lunes, 25 de mayo de 2015

Las imposibilidades de Dios


DGD: Redes 195 (clonografía), 2012

¿Por qué un Dios infinitamente bueno permite el mal? De modo aún más desgarrador, a veces esta pregunta sustituye el verbo “permitir” por los de “crear” o “causar”. Si esa divinidad es todopoderosa, no puede estar bajo ninguna necesidad de crear o permitir el mal; por otra parte, si estuviera sujeta a tal necesidad —o a cualquiera otra—, no sería todopoderosa. San Anselmo, en su respectivo intento de respuesta, conecta al mal con la “manifestación parcial” del bien de la creación, cuya plenitud reside exclusivamente en Dios.

Sin embargo, la respuesta más hábil proviene de san Agustín; en La ciudad de Dios, este teólogo sostiene que el mal es permitido para castigo del malvado y juicio del bien; bajo este aspecto, el mal tiene la naturaleza del bien y es por tanto agradable a Dios, no debido a lo que es, sino a de dónde proviene, es decir como consecuencia penal y justa del pecado. Agustín acepta, pues, que Dios permitió el mal —aunque como parte de un propósito absolutamente bondadoso— y agrega de paso que, de haberlo querido, lo habría evitado. Pero en esa mención “de paso” radica el quid del asunto, y la pregunta se vuelve entonces: ¿por qué no quiso evitarlo? Una enormidad de temibles ramificaciones se desprenden de una simple frase: de haberlo querido.

En el momento en que Agustín enfrenta las preguntas ¿por qué la divinidad permitió la existencia de un mal “que podría haber evitado”?, y ¿cómo reconciliar eso con su infinita bondad?, abandona su vehemencia y sólo responde, como harán los teólogos que llegan a un callejón sin salida, aludiendo a lo “incomprensible” de los designios de Dios. Si la de Agustín es la respuesta más hábil (porque logra dar vuelta a la atormentadora sospecha de que Dios no puede evitar el mal), existe sin embargo otra aún más brillante y contundente; es quizá la suma y la esencia de todas las preguntas que marcan no sólo el fin de la infancia individual sino colectiva. Se trata del célebre argumento de Epicuro (citado por el apologista cristiano Lactancio en su De ira Dei y más tarde muy admirado por Voltaire y Borges):

O Dios quiere quitar el mal del mundo, pero no puede; o puede, pero no lo quiere quitar; o no puede ni quiere; o puede y quiere. Si quiere y no puede, es impotente; si puede y no quiere, no nos ama y es malvado; si no quiere ni puede, es a la vez malvado e impotente; si puede y quiere, entonces ¿de dónde viene el mal real y por qué no lo elimina?

La versión corta indica: “O Dios quiere evitar el mal y no puede, y entonces no es omnipotente; o Dios puede y no quiere, y entonces no es bueno”. Pero la ortodoxia ha respondido incluso a esto y en la Enciclopedia católica puede leerse: “Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída. Esto habría significado la limitación de su omnipresencia por una criatura, y habría sido destructiva para Él. Dios era libre de crear al hombre aunque previó su caída, y lo creó otorgándole libre voluntad y dándole los medios suficientes para perseverar en el bien”. Esto explica el mal moral, y acaso el mal físico (que se supone existe como castigo al mal moral), pero no así el mal metafísico: Dios coloca toda clase de limitaciones en su creación y en su criatura, es decir que inserta en éstos el mal, pero ¿no puede limitarse a sí mismo para no perder su omnipresencia, porque ello habría sido “destructivo para Él”? Esto implica la imagen de un Dios que 1) sabe lo que pasará con su criatura si le da libre voluntad; 2) duda largamente entre crearla o no, porque limitarse a sí mismo sería “destructivo para Él”, y 3) termina por dar marcha a la creación obligado por ella misma (“Dios no pudo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída”).

Si se hiciera una especie de encuesta entre creyentes, de todas esas versiones la que más impera es la de que Dios “puede (porque es omnipotente) y no quiere (por alguna oscura razón)”, aunque ella conduce directamente a la imagen de un Dios malvado. Una de las pocas mujeres que han llegado a ocupar sitios importantes en la teología católica (y que fue expulsada debido a la libertad de su pensamiento), Uta Ranke-Heinemann, explica por qué:

Un Dios poderoso encuentra más partidarios que un Dios compasivo. Esto se debe a que usamos nuestra propia imagen para modelar a Dios. La potencia y el poder significan mucho para nosotros (algunas veces lo significan todo) mientras que la compasión significa poco (algunas veces nada en absoluto).

Resulta innegable que existe una tendencia general a “salvar la bondad divina” (por así decirlo), y de ahí esa imperante necesidad de los teólogos de “justificar” a la divinidad: a esto la teología llama precisamente teodicea: “justificación de Dios”. Pero la misma necesidad de “salvar” existe en la cultura popular, y a ello aluden los refranes y proverbios: “Dios aprieta pero no ahoga”, “Dios escribe derecho con renglones torcidos”, etcétera.

Sin embargo, también interviene en esto un profundo conflicto ontológico: ¿qué sentido puede tener el debate en torno a la rebelión de los ángeles si no se parte del presupuesto de que la divinidad podría haber evitado ese mal? La discusión de Job con Dios está llena también de una voluntad positiva, de una suprema necesidad de rescatar la bondad en la más grande contradicción jamás manejada por la imaginación humana. Y en la “teodicea popular” también está presente un pavor primigenio: da menos terror aceptar a un dios que quiere y no puede, es decir a uno que es impotente pero bueno, que atribuir el dominio del universo a un dios malvado, que puede eliminar el mal pero no quiere hacerlo.

El teólogo español Andrés Torres Queiruga emprende una audaz teodicea:

Para empezar, la imagen de Dios como “potencia” está inviscerada en los más primitivos estratos de la conciencia religiosa de la humanidad: la reacción primaria, casi instintiva, de las capas profundas de nuestra sensibilidad prefiere negar —o dejar en la sombra— la bondad de Dios antes que poner en cuestión su omnipotencia; evidentemente, da menos miedo. Por otro lado, la imaginación colectiva está llena de fantasmas, símbolos y mitos en los que la divinidad aparece directamente implicada en toda clase de mal y de sufrimiento humano.

Según este teólogo, el Dios del Antiguo Testamento se cubre de estos estratos oscuros de la psique de sus escribas, y el avance del Antiguo al Nuevo Testamento marca “la dura conquista de la imagen que, desde Moisés, pasando por los profetas, culmina en Jesús de Nazaret”. A través de una avalancha de amenazas, represiones, cóleras, venganzas y castigos, poco a poco se abre paso la “revelación del rostro verdadero de Dios”, el bondadoso. Esto implica que el hombre ha “evolucionado”; se trata de un solo Dios, pero el primer hombre que trata con él es salvaje y primitivo, y por lo tanto atribuye a la divinidad esas características. Proponer la imagen de un dios malvado se debe —escribe Torres Queiruga— a “las fantasías de nuestro temor, a las deformaciones de nuestra voluntad de poder, a las trampas de nuestro egoísmo, a las estrecheces de nuestro resentimiento”. Vencer a todo eso y alcanzar la revelación del verdadero rostro divino es “el objeto más difícil y decisivo de nuestra fe”. Sin embargo, es notorio que este teólogo habla de “la dura conquista de una imagen” casi en el mismo sentido en que se menciona esa noción en la “cultura de la imagen” o en los “asesores de imagen” de los políticos. La fe, pues, debe conquistar no a una verdad sino a una imagen.

En ciertos casos la fe se presenta, en efecto, como un esfuerzo de remontar los estratos más primitivos de la psique humana sin ningún apoyo racional: la meta es vencer a la razón, que es el verdadero mal. La angustia de muchos teólogos los ha llevado, así, a apelar a una “renuncia a la razón” en nombre de la sola experiencia de la fe. (Cf. Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, 1986.) No es incomprensible ese horror ante el aparato racional: ninguna razón (superior o inferior) puede validar la presencia del mal en su realidad efectiva si ésta se concibe como evitable, y de ahí el calificativo de absolutamente injustificable que le da el ensayista Jean Nabert, quien observa en toda teología, y en especial en toda teodicea, un aire de disculpa o de artificio.

Un inmejorable ejemplo de esto se encuentra en el razonamiento central del obispo Graber de Regensburg:

Si el demonio no existe, entonces el hombre es el único responsable [del mal]. ¿Puede Dios haber creado al hombre tan monstruoso? [...] No, no puede, porque Él es amor y bondad. Si no hay demonio, entonces no hay Dios.

Dios “no puede” hacer tal o cual cosa: una y otra vez retornan las imposibilidades del Dios omnipotente. En este caso le es imposible crear al hombre tan monstruoso que sea el único responsable del mal; la palabra “único” sugiere que hay un co-responsable, que es evidentemente el demonio.

Ahí donde el ateísmo se da por satisfecho y se detiene, la febril teología sigue adelante y lleva a la lógica a sus últimas consecuencias: para no verse en la penosa (y peligrosa) necesidad de negar la existencia de Dios, le resulta indispensable confirmar la del diablo. Confirmarla, además, de tal manera que el hombre termina siendo monstruoso de todas formas, puesto que parece pactar con el demonio para no ser responsable único del mal y a la vez deja a Dios toda la responsabilidad del bien.

Herbert Haag, teólogo católico de Tubinga, responde a Graber: “El obispo parece haber olvidado que, de acuerdo con la enseñanza de la iglesia, también el demonio es una criatura de Dios [...] y, por tanto, Dios creó a un monstruo después de todo”. En el argumento del obispo late, en efecto, la disculpa, pero la clave está en la última frase: “Si no hay demonio, no hay Dios”. El artificio tiende a demostrar la bondad divina, pero al precio de sugerir —¿inadvertidamente?— que Dios crea a un monstruo para existir Él mismo.

Uta Ranke-Heinemann comenta: “La creencia en el demonio como causa del mal es una superstición. El hombre ha inventado al demonio para deshacerse de la responsabilidad. El ser humano no quiere ser responsable por sus acciones, pero él es el único responsable. Él y nadie más es el príncipe del infierno en la Tierra, lo cual no disminuye el poder del mal e incluso lo demoníaco del mal en el mundo”.

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Bibliografía
Uta Ranke-Heinemann: Putting away childish things, Harper, San Francisco, 1995.
Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.
Juan Luis Ruiz de la Peña: Teología de la creación, Ed. Sal Terræ, Santander, 1986.
Jean Nabert: Le problème du mal, Cerf, París, 1966.
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil? / ¿Indefenso ante el mal?], Piper, Münich-Zürich, 1978.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



viernes, 15 de mayo de 2015

Los tres posibles orígenes del mal


DGD: Redes 49 (clonografía), 2008

Ningún acuerdo existe en la cuestión del origen del mal, sin duda el mayor de los problemas metafísicos. Schopenhauer lo llamó “el punctum pruriens [punto incómodo] de la metafísica”, pero en ese punto, más que una mera incomodidad, hay angustia y hasta terror. “Piedra de toque del ateísmo”, llamó Büchner al mal. En primer lugar, esto se debe a que la cuestión no puede ser resuelta a través de un mero análisis experimental sobre las condiciones reales de las que surge el mal. El problema no se refiere tanto a las muy variadas manifestaciones del mal en la naturaleza, como a la causa oculta que hace posibles (y hasta necesarias, según otros) a esas manifestaciones.

Así como hay tres categorías del mal (físico, moral y metafísico), se acepta que sólo puede haber tres posibles orígenes de él: la divinidad (teoría angular), el hombre (teoría circular) o la naturaleza/el azar/el destino (teoría radial). Aunque también deben considerarse las combinaciones, como la ardua afirmación tomista causa mali est bonum (“la causa del mal es el bien”), que es a la vez angular, circular y radial. Tal argumento se basa en la idea de que toda causa positiva y real, por el mero hecho de serlo, es un bien, puesto que toda entidad es buena. Cabe recordar aquí que el tiempo en que escribía Tomás de Aquino era el reino de la teología natural y que ésta no discutía sobre la religión sino sobre Dios. Más tarde surgiría la filosofía de la religión, menos optimista y basada en una discusión racional sin apoyo en la revelación por la fe. Esa línea generaría el gran golpe asestado por Kant; antes de este filósofo, la teología era una racionalidad basada en la fe; retirada esta base, la razón sola comenzó a soñar monstruos. Pero aun en tiempos de la teología natural era claro que cada pensador estaba luchando no por dotar de argumentos a la religión sino por salvaguardar su amor personal a la divinidad de todas las pavorosas contradicciones que amenazaban a ese amor. La mayor de todas, la imbatible, es el origen del mal.

En cuanto a este punto no hay siquiera seguridades; no puede decirse que cada autor proponga una solución tentativa, sino más bien que casi todos ellos se dedican a refutar propuestas y contrapropuestas anteriores, todas ellas provisionales. Ningún sistema filosófico ha logrado iluminar la oscuridad profunda en la que el problema sigue prácticamente intocado. Si se admite que el mal consiste en una determinada relación del hombre con su circunstancia, ¿cómo explicar que todas esas “relaciones” parecen formas de una guerra eterna? Si se acepta que el todo es bueno per se, pero que el mal brota en la relación entre sus partes, ¿es entonces el mal la “interconexión” en sí, o un elemento infaltable y hasta imprescindible sin el cual las partes no podrían relacionarse?

Hay quienes sostienen que el mal metafísico es ni más ni menos que el “método de la naturaleza”, y que no significa sino una continua redistribución de los elementos materiales en el universo; de ahí surge el apoyo filosófico a todas las doctrinas políticas de dominio, conquista y devastación más o menos “racionalizada”: se trataría simplemente de “ser fiel” a la manera del cosmos, la guerra perpetua. No hacemos el mal —exclaman estas ideologías—: somos el mal. Éste es ontológico y sólo cabe “racionalizarlo”, es decir, mitigarlo (democracias) o utilizarlo (imperialismos).

Porque la experiencia diaria indica que quien incurre en la maldad nunca confiesa estarla haciendo directamente, sino que se respalda en motivos, lemas, consignas, doctrinas, idearios... Una de las más frecuentes ideas-de-apoyo es precisamente “el bien común”. El individuo que lastima a sus hijos “por su bien” hace lo mismo que el dictador que perpetra un genocidio. Es la figura del que Dostoievski llamó endemoniado, alguien que se obsesiona por un específico fin que para él justifica a todos los medios y lo hace dejar de ver las consecuencias de éstos. Las ideas políticas suelen ser la clase más siniestra de este tipo de “fines”, como bien testimonian Hitler, Stalin o Pinochet.

Freud se encargó de fundamentarlo desde el lado de la psicología:

La verdad oculta tras de todo esto, que negaríamos de buen grado, es la de que el hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. [El malestar en la cultura (1930).]

El hombre es al mismo tiempo deseo (impulso, instinto, barbarie) y límite de su deseo (contención, ley moral, civilización), y él mismo se impone esos límites porque de otro modo se extinguiría. Para Schopenhauer, el hombre “no puede querer lo que no quiere”, no puede dejar de ser lo que es, ni actuar como si fuera distinto de lo que ya es. Y ¿qué es? La suma de sus actos y no un “alma” que podría ser algo diferente de lo que hace. A partir de este “determinismo ontológico”, Nietzsche concluye que “todos somos inocentes”. Si no hay Dios, si no somos libres, si somos una “máquina”, ¿de qué y ante quién podríamos ser culpables?

Sin embargo, a estas ideologías “negativas” se oponen otras “positivas”, que a su manera se alían con la religión al exclamar que el sufrimiento humano no es congénito sino opuesto a todo concepto de unidad o armonía en la naturaleza y por tanto, prescindible y evitable. La religión tiene menos problemas para sostener su tesis iluminista, puesto que atribuye la creación a una divinidad absolutamente benevolente. Mas esto, que debería ser la base tranquilizadora de todo juicio, es en realidad la fuente de los mayores conflictos, angustias y pavores. Puesto que este mundo incluye tanta maldad, ¿por qué debió haberlo creado un Dios absolutamente bondadoso?

Más allá de la razón febril está la imaginación dolorida. En el fondo, casi todos los analistas sienten una única certeza: el origen del mal, como el de todas las cosas, es inexplicable. El pragmático William James lo dice desde el lado de la ciencia: “Por ninguna posibilidad podemos entender el carácter de la mente cósmica cuyo propósito es plenamente manifiesto por la extraña mezcla del bien y el mal que encontramos en este particular mundo real. La simple palabra ‘plan’ no tiene por sí misma ninguna consecuencia y nada explica” (Pragmatism, 1907). Desde esta declaración no hay mucha distancia a aquella otra que intuye que tal “mente cósmica” debe corresponder a una divinidad subsidiaria, o pueril, o ya francamente senil, por no mencionar a aquella teoría gnóstica que tantos escándalos ha causado: la de que se trata en realidad de un demonio disfrazado de dios.

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Bibliografía

Sigmund Freud: Das unbehagen in der kultur (1930), Fischer, Frankfurt, 1994. [Civilization and its discontents, W.W. Norton, Nueva York, 1999. / El malestar en la cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1975.]

William James: Pragmatism: A New Name for Some Old Ways of Thinking, Harvard University, 1907; Hackett, 1981; Dover 1995. [Pragmatismo: un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Alianza Editorial, Madrid, 2000.]

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



miércoles, 6 de mayo de 2015

Dios crea para salir de sí mismo


DGD: Redes 58 (clonografía), 2009

En el año 1600, uno de los más destacados místicos cristianos, Jakob Böhme (1575-1624), experimentó una epifanía al contemplar un rayo de luz solar reflejado en un plato de peltre; ello lo lanzó a una visión extática de la divinidad que penetra a todas las cosas, incluido el abismo del No-Ser. Vio entonces que Dios se expresa mediante cualidades opuestas, entre ellas bien y mal, amor y odio, luz y oscuridad, en una especie de contraposición dialéctica de misteriosa combinatoria que se resolverá al final de los tiempos, con el triunfo de Cristo sobre Satán. Esta y otras experiencias místicas llevaron a Böhme a escribir una serie de oscuros pero poderosos tratados religiosos que le valieron vivir en constante persecución de las autoridades católicas y que influirían poderosamente tanto en el protestantismo como en Hegel, Baader y Von Schelling, así como en los teósofos, místicos y teólogos dialécticos.

En la obra de Böhme, la negatividad, la finitud y el sufrimiento son vistos como aspectos esenciales de Dios, puesto que es sólo a través de la actividad participativa de las criaturas que la divinidad adquiere una completa auto-conciencia de su naturaleza. Se trata de una conmovedora explicación de por qué Dios crea: necesita a sus criaturas para estar plenamente consciente de sí mismo. La divinidad se investiga a través de sus criaturas. Crea para conocerse. “En su profundidad”, escribe Böhme en Aurora (1612), “Dios no sabe lo que es, porque no conoce principio ni final, y tampoco nada que sea parecido a él.”

El estado original de la divinidad era el No-Ser, al que Böhme llama Das Nichts y también Ungrund, el abismo primordial. Pero Dios necesitaba su epifanía en la naturaleza con objeto de hacerse por completo consciente de sí mismo: debía volverse sensible para satisfacer su necesidad de auto-revelación. Este impulso dio origen al universo espiritual y material. La ilimitada unidad divina se autoimpone el aspecto de la limitación; ésta es necesaria para que lo divino sea capaz de aprehenderse a sí mismo. En un estilo profundamente literario, dramático y poético, Böhme describe la diseminación de la esencia divina; el universo es su encarnación activa:

En la divinidad [Gottheit], que carece de naturaleza y no ha sido creada, no hay sino una única voluntad, que es también llamada el Dios único, que no quiere sino encontrarse y abrazarse, salir de sí mismo y, por medio de esta salida de sí, llevarse a la visibilidad [Beschaulichkeit]. Debe ser entendido que esta visibilidad comprende los tres aspectos de la divinidad, así como el espejo de su sabiduría y el ojo por medio del cual él contempla.

Fascinante cosmovisión: Dios crea para salir de sí mismo. Crea para volverse visible y contemplarse. El universo es mirada inquisitiva: Dios es el ojo que se mira. Sin embargo, más allá de la belleza de esta concepción, Böhme se ve obligado a enfrentar el problema del mal. Su respuesta es que la emergencia de Dios desde la Unidad absoluta hasta la diversidad espiritual y material requería confrontarse con la oposición y la contrariedad; de esta lucha creativa entre los principios polares, positivos y negativos, se desarrollan los órdenes de la manifestación, es decir el universo sensible. Era, pues, inevitable y hasta deseable que surgieran el conflicto y el sufrimiento: estos elementos negativos eran los estímulos para la “producción” de los diversos fenómenos de la naturaleza. Aún más: es sólo a través de la batalla con la negatividad que las mentes de las criaturas finitas pueden a su vez volverse conscientes de sí mismas, de su mundo y, ulteriormente, de Dios: “Si la vida natural no tuviera oposición [Widerwaertigkeit] y si careciera de propósito, jamás demandaría el estado original del cual surgió. Entonces, el Dios oculto permanecería desconocido para la vida natural [...], no habría sensación, ni voluntad, ni actividad, ni entendimiento”. Esta afirmación encontraría más tarde la aquiescencia de numerosos pensadores, entre ellos Robert Musil: éste afirma que el bien es parálisis y que el mal resulta indispensable en tanto equivale a lo que pone en movimiento. Böhme describe de este modo a la divinidad esotérica:

Si el Dios oculto, quien no es sino una Sola Esencia y Voluntad, no hubiera salido de sí mismo por su propia voluntad; si no hubiera transformado el conocimiento eterno [...] en una divisibilidad de la voluntad [Schiedlichkeit des Willens]; si no hubiera conducido a la misma divisibilidad hacia una comprensibilidad [Infasslichkeit] dirigida a la vida natural de las criaturas, y si no hubiera sucedido que esta misma divisibilidad de la vida consistiera en una lucha, ¿de qué otra manera podría haber querido que fuera revelada la voluntad oculta de Dios, que en sí mismo es Uno? ¿De qué otro modo podría la voluntad interna de la Unidad convertirse en conocimiento de sí mismo [Erkenntnis seiner selber]?

En el fondo, la pregunta sigue viva: ¿está, pues, incluido el mal en la naturaleza divina, o es precisamente el resultado del acto mismo de crear? Böhme responde con apasionada imaginación; en la búsqueda divina de auto-manifestación, dice, se presentó un primerísimo dilema: por una parte, su pureza eterna y libertad consistían en la condición del Ungrund, el abismo primordial, que carecía de cualquier limitación; por otra parte, la total ausencia de oposiciones dentro de ese abismo significaba que Dios era incapaz tanto de aprender de sí como de manifestarse. En la eternidad, lo divino era, de hecho, una “nada” (ein Nichts). Sin embargo, ¿cómo podría la nada experimentar deseo: de crear, de conocerse, de manifestarse? Y aún aceptado este arduo punto, ¿el propio acto de manifestarse no implica en sí que Dios tuviera que negar su propia esencia, así como su libertad eterna? Y todavía más allá: suponiendo que esa negación fuera posible, ¿en qué modo podría llamarse al supremo acto creativo una verdadera revelación y no, como resulta muy posible en una “creación primeriza”, una distorsión de lo que la divinidad buscaba manifestar?

La respuesta de Böhme no está exenta de belleza: el abismo primordial, afirma, no era “irreal” de manera absoluta sino relativa; su “nada” era una especie de “algo en potencia”. Aunque indiferenciado, el abismo poseía la capacidad inherente de volverse “algo” real y concreto, y la primera manifestación de esta capacidad era la experiencia del “ansia”, es decir, del “deseo”. La voluntad divina deseaba revelarse en su libertad primordial, lo que significa que no contenía ningún otro aspecto o atributo que la sola voluntad de tornarse sensible. Así, esta voluntad sólo podía manifestar lo que ella misma era, la “calidad del deseo”. Esta voluntad, al volverse deseo, podía encontrar y sentir; así pues, había dado el primer paso significativo para la auto-manifestación. Sin embargo, lo primero que reveló esta voluntad/deseo fue sólo un reflejo imperfecto de su propia esencia. El ansia espiritual comenzó como una oscuridad, es decir como una sombra que ocultaba a la pureza del abismo primordial.

Luego de establecer la existencia de una “sombra primigenia”, Böhme describe una serie de estadios de desarrollo a través de los cuales tuvo que pasar el proceso de la creación de mundos. El impulso surge de una contradicción: la originada cuando el propósito original choca con una voluntad “ensombrecida”. Para solucionar el dilema, surge entonces una segunda voluntad cuyo objetivo es retornar a la original condición de unidad y, al mismo tiempo, controlar a la oscuridad, que hasta entonces había sido el único producto de la voluntad divina hacia la manifestación. Este doble movimiento significó una contradicción en el centro mismo del ser y será la base (Grund) de los subsecuentes estadios de la creación.

A estas alturas Böhme accede a un tono revelatorio semejante al de Juan en el Apocalipsis: debido a que el “deseo introvertido” parecía incapaz de satisfacerse, tomó la forma de un “fuego” terrible y caótico que ardía sin producir luz. Era la ira divina o amargura (Grimmigkeit) que perpetuamente se vuelve sobre sí misma y consume a su propia sustancia; esta auto-destrucción causa un enorme dolor y angustia en la naturaleza divina: el primer sufrimiento que conoció el universo. Böhme describe este primer principio como “el ardiente deseo de recogerse en sí mismo”. Pese al aspecto destructivo de la ira divina, ella fue esencial como fundamento de todos los desarrollos posteriores; sin ella no podrían haber existido la luz, la vida o la alegría. Así pues, la amargura es la creadora de todas las cosas en tanto Dios Padre. Cuando el principio dirigió hacia sí mismo su amargura primordial, se produjo una dramática inversión: la negación de un libre auto-manifestarse fue a su vez negada; con el rugido de un millón de truenos, el principio superó su negatividad y apareció una primera luz y, con ella, la armonía y el orden en el caos original. El segundo principio, el del amor divino, fue triunfador en tanto Dios Hijo.

La interacción entre el Padre y el Hijo (ira y amor, No y Sí) produjo el impulso creativo a partir del cual evolucionó el universo en toda su diversidad. Curiosamente, estas fuerzas eran cooperativas y no dejaron de “producir” luego de la creación del universo, porque ambas eran necesarias para mantenerlo. Aquí Böhme describe al tercer principio, identificado con el Espíritu Santo, que es precisamente el continuo movimiento entre los otros dos principios: la respiración viva del cosmos. Curiosa forma de aludir a un “primer principio” malvado y a un “segundo principio” bondadoso, así como al pacto entre ambos.

Extasiados en sus múltiples debates, los teólogos pisan a veces el territorio de la ciencia (o incluso de la ciencia-ficción); así sucede en la cuestión de los universos posibles. Tanto el teólogo como el científico aceptan que es imposible responder por qué este universo en particular se debió crear en lugar de otro, puesto que el ser humano es incapaz de imaginar cualquier universo que no sea éste. Pero sólo el teólogo es capaz de imaginar la pregunta siguiente: ¿por qué Dios eligió manifestarse por vía de la creación, en lugar (o además) de cualquiera otra vía por medio de la cual pudo haber alcanzado el mismo fin? Acaso el misterio de la creación no es mayor que aquel otro representado por el mal. Y acaso se trata de un solo misterio.

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Bibliografía
Jakob Böhme: Saemtliche schriften (1730), Frommanns, Stuttgart, 1955-1961. Ed.: Will-Erich Peuckert.

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