación?
          Las contradicciones en todos estos planteamientos resultan incluso desquiciantes. Connolly habla de “nuestra concepción estática de la felicidad”, con lo que la identifica con una tradición (que es reposo, inmovilidad o estancamiento). Entonces viene la “idea del progreso” con sus “dolores del crecimiento”, y por tanto esta propia movilidad identifica a la idea del progreso con la ruptura.
          ¿Pensar en la felicidad como tradición y en el progreso como ruptura no es más que otra modalidad del discurso de la conveniencia? ¿O se trata de una confusión entre los elementos que nos permiten identificar a la tradición (estatismo) y a la ruptura (movimiento)? ¿O bien sencillamente sucede que hay aquí niveles distintos que no fueron cuidadosamente desbrozados?

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¿La tradición es la felicidad o lo que nos impide ser felices? Depende como se defina tradición. Evidentemente, una tradición verdadera, ligada a las raíces arquetípicas de lo humano (aquella que, en los términos y niveles planteados por Connolly, es la felicidad, no entendida como autogratificación burguesa sino como plenitud humana), ha sido retirada del ámbito social para ser suplantada por otra “tradición”, la que impone el “progreso” como meta ciega de la modernidad y desvía a los destinos individuales hasta hacerlos servir al aparato. Esta es la tradición manipulada, que con toda evidencia es —dice Connolly— la que sistemáticamente (todo el Sistema radica en esto) nos impide ser felices.

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En inglés existe el adjetivo human (“humano”), pero esta misma lengua se ha visto misteriosamente obligada a acuñar otro adjetivo que difiere de aquél en una sola letra: humane, que significa “humanitario” (en el sentido de civilizado, noble, íntegro, ético). En la balanza, la otra palabra genérica, human, se cubre de barbarie. ¿Cuál de las dos es la tradición y cuál la ruptura? Responderá la conveniencia, una vez más. Cuando un sistema, una institución o un individuo quieren legitimarse, dirán “I’m humane” (con lo que el sistema se vuelve democrático, la institución se hace benéfica —de beneficencia— y el individuo deviene altruista), pero cuando conviene volver “inevitables” a la guerra, la competitividad o la crueldad, se perderá esa letra “e” y se dirá, resignadamente, “I’m human”, con una palabra intermedia sobreentendida: “I’m only human” (“Soy sólo humano”), en eco de aquel dictum de Séneca el joven: Errare humanum est, que, dicho así y en ese contexto, convierte al “error” en la esencia de lo humano. Hábilmente es escatimada la segunda parte de esa locución: errare humanum est, sed perseverare diabolicum, “errar es humano, pero perseverar [en el error] es diabólico”. Sin duda el discurso de la conveniencia es diabólico.

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En su célebre invención de la abadía de Thelema en Pantagruel, Rabelais expone su convicción de que el hombre tiende de manera espontánea a la bondad; el mal surge cuando aparecen los aparatos represores (Iglesia, Estado) que quieren obligarlo a hacer el bien —aquello para lo que ya estaba naturalmente inclinado— y le ordenan “no hagas el mal”; en ese momento ha nacido el mal, puesto que el ser humano tiende, por rebeldía, a desear lo prohibido.
          Unos cuantos siglos después, un personaje de Melville (en The Confidence Man) coloca esa idea en un contexto ya ni siquiera de nature sino de nurture, esto es, de la mera conveniencia individual: “¿Qué criatura que no sea demente no optaría por hacer el bien y no el mal, cuando está claro que, haga el bien o el mal, le será devuelto?” (For, what creature but a madman would not rather do good than ill, when it is plain that, good or ill, it must return upon himself?).

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La decisión de este personaje se parece mucho a la atrición, es decir el acatamiento de las reglas (religiosas, legales, sociales) menos por convicción que por miedo al castigo, o más bien, en este caso, por comodidad. Este personaje de Melville opta por el bien ya sin importarle si está o no naturalmente inclinado a él, y ni siquiera le importa que exista o no un castigo para el mal; elige el bien por mera conveniencia e incluso por egoísmo puro cuando entiende que es medido con la misma vara que usa para medir a los otros y que todo lo que haga se le revierte.

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El bien de Rabelais es una característica humana, una inmanencia; el de Melville, una simple herramienta práctica, un resultado del sentido común, de la más elemental sensatez. He aquí un uso práctico de la conveniencia que no está contemplado en el discurso del poder dominante en Occidente.

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Porque no es ese el uso regulado, establecido y mayoritario de la conveniencia egoísta en sociedad. Ejemplo palpable: cuando así nos conviene, festejamos el romper moldes, el arriesgarnos en territorios no frecuentados, el desobedecer ciertas reglas, el ser un poco audaces, aventureros, imprevisibles; pero cuando se trata de ir más allá de ciertos límites que cuestionan nuestro propio orden simbólico, nuestras más íntimas seguridades y hasta nuestra identidad genérica, entonces todo aquello a lo que antes festejábamos se cubre de un cariz siniestro y se vuelve inaceptable, inimaginable e incluso monstruoso.
          No se trata de criticar esta especie de doble moral del individuo (a fin de cuentas cada quien tiene perfecto derecho de establecer sus propios límites, de proteger lo que considera que debe protegerse), sino de observar que si hay una ruptura “simbólica” (ese pequeño margen de juego, de representación, que no podemos evitar el concedernos, así sea a través de pequeños simulacros, para desahogar el siempre urgente deseo de trascendencia), ello a la vez demuestra que existe una tradición simbólica (arquetípica, integral, simultánea) y que la necesitamos con mayor urgencia que nunca precisamente porque más que nunca está desterrada del mundo cotidiano.



domingo, 5 de mayo de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XV: El cambio y lo inmutable)


DGD: Textiles-Serie del vino 22 (clonografía), 2001

(XV) El cambio y lo inmutable

Todas las artes narrativas pueden sintetizarse (con los riesgos de toda síntesis) en dos tipos de personajes: los que cambian y los que permanecen inmutables pese a todo. Estos últimos son la tradición; aquéllos, la ruptura.

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Entre todos los géneros dramáticos hay uno que se caracteriza por el esquematismo: el melodrama superficial, que plantea lo que se llama “simplificación maniqueísta”, esto es, retratos en blanco o negro, con una ausencia casi total de grises intermedios. En otras palabras, sus caracteres son, o inmensamente “buenos”, o radicalmente “malos”.
          Los demás géneros se proponen pintar seres más “complejos” (más “reales”): reclaman un juego de matices del gris y rechazan caer en los polos blanco o negro. Sin embargo, en todos los géneros, del más simple al más complejo, el acento radica en el cambio que sufre el protagonista, en general como resultado de una toma de conciencia (anagnórisis) surgida de la fatalidad.

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En el esquemático melodrama superficial, tal cambio es eso precisamente: esquemático (abreviado, reducido a lo elemental, sintético), y sólo por ello en este territorio dramático resulta muy claro lo que otros géneros y estilos intentan sumergir en la ambigüedad o en la ambivalencia (a eso se llama complejidad o matices del gris, es decir, personajes irreductibles a esquemas).

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Esquemáticamente, hay cuatro opciones fundamentales en el transcurso de un personaje:

1. Es bueno y cambia (se hace malo).
2. Es bueno y no cambia (sigue bueno).
3. Es malo y cambia (se hace bueno).
4. Es malo y no cambia (sigue malo).

En el cómic “tradicional”, por ejemplo, las opciones (2) y (4), que representan a lo inmutable, sólo funcionan para héroes (2) o villanos (4); de estos últimos no se espera ningún cambio (solamente, si acaso, un castigo rutinario), pero un héroe inmaculadamente bueno resultaría intolerable para el público mayoritario si no arriesgara a cada paso cubrirse de oscuridad (ahí radica, en el cómic “moderno”, el éxito de la vertiente Dark Knight de la saga de Batman).

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El cambio es el resorte nuclear, pero ¿de qué clase de cambio se habla? El melodrama superficial (cuya ulterior degeneración se llama telenovela) permite un atisbo de respuesta; en él, las opciones (2) y (4) sólo funcionan para personajes secundarios (las historias no suelen centrarse en un personaje que no cambia). Los protagonistas solamente pueden ubicarse en las opciones (1) y (3); se espera, pues, un cambio en ellos, o de otra manera esa historia en particular no se estaría contando.
          Sin embargo, sólo la opción (3) implica una “purga moral” en el espectador, a quien se invita a “redirigirse hacia la bondad”. En la opción (1), en cambio, el personaje bueno que se hace malo pasa a representar una purga en sí mismo, puesto que su resorte es ahora la venganza: el acento ya no está en el cambio que él ha sufrido sino en su nuevo “móvil”: hacer pagar a otros el haberlo cambiado. Es la única permutación que parece aceptar el espectador.

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Se dice que “los media dan al público lo que éste pide”, pero Enrique Serna ha demostrado que en ese lugar común se oculta sistemáticamente la parte final: “...luego de entrenarlo para pedir basura”.

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Independientemente de si son planteados como “buenos” o como “malos”, los personajes que no cambian ofrecen un subtexto de estabilidad, de integridad, de fidelidad a sí mismos; por comparación, en los que cambian existe una especie de traición, sin importar si van del bien al mal o en la dirección contraria.
          Hay siempre una traición asociada con la ruptura, sea en el nivel que sea. En el simple nivel fonético asombra, pues, la cercanía entre las palabras tradición y traición.

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La famosa “purga moral” que el melodrama superficial supuestamente provoca en el público —y que es su principal resorte “didáctico”— consiste en transmitir historias en las que un personaje “malo” se vuelve “bueno”, es decir, que cambia en el sentido de expiación y redención. Es esta una mecánica que no puede sino resultar muy curiosa si se confronta con la sabiduría popular, según la cual “la gente no cambia”; si uno encuentra filósofos prácticos menos tajantes, los oirá decir que el cambio es la faena más ardua para el ser humano. Acaso de ahí lo fascinante de los personajes que “cambian”, independientemente de cuál es su estadio anterior y cuál el posterior. Lo inmutable corresponde, en este nivel, a la tradición (lo que casi no puede cambiar), mientras que el cambio es la ruptura (lo que redirige, reconforma, redefine). O al menos así parece.

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La afirmación de que la gente no cambia puede significar que resulta casi imposible al individuo salir de todo aquello que lo hace ser como es —ser quien es—, en donde el acento cae en lo externo —en lo que lo hace, lo afecta, lo determina— antes que en lo interno —el ser quien es.

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El misterioso convencimiento popular no dice que a la gente resulta difícil cambiar, sino que no cambia. Acaso ello explica la necesidad de que los protagonistas de las historias de difusión masiva sufran una transformación: ésta es vicaria, fascinante en la medida en que no funciona “sobre” el espectador sino por él. El público sobreentiende que los grandes cambios (aquellos que dan un giro a la vida individual) sólo son realmente posibles en la ficción. Todo cambio ulterior pertenece (así lo hacen sobreentender los media) al terreno de lo hipotético, lo ideal, lo esquemático.

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En el cine hollywoodense existen miles de refranes que apoyan a la tradición del poder predador y casi ninguno que fomente a la ruptura de esa tradición. No es una limitación del lenguaje ni tampoco una “verdad autoevidente”: no se trata más que de pura conveniencia. Gran ejemplo se halla en la última parte de la rapaz trilogía The Matrix, en la que un prototípico villano exclama: “El propósito de la vida es terminar”.
          Este tipo de refranes, máximas y sentencias de apoyo a la definición fascista del mundo se inculcan (“inculcar” significa instruir por medio de la repetición, que es la característica de la tradición... y de la propaganda y la publicidad), y la forma de inculcar esas sentencias consiste en ponerlas en labios de personajes que, como ése de The Matrix, son “villanos” derrotados y castigados pero que, a la larga, salen triunfando... sencillamente porque jamás cambian: son fieles a sí mismos y por tanto resultan modélicos, como no lo son los personajes que cambian (aquéllos son vistos como reales, mientras que éstos no pasan de ser percibidos como hipotéticos).

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En todo caso, la “purga moral” es tolerada por el espectador como una suerte de trámite moroso e inevitable que él no toma en serio y que desde luego no le provoca “cambios” en su conducta personal o en sus definiciones del mundo. A la vez, la mecánica opuesta sí es tomada muy en serio, es decir, la historia de un personaje esencialmente “bueno” que es cambiado en “malo” por una sociedad depravada o por personajes viles o por sucesos aciagos que redirigen sus objetivos, antes vagos e inciertos, hacia una sola meta ahora concreta y muy clara: la venganza.

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La venganza es el esencial y más exitoso resorte dramático en el dominante realismo hollywoodense, que es un esquematismo tajante vestido de una engañosa complejidad. La revancha, la sed de desquite es vista como “fortaleza adquirida a la fuerza”, mientras que la transformación de un personaje malo en bueno se sobreentiende como debilitamiento inaceptable. (Uno de los caracteres más respetados y abundantes en la mitología hollywoodense es el vengador anónimo, que es un individuo “bueno” que se transfigura en letal a partir del lema “La rata acorralada muerde”.)

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Es el discurso de la conveniencia lo que vuelve conmovedoras a algunas de estas historias y tediosas a las otras. Lo que conmueve y sacude no es lo éticamente coherente, sino todo aquello que confirma a lo conveniente. La tradición se ha vuelto confirmadora de conductas predadoras, al mismo tiempo que las “rupturas” (convencionales) sólo sirven para destacar y clasificar a las formas de la “debilidad”.

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Cuando un personaje “bueno” es transformado en “malo” debido a actos humanos perversos, es decir por causa de una injusticia social, su venganza sucede en un nivel horizontal y se desenvuelve en el terreno del melodrama y hasta del thriller. Sin embargo, cuando lo que lo afecta es una fatalidad, un acto imprevisible e imponderable debido a la naturaleza o al “destino”, su venganza se desarrolla en un nivel vertical: el terreno de la religión y la teología. Es el antiguo resorte del hombre que se vuelve contra Dios (o contra el universo) debido a una injusticia metafísica.

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Entonces surge la dicotomía climática: la divinidad es equiparada a la tradición y el hombre a la ruptura. Ante tal marco de referencia, todo en el mundo humano se vuelve ruptura, porque incluso se vuelven pequeñas o relativas las mismísimas tradiciones que lo vuelven humano. Si el orden es inhumano, el caos se vuelve absoluto: es lo único que puede llamarse humano. En ese nivel de consideración, lo que se define como tradición y lo que se entiende por ruptura quedan al arbitrio de un único discurso: el de la conveniencia.

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Las opciones humanas serán, o bien tradiciones, o bien rupturas, de acuerdo a lo que, en determinado tiempo y lugar, convenga a los intereses del poder que impone definiciones y certezas. De ahí que las artes narrativas, independientemente de géneros y estilos, demuestran que optar por lo conveniente es superior a toda consideración moral, ética, filosófica o incluso mística. Es lo natural, mientras que detenerse por consideraciones éticas o humanitarias resulta antinatural. Los actos humanos quedan definidos como aquellos que son capaces de ejercer una justificadísima venganza contra la máxima injusticia: los actos divinos o fatales.

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Una de las más resonantes definiciones del Mal con mayúscula es precisamente esa: la venganza contra Dios, sobreentendido como divinidad indiferente, cínica, tiránica, sanguinaria.
          (De ahí la tremenda fuerza cuasi-arquetípica de aquella secuencia de Blade Runner en que la criatura besa a su creador en los labios y luego lo mata hundiéndole los pulgares en los ojos.)

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El personaje malo que se hace bueno es una ganancia de un bien al que se contempla como “ideal” (un estancamiento fastidioso y rutinario, es decir, una “tradición” entre comillas), mientras que el personaje bueno que se vuelve malo es una ganancia del Mal que es definido como “real” (el Mal es el único móvil, lo único que mueve, es decir que la “ruptura” entre comillas se concibe como mera reacción bestial). El realismo de Hollywood y los media no quiere un cambio sino una enésima corroboración del mismo antiquísimo discurso. El cambio —el verdadero cambio— es en realidad lo único proscrito.