domingo, 25 de octubre de 2015

Porque un hombre ha estado ahí (Fragmentario XIX)



DGD: Figura 17 (clonografía), 2010


En la película Desierto rojo (1964), Michelangelo Antonioni intentó una crítica a la industrialización. Más tarde, cuando el director italiano trabajó con Jack Nicholson en El pasajero (1975), narró a éste una anécdota que probablemente se habría perdido si el propio Nicholson no la hubiera narrado en un comentario incluido en el DVD de La aventura (1960) de Antonioni. Se trata de una anécdota situada en la época de rodaje de Desierto rojo; según Nicholson, Antonioni le dijo lo siguiente:

Cada día iba a la locación manejando en la carretera al borde del Adriático, y de un lado tenía la belleza del mar, el sol, las nubes, y del otro lado del camino veía la decadente y enmohecida infraestructura de la zona industrial, y con toda honestidad, muy pronto descubrí que casi únicamente veía las ruinas industriales y la fealdad en ellas y no mucho la belleza del ocaso. Me pregunté por qué. Y me respondí: porque un hombre ha estado ahí [because a man had been there].

¿Hay aquí una extraña forma del narcisismo? Al menos así lo parece si, por ejemplo, esa anécdota se confronta con su opuesto, este párrafo de Proust en Por el camino de Swann: “la naturaleza, por los sentimientos que en mí despertaba, me parecía la cosa más opuesta a las producciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos marcada estuviera por la mano del hombre, mayor espacio ofrecía a la expansión de mi corazón”.

¿Es una forma de gregarismo preferir la predación humana y sus desperdicios?, ¿obedece al temor el rehuir a la naturaleza intocada?, ¿es narcisismo optar por la devastadora fealdad creada por el hombre y volver la espalda a la belleza cósmica porque “ningún hombre ha estado ahí”?

Aquel que abraza a las ruinas industriales, ¿abraza asimismo a la tragedia humana y se responsabiliza de su caída? Antonioni mira hacia un lado, Proust hacia el otro. ¿Cuál de los dos es más humano?

Probablemente la respuesta, si la hay, está en un eco de la exclamación de Antonioni, un eco muy lejano localizable en donde menos podría esperarse: en la poesía del argentino Almafuerte (Pedro Bonifacio Palacios, 1854-1917), y específicamente en aquel verso en que afirmó: “Yo no siento más vida que la del hombre”. Jorge Luis Borges, lector admirativo de Almafuerte, ha observado que ese verso se refiere a una renuncia, o quizás a una rabiosa toma de posición: lo que emociona a casi todos los poetas, la belleza del mundo natural, dejaba a Almafuerte por completo indiferente. Almafuerte, lo mismo que Antonioni, habría tomado el partido más colérico, el del ser humano, con todas sus desgarradoras contradicciones, su amor por el abismo, su trágica soledad.

La supuesta “crítica a la industrialización” que sustentaría a Desierto rojo se transfigura, en virtud de la anécdota, en una elegía. Antonioni tocó ese tema en diversos sitios, pero el momento que narró al actor norteamericano —que tiene toda la forma de una confesión— posee la pureza de una imagen arquetípica. No hay otro ser humano a la vista: Antonioni está solo, en un momento de intenso ensimismamiento, y su frase conclusiva, “porque un hombre ha estado ahí”, se eleva casi a la categoría de un orgulloso epitafio.

Antonioni, sin proponérselo, asume la mentalidad de Occidente; Proust (otro solitario que escribe sin seres humanos a la vista), siendo tan profundamente occidental, abraza a la mirada de Oriente. En el primer caso, hay sentido porque un hombre ha estado ahí; en el segundo, el sentido no es hechura humana: precede al hombre y es independiente de él.

Almafuerte y Antonioni entienden el fracaso como destino final de todo camino humano. Borges cita de memoria otro verso de Almafuerte: “Yo pienso que la derrota merece sus laureles y arcos triunfales”. Y el autor de El Aleph comenta: “Se dio cuenta de la dignidad de la derrota”.

La imagen, sin embargo, permanece: la carretera a lo largo de la costa del Adriático, antes, durante y después del paso del automóvil. Acaso lo humano no es buscar la dignidad de la derrota sino algo anterior: la opción a elegir. Porque las opciones son tres, y no dos, como parece evidente: ver hacia un lado de la carretera; ver hacia el otro lado; mirar hacia el frente teniendo ambos lados presentes e indesligables en la mirada periférica.



viernes, 16 de octubre de 2015

Nos estuvimos mirando (Fragmentario XVIII)



DGD: Redes 125 (clonografía), 2009


En La región más transparente (1958), Carlos Fuentes recoge una muy inusual fórmula para cerrar una conversación y despedirse: “¡Nos estuvimos mirando!”, que acaso no era tan extraña en el México de la época de escritura de esa novela.

La forma mexicana popular es “Nos vemos”, con el verbo en presente implicando al futuro (se dice en el sentido exacto de “Nos veremos”) y casi provocándolo, conjurándolo. Más que una esperanza es una orden.

No pocos lingüistas no hispanoparlantes se asombran de esa fórmula. Quizás proviene directamente del inglés, en cuya habla popular es frecuente el See you. El afán abreviativo de esta cultura ha eliminado el pronombre y el verbo modal: I’ll (I will see you, “te veré”). Sin éstos, la frase See you puede ser entendida como “te veo”. Así es como pasa al español en frases como “te veo el próximo jueves” (y no “te veré”).

De manera asombrosa, el personaje de La región más transparente señala al pasado: “Nos estuvimos mirando”, esto es, “Nos hemos estado mirando”, como diciendo “Hemos cumplido el deseo de la despedida anterior, y con eso basta”. Esta seca formulación parece, asimismo, no desear particularmente otro encuentro en el futuro.

Qué diferencia entre “Nos vemos” y “Ya nos vimos”. En lo primero late la esperanza y una seguridad un tanto impostada, mientras que en lo segundo se trasluce algo de aquello que la sabiduría popular sintetiza en “Lo bailado ¿quién me lo quita?”, o en la versión que el propio Fuentes incluye en esa novela, “Lo vivido, ni Dios nos lo quita”. Un estoicismo muy especial: ya nos estuvimos mirando, necio sería pedir más.

Aquí es evidente que se hace una diferencia entre lo vivido (la sucesividad) y la vida (la simultaneidad). Acaso a quien se instala (o es insertado) en lo sucesivo le resulta necio pedir más porque intuye que el tiempo es un despojo, una resta, y por tanto se refugia en lo que ni Dios puede quitarle. Qué asombroso es, bajo esta luz, el “Nos vemos”: en esta fórmula, en este conjuro, ya no hay esperanza impostada sino la conmovedora apuesta por una simultaneidad irrefrenable: siempre nos hemos visto y nos veremos siempre.

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[Leer Fragmentario XIX.]

lunes, 5 de octubre de 2015

Los pobres en espíritu (Séptimo aniversario del blog)


 
DGD: Redes 81 (clonografía), 2009

[Con esta entrega termina el adelanto de Libro de Nadie 3. Coincide azarosamente (pero ya sabemos que el azar no es sino el estilo vuelto destino) con una fecha significativa: este blog celebra su séptimo año, número cabalístico, como bien se sabe. Es, por tanto, un buen momento para agradecer a los amigos, a los seguidores, a los comentaristas, a todos los que han seguido de cerca un trecho de esta aventura o ella completa y la han apoyado de una u otra manera. El blog es el cuaderno de lectura online, abierto y dispuesto: la escritura no existe sino como voz, y la voz como oído, es decir que sólo el diálogo le da sentido, sea con otras voces o consigo misma (el soliloquio es interlocutor; el monólogo es corresponsal y corresponsable). Gracias a quienes han recordado este pequeño, casi íntimo aniversario, y han enviado felicitaciones. El blog es el cuaderno de lectura y la lectura es todo ese ir y venir de voces a oídos, de ojos a imágenes, de abrazo en abrazo. Salud. (DGD)]

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En el lenguaje crístico pocas frases resultan tan enigmáticas como aquella pronunciada en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos” (Mateo 5:3). De entre el cúmulo de interpretaciones que se ha dado a esta sentencia, la de Alejandro Jodorowsky destaca por una sencillez que podría llamarse práctica:


Ser pobre de corazón no significa serlo financieramente. Los poderosos se han aprovechado bastante de esta bienaventuranza para procurar que la mayoría soporte la miseria. Sin embargo, está escrito “Bienaventurados los pobres de corazón” y no “Bienaventurados los pobres”.
            El corazón es, entonces, lo primero a liberar, y el trabajo comienza ahí porque el corazón tiene un enorme requerimiento. Los problemas fundamentales de la humanidad son los emocionales. Tener un corazón enfermo consiste en el hecho de que no somos nosotros mismos. Desde pequeños se nos impide serlo: la familia nos da un destino que no nos corresponde. El corazón está poblado por numerosos deseos: de poder, de triunfo, de ser el centro del mundo...
            Ser pobre de corazón quiere decir no tenerlo poblado por todos estos deseos. Aceptamos pura y simplemente lo que él porta. El corazón carece de deber: late. Es un canal en el que nada hace obstrucción. El corazón es pobre cuando es lo que es. Cuando somos pobres de corazón, tenemos la capacidad de amar al otro por lo que es y no por lo que proyectamos sobre él. Además, somos capaces de perdonar.

Existe otra lectura que en ciertos sentidos difiere de la citada y en otros le es totalmente armónica. Se trata de una de esas cimas que alcanza la teología cuando deja de ser angustia lógica y entra de lleno en la poesía (porque conserva su misterio sin volverlo mera retórica): uno de los sermones alemanes de Meister Eckhart (ca. 1260-1327), llamado Beati pauperes spiritu (“Bienaventurados los pobres de espíritu”). Johannes Eckhart —Meister equivale a Maestro— abordó la mística como nadie lo ha hecho antes o después. Para explicar qué es un hombre pobre, Eckhart aprueba la definición de Alberto Magno, “aquel que no se contenta con todas las cosas creadas jamás por Dios”, pero se propone ir más allá y lo define como “aquel que no quiere nada y no sabe nada y no tiene nada”. Eckhart habla, pues, de un Nadie a la vez físico, moral/social y metafísico.

El filósofo comenta que la noción “un hombre que no quiere nada” no es comprendida por aquellas personas “que se empecinan en conservar su propio yo en sus penitencias y ejercicios exteriores, a los que esas personas consideran gran cosa”. Otras personas —añade— piensan que un hombre que no quiere nada equivale a quien “ha de vivir de modo tal que no cumpla nunca, en ningún caso, su voluntad, sino la de Dios”. Pero Eckhart tampoco habla de ellos. Explica: “Mientras el hombre todavía posee la voluntad de querer cumplir la queridísima voluntad de Dios, semejante hombre no tiene la pobreza de la cual queremos hablar, porque todavía tiene una voluntad con la que quiere satisfacer la voluntad de Dios, y esto no es pobreza genuina. Porque si el hombre de veras ha de poseer la pobreza, debe estar tan libre de su voluntad creada como lo era antes de ser”. El Maestro llega, pues, al centro de su sermón:


Cuando estaba yo en mi causa primera, no tenía a Dios y era la causa de mí mismo; no quería nada ni apetecía nada porque era un ser libre y un conocedor de mí mismo en el gozo de la verdad. Me quería a mí mismo y no quería nada más; era lo que quería, y quería lo que era, y estaba libre de Dios y de todas las cosas. Mas cuando, por libre decisión, salí y recibí mi ser de criatura, entonces tuve un Dios; porque antes de que fueran las criaturas, Dios aún no era “Dios”, sino era lo que era. Pero, cuando las criaturas llegaron a ser, recibiendo su ser creado, Dios no era “Dios” en sí mismo, sino que era “Dios” en las criaturas.
            Ahora diremos que Dios, en cuanto es “Dios”, no es la meta perfecta de la criatura. Porque tan elevado rango de ser lo ocupa también la criatura más humilde en Dios. Y si sucediera que una mosca tuviera entendimiento y buscara racionalmente el abismo eterno del ser divino, del cual ha provenido, diríamos que Dios, por más que fuera “Dios”, no podría satisfacer ni contentar a esa mosca. Por eso suplicamos a Dios que nos libre de Dios, y que concibamos la verdad y gocemos eternamente de ella, ahí en donde los ángeles supremos, la mosca y el alma son semejantes, ahí en donde yo estaba y en donde quería eso que era y era eso que quería.

“Nadie” es el único que en verdad puede ser llamado pobre en espíritu (y no “de”: esencial matiz eckhartiano): “Por ende decimos: si el hombre ha de ser pobre en voluntad, debe querer y apetecer tan poco como quería y apetecía cuando no era. Y de esta manera es pobre el hombre que no quiere”.

No resulta extraño que el Maestro Eckhart haya sido “cuestionado” por su gran enemigo, el Papa Juan XXII, y que éste lo haya acusado de “errores” heréticos que no pudieron exculpar los discípulos de Eckhart tras la muerte de éste.[1] El sermón continúa así:


Por otra parte es un hombre pobre el que no sabe. En alguna oportunidad dijimos que el hombre debía vivir de tal modo que no vivía ni para sí mismo ni para la verdad ni para Dios. Mas ahora decimos otra cosa, agregando que el hombre, que ha de poseer esta pobreza, debe vivir de modo tal que ni siquiera sepa que no vive ni para sí mismo ni para la verdad ni para Dios; antes bien ha de estar tan despojado de todo saber que no sabe ni conoce ni siente que Dios vive en él; más aún: debe estar vacío de todo conocimiento que en él tenga vida. Porque, cuando el hombre se mantenía aún en el eterno ser divino, no vivía en él ninguna otra cosa: antes bien, lo que vivía, era él mismo. Por lo tanto decimos que el hombre ha de mantenerse tan libre de su propio saber, como lo hacía cuando no era, y que deje obrar a Dios lo que Él quiera, y que el hombre se mantenga libre.


“Nadie” se hace infinito de modo concreto, aquí y ahora. Se vuelve más que “Dios”. Se mantiene libre. Y para especificar de qué y cómo mantiene a esa libertad, Eckhart afirma: “Dios no es ni ser ni racional ni conoce esto o aquello. Por eso Dios es libre de todas las cosas y por eso es todas las cosas. Quien ha de ser, pues, pobre en espíritu, debe ser pobre en cuanto a todo su saber propio, de modo que no sepa nada de nada, ni de Dios ni de la criatura ni de sí mismo. Por eso hace falta que el hombre aspire a no poder saber ni conocer nada de las obras divinas. De tal manera, el hombre puede ser pobre respecto a su propio saber”.

¿Qué significa para este filósofo tener nada? “Un hombre pobre es aquel que no quiere cumplir la voluntad de Dios, más aún: que el hombre viva, hallándose tan despojado de su propia voluntad y de la voluntad de Dios, como estaba cuando no era todavía. De esta clase de pobreza decimos que es la pobreza más insigne. [...] Cuando uno se mantiene tan libre del saber y conocer, como Dios se mantiene libre de todas las cosas, esta es la pobreza más pura.” La más ardua pobreza, más allá del no querer nada y del no saber nada, es la de no tener nada:


Es esta la pobreza en espíritu: que el hombre se mantenga tan libre de Dios y de todas sus obras que Dios, si quiere obrar en el alma, sea Él mismo el lugar en el cual quiere obrar [...], y esto lo hace gustosamente. Porque, cuando encuentra así de pobre al hombre, Dios está operando su propia obra y el hombre tolera en su fuero íntimo a Dios, y Dios constituye un lugar propio para sus obras gracias al hecho de que Él es un Hacedor en sí mismo. Ahí, en esa pobreza, obtiene el hombre otra vez el ser eterno que él fue y que es ahora y que ha de ser eternamente. [...] El hombre debe ser tan pobre que no constituya ni posea ningún lugar en cuyo interior pueda obrar Dios. En donde el hombre conserva en sí un lugar, ahí conserva una diferencia.


Se ha observado una extraña ambivalencia en Eckhart, que a veces resulta en extremo tradicionalista y en otras ocasiones toca extremos del pensamiento herético como ningún disidente llegó a hacerlo. En este sermón se contiene sin duda el punto más alto de esta segunda parte de su obra:

Por eso ruego a Dios que me libre de “Dios”, porque mi ser esencial está por encima de Dios, en cuanto entendemos a Dios como origen de las criaturas. Porque, en aquel ser de Dios en donde Dios está por encima del ser y de la diferencia, ahí estuve yo mismo, ahí quise que fuera yo mismo y conocí mi propia voluntad de crear a este hombre que soy yo. Por eso soy la causa de mí mismo en cuanto a mi ser que es eterno, y no en cuanto a mi devenir que es temporal. Y por eso soy un no-nacido y según mi carácter de no-nacido, no podré morir jamás. Según mi carácter de no-nacido he sido eternamente y soy ahora y habré de ser eternamente. Lo que soy según mi carácter de nacido, habrá de morir y ser aniquilado, porque es mortal; por eso tiene que perecer con el tiempo. Junto con mi nacimiento eterno nacieron todas las cosas y yo fui causa de mí mismo y de todas las cosas; y si lo hubiera querido no existiría yo ni existirían todas las cosas; y si yo no existiera no existiría “Dios”. Yo soy la causa de que Dios sea “Dios”; si yo no existiera, Dios no sería “Dios”.


Eckhart no sólo desea el “hacerse infinito” sino lo comprueba en sí mismo. El máximo deseo implica no desear ni saber ni tener nada: el Nadie metafísico aparece, por fin, ya no como maldición sino como desafío. En estas líneas el misticismo llega a su clímax: logos y no-logos, lógica y revelación. Eckhart concluye: “Allá, Dios no halla lugar alguno en el hombre porque el hombre consigue con esta pobreza lo que ha sido eternamente y seguirá siendo por siempre jamás. Allá, Dios es uno con el Espíritu, y esta es la pobreza extrema que se pueda hallar”. La eterna figura de Nadie cobra al fin sus rasgos más ocultos, aquellos que, paradójicamente, no ve en sí mismo. Y acaso no los ve porque cumple con la revelación: no quiere nada, no sabe nada, no tiene nada. La pobreza de espíritu es el espíritu mismo.

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Nota
[1] Pocas veces puede decirse que unas comillas sean tan determinantes. En general, los traductores a diversas lenguas transmiten la frase “Por eso suplicamos a Dios que nos libre de Dios”, eliminando las comillas en el segundo “Dios”; no comprenden, pues, el poderoso uso que hace Meister Eckhart de los niveles semánticos. No debe olvidarse que era un venerado maestro en teología sagrada del siglo XIV, el vicario general de la orden dominica que había recibido la dignidad de Magister Actu Regens luego de Tomás de Aquino. En este contexto, una exclamación como “Por eso suplicamos a Dios que nos libre de Dios”, sin comillas ni matices de diferenciación, habría merecido a Eckhart la condena y la hoguera inquisitoriales. De un modo muy concreto puede decirse que fueron precisamente esas comillas las que lo salvaron del destino de Giordano Bruno. Ante todo, quien elimina esas comillas revela precisamente la herejía que “sospechaban” los comisarios de Enrique II y los teólogos de Aviñón, y lo que ya sin eufemismos terminó condenando Juan XXII en 1329, en una especie de hoguera post mortem. Según el Maestro, Dios (sin comillas) es la divinidad absoluta y sin divisiones; cuando las criaturas entran en la existencia, son en cierto modo separadas de la divinidad (aun cuando a su manera la contengan todavía, ahora son algo “con respecto a”, y en ese sentido resultan distintas de la divinidad) y entonces ésta se les aparece como “Dios” (con comillas). Así lo entiende el anotador Josef Quint: “[Eckhart] se refiere a la existencia pre-natal del hombre como idea en el actus purus del divino fondo existencial, en el que la idea del individuo es consubstancial con la divinidad, y donde, en consecuencia, ‘yo’ tampoco tenía ni conocía a un ‘Dios’” (Deutsche Predigten und Traktate, Zürich, 1990). Cuando Eckhart escribe “suplicamos a Dios que nos libre de ‘Dios’”, pide una reintegración total al actus purus, el primer estado absoluto de existencia en que no eran concebibles las distinciones ni los “con respecto a”; transcribir el segundo “Dios” sin comillas invierte el sentido y lo lleva al terreno de quien exclama la célebre frase “Soy ateo gracias a Dios”, es decir, “Creo en Dios lo suficiente como para pedirle que nos libre de la religión”.

Bibliografía
Alejandro Jodorowsky: Los evangelios para sanar, Grijalbo Mondadori, México, 2002.
Meister Eckhart: The essential sermons, commentaries, treatises and defense, Paulist Press (Classics of western spirituality), Mahwah (NJ), 1981. Eds.: Edmund Colledge, Bernard McGinn y Houston Smith. / Meister Eckhart: Selected writings, Penguin Books (Penguin classics), Nueva York, 1995. Ed.: Oliver Davies.
 
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