domingo, 26 de octubre de 2014

Responso del apuntador


DGD: Redes 203 (clonografía), 2012


Homenaje a Antonio Porchia

Sería falso pensar que podría quejarme de los veinte años que fui apuntador en el puerto de Buenos Aires. Tampoco lo celebro: sólo lo observo, acompaño a esa imagen. Claro que es más fácil para nosotros lamentar que celebrar, y que pensamos en esa imagen como veinte años de esclavitud o al menos de una injusta pérdida de tiempo. No lo era para mí. Comencé a los veinte años (y la bestia que el hombre lleva dentro tiene siempre veinte años), cuando había una enorme oferta de trabajo y se laboraban quince, dieciocho horas al día. Mis compañeros, que estaban siempre agotados, se acostumbraron a verme ahí, no tan exhausto como ellos, yendo y viniendo, cargando cosas. (Pero las cosas son cosas porque se cargan; no existirían si nadie las cargara.) No lo pensaban, pero en cierta forma verme ahí, de ese modo, callado pero no hostil (nunca fui bueno para hablar, pero sí me gustaba pensar, aunque no para mí porque entonces habría sido de todas formas hablar; lo cierto sería decir que me gustaba ser pensado), los ayudaba a soportar la verdadera carga: no la del objeto que llevaban sobre los hombros sino la de una vida así, aparentemente condenada a repetirse igual para siempre sin salida alguna. Claro que los saludaba, claro que me reunía con ellos a tomar mate o a almorzar un magro pan, pero nunca me pidieron que actuara como ellos, que desahogara la pena y el esfuerzo por medio de las palabras, palabras que en ellos eran referidas a todo menos al origen de su pena: de lo que se hablaba era de mujeres, política, deporte, trabajo, pero yo sentía siempre que en realidad hablaban del peso, de esa carga que tenían encima y que nada podía aligerar. Lo curioso es que yo no lo sentía de esa manera. Es cierto que cien mil veces cargué la misma caja de aquí para allá, es muy cierto que desde un determinado punto de vista todos esos bultos fueron uno solo a lo largo de veinte años, y que todos esos años podrían haber sido uno o cien mil y habrían pesado lo mismo, pero eso es sólo una forma de verlo. La verdad es que yo acompañaba a mi cuerpo en cada viaje, de aquí para allá, pero nunca cargué más de lo que aguantaban mis hombros en cada momento. Iba conmigo, me veía cargar, me ayudaba, pero mi pensamiento nunca se vio lastrado por lo que maniataba a mis compañeros y que no era sino una idea, la idea a la que ellos nunca aludían por su nombre y que se llamaba rutina. Rutina era mirar nuestra vida como una repetición al infinito de los mismos gestos, de los mismos esfuerzos, era contemplar los callos en nuestras manos y pies como si hubiéramos nacido ya con ellos ahí, era sudar siempre las mismas gotas que secábamos con gestos tan antiguos como todo lo que nos rodeaba. Rutina era sentir que de golpe la mañana era ya la tarde y que la noche se venía encima sin que hubiéramos hecho otra cosa que sentir los días vacíos acumulándose y sucediéndose como si fueran un solo día y estuviéramos soñando atropelladamente las partes de cada uno, la primera mañana sin solución de continuidad con el sol de las tres o con el pesado atardecer. Nada cambiaba siquiera en los días de pago, en los domingos que trabajábamos por la paga extra. Rutina era recibir esas monedas y saberlas gastadas de antemano, nunca suficientes e, incluso, siempre menos aunque parecieran más. Yo respetaba la alegría ruidosa de mis compañeros, ese ronco intercambio de improperios que les hacía más tolerable la rutina, y a la vez sentía que me había ganado su respeto aunque nunca me escucharan hablar así, ni entrar en su camaradería bajo las reglas viriles de la conformación vital. Aceptaban que me reuniera con ellos para estar tan callado como cuando trabajaba, y sentía que mi pura presencia los aliviaba un poco de la rutina porque, de alguna forma que no se explicaban y no intentaban explicarse, no había rutina en mí, no había repeticiones, no había ciclos. Y mirándolos mirarme (aunque no me miraban porque la mirada desprende y yo he querido siempre ser invisible, pero era como si me miraran) aprendí que, en efecto, yo hacía los viajes de aquí para allá, cargando algo, como si cada vez fuera la primera. O la única vez. O la última. Una forma de decirlo es que siempre cargué el mismo bulto, del barco a la bodega, de la bodega al barco, pero otra forma, mucho más cercana a mi verdadero sentimiento, es decir que yo acompañaba a mi cuerpo pero a la vez me llenaba de lo que en cada instante percibía: la luz no era nunca la misma, ni las agitaciones del río, ni los colores en los rostros, ni las voces y los ruidos que nos ensordecían tanto como ese misterioso silencio que se abre cuando los barcos están atracando. En todo ese tiempo nunca vi algo repetirse, nunca hubo realmente una segunda vez que, al unirse con la primera, formara una escala, un ciclo, una progresión. Yo no pensaba realmente en todo esto, pero lo dejaba pensarse en mí, y eso me mantenía en una especie de constante embriaguez, si puede llamarse así a una exacerbación de la mirada, a un permanente pasmo de la percepción. Los amigos escritores que más tarde conocí tal vez lo llamarían borrachera de lucidez, pero tampoco era eso, porque eso es una frase que intenta asir algo, y a mí me sucedía que pensar era más bien desprenderme, y sobre todo de lo que no había tenido nunca. Todos esos hombres recios, mis compañeros, eran callos en sí mismos, radiantes en su dureza, admirables en su vitalidad, en lo indomable de su voluntad de vivir. Dije antes que lo suyo era conformación, y debo agregar que nunca fue resignación; nunca los vi resignarse: eran rebeldes, dignos y valientes, pero aunque nunca se resignaron, estaban conformados, como todos. Yo también estaba conformado, aunque acaso de otra manera, pero nunca resignado, y luchaba con ellos contra los abusos de los patrones; sin embargo, nunca pude sentir hacia éstos esa clara diferencia, esa contraposición. Había en los capataces un tremendo miedo al cambio, y por eso estaban todo el tiempo dando nuevas órdenes, introduciendo modalidades, cambiando las reglas: cambiaban todo día con día para que todo siguiera igual. Y es que tenían miedo de sus jefes, y éstos de los suyos. Porque todos, no importa en dónde estén en la escala social, tienen patrones, y comparten el mismo miedo a perder lo que creen tener. (Aun el que lucha por estar encima de todos tiene un patrón, al que llama Dios; en cambio, el último de los hombres, como yo quise serlo, no tiene debajo a nadie sino a sí mismo, en completa igualdad: el último está en completa igualdad con Nadie.) Al principio era extraño para mí ver que los patrones me tenían ese mismo miedo que les despiertan sus superiores, a mí, el último de los apuntadores, el más callado, el más invisible. Por supuesto que, como me consideraban inferior a ellos, podían traducir ese miedo en indiferencia o mal humor, y a veces en desprecio, represalia o trato más duro que a los demás. Y eso mis compañeros lo sentían; no es que trataran de compensarlo, pero sí ahondaba su aceptación de mí, y hasta su respeto. Yo no hacía nada por generar el miedo de los patrones o la confraternidad de los obreros; a mi manera, los acompañaba a todos. O mejor, los ayudaba a acompañarse: no podía dejar de ver que unos y otros llevaban el mismo peso, que todos éramos apuntadores de una u otra manera. (Pero mi lado siempre fue el izquierdo, en donde quiera que estuviese: las escalas van descendiendo hacia la izquierda hasta culminar en el último de los hombres, que es el hombre.) Y por eso nunca sentí una carga, ni una rutina, y ni siquiera ahora pienso en esos veinte años como un fardo, una inutilidad, una penuria. Fue, sí, una penuria, pero por otras razones que no sólo se refieren a mí, sino a todos, porque todos estamos conformados. Yo no me quejo, pero tampoco me resigno. Si no podemos tener forma sino estando conformados, me gusta pensar que el universo nos tiene para acompañarlo, y que cada quien debe reconocer, o crear, su propia conformación. Fui apuntador, sí, por veinte años en el puerto de Buenos Aires. Habría sido cualquier cosa en cualquier parte, por cualquier tiempo, porque nunca sentí cosas, partes ni tiempo. Lo que me gustaba y me gusta es andar, de aquí para allá, del barco a la bodega, de la casa a la estrella, y no porque esté huyendo de algo sino, sencillamente, porque las certidumbres sólo se alcanzan con los pies.

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jueves, 16 de octubre de 2014

Fragmentario (XVII)


DGD: Textiles-Serie roja 11 (clonografía), 2008

Elocuencia

El modo en que hablas de las cosas. El modo en que las cosas hablan de ti. Nunca creí que el amor sería tan elocuente.

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Parpadeo

Navegando en tus párpados
Entre relámpagos del parpadeo
Voy de la cima a la sima
En el oleaje de tu mirada

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Del todo

Tal vez si pudiera estar contigo del todo no estaría más contigo de lo que ya estoy contigo sin estar contigo del todo.

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Magdaleniana

Música de la magdalena mojada en té. Viajo por tus pestañas, una a una, en arpegio.

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Nocturno de tus labios

En esas partituras musicales trasladadas al sistema Braille, el dedo recorre las notas como un orografía sonora, y canta... Así la punta de mi lengua va por las cadenas montañosas de tus labios, de valle a cúspide, de grieta en montículo, de nocturno en sonata.

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Forja del cuerpo


El presente es antiquísimo, porque todo cuanto ha existido ha sido presente.
Bernardo Soares (Fernando Pessoa)



Todo ese movimiento, toda esa quietud alternándose en el rostro de un durmiente... De día el rostro es como la superficie de un lago que refleja las corrientes exteriores: el viento, la luz, el tiempo... De noche son las corrientes interiores las que conmueven y aquietan al mismo lienzo sensible. Cuánta expresividad. Horno adentro, horno afuera. Basta aproximarse al cuerpo amado en desnudez y percibir muy de cerca. Y ver a ese cuerpo danzar en el sueño hasta que vuelve a quedar sin movimiento, que es cuando más vertiginosos son los sueños. La única diferencia entre día y noche es la dirección de lo que busca expresarse: la procedencia, la recepción, la respuesta. Todo eso que viaja inimaginables distancias, de un lado o del otro, hasta llegar a la piel. Forja del cuerpo, desde lo sucesivo, desde lo simultáneo.

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[Leer Fragmentario XVIII.]


lunes, 6 de octubre de 2014

Fragmentario (XVI)


DGD: Textiles-Serie roja 9 (clonografía), 2008

El deseo infinito

Tu cuerpo siempre deja mucho qué desear.

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Ecce deus fortior me

Todo enamorado dice, con Dante: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi. “He aquí a una deidad más fuerte que yo, que viene a dominarme.” Hermosa suma de paradojas: es más fuerte que yo porque le doy la fuerza para serlo, una fuerza que no es mía y que no tengo sino en el momento de darla. “He aquí” es menos un reconocimiento que una elección, o mejor, el reconocimiento de una elección, pero yo no elijo, ni tampoco la deidad; quien elige es precisa y misteriosamente, el “He aquí”. Es una de-signación: me vacío de signos para tenerlos. “Viene a dominarme” no es un lamento, sino un deseo. El deseo de ser dominado por la parte mía que es capaz de sumisión. Sumisión a su misión: la de dominarme. Una misión que le doy no por deseo de sumisión sino de fervor, de adoración. Sólo entonces habrá “a mí” (mihi). Sólo cuando pronuncio “Ecce deus” habrá un “Ecce homo”. Será la única fuerza del yo.

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Muralla

Tu cuerpo no me deja llegar a ti.

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El conocimiento crea al pensamiento

Según el budismo hay cinco skandhas, que son las capacidades esenciales de todos los seres inteligentes: forma, percepción, pensamiento, acción y conocimiento. Qué bella es esta jerarquización; qué exacto que sea la forma la que la comienza, y que sólo después venga la percepción (primero el universo; luego los órganos capaces de percibirlo). Y más hermoso aún que el pensamiento esté claramente diferenciado del conocimiento. Pensar no es conocer. De la misma manera en que el universo, que para contemplarse a sí mismo crea al ojo, así, el conocimiento crea al pensamiento. Y aún más bello es el hecho de que en la lista de las skandhas la acción esté entre el pensamiento y el conocimiento. Así toda acción, aún la aparentemente gratuita o banal, tiene una dirección y un sentido.

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La identidad como virtud

Los discípulos de Confucio afirmaban que las cuatro principales virtudes esenciales eran la piedad filial, el respeto fraterno, la lealtad y la honradez; sin embargo, para los budistas eran la permanencia, el gozo, la identidad y la pureza. Esa es la gran enseñanza: que la identidad sea una virtud, y no un hecho dado, como es en Occidente, y que esté rodeada por la permanencia, el gozo y la pureza.