lunes, 27 de julio de 2015

La contracción


DGD: Redes 200 (clonografía), 2012

El misticismo judío ofrece una sobrecogedora visión del mal, a partir de una básica pregunta: “Siendo el Creador la perfección absoluta, ¿cómo puede salir de Él algo imperfecto e inacabado, como lo son el hombre y el mundo?”. La respuesta implica una de las palabras fundamentales de la cosmogonía hebrea: tzimtzum, que significa contracción. Según este relato sagrado, antes de la creación del universo la divinidad lo llenaba todo de perfección; en otras palabras, no había sino Infinito y Eternidad. En un inimaginable momento (porque antes no había “momentos”), el Infinito y la Eternidad, por un primer acto de suprema voluntad, contrajeron su perfección, de tal manera que ese tzimtzum posibilitó la Creación: la divinidad se volvió Creador, y su creación fue la de una realidad imperfecta, es decir nueva, puesto que la constituía una voluntad limitada: la determinación de un objetivo y un propósito.

El tzimtzum desplazó al Infinito y movió a la Eternidad: les puso límites, que fueron los de un espacio vacío en el que pudo contenerse una realidad distinta de la anterior, puesto que tenía límites. Así aparecieron los mundos limitados e incompletos, dotados con un fin determinado, y surgió asimismo el propio ser humano, igualmente imperfecto e incompleto.

Antes del tzimtzum reinaba, pues, la perfección absoluta, es decir, el Bien con mayúscula. El mal comienza a existir luego del tzimtzum, y por tanto, también únicamente entonces aparece un “bien” con minúscula, ya no absoluto, sino relativo y condicionado por su opuesto. Se presenta, entonces, la posibilidad de elección entre el bien y el mal, elección que sólo es posible cuando existe una realidad carente de perfección.

La añoranza de la perfección anterior (podría decirse “no-contraída”) está presente en todos los territorios de la mística y en todas las épocas. Por ejemplo, la añoranza de Plotino de un ser humano que se integra de tal manera en el Uno (la divinidad antes de su voluntad de contraerse, el universo anterior a su aparición en una realidad parcial, limitada e incompleta) que logra acceder a una coordenada en la que “el alma descansa de los males y se retira a una región limpia de todo mal; conoce de manera inteligente, alcanza un estado impasible y llega a vivir la vida verdadera” (Enéada: Sobre el bien o el Uno). Plotino habla de todo mal, pero sin duda coloca el acento en el mal metafísico: el Mal que en algún “momento” reclamó la mayúscula inicial.

Una buena definición del mal metafísico se halla en este párrafo del teórico cristiano Leonardo Boff, uno de los creadores de la teología de la liberación:

La esencia de la creación, en un sentido ontológico, es decadencia. Esto lo intuyó muy bien la escolástica, al hablar de mal metafísico, que no depende del hombre y es anterior a él, el mal que no puede ser cometido por la libertad, pues es un estado ontológico, ligado al propio misterio de la creación. Por el hecho de no ser Dios, el mundo es limitado y dependiente, distante y diferente de Dios. Por perfecto que sea, jamás tendrá la perfección de Dios; comparado con él, el mundo es siempre imperfecto. Ese mal es la finitud consciente del mundo.

En realidad no se trata de una intuición de la escolástica cristiana y católica (sería herético considerar “decadencia” a la Creación del Dios bondadoso que, según el Génesis, “vio que era bueno” lo que había creado, y que creó por amor, libremente, por la “sobreabundancia de su bondad”), sino más bien de una tesis gnóstica retomada, en la segunda parte, por Leibniz. Éste ha sido uno de los pocos pensadores que intentó evadir los callejones sin salida de la razón y a la vez enfocar la contradicción como tal, pero sus resultados tocaron el delirio, como su célebre conclusión de que nos hallamos en “el mejor de los mundos posibles”.

Basado en las consideraciones de san Agustín y santo Tomás, Leibniz dedujo su teoría del “optimismo”, según la cual “lo inverso es lo mejor posible”. Este filósofo distingue las tres categorías: el mal metafísico, que es la mera finitud o la imperfección en general, el mal físico, correspondiente al sufrimiento, y el mal moral, que es el pecado. Pero el mal metafísico está necesariamente envuelto en la constitución del universo porque debe ser finito y no podría estar dotado de la perfección infinita, que pertenece exclusivamente a Dios. El mal moral y el físico se deben a la caída de hombre, pero todo el mal es dominado por Dios para un propósito bueno.

Aquí Leibniz imagina que Dios creó a este mundo como el mejor posible, pero que no pudo lograr que las básicas unidades constitutivas del universo (las mónadas) fueran todas perfectas, cada una en su propia especie. La divinidad no estaba obligada por ninguna necesidad de su propia naturaleza (si necesitara cualquier cosa, no sería omnipotente), pero fue obligada, por así decirlo, por los propios términos del “problema”, y de este modo “tuvo que tender hacia la perfección a través de varios grados de imperfección”. El universo, al parecer, le presentó “ciertas dificultades”; en consecuencia, actuó como lo haría cualquier artista, que integra los errores o imperfecciones en el conjunto general de simetría, belleza y armonía a los que tiende la obra en sí misma. Pero al final de este aguerrido periplo racional, Leibniz se ve obligado a razonar que el mundo conocido es sólo una parte muy pequeña en el conjunto de la creación, y por tanto puede suponerse que el mal que contiene es necesario para la existencia de otras regiones desconocidas por el ser humano. Curiosa sospecha: sin tzimtzum, sin contracción, el mal no habría sido “necesario”.

Es por ello que el vocablo tzimtzum es sagrado: el oído humano asocia de inmediato la palabra contracción con el parto. Todo nacimiento repite la Creación. Todo alumbramiento es cosmogónico.

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Bibliografía
Leonardo Boff: “Pasión de Cristo y sufrimiento humano”, en Jesucristo y la liberación del hombre, Ed. Cristiandad, Madrid, 1981.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



miércoles, 15 de julio de 2015

La cuadratura del círculo


DGD: Redes 160 (clonografía), 2012

Que el mal constituye el mayor conflicto jamás resuelto, lo comprueba este arduo párrafo de la encíclica Libertas præstantissimum de León XIII (junio 20 de 1888): “Dios mismo, en su providencia, aún siendo infinitamente bueno y todopoderoso, permite, sin embargo, la existencia de algunos males en el mundo, en parte para que no se impidan mayores bienes y en parte para que no se sigan mayores males”. Platón hablaba de la divinidad como autora de “algunos bienes”, lo que implica que el mundo es mayoritariamente malvado; León XIII dice que Dios permite “algunos males”, de lo que se sigue que el mundo es bueno en su mayor parte. Pero ambos lo sobreentienden todo, y sólo así el mal puede justificarse como hechura de “otro ser que no es divino” (Platón) o como algo necesario para que no se eviten mayores bienes ni se provoquen mayores males (León XIII).

También el teólogo español Andrés Torres Queiruga afirma su “Y esto es bueno”, y a continuación gira la cuestión hacia una pregunta suplementaria: “¿vale la pena un mundo finito?”. Este autor no cree haber solucionado el problema, sino haberlo clarificado: “El misterio del mal continúa. Pero algo fundamental sí que se ha conseguido: situarlo en su lugar verdadero. No se trata de preguntar por qué creó Dios un mundo malo, pudiendo haberlo creado bueno, sino por qué, sabiendo Dios que el mundo, al ser finito, implicaría necesariamente el mal, lo creó a pesar de todo. Aquí está la cuestión: ¿valía verdaderamente la pena la creación del mundo al precio enorme de sus males, sus catástrofes, sus sufrimientos y sus tragedias? En definitiva, volvemos al realismo más sencillo y elemental: ¿vale el mundo la pena?”. (Cuando resulta conveniente, hasta el realismo sale en defensa de la metafísica.) He aquí el aparato retórico, lógico y racional que para Queiruga prueba que “sí vale la pena”:

Si Dios crea, no puede crearse a sí mismo: tiene que crear un mundo finito. Pero si el mundo es finito, comporta necesariamente el mal: al concepto de mundo finito pertenece en la historia la presencia del mal. En este sentido, si Dios se decide a crear, “no puede” evitar dicha presencia (como “no puede” hacer un círculo-cuadrado). Ahora bien, si se decide, sólo puede hacerlo por amor a la criatura, y sólo el bien puede querer para ella. Lo cual significa que la existencia vale la pena para ésta y que, por lo tanto, el mal no puede destruirla: el mal es impedimento, pero no definitivo.

¿“Impedimento, pero no definitivo”? ¿Implica este autor que lo finito puede vencer a aquello que le impide ser infinito? ¿Sugiere que, del mismo modo en que el hombre es capaz de superar algunas manifestaciones del mal físico y del moral, es igualmente capaz de contrarrestar al mal metafísico? ¿Se alcanza, pues, la “herejía”, es decir, el pensamiento subversivo contra Dios, por la vía del intento de demostrar su bondad intrínseca sin que ello implique imaginarlo impotente, malvado o indiferente? ¿Llega este teólogo al punto de la máxima soberbia, puesto que afirma que el hombre puede volverse Dios?

No es así. Torres Queiruga arriba de este modo a su demostración final: “El mal no sólo aparece como contrario a la bondad divina, sino que, sin perder un átomo de su horror, se convierte en el escenario de la manifestación suprema del amor de Dios. No es que el mal se haga bueno, sino que, en su horror, nos permite reconocer a Dios como su opositor radical, siempre a nuestro lado, sufriendo con nosotros y apoyándonos con todos los medios de su amor, hasta la prueba suprema de consentir que le maten a su Hijo”. Cierra esta propuesta, una vez más, el iluminismo (“Y esto es bueno”); el autor espera que “la seguridad de que no se trata de un hermoso sueño de nuestro deseo, sólo puede venir de la revelación”.

En la teodicea (“justificación de Dios”) que emprende Torres Queiruga, la lógica se vuelve demostración de un pequeño subsistema bien intencionado (y no poco ingenuo). Dios no puede hacer un círculo cuadrado, pero un individuo en particular sí puede tomar ese argumento para demostrar lo que Dios no puede hacer. Y si Dios no es capaz de hacer ciertas cosas es porque éstas no “pueden existir” en el sistema lógico inherente a su creación. En otras palabras: Dios está obligado a jugar las reglas del juego que ha creado; el juego es lógico y, por tanto, Dios no puede ser “ilógico”. La trampa que juega Queiruga es ingeniosa, pero no deja de ser una trampa: basarse en un único sistema lógico que niega la existencia de cualquier posible subsistema. Todo sentido existe en múltiples niveles; para que su propuesta funcione, Queiruga pide que su escucha se mantenga sólo en el primer nivel, el literal. Este autor se esfuerza en olvidar que la cuadratura del círculo existe en un nivel matemático, es decir simbólico, de subsistema.

No es gratuito que las matemáticas se definan como la ciencia de las relaciones, o bien como la ciencia que revela condiciones necesarias. La cuadratura del círculo plantea un antiguo problema que no sólo es geométrico y numérico, sino que abarca a otras disciplinas, tanto científicas como metafísicas (como evidencian las enseñanzas de Pitágoras, ambas áreas nacieron juntas y sólo se separaron en épocas posteriores). El conjunto de estas disciplinas obliga a considerar al sistema matemático de contar y calcular como algo relativo (subsistema) y no absoluto (sistema). Los tres clásicos problemas geométricos —la cuadratura del círculo, la trisección de un ángulo y la duplicación del cubo— son formas de imaginar, de ir más allá de los límites impuestos por las propias leyes. Los dilemas son formas de estudiar lo que en matemáticas y geometría se llama “irracionalidad”, bajo la necesidad de creación de una teoría general de las relaciones.

Esta teoría desborda sus territorios originales, y así se dice que el problema de la cuadratura del círculo, siendo la raíz misma de las matemáticas, no tiene en esta ciencia una aplicación práctica, sino que es funcional únicamente en el mito; en este último terreno posee un solo propósito: ni más ni menos que el de verificar que el mundo fue creado. Así, Leibniz propuso que todos los caracteres escritos se derivan de dos trazos primigenios: el círculo (símbolo de la nada, lo infinito, el horizonte o el cero) y la línea vertical (símbolo de la unidad, lo finito, la altitud o el uno). El paso del cero al uno se identifica con la creación del universo, del caos al orden, de la nada a la unidad, y aquí resulta pertinente recordar que para Pitágoras el uno representa al bien en cuanto es existencia, mientras que el cero simboliza al mal, en cuanto refiere a la no-existencia. En Monsieur Teste, Paul Valéry había hablado del hombre como de aquel que “vacila con terrible presteza entre el cero de ser una bestia y el máximo de ser un dios”.

Lo que Queiruga descalifica de un plumazo y llama absurdo y carente de significado es en realidad la base misma de la cábala, como revela John A. Parker (“Quadrature of the circle”):

Entre los iniciados, la cábala era una especie de escritura simbólica que revelaba las enseñanzas secretas de la Biblia. La clave de la cábala radica en la relación geométrica del área del círculo inscrito en el cuadrado, o del cubo en la esfera; esto produce la relación entre el diámetro y la circunferencia de un círculo, con el valor numérico de esta relación expresado en integrales. La relación del diámetro y la circunferencia es suprema, puesto que está conectada con dos nombres de Dios: el plural Elohim (la circunferencia) y Jehovah (el diámetro) son expresiones numéricas de estas relaciones. Todas las demás relaciones están subordinadas a éstas.

En última instancia lo que Queiruga dice es que Dios no puede ser metafórico (que no puede saltar del primer nivel de las cosas) o, peor, que no puede entender la metáfora, la paradoja, el off limits de la razón. Para explicar el mal sin negar a la omnipotencia divina, Queiruga despoja a Dios de la poesía, del mito, de todo territorio no lógico. Para salvaguardar su amor hacia la divinidad, Queiruga mismo se deshace de todo lo que no sea razón. Bien puede decirse que su dios personal lo ha despojado.

Porque lo que hace Queiruga es sujetar a Dios y volverlo presa de “su propio sistema lógico” (menos el de Dios que el de este teólogo en particular); así, le impide actuar como la geometría no euclidiana, es decir, le prohíbe imaginar, ir más allá de los límites impuestos por sus propias leyes divinas. Queiruga sólo puede concebir a Dios si éste es tan lógico —tan conservadora y fanáticamente lógico— como la propia teología; una divinidad que fuera “ilógica”, es decir, en el léxico de este razonador, irracional, parece espantarlo más que el propio demonio.

Hay quienes niegan la existencia de Dios; hay quienes la afirman. Unos y otros se basan en el uso extremo de la lógica. Antes de entrar en esos tremendos laberintos racionales, la pregunta que podría plantearse es: ¿de dónde proviene la necesidad de justificar a Dios?

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Bibliografía

John A. Parker: “Quadrature of the circle”, en J. Ralston Skinner (ed.): The source of measures: key to the Hebrew-Egyptian mystery in the source of measures (1894), Wizards Bookshelf (Secret doctrine reference series), San Diego, 1972.

James Ryan: Elements of geometry: containing the first six books of Euclid, with a supplement on the Quadrature of the Circle, Nabu Press, Charleston, 2010.

Andrés Torres Queiruga: Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Ed. Sal Terræ, col. Presencia teológica 34, Santander, 1986.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]



domingo, 5 de julio de 2015

La solución más inaudita


DGD: Redes 46 (clonografía), 2009

Tanto reposa la cultura humana en los sobreentendidos, que ella se ha dejado de cuentos: la mirada crítica se deja en los bastidores, mientras que en el escenario se da todo por sentado, se huye de las complicaciones, se odia a las ideas no-simples y aún más a los cuestionamientos incómodos. Los media exclaman, minuto a minuto, palabra a palabra, imagen a imagen, el máximo sobreentendido: “Y esto es bueno”. Con ello se acabó la discusión. “No perdamos el tiempo”, se nos dice, “en hacernos bolas y dejemos estas cuestiones a los ‘especialistas’” —a quienes por otra parte sólo escuchan otros especialistas. Mientras tanto, el discurso del mal, sobreentendido y no enunciado ni escrito en parte alguna, sigue impregnando a cada molécula del mundo.

En todo caso, ejercer la crítica de un modo no normalizado está mal visto. Lo expone, con su sabiduría característica, Isak Dinesen (seudónimo de la gran Karen Blixen) en su admirable relato “La inundación de Norderney”:

Dios creó el mundo, y lo miró, y vio que era bueno. Pero ¿y si el mundo lo hubiera mirado a él, para ver si era bueno o no? Eso, pensé, es lo que Lucifer había hecho en realidad: había mirado a Dios, y lo había hecho sentirse juzgado por un crítico. ¿Era bueno? [...] Dios no lo pudo resistir. Arrojó a Lucifer, como se recordará, al abismo. Dios hizo bien; no tenía por qué soportarlo.

De ahí el sobreentendido según el cual toda mirada crítica, e incluso toda mirada lúcida hacia uno mismo, es diabólica. Por cierto que Dinesen, con deliciosa ironía, sabe llevar aquella afirmación al territorio del género. El personaje masculino que opina que “Dios hizo bien; no tenía por qué soportarlo”, recibe la siguiente respuesta de una sabia mujer:

¿Dónde, Dios mío, nace la música..., en el instrumento o en el oído del que la escucha? El encanto de la mujer se origina en el ojo del hombre. Usted, Timón, dice que Lucifer ofende a Dios al mirarlo para ver cómo es. Eso revela que usted adora a una deidad masculina. Una diosa habría preguntado a su adorador en primer lugar: “¿Cómo soy?”.

O “¿Cómo me veo?”, que es el cuestionamiento inmediato de una mujer que acaba de ataviarse largamente para un evento social. El patriarcado, en cambio, nunca pregunta “¿Cómo soy?”, jamás pide juicio y de hecho no puede resistir la crítica real, y por eso inventa toda clase de sucedáneos que den la apariencia de un desacuerdo. La teología ortodoxa actúa del mismo modo que el poder constituido: éste afirma Así soy (o Soy El Que Soy) y no consiente a la divergencia y menos aún a la diversidad: sólo existen el dogma venerable y la herejía diabólica. Los sobreentendidos, los lugares comunes, el repertorio de objeciones rutinarias (presentadas como diabluras) remplazan a la verdadera crítica, al legítimo cuestionamiento, al ejercicio profundo de la imaginación creadora.

En ese relato, Dinesen establece los términos a su manera:

A todos los seres humanos se les ha ocurrido alguna vez, me parece, la idea de crear un mundo. [...] Entonces pensé que, de habérseme concedido la omnipotencia, y las manos libres, habría creado un mundo hermoso. Me habría acordado de los árboles y los ríos, de las distintas notas musicales, de la amistad y la inocencia; pero palabra de honor que no me habría atrevido a ordenar las cuestiones del amor, por lo que mi mundo se habría perdido lamentablemente. ¡Qué abrumadora lección para los artistas! No teman el absurdo; no rehúyan lo fantástico. Ante un dilema, escojan la solución más inaudita, la más peligrosa. ¡Sean valientes! ¡Ah, madame, tenemos mucho que aprender!

No se trata solamente de una lección abrumadora para los artistas, sino para todo aquel que se planta ante el mundo y se resiste a la avalancha de sobreentendidos, de lugares comunes que se le presenta para resolverle mecánica y rutinariamente su insatisfacción, su descontento, su indignación. La crítica requiere valentía, en efecto: no temer el absurdo y no rehuir lo fantástico, esto es, buscar la solución más inaudita, que es sin duda la más peligrosa.

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Bibliografía

Isak Dinesen (Karen Blixen): “La inundación de Norderney” (“Siete cuentos góticos”), en Cuentos reunidos, Alfaguara, Madrid, 2011; trad. de Francisco Torres Olivier.

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[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]