martes, 25 de noviembre de 2014

El mal como oposición al deseo


DGD: Redes 161 (clonografía), 2014

De todas las divergentes definiciones del mal, la menos ambigua es aquella que lo asimila al sufrimiento. La experiencia humana ha mostrado hasta el hartazgo que existe en el universo un cúmulo de oposiciones a los deseos, necesidades y vocaciones de los individuos; de esa contraposición brota el torrente de sufrimientos en los que abunda la vida. Los filósofos llaman “mal” a la suma de tales obstáculos y concluyen que, en tanto causante de ese inmenso dolor, no debería existir. Pero existe: el mal es indesligable del sufrimiento, sea éste su manifestación o su sinónimo. Como no hay área de lo humano en que no esté presente el mal, ni área de la naturaleza en que el hombre no lo detecte de una u otra manera, la gran discrepancia se da entre lo que “es” y lo que “debería ser”. De ahí el gran debate que ha recorrido los siglos irresuelto, y que grosso modo puede sintetizarse en dos bandos, que en una temeraria simplificación podrían llamarse optimista y pesimista.

Cuando el bando optimista o iluminista habla de “oposición” (en el sentido de freno, obstáculo, impedimento), subraya aquello a lo que el mal se opone, obstaculiza e impide: el orden “natural”. El mal es, por tanto, un desorden: el caos. Si no existiera esa reacción en contra, se cumplirían a plenitud los naturales deseos, necesidades y vocaciones de los individuos y, por tanto, no habría sufrimiento. Ello significa definir al universo como bondad intrínseca que es misteriosa y sistemáticamente atacada por una maldad “colateral”.

Representa bien a este optimismo la filosofía cristiana que, como la hebrea, atribuye el mal a la acción de la voluntad, que fue creada libre. El hombre se provoca a sí mismo el mal que sufre cuando desobedece la ley de Dios, de la que depende su felicidad. El mal no está per se en las cosas creadas, sino en lo que éstas tienen de mutabilidad y posibilidad: es defecto del universo, no el universo mismo. Sin embargo, esto no resuelve la cuestión ni explica en la práctica la existencia del mal: ¿cómo puede radicar éste en el hecho de que el universo cambia y es impredecible? ¿Por qué el “defecto” parece más poderoso que el propio universo? La iglesia aduce que el sufrimiento causado por el mal es la condición del bien; en otras palabras, que el mal es permitido para la causa del bien. Aquí Boecio, cuya obra representa la unión entre la filosofía antigua y la medieval, reduce todos estos cabos sueltos a una sola pregunta: “Si Dios es el autor de mal, ¿quién puede ser el autor del bien?”. En La ciudad de Dios, San Agustín escribe misteriosamente: “Dios juzgó mejor sacar el bien del mal, que no sufrir el mal existente”, y agrega que el mal contribuye a la perfección del universo, “como las sombras a la perfección de un cuadro o como la armonía a la de la música”.

En su gran esfuerzo integrador, San Agustín asentó que no hay ningún summum malum (sumo mal o fuente positiva de mal, correspondiente al demonio) que corresponda al summum bonum (sumo bien, cuyo nombre es Dios). El mal no es un ens reale (entidad real) sino sólo un ens rationis (entidad racional), es decir que existe como concepción subjetiva, no como hecho objetivo. Las cosas no son malas en sí mismas, dice Agustín, sino por causa de su relación con otras cosas o personas. Todas las realidades (entia) son buenas en sí mismas porque tienden a volver a su Causa Primera, el bien o la divinidad. Si las realidades producen resultados malos, ello sucede sólo incidentalmente y, en consecuencia, la última causa de mal es fundamentalmente buena. Pero si la Causa Primera es el Bien supremo, ¿cómo y qué contexto esto se ha invertido en las culturas occidentales de la modernidad, para las cuales lo único absoluto es el mal?

El bando contrario, el pesimista o nihilista, afirma en cambio, basado en la “experiencia”, que el mal es la esencia del universo. Una bondad “colateral” intenta, tibia e ilusoriamente, mitigar a la maldad “esencial”. La materia es ya en sí sinónimo de sufrimiento. El primer budismo se basa en la doctrina idealista que niega la realidad del mundo externo. El mal es el principio universal activo y el bien no resulta sino una ilusión, una búsqueda que sirve para inducir a la raza humana a perpetuar su propia existencia. La felicidad es inalcanzable y no hay manera de escapar de la miseria sino dejando de existir para alcanzar el estado impersonal de Nirvana. El origen del sufrimiento, según Buda, es “la sed de ser”. Esta sed, llamada Trishna, “lleva de reencarnación en reencarnación acompañada de deleites sensuales y, ya en un punto, ya en otro, quiere saciarse”. El resultado es el dolor, y la aniquilación de éste sólo puede darse por medio de la aniquilación del deseo.

La escuela Sankhyam no sólo niega la bondad en lo divino sino su misma existencia: “Dios no puede haber hecho el mundo por interés, porque no necesita nada; ni por bondad, porque en el mundo hay sufrimiento. Luego, Dios no existe”. Si esta frase se examina bien, puede notarse en ella el mismo subtexto que ha permanecido en el ateísmo, bien simbolizado por la frase que tanto gustaba a Luis Buñuel: “Soy ateo, gracias a Dios”. Esas negaciones equivaldrían a decir (Feuerbach fue uno de los primeros en sugerirlo): “Si Dios existe, yo no quiero que exista”. Seguramente no se trata aquí de esos “valores positivos” que el Segundo Concilio Vaticano reconocía en el ateísmo, aquel que “puede ser provocado por un humanismo sincero y bien intencionado”.

En ciertos contextos, la frase “Soy ateo, gracias a Dios” significa que el hombre, por más que niegue la existencia de algo superior, la sigue sintiendo pese a todo, e incluso, como se ha hecho notar, esa negación resulta aún más mística y afirmativa que la afirmación directa “Dios existe”: el ateo cree en el no creer con una mayor fe que la necesaria para creer en el creer. Por ello, en otros contextos, aquella frase implica una rebeldía: “Si Dios existe, y si de él proceden mi libre albedrío y mi capacidad de elección, y si de éstos surgen mis mayores sufrimientos, miserias y frustraciones, entonces yo elijo conscientemente que Dios no exista”. Puesto en palabras llanas, “no me da la gana que exista”. ¿Venganza pueril o supremo ejercicio de la única dignidad posible frente a un creador que se comporta de un modo sospechoso y ulteriormente imperdonable?

Platón sostuvo que la divinidad está “libre de culpa” (anaítios) por el mal del mundo, cuya causa fue en parte la necesaria imperfección de la existencia material creada y en parte la acción de la voluntad humana (Timeo, xlii). En filosofía una línea corre desde esta visión platónica hasta el siglo XIX, momento en que Coleridge acuña el término “pesimismo” (1794) y con ello cristaliza tal doctrina que avanza hasta nuestros días luego de haber pasado por nombres como el de Schopenhauer. Éste afirma que el sufrimiento ha entrado en la materia con la conciencia, de la que es inseparable; de ahí su tremenda sentencia: “Uno son el torturador y el torturado. El torturador se equivoca, porque cree no participar en el sufrimiento; el torturado se equivoca, porque cree no participar en la culpa”. De ahí hay sólo un paso para la célebre sentencia de Sartre “el infierno son los otros”. Y no faltan elementos para este predominio de lo pesimista; cualquiera puede observar que el bien parece remitir a teorías, doctrinas e ideales abstractos, mientras que el mal remite a los “hechos concretos”.

La definición que Buda hace del dolor podría ser la del mal: el sufrimiento, afirma, “es nacer, envejecer, enfermarse, estar con lo que se odia, no estar con lo que se ama, desear y anhelar y no conseguir”. El estado de Nirvana, equivalente a “aniquilación en la totalidad”, implica la liberación final de la cadena de reencarnaciones en lo material. San Agustín habla de una trascendencia a través del amor, y es así que llega a una de sus frases más intensas: “Ama y haz lo que quieras”, fórmula que puede interpretarse en el sentido de que el hombre que ha llegado al amor divino es incapaz de obrar mal. Sin embargo, para el pensamiento budista despojarse del odio equivale a despojarse del amor. Un texto budista indica:

La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al hombre. [...] Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo.

Esta idea ha bañado al misticismo occidental; así, es el sentido en que Fray Luis de León anhelaba: Vivir quiero conmigo, / gozar quiero del bien que debo al cielo, / a solas, sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas, de recelo”.

La negación de la personalidad es uno de los dogmas esenciales del budismo. Los neófitos se preparan para el Nirvana mediante cotidianos ejercicios que los capacitan para reconocer la irrealidad. Mientras caminan por las calles, conversan, comen, beben, deben reflexionar en el hecho de que esos actos son pasajeros e ilusorios y de que no presuponen un actor, un sujeto durable y compacto, un “Alguien”. El ser humano debe capacitarse estrictamente para ser “Nadie”, porque la personalidad es el terreno mismo del mal y el sufrimiento. En su ¿Qué es el budismo? (1976), Jorge Luis Borges y Alicia Jurado escriben: “El hombre que sabe que no es, ha alcanzado el Nirvana; el vasto universo astronómico no es menos irreal que ese hombre. Quien se confunde con los otros y con todo lo otro ya ha logrado la meta”.

Los libros canónicos budistas establecen a Nadie como el iluminado: “Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena”. Es decir que tampoco la inexistencia es la meta: la santidad del Nadie budista radica en la impensable figura mítica que representa a quien ni existe ni no existe, es decir, a quien ha vencido al método humano de definir por contraposición: existencia-inexistencia, bien-mal. Nadie es, ante todo, aquel para quien ya no existe ninguna oposición.

*

Bibliografía

Psychopharmacon: a translation of Boethius’ De consolatione philosophiæ, Medieval & renaissance texts & studies, v. 200, Binghamton (NY), 1999. Ed.: John Bracegirdle.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]


domingo, 16 de noviembre de 2014

El dios colérico


DGD: Redes 205 (clonografía), 2012

Los maniqueos consideraban que el Antiguo Testamento, en donde habla el Creador malvado, debía separarse del Nuevo Testamento, en donde habla el Dios bueno, padre de Jesucristo. Para los gnósticos (especialmente los del siglo II, Basílides, Marción y Valentino), la creación es esencialmente perversa: además del Dios bueno, existe otro Dios creador del mundo y, por lo tanto, responsable del mal, a cuyo gobierno sobre lo creado habría venido Jesucristo a poner fin.

Aunque la sospecha de un Dios malvado resulta dolorosa y hasta aterradora, ella tiene apoyos suficientes en la propia Escritura. En Isaías 45, por ejemplo, Yahvé en persona afirma ser el autor del mal, y a la vez implica el no querer evitarlo:

Yo mismo iré ante ti
y allanaré las pendientes;
portones de bronce romperé
y quebraré cerrojos de hierro;
te daré tesoros ocultos,
riquezas escondidas,
para que sepas que yo soy Yahvé,
quien te llama por tu nombre,
el Dios de Israel. [...]
Yo, Yahvé, y nadie más;
fuera de mí no hay ningún dios.
Te ciño sin que me conozcas,
para que se sepa, desde el sol naciente
y desde el occidente,
que no hay otro fuera de mí.
Yo, Yahvé, y nadie más.
Yo, que formo la luz y creo las tinieblas,
que hago la felicidad y creo la desgracia.
Soy yo, Yahvé, quien hace todo esto.

¿En qué sentido este dios colérico, celoso, vengativo, amenazante, coercitivo y aterrador puede ser a la vez infinitamente bueno? Por más esfuerzos que se hace para representarlo cómo únicamente creador de luz y felicidad, y más o menos afligido por lo que de tinieblas y desgracia brota en su creación, la pregunta por el origen del mal sigue atormentando a toda alma sensible. Basta pensar en el cúmulo de atrocidades que comete este dios en el Antiguo Testamento: el herem, el mandato expreso que hace Yahvé del exterminio de pueblos enemigos, sin piedad alguna hacia ancianos, enfermos, mujeres o niños; o los castigos colectivos “hasta la tercera y cuarta generación”; o las penalidades arbitrarias, como la del hijo del sumo sacerdote que quería salvar el Arca: “David tuvo miedo del Señor aquel día” (II Samuel 6:9).

También puede mencionarse una de las más antiguas preguntas acerca del origen del mal: no sólo por qué el Creador del mundo dejó suelto al demonio, sino cómo este último se hizo malvado sin ningún otro demonio que lo convirtiera a la maldad. Si se atribuye el mal al castigo por el pecado original, bastantes elementos existen para volver a la imagen de un dios malvado; por ejemplo, el ceremonial del bautismo católico presupone que el niño está bajo el poder del mal; de ahí los exorcismos y el rechazo a Satanás que hace el padrino del niño en nombre de este último. Casi todas las doctrinas llamadas “heréticas” han señalado con horror a un Dios que, pudiendo evitarlo, somete a millones de hombres al castigo por un pecado que en la más remota antigüedad fue cometido por los primeros antepasados del ser humano.

Una y otra vez se ha preguntado si cualquier persona con un mínimo de sentido moral se atrevería a castigar siquiera a un solo descendiente de quien hubiera cometido un delito. La respuesta de la Iglesia católica ha indignado por su carácter político, es decir de apoyo al poder y a la autoridad incuestionable: “El Creador, cuyos dones no son debidos a la humanidad”, dice la Enciclopedia católica, “tenía perfecto derecho de otorgarlos en las condiciones en que quisiera y hacer depender su conservación de la fidelidad del jefe de la familia. Un príncipe puede conferir honores hereditarios bajo la condición de que quien los recibe se mantenga fiel y de que, en caso de rebelarse, se le despojará de tal dignidad, y en consecuencia, también a sus descendientes”.

O bien puede plantearse: ¿cómo es que Dios no evitó ya el primer pecado si preveía la catástrofe y podía impedirla en su mismo origen? Herbert Haag, teólogo católico de Tubinga, llega a unir la teología arcaica con el derecho penal moderno y nos hace recordar que la ley humana “da por sentado que no se hace culpable solamente al que causa el mal, sino también al que no lo evita”. Mas esto puede también aplicarse a ese Dios del Antiguo Testamento. Por lo demás, qué sospechosamente humano resulta un Dios que odia; como dice el refrán, “Sabrás que has hecho a Dios a tu imagen cuando Él odia a la misma gente que tú”.

*

Bibliografía
Herbert Haag: Vor dem bösen ratlos? [Helpless in the face of evil?], Piper, Münich-Zürich, 1978.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el siguiente capítulo.]

jueves, 6 de noviembre de 2014

El pacto


DGD: Redes 210 (clonografía), 2012.

En la lengua inglesa, la palabra Good pierde una letra para volverse God; por su parte, la palabra Evil gana una letra para volverse Devil. Parece una representación lingüística de la interpretación de ciertos heresiarcas según la cual Dios creó al diablo con una función específica: la de una especie de mutua preservación.

Esto resulta inquietante incluso a nivel visual: la letra “O” que pierde Good (el bien) para volverse God (Dios) es idéntica al cero (0), símbolo de la nada (la creación se da ex nihilo). En el otro lado de la balanza, la letra “D” que gana Evil (el mal) para volverse Devil (el diablo) es claramente la mitad de la “O” o del cero: la “mitad de la nada”. O bien, una creación a partir de la nada y repartida en mitades.

Simbólicamente, el bien pierde una letra primigenia (O) para que Dios exista; a la vez, otra letra (D, que figurativamente es la mitad de aquella y que además es la letra que en español inicia a las palabras “Dios” y “diablo”) convierte al mal en el demonio. El antagonismo entre ambos adversarios parece más bien histriónico, una impostura de ambas partes, y la forma en que se comportan sugiere una secreta amistad, un pacto de potencias ocultamente aliadas que se fingen enemigas para engañar a terceros. Ese pacto secreto hace posible y hasta indispensable el mundo humano: en ninguna otra parte los contendientes podrían “oponerse” (es decir, colaborar). Aún más: sin ese mundo, no existirían.

Entre todos los hombres de lucidez insobornable que han tratado de extraer algún sentido de la lectura simbólica de las Escrituras, Robert Green Ingersoll formula la más simple, la más incontestable: “¿Por qué el demonio en el inframundo debería atormentar a los pecadores, que son sus amigos, para agradar a Dios, que es su enemigo?”. Con la serena contundencia que lo hizo el más famoso agnóstico del siglo XIX, Ingersoll agrega:

¿Por qué Dios creó a esos ángeles sabiendo que iban a rebelarse? ¿Por qué deliberadamente esparció en el cielo las semillas de la discordia, sabiendo que lanzaba a esos ángeles al lago de eterno fuego, sabiendo también que a partir de ellos crearía la prisión perpetua, en cuyos sótanos resonarían para siempre los lamentos y agonías del dolor sin fin? [...] ¿Por qué Dios permite a estos demonios salir de su prisión y solazarse a expensas de las criaturas ignorantes? ¿Quiere a sus criaturas desviadas y corrompidas para que él pueda tener el placer de condenar sus almas? [...] ¡Qué tonta es la infinita sabiduría! ¡Qué malévola es la misericordia! ¡Qué vengativo es el amor sin límites!

En la modernidad, nadie sensato cree en la existencia del diablo, ni siquiera los religiosos que sí creen en la existencia de Dios. El fundamentalismo católico sigue insistiendo en que el diablo no es sino “una personificación del mal”, mientras que jamás dirá de Dios que “no es sino una personificación del bien”: la existencia de la divinidad es verdadera y literal, mientras que la de Satán es “meramente simbólica”. A la vez, la modernidad descree de la noción del bien, o sencillamente se aburre con ella. Tampoco cree en la existencia verdadera y literal del diablo, y sin embargo sí cree en el mal, y tanto, que acaso no cree en otra cosa.

Este curioso Lucifer de las Escrituras lo sabe todo: que será derrotado; que su final es un fracaso eterno; que cada uno de sus pasos lo lleva a la catástrofe infinita. Y sin embargo va, como si no lo supiera o no quisiera saberlo. O como si justamente esa fuera su función, la de ser la esencia misma de la creación, el referente máximo sin el cual la divinidad no existiría. El planeta humano parece también el jaloneo entre un Dios que es literal y un diablo que es “personificación”: el bien y el mal se crean uno a otro en un curioso reparto de tierras. La luz parece depender más de la oscuridad que ésta de la luz.

Robert Musil expresa esto con tajante síntesis en una entrevista realizada en 1926 sobre la base filosófica de la novela que escribía en ese momento y cuyo nombre habría de ser El hombre sin atributos: “El mundo no puede existir sin el mal, porque el mal nos trae el movimiento. El bien sólo provoca la parálisis”. A continuación Musil parece describir directamente al eterno arquetipo de Nadie: “El hombre no es nunca algo acabado, no puede llegar a serlo. Teniendo la sensación de que su existencia es algo contingente, puede tomar todas las formas, como si fuera una masa gelatinosa”.

La figura de Nadie es entendida como la personificación de la no-persona, la temible presencia de una ausencia, el símbolo del vacío. Mas ¿no lo es también el diablo? Si éste es concebido como “personificación” (una representación, una alegoría) mientras que Dios es “persona” (algo verdadero y literal), entonces toda personificación es atributo demoníaco, así como todo lo literal es un atributo de la divinidad. Pero al mismo tiempo (y he aquí lo endiablado del asunto), lo que el diablo personifica es a quien no es una persona, es decir, al ser que carece de personalidad: a Nadie. El mundo puede no ser un infierno, pero es la aterradora casa del diablo. Al menos, Dios no parece tan a gusto “aquí” como su contraparte.

En el pacto entre bien y mal, este último parece más indispensable que aquél; como un eco de ese pacto, todo lo que se refiera a la persona (porque es atributo divino) parece más ajeno al hombre que la personificación (porque es atributo demoníaco). Así, en el mundo humano hay menos personas que personificaciones, es decir, acumulación de máscaras, representaciones, roles, imposturas, actuaciones. Y tanto la saturación de todo esto como su ausencia llevan directamente a la figura arquetípica de Nadie, que genera pavor. Acaso este horror proviene del mismo punto que lleva a Green Ingersoll a exclamar:

Es mucho mejor no tener cielo que tener cielo e infierno. Mejor carecer de Dios que contar con Dios y el diablo. Mejor descansar en un sueño eterno que ser un ángel y saber que mis seres queridos sufren dolor eterno. Mejor vivir una vida libre y amorosa, una vida que termina para siempre en la tumba, que ser un esclavo inmortal.

Tironeados desde tantos polos contrapuestos, los seres humanos no detentan otra identidad que la crisis de identidad. No hay personalidades irrepetibles sino una crisis que cada quien experimenta a su manera.

Existe otra lectura posible de ese sospechoso pacto entre el bien y el mal que parece tan evidente en todos los niveles de la cultura: es la terrible intuición de los Evangelios gnósticos, los cátaros y la herejía albigense: un supremo demonio tomó el lugar de Dios y se disfrazó de temible deidad. Es el dios celoso y vengativo de la Biblia, aquel que, como un vampiro, despojó a cada hombre de su divinidad interior y se la apropió para evitar que la raza humana tomara posesión, como estaba escrito, del cosmos en todos los niveles, especialmente el espiritual.

El nombre de este poderoso demonio, según los gnósticos, es Yahvé. No habría, pues, ningún pacto: el mal, absoluto, usa al bien como una máscara, un pretexto de dominación, sojuzgamiento y despojo ulterior. Luego de succionar la chispa divina en cada criatura (la “O” apropiada a la mitad, como “D”), Yahvé aplastó a todas ellas con la noción de un pecado ajeno, y les enseñó a esperar a un Mesías exterior. Para esta agudísima herejía, sólo existe una divinidad: la gnosis, el conocimiento último. El bien es una posibilidad interior.

*

Bibliografía

Robert Green Ingersoll: “The devil” (1899), en Collected works, 12 vols., Reprint Services Corporation (Notable American Authors), Los Ángeles, 1999. Cf. Best of Robert Ingersoll: Selections from his writings and speeches, Prometheus Books, Buffalo, 1983.

Entrevista a Robert Musil por Oskar Maurus Fontana, en Literarische welt, Berlín, abril 30 de 1926. Reproducida en Nexos, n. 31, México, julio de 1980.

*

[De Libro de Nadie 3. Leer el capítulo siguiente.]