martes, 25 de enero de 2022

Un texto de José María Espinasa sobre Contra el amor y Alteroscopio

 

DGD: Morfograma 125, 2019.

 

La literatura “secreta” de Daniel González Dueñas

José María Espinasa

 

La Jornada Semanal, Suplemento Cultural de La Jornada, n. 1402, México, enero 16 de 2022.

 

 

Cuando leo o releo los libros de Daniel González Dueñas siempre me llama la atención que no sea un autor mucho más leído y conocido. Y suelo también pensar que tiene pocos pero buenos lectores. La segunda parte es, de forma evidente, y si bien cierta, un paliativo para la primera. Y es que cuando uno encuentra escritores que le gustan quisiera poder compartirlos con un público mucho más extenso del que normalmente se cobra conciencia. Lo curioso es que su manera de escribir, sobre todo en el género ensayístico, del que me ocuparé en estas notas, es no sólo inteligente y original, sino que además responde a una tradición notable de la literatura mexicana. Hoy, cuando su obra tiene más de veinte libros y dos películas en su haber, es en el mejor sentido del término, un escritor secreto.

            No parecía ese su destino. Publicó muy pronto y fue particularmente precoz —su primera novela a los dieciséis años según Wikipedia, y se ha hecho merecedor de varios premios y debutó como realizador de cine profesional con el corto Reflejos (1984), basado en un argumento de Pedro F. Miret. Ya antes había realizado en el Centro de Capacitación Cinematográfica la película La selva furtiva (1980). Y a esa vocación ha sumado varios libros de crítica de cine y reflexión sobre el mundo de la imagen. Además de estudios de cine, también cursó de filosofía y teatro en la FFL de la UNAM. A fines de los años ochenta fui editor de Las visiones del hombre invisible, ensayo extraordinario, que me lo reveló en ese género. También he sido editor de varios libros posteriores en varios géneros. Bastan estos datos para mostrar su versatilidad e intereses: poeta, dramaturgo, narrador, ensayista, periodista, cineasta, director de escena, editor.

            En su vocación cinematográfica ha estudiado, en dos notables monografías, a Georges Méliès (el mejor libro en español sobre este pionero del séptimo arte) y a Luis Buñuel. Ambos estudios muestran algunas de sus particularidades: rigor metodológico y voluntad exhaustiva. En la literatura esto lo ha mostrado en su trabajo sobre Julio Cortázar y en su edición de la obra de Antonio Porchia (en colaboración con Alejandro Toledo). Con rigor y conocimiento académico pero sin el envaramiento propio de estos estudios. En los largos meses de pandemia me sumergí en la lectura de Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente) y Alteroscopio (Cuaderno de lectura sobre metáfora y visión).

            De nuevo confirmé lo que ya sabía: es un gran ensayista. Y me volvía preguntar por qué no es más conocido y leído. Y si fueron reacciones que ya había tenido antes con sus libros, también me volvió a provocar la sorpresa y el gusto de lo inesperado, registros diferentes, y una voluntad fragmentaria más claramente asumida. Por ejemplo, me sorprenden sus referentes: clásicos desconocidos (al menos para mí) de la tradición grecolatina o medieval, referencias religiosas, lecturas muy diversas, que pueden ir desde Borges, Paz y Cortázar a autores y textos leídos en revistas y suplementos tal vez (pienso) de forma circunstancial. Pero eso, la circunstancia, es un hecho en él de carácter emotivo. Nos suele contar cómo llega a un tema, a un autor o a un objeto, como parte de su (auto)biografía como lector. Leer, ver cine, pintura, oír música es en él de manera subrayada un proceso creativo. Tanto como hacer una película o una novela. Es decir: leer es también hacer. En esa línea su bibliografía es en realidad una “tabla de resonancias”.

            Y esas resonancias, fruto del azar, adquieren bajo su pluma una organización que casi les impone si no un método sí una necesidad. Del primer libro, Contra el amor, el referente evidente e inmediato es Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes. Su condición azarosa, aleatoria y fragmentaria está plenamente asumida y también su voluntad de establecer niveles de lectura incluso con diferenciaciones tipográficas y en el ordenamiento de los “capítulos”. He de confesar que, como sucede con el modelo barthiano, si bien el libro está diseñado y planeado para una lectura aleatoria, suelo leerlo por vez primera en el orden tradicional de la sucesión de páginas, buscando en su fragmentación la sobrevivencia de un discurso reflexivo lineal (que desde luego encuentro) y sólo después entro a la combinatoria que el propio autor sugiere. Desde el título mismo me sorprende el “contra”, y me sorprende porque no es nada más un recurso retórico —los contras suelen disimular una defensa más inteligente y profunda) de aquello que se contraría, sino porque bajo el texto creo percibir de verdad una corriente de desencanto que lo lleva a desarmar el modelo erótico, desarmar en el sentido en que Cortázar usa el verbo armar. En los libros de González Dueñas encuentro siempre una luminosidad sin sombra y éste parece tener algo más. No tanto desencanto sino desesperanza: y el matiz que va de una cosa a otra es muy importante.

            Como su modelo francés, Daniel mezcla, sin necesidad de establecer diferencias metodológicas, el amor y el erotismo en una relación directa y sustentada una cosa en la otra. Eso a su vez le permite también manejar el cambio de tonos —lo reflexivo, lo personal, la experiencia, la experiencia de otros y de lo otro (tal vez en esto último le hace falta dar un paso más hacia el abismo) con expresividad lírica e intensidad. Eso lo vuelve un libro para subrayar. No busca crear un manual de comportamiento sino compartir lo vivido/lo leído/lo visto. Cita con desenfado, le encuentra la vuelta de tuerca a las expresiones comunes y a las frases hechas, sabe entretejer lo abstracto con lo vivido de manera tan lograda que pienso que las diferenciaciones tipográficas ni siquiera son necesarias. Pero si su modelo más evidente es el ya mencionado libro de Barthes, hay otros no menos importantes, el Cyrill Conolly de La tumba sin sosiego, por ejemplo.

            Si en otros libros busca un respeto casi fanático a los códigos del género —en la novela, en el cuento, en el poema—, aquí hace gala de una libertad enorme para combinar apuntes de lectura, reflexiones, páginas de diario, relatos, diálogos, testimonios. Y no llega a la conclusión de que la duración en el amor es imposible, sino que parte de ella para ir en busca de otras experiencias de la duración (por eso, también, otra presencia seminal: Marcel Proust). Y entre nosotros los infaltables Porchia, Borges y Cortázar, Octavio Paz y Tomás Segovia. En el caso de Paz, es obvio que su diálogo es con La llama doble, y con Segovia hay una relación con los textos pero sobre todo con las actitudes de ambos. La escritura fragmentaria que pone en práctica tiene un parentesco más que con los moralistas del XVIII con los escoliastas medievales. Es una escritura en y de los márgenes. Su apuesta se juega al menos en dos niveles, el hasta ahora descrito, claramente formal, relacionado con lo fragmentario, y otro, marcado por la insatisfacción ante “el arte de amar” en Occidente. Con la experiencia del estado alterado que ese arte pretende reglamentar y formalizar se intuye no tanto la imposibilidad de su ocurrir o acontecer, sino de permanecer de otra manera que como conflicto.

            Esto nos lleva a Alteroscopio. En apariencia es un libro muy distinto, más focalizado en la percepción, en el hecho de mirar. En él me llaman la atención varios hechos. El primero, el proceso acumulativo de la escritura de este autor, que en un determinado momento da el salto a lo cualitativo. En su meditar aparecen preocupaciones de hace cuarenta años, y supongo que notas reflexivas de esa época, y que sin embargo conviven en una coherencia muy trabajada: lo fragmentario no es nunca inconexo. Como ocurre con el universo temático del hombre invisible, las ramificaciones son inagotables y eso se impone más que se opone a lo señalado antes: su ambición exhaustiva. Hace años, cuando Daniel apuntaba como uno de los más brillantes representantes de un nuevo cine mexicano, con la filmación de Reflejos, se encontró con un aparato de utilería que llamará alteroscopio. La permanencia en su cabeza de ese asunto lo lleva a buscar la identidad y uso de ese aparato, de origen bélico, y encontrar ramificaciones propias de una ficción: el alteroscopio de un submarino hundido en Uruguay, su rescate y exposición pública años después, y el hallazgo de una foto de un niño junto a un alteroscopio, y que ese niño sea ¡José Lezama Lima! Si fuera ficción es una novela maravillosa y si no lo es también.

            Me puedo imaginar a González Dueñas, después de leer este libro, tomando notas para una monumental historia de la mirada. Su interés por los objetos es claramente lírico. No importa si sirven para algo, si están descompuestos o si son de utilería. Yo creo que eso le viene por su vocación cinematográfica: la fábrica de sueños tiene en su origen un aparato para proyectar y en un tiempo la cámara y el proyector eran lo mismo. Sería ocioso insistir aquí en la manera en que la foto y el cine cambiaron nuestra manera de ver, pero no en cambio señalar que aparatos como el telescopio, el microscopio y todos los instrumentos de visión han modificado no sólo nuestra manera de ver sino de pensar cómo vemos, cuál es la idea subyacente en el acto de mirar. La noción de alteridad implícita en el título del libro nos lleva a esa noción fundamental para el pensamiento contemporáneo: el otro, lo otro, la otredad. Pero el prefijo alter suma a la noción de alteridad la noción de alteración, presente en Contra el amor y, por lo tanto, complementa y sincroniza ambos libros en una misma actitud o gesto reflexivo. Para concluir esta nota: una de las virtudes que tiene la ensayística de Daniel es que no gusta porque nos muestre y demuestre ideas que en cierta manera ya pensábamos antes de leerlo y con las que coincidimos, sino que nos gusta incluso cuando pensamos de manera distinta. Su reflexión es una invitación al diálogo.

 

*

 

 

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sábado, 15 de enero de 2022

Los dioses (Una tipología) (XXIV y final)

 

DGD: Postales, 2021.

 

Coda VI. Júpiter fue un hombre como cualquier otro

 

Los dioses son criaturas de la imaginación, pero de una imaginación encendida por la sensación del hombre acerca de su dependencia, de sus aflicciones y de su egoísmo; son criaturas no solamente de la imaginación sino también de la emoción, especialmente de las emociones de la esperanza y del miedo.

Ludwig Feuerbach: Conferencias en la esencia de la religión

Júpiter: Soy dios supremo en donde soy dios supremo, ni un palmo más allá. A mí me llaman el padre de los dioses porque soy padre de los que son mis hijos; no obstante, yo mismo soy hijo, y los que son mis padres tuvieron sus padres. Nadie sabe si la falta de final de todo se debe a que andamos siempre hacia adelante, hacia donde nunca se llega, o porque andamos siempre en círculo, hacia donde no hay a dónde llegar.

Fernando Pessoa: Sesión de los dioses

 

Para denunciar la falsedad de los dioses paganos, Tertuliano (Apologética, X) se vale de una curiosa mecánica: no afirma que Saturno era sencillamente un personaje inventado por la imaginación colectiva, sino que fue un hombre como cualquier otro:

 

Antes de Saturno no tienen ustedes a dios alguno más antiguo. De éste se originó la divinidad mayor y más notoria. Y así, lo que constare de esta divinidad originaria convendrá a la posteridad sucesora. A este Saturno, ni los anales de Diodoro, griego, ni los de Talo, ni los de Casio Severo, ni Cornelio Nepos, ni otro comentador de antigüedades lo llamaron más que hombre. [...] Este fue el que primero enseñó a imprimir y a sellar la moneda, y por esto ustedes lo hicieron presidente del Erario. Luego si Saturno fue un hombre que nació de otro hombre, procedió sin haber un título especial por el que se llame más hijo del cielo y de la tierra que los otros hombres nacidos.

 

          Tertuliano usa como imbatible demostración el hecho de que los padres de Saturno no eran conocidos: “A cualquier hombre no conocido o que repentinamente se aparece entre nosotros, siendo de grandes prendas y valor, solemos comúnmente llamarlo hombre bajado del cielo”. Alude a la mecánica teatral frecuente en las representaciones de tragedias, en donde repentinamente aparecían los dioses por tramoya (Deus ex machina). Y continúa: “Por esto a Saturno, que vino inopinadamente a Italia, lo llamaron celestial. También el vulgo, a aquel a quien no se le conocen padres, lo llama hijo de la tierra”.

          Aquí el teólogo utiliza ingeniosamente la costumbre popular de llamar “bajado del cielo” a cualquier individuo notable, e “hijo de la tierra” a alguien de padres desconocidos. Tertuliano concluye de manera genealógica para demostrar que Júpiter no era más que un hombre común: “Con esto con lo que brevemente probé la humanidad de Saturno, se prueba también la de su hijo Júpiter, que fue un hombre terreno, hijo de otro, y por la misma razón, todo el enjambre de sus hijos; que siendo mortal el padre, mortal será también la semilla”.

          Tertuliano procede entonces a suponer que hay un Dios supremo que hace a los dioses: “Porque si no hubiera uno que hiciera a los dioses, vanamente presumen ustedes que hay dioses hechos negando al hacedor”. Son, pues, hombres hechos dioses por una divinidad superior, porque “si ellos se pudieran hacer dioses, nunca habrían sido hombres, poseyendo una naturaleza más grande y una calidad más honrada”. Pero una vez formulada esa hipótesis, se pregunta por qué iba Dios a hacer dioses; una posible respuesta es que necesitara ayuda para los oficios del cielo, pero entonces no sería omnipotente, puesto que no lo es un dios que necesita auxilio externo:

 

La naturaleza no salió imperfecta de la mano divina, que a todas las cosas perfecciona. No esperó a Saturno ni a sus hijos para recibir virtud de su mano. Vanos serían los hombres si no creyeran que desde el principio del mundo llovieron las nubes, centellaron las estrellas, lucieron los astros, bramaron los truenos y que el mismo Júpiter temió los rayos que le ponen ahora en una mano.

 

          Otra posibilidad estriba en que Dios diera el oficio de ministro celeste a alguien cuyos méritos quisiera honrar; en tal caso este dios no tendría ni bondad ni justicia porque “ha dado tales oficios a los más viciosos”. Por lo demás —razona Tertuliano—, si hubo vino, pan y aceite antes de que nacieran Baco, Ceres y Minerva, entonces ni Baco creó el vino, ni Ceres el pan, ni Minerva las aceitunas. ¿Y por qué a estos sí y no a otros de iguales o mayores méritos? Pone el ejemplo de Lúculo, que llevó a Roma las cerezas del Ponto y a quien no se dio la misma divinidad que a Baco por haber otorgado el vino (aquí se podría agregar la larga lista de inventores ilustres que Plinio incluye en la Historia natural). Júpiter fue adúltero; Marte, asesino; Mercurio, ladrón, etcétera; de esta manera,

 

¿cómo Dios, que es la suprema bondad, pudo elegir para su compañía a hombres a los que ustedes evitan por sus costumbres? ¿O por qué condenan sus leyes a los malhechores si a la vez ustedes adoran a sus colegas? La justicia de ustedes es una afrenta a los cielos; porque si ella condena a los ladrones, ya debería juzgar que muchos dioses deberían ser ahorcados. Para agradar y obligar a estos dioses, mejor sería que hicieran dioses a los hombres más facinerosos, ya que sería agasajo y honra suya la consagración de los iguales.

 

          Y llega así al punto más polémico: “¿cuántos mejores muertos que éstos dejaron ustedes en el infierno?”. Procede a enumerar algunos ejemplos ilustres: “¿Entre sus dioses hay alguno más sabio que Sócrates, más justo que Arístides, más soldado que Temístocles, más sublime que Alejandro, más dichoso que Polícrates, más elocuente que Demóstenes? ¿Entre los que sacaron para dioses hay alguno más sabio y grave que Catón, más justo ni guerrero que Escipión, más sublime que Pompeyo, más feliz que Escila, más elocuente que Tulio?”.

          La ortodoxia religiosa no pudo retirar a Tertuliano el mote de “padre de la iglesia”, y su sanción fue rehusarle la canonización junto con Orígenes. Los motivos abundan en la prolífica obra de Tertuliano y acaso ante todo en esta conclusión suya: “Si deidades se dan por méritos, ¿cuán dignamente habría Dios guardado alguna para éstos sabiendo que habían de nacer para merecerla mejor que Júpiter o Saturno? Pero creo que se anticipó y cerró el cielo en la primera elección, y estará ahora vergonzosamente confuso viendo que en el infierno murmuran de la injusticia los mejores”.

 

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[Fin de Los dioses (Una tipología)]

[Leer un texto paralelo: Creer.]

 

 

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miércoles, 5 de enero de 2022

Los dioses (Una tipología) (XXIII)

DGD: Postales, 2021.

 

El sentimiento religioso

 

¡Ojalá, mi pobre corazón, consintieran los dioses que el Destino tuviera algún sentido! ¡Ojalá convenciera al destino de que los dioses tienen algún sentido!

Bernardo Soares (Fernando Pessoa): Libro del desasosiego

 

Sobre el sentimiento religioso, que no necesariamente es la experiencia de lo sagrado, Somerset Maugham, en sus Cuadernos de un escritor, incluye este apunte: “Aldous [Huxley], en la primera de sus Siete meditaciones, dice: ‘Dios es. Éste es el hecho primordial. Existimos con el objeto de poder descubrir este hecho por nosotros mismos, por experiencia propia’. ¡Qué concepto más trivial tiene de Dios!”. Y del hombre, cabría añadir. La extensión está implícita en Somerset Maugham, un escritor que, en sus momentos de mayor honestidad, exclamó: “Estoy contento de no creer en Dios. Cuando miro la miseria del mundo y su amargura, me parece que ninguna creencia puede ser más innoble” (Cuadernos de un escritor, 1949).

          Por ello acaso su mejor párrafo al respecto es el siguiente:

 

Le acuerdan omnipotencia y omnisciencia y no sé que más; me parece extraño, sin embargo, que no le atribuyan sentido común o tolerancia. Si supiera tanto como yo de la naturaleza humana, sabría cuán débiles son los hombres y qué poco control tienen sobre sus propias pasiones, sabría qué llenos de temor están y qué lastimeros son, sabría cuánta bondad hay incluso entre los peores y cuánta maldad entre los mejores. Si es capaz de sentir, entonces deberá ser capaz de tener remordimientos. ¿Qué otra cosa podría sentir al considerar el embrollo que ha urdido con la creación de la humanidad? Lo más sorprendente es que no eche mano de su omnipotencia para aniquilarse a sí mismo. O quizá eso es justamente lo que ha hecho.

 

Una mirada nada lejana de esta pregunta que formula George Steiner en uno de su más polémicos relatos: “¿Hubo alguna vez una invención más cruel, un artilugio más calculado para complicar la existencia humana, que un Dios omnipotente, omnisciente, pero invisible, impalpable, inconcebible?”.[1]

 

 

El moderno creer

 

Reconocemos que cuando la divinidad a la que adorábamos se hizo visible y comprensible, la crucificamos.

George Bernard Shaw: Hombre y superhombre

 

“El modernismo”, dice Charles Péguy, “es la actitud de quien no cree en lo que cree.” Podría añadirse: Pero cree. Pero no cree. Pero cree. Pero no cree. Etcétera. Esa es la actitud: no importa el objeto de la creencia sino que haya algo que destruya a esta última en cuanto aparezca. Es así que el moderno deja de creer; pero resulta por completo insustancial qué sea aquello en lo que no cree, porque en cuanto aparece el “no creo”, algo surge para cuestionarlo, y así sucesivamente hasta hacer vacilar toda seguridad lo mismo que cualquier inseguridad. Esa es la actitud del hombre de la modernidad y es precisamente por ella que es moderno.

 

 

El “creer simbólico”

 

En la segunda versión fílmica de La amenaza de Andrómeda, novela de Michael Crichton, aparece el siguiente diálogo:

 

—¿Crees en los viajes en el tiempo?

  —Claro, igual que creo en Santa Claus y en el Conejo de Pascua. Es decir, me gusta la idea, pero dudo de la realidad.

 

          Como sucede en todo diálogo, las afirmaciones descansan en una compleja red de sobreentendidos. En la respuesta a aquella pregunta se trasluce que el acto de creer no es un único nivel (como generalmente se maneja), sino una escala formada por innumerables niveles. En uno de éstos se acepta la existencia de un acto de creer regido no por la obligación o el convencimiento sino por el gusto (“me gusta la idea”). Creo en lo que me gusta creer; creo en lo que me agrada como idea, aunque ello en algún subnivel no cancela a la duda (“dudo de la realidad”).

          En este caso conviven sin ningún choque el acto de creer en la existencia de Santa Claus y del Conejo de Pascua y el de dudar de la realidad de ambos. Es como una especie de “creer simbólico”, es decir una creencia en lo que esas entidades significan como símbolos, ligados éstos a la inocencia o ingenuidad de la infancia. La duda es un molesto pero necesario recordatorio de que esos símbolos no son literalmente “reales” sino por sus implicaciones sociales y familiares. Cuando un adulto habla con un niño que sí cree literalmente en esas figuras, el “creer simbólico” le permite entenderse con ese niño a la vez como adulto literal (que duda de la realidad de ellas) y como “niño simbólico” (a quien le gusta la idea).

          En otros niveles, lo mismo que se dice de Santa Claus y del Conejo de Pascua se aplica a otras áreas, incluidas las hipótesis científicas como el viaje en el tiempo, las leyendas urbanas como los extraterrestres y, a fin de cuentas, cualquier idea que se sale de la literalidad cotidiana. Y esto implica también a las ideas que no se imponen porque nos gustan sino a las que rodean el temor o la extrañeza.

          Resulta sorprendente la cantidad de matices que tiene el creer simbólico, desde “me gustaría creer aunque sé que es sólo una mera fantasía” hasta “debo creer en ello o de lo contrario caería en la demencia”.

 

 

El origen de todos los inmortales

 

Hércules, después de su muerte en el monte Eta, subió al cielo y quedó convertido en dios. La apoteosis era la ceremonia por medio de la cual los griegos (que la recibieron de asirios, persas y egipcios, y que heredarían los romanos) colocaban en el número de los dioses a emperadores, emperatrices u otros mortales. En algunas ocasiones se sugiere que morir no es sólo el recurso de los mortales para volverse inmortal, sino el origen de todos los inmortales. El imaginario colectivo concibe vivos a los dioses: la única diferencia con los humanos es que poseen una vida ilimitada. Pero igualmente podrían concebirse como muertos: al menos, muertos que han renacido a una vida inmortal.

 

*

 

Nota

[1] George Steiner: El traslado de A.H. a San Cristóbal (1981), Mondadori, Barcelona, 1994; trad.: Antonio Prometeo Moya.

 

 

[Leer Los dioses (Una tipología) (XXIV y final).]

 

 

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