sábado, 30 de mayo de 2009

Creer

DGD: Paisajes-Serie del otoño 1, 2008
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Y qué ardua faena creer.
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Todo es posible menos la fe.
No creer en la fe:
creer, simplemente,
como el pez en el agua,
que también es su conciencia;
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creer,
como el manantial que lanza a los bosques
al venado, su reflejo impredecible.
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Nadar en la conciencia,
luna en un charco de lodo:
creer.
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Uno se cree:
se mira y se cree;
se cree la cara que se mira.
Y así andamos,
creyéndonos,
creyendo que uno se cree,
mirando que los demás se mueven
—se creen—.
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Nos movemos,
y de ahí el problema:
el exceso de fe:
ni buena ni mala.
Día tras día,
uno cree en el espejo en que se mira.
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Sí, a veces hay la duda:
creemos a ratos en la duda,
pero siempre algo nos distrae
a tiempo
y uno sigue creyéndose.
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La búsqueda de Dios,
entre otras cosas,
es también una forma
de restarle fe al mundo,
de hacer que un día
las montañas muevan a la fe:
a ver
si de una vez por todas
por fin comienza
la Creación.
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[De Apuntes para un retrato de Alejandra, Departamento de Bellas Artes de Jalisco, Col. El Granado, Guadalajara, 1987. Edición agotada.]
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jueves, 21 de mayo de 2009

Ciencia-ficción y adolescencia

DGD: Textil 99, 2007
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1. La conciencia marginal
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Contra las versiones más comunes, la ciencia-ficción no es hija de la tecnología, o al menos no de una manera primordial o exclusiva. Nace, ante todo, de una necesidad de distanciamiento. Como ningún otro género, se aleja en el tiempo, el espacio, o ambos, para buscar una perspectiva desconocida. De ahí que se le haya llegado a denominar “género escapista”. Y es que ella, en cualquiera de sus vertientes, tiene como destino centrarse en las zonas inciertas: gracias a su posición marginal ante los territorios llamados “serios”, dispone de una serie de licencias inconcebibles en otros géneros. Estas licencias resultan asimismo su mayor desventaja: al equipararla menos a la gran literatura que al cómic y a los productos de la “subcultura”, comúnmente se pasa de largo ante sus obras clave. Fomentado por sus propios escritores, avanza el prejuicio bajo el cual la lectura de ciencia-ficción se desdeña ante las obras paradójicamente calificadas como de “gran vuelo”.
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Kurt Vonnegut Jr. (autor de extraordinarias novelas del género, entre ellas Las sirenas de Titán —1970—) enuncia el fenómeno por medio del cual el género que por excelencia detona los sobreentendidos, resulta a su vez víctima de ellos:
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Aparentemente, una persona se mete en ese cajón de archivo titulado “ciencia-ficción” al percatarse de la tecnología. Persiste la suposición de que nadie puede ser un escritor respetable y comprender, al mismo tiempo, cómo funciona un refrigerador, del mismo modo que un caballero no usa un traje marrón en la ciudad. [...] Pero de cualquier manera existen aquellos a quienes les encanta estar clasificados como escritores de ciencia-ficción, aquellos que se alarman ante la posibilidad de que quizás algún día serán reconocidos como simples y ordinarios escritores de cuentos y novelas que mencionan, entre otras cosas, los logros de la ingeniería y la investigación científica. [Guampeteros, fomas y granfalunes, 1974.]
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En una gran mayoría de los casos, la acusación de “menor” o de “escapista” acierta. Uno de los más destacados autores de este rubro, Theodore Sturgeon, aporta una sentencia tajante: sólo un cinco por ciento de este género puede usar el nombre ciencia-ficción si se aplican sus definiciones más esenciales: el resto, ese 95 por ciento, es basura. La “ley de Sturgeon” parece justificar, pues, el desdén generalizado hacia la ciencia-ficción; sin embargo, aunque tal ley es cuantitativa, busca lo cualitativo. Es cierto que un juicio similar podría aplicarse a cualquier género, mas en ningún otro el área parásita es tan grande: la ley de Sturgeon no significa que el noventa y cinco por ciento restante sea necesariamente desdeñable a priori, sino ante todo señala la prerrogativa de la ciencia-ficción: su distintivo no es el porcentaje mayoritario y prescindible, sino su emplazamiento marginal.
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La cortante sentencia de Sturgeon indica que el mero hecho de haberse considerado desde siempre un “subgénero” a la ciencia-ficción, la hizo natural reducto de escritores que no encajaban o no querían insertarse en los marcos oficiales de la hechura literaria. No obstante, esa marginalidad convierte a la desventaja en lo opuesto: el aislamiento se hace foso alrededor del castillo. Curioso fenómeno: a pesar del éxito de las revistas o cómics, el castillo de la “fantaciencia” habría llegado a hacerse inexpugnable —esotérico— de no ser por el auge de la vertiente cinematográfica (que con prioridad recoge los elementos más superficiales, cumpliendo a su vez con el porcentaje demarcado por Sturgeon).
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Por una parte, el 95 por ciento de la ciencia-ficción provoca que sus obras clave permanezcan en una especie de tierra de nadie; pero ese doble carácter de marginalidad concede al cinco por ciento una visión privilegiada sobre la “corriente principal” (esta última es la denominación que la gente de ciencia-ficción utiliza para referirse a la literatura sin más o, en palabras de Vonnegut, “al mundo fuera del cajón del archivo”). Estar dentro del castillo, bajo la protección de su foso, ofrece una licencia para utilizar con los otros terrenos dramáticos la misma mecánica por medio de la cual el “género anticipativo” es juzgado: no “por encima” sino al trasluz, como desde los bastidores de un teatro. Y a fin de cuentas, ¿la mirada del mito no actúa de forma similar, siempre encontrando la coyuntura, la manera de colarse aun en los recintos más férreamente cerrados —cuya impermeabilidad a lo “nimio” o incluso a lo “irracional” se considera su virtud más ponderable?
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La ciencia-ficción, hija de la mitología, especula así sobre los grandes temas despojando su mirada de esa solemnidad que la “corriente principal” les adjudica a priori (o al menos reinventando ante lo serio un sentido foso-en-el-castillo que detiene a los elementos convencionales y desarticula las oclusiones). ¿Ventaja o insuperable desequilibrio? Quizás ambos: fuera de los balances instituidos, descentrada, esa óptica avanza por un filo; de un lado quedan los “subgéneros”, la autogratificación, el maniqueísmo y la barata grandilocuencia (el 95 por ciento).
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Del otro lado (el cinco por ciento), queda el territorio de las esencias: despojada —desde su mismo origen— de las coordenadas convencionales, la ciencia-ficción debe buscar sus propios centros, no dar nada por sentado. Su búsqueda no puede —como otras— evitar lo riesgoso: no le queda más remedio que moverse en una escala que va del salto a la extrapolación, del desarraigo al viaje en las profundidades. No trabaja con hipótesis “aceptadas”: al necesitar el asombro incesante, aprende a encontrarlo en todas partes; al alimentarse de la extrañeza, consigue encarnarla aun cuando no se lo proponga; al “no poder estarse quieta”, reencuentra a veces la danza sagrada.
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2. La adolescencia perpetua
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Thomas M. Disch, escritor que suele visitar el “subgénero” de la ciencia-ficción, propicia un muy especial punto de vista sobre este fenómeno:
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En nuestra cultura, la ciencia-ficción se crea básicamente para jóvenes, según se dice, y una cierta cantidad de la CF que se hace tiene que cubrir las necesidades afectivas e intelectuales de los 13, 14 y 15 años. Si no consigue hacer eso como género, entonces no cumple su cuota de mercado. Así que, inevitablemente, la gente que inventó y escribió para Star Trek o hizo fantasía (“espadas y brujería”) se dirigía a ese público, un público que continuamente está renovándose. No son siempre los mismos: la gente joven vive su etapa CF y posteriormente la abandona, cuando llega a la madurez, de modo que una nueva generación de lectores ocupa su lugar. [Entrevista de David Horwich en Strange Horizons, 2001.]
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Disch se limita a hacer una descripción práctica, en el sentido de que, en esas condiciones editoriales y mercantiles, prácticamente carece de público un escritor que pretendiera inyectar a la c-f contenidos emocionales e intelectuales menos “precarios” (con lo que Disch incurre en la común definición casi etimológica de adolescencia, es decir como la edad de quien “adolece”, la etapa de quien todavía no está “hecho”). Sin embargo, esa observación se vuelve muy reveladora apenas se le practica una lectura metafórica. En primer lugar, ilumina de un modo inquietante el hecho de que el lector medio suele consumir ciencia-ficción en sus primeros años, para luego abandonarla en función de una literatura más “madura” o “seria”. También esta visión “explica” el porqué a veces los escritores maduros de c-f o fantasía son vistos como artistas que parecen “negarse a crecer” a la manera de Peter Pan. Quienes esbozan la parte “psicológica” de esa visión pasan de largo ante una evidencia: el hecho de que ese género se ubica, por definición, en una especie de interregno anterior a la “maduración”, que en términos socioculturales significa el punto en que se dejan atrás los “sueños” para enfrentar la “realidad” (definida por el discurso político). Uno madura cuando abandona las ilusiones.
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Lo que hay aquí en realidad es el porqué en la c-f hubo una decadencia cuando irrumpió la “nueva ola” y con ella territorios como el del cyberpunk, visión nihilista que se solazó en el desencanto, la rapiña y la corrupción. Disch lo pone nuevamente en términos prácticos:
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La CF se hundió de forma evidente después de la “New Wave”. Había menos revistas en donde publicar historias. La historia corta era la única manera posible de que un escritor principiante se hiciera conocido, cosa que ahora es mucho más difícil de conseguir. Estuve en la Readercon de Boston y cuando miras al público que se reunía allí, llama la atención lo mayor que es en términos generales de edad. Aunque desde luego, la Readercon se dirige a los lectores en general, más que a la audiencia televisiva que parece ser el centro de la mayoría de las convenciones de CF.
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A partir de los años ochenta del siglo XX, la c-f “maduró”, es decir se rindió al realismo detrítico que dominaba a todas las áreas artísticas. Abandonó así su territorio más propio, no aquel de la “ingenuidad” (según se le cataloga en comparación con el realismo nihilista) sino el punto anterior a las dicotomías y bifurcaciones impuestas. Si la afirmación de Sturgeon acierta, el cinco por ciento de la c-f (y esto sucede aún más que en la fantasía) representa una adolescencia que aún no se resigna a destruir el gran privilegio de la infancia: la simultaneidad.
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Porque esta línea de pensamiento, apenas se lleva a sus últimas consecuencias, revela el más profundo rostro de la ciencia-ficción. El niño es un creador: juega, inventa, crea mundos. La c-f no es otra cosa que el más impensado e indirecto cuestionamiento del acto genésico, la más honda (y a veces dolorosa) especulación del hombre como creador. Creador, ante todo, de una otredad que lo supera (la máquina, el androide: la inteligencia artificial), o bien creador de los modos de concebir y representar a esa otredad (el alienígena) que desborda los límites del hombre y con su sola presencia prueba que tales límites son convencionales y falsos. El gran protagonista de la c-f es el hombre como adolescente, es decir como creatura de un universo que a la vez, de un modo misterioso, él está creando. La verdadera ciencia-ficción es la adolescencia en su sentido más creativo: aquella que, por su propia definición, nunca va a renunciar, a resignarse, a madurar.
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viernes, 8 de mayo de 2009

El bien y la amnesia

DGD: Redes 104, 2009
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En alguna parte Éliphas Lévi afirma que los malos han ganado porque saben hacer el mal, mientras que los buenos pierden porque no saben hacer el bien. Responder tal afirmación es temerario y acaso inútil porque la sabiduría sólo sabe de sabiduría, pero en todo caso se hace necesario a veces, cuando la realidad parece saber de todo menos de sabiduría.
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Es cierto: quien hace el mal gana porque sabe hacer el mal, pero quien intenta el bien sólo parece perder porque no sabe hacer el bien. Y la respuesta es “simple”: el mal es su propia praxis, mientras que el bien no es otra cosa que no saber hacer el bien. (Si se supiera hacer el bien habría un sistema, y si hubiera sistema el bien sería automáticamente absorbido por el mal.)
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En cierta forma, el mal puede definirse como experiencia acumulada, mientras que el bien nace a cada instante, amnésico y sin referentes, y se esfuma sin dejar huellas. El que quiere hacer el bien sólo puede amar, por ejemplo, a Francisco de Asís, pero no comprenderlo, no derivarlo a un sistema, a una praxis.
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En cambio, no puede decirse que haya quien quiere hacer el mal, porque el mal se hace en cualquiera: ya nace hecho, total, consumado. No necesita comprensión: el sistema es la praxis. Quien hace el mal no necesita ninguna referencia, no tiene que “amar” (u odiar) a alguien que haya hecho el mal.
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El mal es experiencia acumulada, pero no acumulándose: equivale a un sistema cerrado que no puede crecer, perfeccionarse, afinarse. Sólo puede “adaptarse”. El primer acto malvado de la historia es idéntico al último. Nació ya “acumulado”.
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El mal no necesita saberse hacer: no hay vocaciones para el mal sino para recibirlo ya hecho, como totalidad. El mal no crece: desde el principio tiene el mismo tamaño.
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El mal nace ya hecho y completo: quien hace mal hace todo el mal imaginable, el de todo el pasado, el de todo el futuro. (No hay males pequeños.) El bien nace y se esfuma: quien hace el bien no hace sino ese bien concreto y específico que luego de cumplirse se desvanece. (No hay sino bienes pequeños que no pueden sumarse ni acumularse.) Por eso el mal no puede atraparlo.
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El mal es un hacer, pero el bien es un no saber hacer, un hacer que brota y se extingue sin dejar rastro. Sólo por eso parece que no existe, o que, como decía Antonio Porchia, no es sino “un bello deseo del mal”. Y en otra ocasión el propio Porchia reconoce el poder del bien sin sabiduría: “El no saber hacer supo hacer a Dios”.
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Francisco de Asís no es una vida: es un cúmulo de instantes de bien que nacen, se cumplen y se esfuman sin necesidad de perduración, de acumulación, de herencia. Y precisamente por eso (y sólo por eso) el bien se hereda. No como herencia o legado (sistema) sino como instante excepcional.
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El mal se hace; el bien sólo se intenta, se busca a tientas, se realiza a manotazos.
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El mal es el mal. El bien es elegir el bien.
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El mal está en todas partes, como una sombra ya cumplida. El bien es siempre la posibilidad de la luz, sin garantía alguna de que se cumpla.
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Y sin embargo, el bien se cumple cuando alguien lo elige. Es, acaso, la única elección verdadera, la única que no está pre-determinada por el mal.
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El bien es elegir la posibilidad imposible.
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Elegir la posibilidad imposible es la única libertad posible.
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El mal gana sólo en ese sentido: parece ser no únicamente un sistema sino “el” sistema, la realidad en sí. Pero es una apariencia que se denuncia a cada instante fugaz en que brota el bien amnésico.
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El bien es la amnesia. El mal es la memoria que sólo se recuerda a sí misma, pero no como acumulación de recuerdos: lo único que esa memoria recuerda es su forma de recordar.
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El mal gana si nos convence de que la realidad es un continuo inamovible y condenado. Gana por imponer una apariencia, una ilusión. Y sólo dentro de esa ilusión el bien “pierde”.
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El mal es el falso mar. El bien es cada gota de realidad.
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Cada vez que afirmamos la existencia de continuos, de herencias, de fatalidades, hacemos ganar al mal. Cada instante de reconocimiento fulgurante, de belleza excepcional, de humildad, de generosidad, de solidaridad, hace perder al bien un poco menos.
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El mal es un “estado”: por eso es íntimamente falso e irreal. El bien es un instante real: por eso no puede ser vencido o sumergido en la irrealidad.
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El bien no puede saberse hacer: no hay vocaciones para el bien sino para cumplirlo (elegirlo) en un instante fugaz, como milagro sutil e irrepetible. El bien sólo nace y se extingue: tiene cada vez el tamaño de quien lo deja nacer en sí y extinguirse en sí.
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El mal triunfa en la “carrera larga” porque nos convence de que existen las carreras largas (los progresos, las evoluciones, los desarrollos). El bien es el instante, y ese instante se ubica en el paraíso: no tiene memoria ni ilusiones (sólo por eso parece cumplirse en un pasado que nunca fue presente). Es lo que es, sin ambición de perdurar o de instaurarse. Sólo por eso el bien es lo contrario del poder, y sólo por eso puede más que cualquier poder.
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El bien se cumple en lo callado, pero no en el silencio.
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El mal es el ruido. El bien es el intervalo en el ruido: el intervalo que nos permite oír, por un instante casi inexistente, el gran silencio en que el universo nace a cada instante.
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[De Libro de Nadie 3, en preparación.]
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