martes, 26 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXV: Apuntes finales 6)


DGD: Textiles-Serie roja 10 (clonografía), 2008

(XXXV) Apuntes finales 6

Hablando de las traducciones, Borges opina que “No hay un buen texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume, es sabido, quiso identificar el concepto de causalidad con el de sucesión invariable. Así un mediano film es consoladoramente mejor la segunda vez que lo vemos, por la severa inevitabilidad que reviste”.
          En este caso la reiteración es redefinida: ya no se trata de la sucesión de fenómenos iguales a cada vuelta, sino de algo que se mejora porque, como ya lo conocemos, se cubre de un sentido determinista, fatal: se vuelve inevitable (sucesión invariable: ninguna libertad). He ahí un claro ejemplo de la “tradición”; es una sucesividad que se viste de falsa ubicuidad pero cuyo fin último es el de parecer inevitable.
          La ruptura es, por tanto, lo evitable, lo prescindible, lo sustituible, lo que podría ser de otra manera. Y de un modo más revelador, esta forma de ver el conflicto esencial implica que la ruptura, si se repite, no se vuelve mejor a cada vuelta, sino peor, y esto porque progresivamente se revela su carácter de fugacidad o de capricho (sucesión variable: demasiada libertad).

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Curiosamente, Gilles Deleuze invierte los términos (para él la reiteración no es tradición sino ruptura en sí misma) pero llega a la misma conclusión de Borges: “[La repetición] expresa al mismo tiempo una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, un elemento notable contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la permanencia. Desde todo punto de vista, la repetición es la transgresión. Pone la ley en tela de juicio, denuncia su carácter nominal o general, en favor de una realidad más profunda y más artista” (Repetición y diferencia, 1968).

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Es así que se llega a la “ruptura” moderna, que es, como dice Segovia, “un contraconocimiento mezquino opuesto a un conocimiento igualmente mezquino”. Del vasto tapiz que lleva hilado la humanidad-hilandera se toman sólo los hilos negros y se nos quiere demostrar que el tapiz es negro en su totalidad. No sólo el blanco sino los verdaderos colores quedan fuera de modernidad (fuera de moda). Eso es, evidentemente, mezquindad. Sin embargo, para oponerse al conocimiento mezquino lo que se hace es rescatar en el tapiz ya ni siquiera los hilos grises, sino los moderadamente negros. Eso es otra forma de la mezquindad (contraconocimiento mezquino), y quizás aún más perniciosa que la otra, puesto que esa moderación se presenta como lo opuesto, es decir como rebeldía, valentía y hasta honestidad. (Y esto cuando en los irruptores existe una cierta conciencia, porque en general, aun si hay en ellos una honestidad inicial, no saben a lo que se están oponiendo, no tienen una visión global del tapiz, sino sólo de los hilos que su educación, su época y su cultura les ha hecho conocer. Su transgresión no pone a la “ley” en tela de juicio: la confirma.)

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El filósofo Jacques Monod eligió para la dicotomía tradición-ruptura dos sinónimos ajustados: azar y necesidad. Si el acento se coloca en el azar, todo es ruptura; si se coloca en la necesidad, todo es tradición.
          Sin embargo, esta ecuación debe ser matizada, puesto que la tradición manipulada ha inventado una “necesidad” (la de matar el espíritu) y un “azar” (el que sólo el poder puede “conquistar”). Matar el espíritu es matar a la verdadera tradición, aquella a la que los románticos se impusieron revivir sin intermediarios, comenzando por la tradición del oficio artístico.

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A principios del siglo XX, Alfred North Whitehead advertía: “No existen las verdades completas; todas las verdades lo son sólo a medias. Lo diabólico es precisamente la insistencia en tratarlas como verdades completas” (Dialogues of Whitehead, 2001).
          Es en este sentido que Tomás Segovia afirma en Poética y profética el principal objetivo de este libro: “Me parece urgente tomar un poco de perspectiva y mirar con ojos mínimamente críticos esas doctrinas que se ponen de moda y se vuelven dogmas en nuestros raquíticos medios pensantes. Por desgracia, no son los ataques, es la crítica lo que falta. Parece que entre nosotros la única manera de salir de un dogma es adoptar otro dogma rival”.
          Podría añadirse que en los muy raros casos en que se quiere enfrentar y combatir esa “tradición” que no tiene otro sinónimo que dogma, sólo se considera al ataque como “ruptura”. La única ruptura que no es cómplice del dogma es la crítica. No se trata de sustituir una “tradición” caduca por otra cuya única función es extender por un cierto periodo la fecha de caducidad; de lo que se trata es de ejercer aquella forma de la crítica que permite realmente tomar perspectiva.

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El pintor y poeta Ramón Gaya escribe en su “Homenaje a Velázquez” (1945):

Cuando nos acercamos a tal o cual cosa, lo primero que percibimos son sus tópicos, los tópicos que han ido acumulándose allí, unas veces colocados desde fuera como un postizo, y otras surgiendo de la cosa misma pero sin ser ella, sino una especie de parásito suyo, un parásito que le pertenece pero que la disfraza. Por eso es tan peligroso un tópico, porque está formado, mitad y mitad, de mentiras y de verdades. Si el tópico fuese una mentira completa no necesitaríamos destruirlo, puesto que entonces viviría una vida completa también, es decir, sería una mentira sin engaño. Porque lo que tiene de engañoso el tópico no son sus mentiras, sino sus verdades, esas verdades que no son, sin embargo, la verdad.

Difícil, realmente, para nosotros, el dejar de concebir lo “moderno” como una ruptura de la tradición, que es obviamente el pasado, y aún más difícil volver a verlo como pide Gaya: “continuación fluida, subordinación libre y natural a lo antiguo”. Y agrega, memorablemente:

Goethe creyó que aquello que buscaba y encontraba en Palladio era la antigüedad, tenía que ser la antigüedad, porque ansiando, como él, una modernidad valedera, durable, resistente, y viendo, por el contrario, a su alrededor, el supuesto y postizo modernismo de cada día —ese modernismo que, con una ferocidad infantil, se apodera siempre del momento—, resulta fácil —incluso para un hombre desconfiado, avisado— “confundirse” y llegar a creer que ansiaba “lo contrario” de la modernidad. Pero nadie ansía la antigüedad; lo que sucede es que el hombre real, el moderno real, que se sabe envejecer paso a paso, comprende que sólo es posible refrescarse en el principio, en lo primero, y por lo tanto se necesita, no propiamente “volver” a lo antiguo, sino “acordarse”, o sea, acordar “la antigua juventud” del hombre con “su actual vejez”. Porque el más terrible destino de lo moderno aparente, vigente, no es sólo envejecer a toda prisa, sino “nacer ya” in partenza, más viejo que lo anterior. Cada siglo somos más viejos, y lo antiguo —lo antiguo verdadero—, en cambio, vemos con asombro que sigue igual, o mejor que igual, puesto que lo rejuvenecemos constantemente nosotros con nuestra precipitada e irreflexiva vejez hacia delante, ebrios de locura senil.

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Gaya desconfía abiertamente de las rupturas convencionales, en cuya ávida proliferación no ve sino una pérdida sistemática de lo esencial: “Mientras nosotros, llenos de frívola petulancia occidental, íbamos acumulando novedades, modernidades, invenciones, experimentos, conquistas —hasta formar todo ese riquísimo basurero en que nos encontramos—, los viejos pintores y poetas chinos y japoneses se mantuvieron, durante más de veinte siglos, no inmóviles, como tontamente se suele pensar, sino firmes en su esencia única”.

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Es evidente para quien realmente se permite verlo: cada modernidad está llena de artistas que producen novedades, modernidades, invenciones, experimentos y conquistas pero no buscan en absoluto nuestra amistad, es decir, la transparencia humana, esa intemperie en la que sólo ciertos “excéntricos” se colocan ante nosotros —no “por encima”, no “desde la altura de la autoridad”— y se arriesgan a equivocarse, a ser rebatidos, a dialogar. Qué rara es esa forma de la amistad (por eso es tan exaltante descubrir voces como las de Gaya, Segovia o Antonio Porchia) que no busca nuestra sumisión, que no quiere convencernos (lo cual significa vencernos) de la actual vejez del hombre sino de su antigua juventud.



sábado, 16 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIV: Apuntes finales 5)


DGD: Textiles-Serie verde 12 (clonografía), 2009

(XXXIV) Apuntes finales 5

En Poética y profética (1985), libro capital de la cultura hispanoamericana, Tomás Segovia hace una lista de ciertos hábitos tan profundamente arraigados en nosotros que ya ni siquiera los vemos como hábitos, sino como hechos consustanciales, y que sin embargo en cualquier época pasada (o también futura, espera Segovia en una búsqueda de sanidad mental) habrían provocado un insuperable asombro y una apabullada estupefacción —cuando no una hilaridad irrefrenable. Estos hábitos son los siguientes:

Hacer de la disidencia un academismo; de la protesta un estilo aclamado; de la ruptura una tradición (como dice Octavio Paz); de la revolución una institución (como proclama el partido dominante mexicano); de la singularidad un gregarismo (como propone la publicidad); de la originalidad una norma niveladora; de la agresión al espectador un éxito artístico; de las declaraciones subversivas la mejor manera de hacer una brillante carrera oficial, y hasta del socialismo un burocratismo.

En un espléndido ensayo de 1969 sobre La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo, Segovia ya había comenzado esa lista:

Hacemos del socialismo una opresión, de la libertad una burocracia, de la desmitificación del poder una dominación despiadada, de la relatividad de los méritos y los derechos una cínica injusticia, de la contingencia de las razas y las naciones una explotación descarada; hacemos incluso de la mirada desdoblada que mira su inconsciente un dogmatismo, y hasta de la libertad y la imaginación de las ciencias puras un desprecio autoritario del resto del pensamiento humano.

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Si no es muy claro en qué pasado las cosas eran distintas (y tampoco ese futuro en que tales conductas serían inconcebibles como hábitos), ello se debe a que en la civilización occidental las épocas se ignoran, y sobre todo a que toda modernidad se funda en esa ignorancia deliberada. Lo que para una época sería un defecto, una corrupción, una psicopatía y hasta un crimen, para otra es costumbre y modus vivendi plenamente aceptado como parte de lo “normal” (que para aumentar la manipulación de las palabras, se dice “natural”).
          Segovia intenta conjurar lo equívoco por medio de una re-definición: así, propone considerar a la contracultura como cultura y al contrapoder como poder, “aunque en sentidos divergentes: la primera porque la cultura, por su diversidad misma, por la imposibilidad de clausurarla y centrarla, porque todo lo humano cae dentro de ella sin que nada la rebase, es en su indefinición y su inacabamiento una y la misma, y por eso siempre tradición. La unidad indefinida e inacabada del sentido describe simultáneamente a la cultura y a la tradición”.
          Segovia insiste en que no se puede dividir lo indefinido e inacabado; dicho de otra manera: es más sano verlo todo como tradición, de donde se obtiene no la confirmación del determinismo sino lo contrario: “no dividir ni clasificar para poder nadar a gusto en lo no clausurado, o sea en la cultura”. Esta sería la postura básica no sólo de todo artista sino de todo participante de la modernidad.

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El problema, desde luego, estriba en que la palabra hábito (cuyos sinónimos son práctica, costumbre, rutina, uso, usanza, moda, experiencia o conducta), guarda una relación íntima con la palabra tradición. Basta ver lo fácilmente que los hábitos enlistados por Segovia se han vuelto parte consustancial de la vida “moderna”. ¿Qué diferencia habría, pues, en considerarlos parte de la tradición? Pensar que la corrupción es parte de la cultura y la psicopatía un componente de la vida no resuelve nada y en realidad se vuelve de nuevo del lado de lo indefinido y lo inacabado, que no se puede dividir, y tampoco, por tanto, multiplicar.
          Hay una diferencia, sin embargo, cuando la consideración se corre a otro nivel: hay una tradición verdadera (esa a la que Segovia alude) y una “tradición” manipulada, entre comillas, que ha sustituido a aquélla. Esos hábitos de nuestra modernidad son evidentemente partes de la tradición manipulada y, por tanto, son rupturas de la tradición verdadera.

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Sólo una tradición diabólicamente manipulada (acaso Segovia diría, mejor, enajenada) puede hacer que tradición y ruptura sean nombres de la misma rutina (hábitos), y así sucede —escribe Segovia— que “arremetemos contra puertas abiertas, seguimos debatiéndonos para soltarnos de unas camisas de fuerza que yacen a nuestros pies, nos lanzamos en heroicas empresas de liberación sin querer ver que todas las liberaciones proliferan y nos invaden por doquier”.

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Los puristas exclamarán con un cierto escándalo que la tradición no puede manipularse. No, pero puede poco a poco, muy gradualmente, ser sustituida, de tal forma que la sustitución no se note (del mismo modo en que no notamos lo que para cierto pasado sería atroz, absurdo e inaceptable).

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Sólo una “tradición” demoniacamente manipulada hace posible que día a día aparezcan “rupturas” rutinarias, inmediatamente aplaudidas en revistas y suplementos culturales (los pocos que quedan con “renombre” son, en realidad, neoliberales), e incluso que esa pequeña ruptura sea el móvil principal de numerosos artistas jóvenes que, si hubieran vivido en el tiempo de la única verdadera ruptura (el romanticismo), verían sin tapujos el diminutivo que, sin que se den cuenta, los esclaviza a —y los pone al servicio de— la tradición que nos infesta: aquella que está hecha de pequeñeces.

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Ese país que quiere ser representado por una estatua de la libertad, a la vez no quiere darse cuenta de lo contradictorio que él mismo ha vuelto a este símbolo. En rigor, la libertad no podría ser representada sino por un huracán: el movimiento vertiginoso, cambiante, imprevisible, abierto a todos los vientos. Se estaría más cerca si se quisiera simbolizarla por medio de una fuente inmensa —agua literalmente viva—, como la que hay en el lago de Ginebra (el Jet d’eau del lago Leman que alcanza hasta 140 metros de altura), pero aun esto sería equívoco por fijo en una sola coordenada del planeta: un verdadero símbolo de la libertad, honestamente representado, tendría que brotar espontáneamente en donde le diera la gana, sin aviso, sin programas ni horarios, sin restricción de ninguna especie.

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Podría argumentarse que la estatua “simboliza” al movimiento, y que el fuego petrificado de la antorcha “sugiere” la idea de un fuego vivo. En otras palabras: simbología y literalidad son opuestos, y ello permite al arte de la escultura representar al fuego, al agua, incluso al aire, sin hablar de la alegoría a través de la cual llegan a la piedra conceptos abstractos como fraternidad, piedad, soberanía y... libertad. Aceptar este argumento requiere un uso de niveles, es decir un empleo de la imaginación del que en este caso específico nadie en realidad echa mano. El fuego de piedra y la misma postura estacionaria de la estatua son tan convencionales como la propia “libertad” a la que se festeja.

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En una placa de bronce situada en la base de la escultura puede leerse un soneto de Emma Lazarus, en el que esta autora la describe como A mighty woman with a torch, whose flame / Is the imprisoned lightning (“Una poderosa mujer con una antorcha cuya llama / Es el relámpago aprisionado”). Ese es el verdadero símbolo que nadie quiere ver: el relámpago aprisionado.
          Así se contempla a la “tradición”: un algo fijo, llamativo, turístico, que puede visitarse en horas hábiles bajo severa vigilancia.



martes, 5 de noviembre de 2013

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXIII: Apuntes finales 4)


DGD: Textiles-Serie negra 32 (clonografía), 2012

(XXXIII) Apuntes finales 4

En el capítulo 69 de Moby Dick, Melville se refiere a las anotaciones apresuradas que a veces se hacían en la bitácora de un barco acerca de ciertas coordenadas marítimas (“Bajío, rocas y rompientes por aquí: ¡cuidado!”); de vuelta en el puerto y una vez que esa bitácora se difundía, tales apuntes pasaban rápidamente a formar parte del acervo (la tradición) de los navegantes, que marcaban esa zona como “peligrosa” sin haber estado ahí. O incluso si habían pasado por ese punto, igualmente lo tachaban en sus cartas marinas pensando que habían tenido la suerte de no toparse con su riesgo letal. Esta fe en las advertencias se justificaba por las atroces historias de los múltiples naufragios en la época; el menor rumor era considerado valioso a partir del refrán “más vale prevenir que lamentar”; mejor que resultara una advertencia falsa que arriesgar el barco, la tripulación y la carga. Pero ¿cómo iba a revelarse como advertencia falsa si de cualquier manera todas las embarcaciones evitaban esa área maldita?
          Melville exclama:

Y durante años después, quizá, los barcos esquivan ese sitio, dando un salto sobre él como las ovejas tontas saltan sobre un vacío porque su guía, al principio, saltó ahí, cuando alguien sostenía un palo. ¡Ahí está, les digo a ustedes, su ley de los precedentes; ahí está la utilidad de sus tradiciones; ahí está la historia de su supervivencia obstinada de viejas creencias jamás cimentadas en la tierra, y que ahora ni siquiera se ciernen en el aire! ¡Ahí está la ortodoxia!

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La historia a la que Melville alude, la de las ovejas y el guía, se basa en una vieja tradición: se decía que si un bell-wether (un carnero que lleva una campana en el collar para dirigir a otras ovejas) saltaba sobre el bastón de un pastor, las otras saltarían también, del mismo modo y en el mismo sitio, aun después de que el bastón hubiera sido retirado. En sentido amplio (y en terrenos de la propaganda y la publicidad, aliadas cercanas del conductismo) se llama bellwether a cualquier elemento que, en un ámbito determinado, influye en las tendencias generales o crea una nueva tendencia. La palabra bellewether proviene del inglés medieval (siglos XII a XV) y se refiere a la práctica de colocar una campana en el cuello del carnero (wether) que conduce a un rebaño de ovejas. Incluso aunque el rebaño estuviera fuera de la vista, sus movimientos podían ser adivinados al escuchar la campana.

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La segunda mención es lo que en el aparato inglés de justicia se conoce como Law of Precedents: una práctica según la cual las resoluciones y decisiones que toman los jueces se basan en las resoluciones y decisiones de jueces anteriores. Paradójicamente, se evita “sentar un precedente” (abrir un camino nuevo) por medio de apegarse al modo precedente de actuar.

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Acaso no hay en toda la literatura una definición más severa y despiadada de la ortodoxia, es decir de la ciega cadena de las “tradiciones”, así como de su origen (el bellwether) y de su perduración (la ley de los precedentes). Las tradiciones, que sumadas forman la tradición, no serían, para Melville, más que supersticiones vacías, viejas creencias jamás cimentadas en la realidad. Ni siquiera son frenos: son una rotunda y asfixiante inmovilidad, hipócrita y neciamente vestida de “progreso” y “evolución”.
          En realidad nada progresa ni evoluciona, puesto que la “tradición” (para seguir con la metáfora melvilliana) ya no es el mapa, sino el cúmulo de taches sobre él, esas “advertencias” que se vuelven precedentes para “ya no pasar por ahí”, y que van reduciendo el mapa a un único camino “seguro”. Así es como se construyen los “límites” humanos.

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En 1960 Tomás Segovia escribía unas líneas que son aún más vigentes medio siglo después: “somos una generación sin maestros, o mejor dicho sin padres: una generación huérfana. Que uno u otro tenga tal o cual preferencia privada y como casera, tales o cuales maestros con los que está encariñado y que admira hasta cierto punto, no cambia en nada esta situación: ése no es un lazo carnal y sanguíneo, una especie de destino que aceptar, o con el que hacer algo, o contra el cual rebelarse. Tenemos maestros del oficio, tenemos quizá tíos muy queridos; pero seguimos sin padres”.
          La tradición manipulada es eso precisamente, un suplantar a los padres, un darnos padres putativos que basan su “paternidad” justamente en dejarnos sin padres verdaderos, en ayudarnos a olvidarlos, a no necesitarlos, a sepultarlos con un afán que es casi una venganza.

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La crítica es primordial vocero de esa “ruptura” que consiste en un parricidio pueril y fundamentalmente predatorio. Lo que llamamos crítica, dice Segovia, “cuando existe, no es tal: es ‘efemérides’, simple crónica evanescente, indiscriminada y por lo tanto sin fundamento. No debemos cansarnos de repetir que la crítica no es la paja, sino la criba con que se cierne”.

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La “crítica” ya ni siquiera tiene un lugar en los media: ha quedado aislada del gran público para ser remplazada por la efeméride, el fervor de lo actual, la prisa de las innovaciones, “esa carrera —escribe Segovia— a través de una fugacidad que prolifera más y más vertiginosamente cuanto más locamente nos disparamos en su persecución, y en la que nos hundimos cada vez más como en un vicio colectivo”.
          Las “actualidades”, las modas, las precipitaciones y carreras tienen un fin principal: mantenernos dispersos y sin aliento con objeto de que ya no podamos escoger profundamente, esto es, elegir en la profundidad. Por lo demás, los media nos convencen, incesantemente, de que no hay más que superficie.

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Segovia deslinda el territorio:

Esta manera desnuda y simplificada de vivir sin pasado tiene sin duda su hermosura, como se ha señalado a veces cuando se habla de “continentes jóvenes” y especialmente cuando los que hablan son pensadores del “viejo continente”. Pero ahora que vivimos también, y no por gusto, sin porvenir; ahora que las amenazas apocalípticas por un lado, y la extrañeza sobrecogedora, por el otro, ante un futuro cada vez más inimaginable, nos impiden tener esa meta concreta, cercana y nada metafísica, sino razonable y visible, que sostenía un optimismo emprendedor del que fueron ejemplo a principios de siglo [XX] los Estados Unidos; ahora que para nadie es fácil ni simple confiar y esperar, porque nadie es inocente; ahora precisamente se nos hace agobiante vivir en ese perpetuo presente sin memoria que es el clima de la inocencia; porque nadie puede ya esperar la llegada del futuro como tranquilo cumplimiento del presente, y vivir así, suspendidos al borde del precipicio, a menos que se tengan raíces, sólo puede ser un vértigo estupefaciente para no pararse a pensar, en cuyo caso ya no tiene nada de frescura ni de optimismo.

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Segovia habla de un arraigo “que no consiste en conservar una tradición, sino en vivirla, en cambiarla, en situarnos ante ella, es decir en usar de veras esa tradición”, lo cual significa articular a la cultura y no fijarla. “Vivir arraigado es vivir con literatura, o más exactamente vivir con poesía, usar la poesía. La poesía, en su ubicua multiformidad, es la memoria viva, la memoria nutricia y circulante, tanto en nuestras existencias como en nuestra historia de pueblos”. Para Segovia, el estado de orfandad de los artistas jóvenes “consiste en que la poesía disponible no se usa, no circula, no es nuestra moneda cotidiana con que ejercer un comercio no de precios, sino de asimilaciones sanguíneas”.
          E insiste en que la palabra tradición “no es enterrarnos con nuestros muertos sino hacerlos vivir entre nosotros”. Y por ello le parece esencial “que cada quien empiece a escoger a un padre al que devorar e incorporar, sacramental antropofagia necesaria y hermosa, única comunión verdadera por la carne y la sangre poéticas que no se veneran, sino que se comen repetidamente”.