lunes, 26 de diciembre de 2016

Magritte y el árbol-hoja



El gran poeta argentino Roberto Juarroz guardó en la memoria el fragmento de una entrevista hecha a Joan Miró. En esa ocasión se preguntaba al pintor: “¿Qué hace usted cuando termina un cuadro?”, y la respuesta de Miró fue: “Lo pongo contra la pared para que se termine solo”. René Magritte podría haber dado una respuesta semejante, que no significa desligarse del cuadro sino todo lo contrario, algo semejante a sembrar una semilla en el camino y verla crecer... dentro de quien la sembró. Juarroz decía algo muy similar en su XIV Poesía vertical:

Quiero apostar a lo infinito.
No he completado aún mi propuesta.
Quizá no llegue nunca a completarla,
pero sé que es la única que importa.

Y tal vez eso baste:
mi apuesta se hará sola
si yo no la completo.

La acabará por mí
el soplo que he ayudado a nacer.

El poema, el cuadro, son soplos que el artista ha ayudado a nacer (el primer aliento de una palabra, el inicial trazo de una imagen), apuestas al infinito que se hacen solas si están conscientemente orientadas desde su inicio, si contienen la totalidad del ser de quien dice “No he completado aún mi propuesta”.
            La propuesta de Magritte es, por definición, incompleta, porque continúa en cada espectador (en cada mirador) de sus imágenes. Gran ejemplo es el árbol-hoja. En una carta a André Breton de julio de 1934, Magritte le habla sobre pinturas que entonces está desarrollando como soluciones a diversos problemas, y se refiere al problema del árbol: “En este momento estoy tratando de descubrir lo que hay en un árbol que pertenece específicamente a ese árbol, pero que iría en contra de nuestro concepto de un árbol”. Pronto encontró la respuesta a esta cuestión en la imagen arquetípica del árbol-hoja: “El árbol, como sujeto de un problema, se convirtió en una gran hoja cuyo tallo era un tronco directamente plantado en el suelo”. Poco después realiza el primer estudio para La giganta (La Géante).

Estudio para La giganta, ca. 1935. Museo Magritte.



El año siguiente desarrolla un estudio más detallado, que transporta al óleo con la misma fidelidad.




La giganta, 1936. Museo Magritte.



Tres décadas después, el artista sigue apostando a lo infinito: el cuadro sigue pintándose solo (“el soplo que he ayudado a nacer”) a través de variantes que son como una depuración alquímica.



La giganta, 1965. Museo Magritte.


Una de las propuestas más estremecedoras del “problema del árbol” es La mirada interior.


La mirada interior, 1942. Museo Magritte.



Los pájaros de vivos colores se posan en las nervaduras de la hoja, visualmente transformadas en ramas. Pero la palabra transformación no alude aquí a un estadio que se convierte en otro, es decir a uno que dé sucesión a otro, sino a una simultaneidad: la nervadura es rama, la rama es nervadura. El ojo no va de un elemento a otro, de una significación a otra: se abre a un uno que sólo es uno porque es otro(s). La misma apertura (soplo) se comunica al paisaje, a la cortina, al pretil, al humildísimo vaso con (de) agua en toda su perfección técnica. El “problema” no pertenece al árbol y ni siquiera al ojo, sino a la mirada, y se resuelve cuando la idea de una “transformación” se vuelve la certeza de una apertura. El conocimiento es reconocimiento. No hay mejor definición de la magia.

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