lunes, 25 de octubre de 2010

Una entrevista sobre Contra el amor (II de II)

DGD: Paisajes-Serie ártica 26 (clonografía), 2009
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La Otredad con mayúscula
Entrevista a Daniel González Dueñas
(Segunda de dos partes)
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Ana Alonzo
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El colofón del libro contiene una imagen que hace pensar en el segundo nacimiento del que habla la alquimia, sólo que aquí el acento no es individual sino de pareja. ¿Tiene esto que ver con lo que llamas la Otredad con mayúscula?
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—Sí, y la referencia arquetípica está por supuesto en el gran mito fundador: el del Andrógino. Sin embargo, la perfecta representación metafórica se encuentra ni más ni menos que en el mito de Edipo. Todos recordamos la celebérrima adivinanza que hace la Esfinge a Edipo: “¿Qué criatura es la que se mueve en cuatro patas por la mañana, en dos pies a mediodía y en tres hacia el crepúsculo?”. Edipo responde “El hombre”, y con ello derrota a la Esfinge. Lo que no es tan recordado es que, según varias versiones muy antiguas, la Esfinge, luego de esa respuesta, impone a Edipo un segundo acertijo aún más arduo: “Son dos hermanas, una de las cuales engendra a la otra y, a su vez, es engendrada por la primera”. Edipo reflexiona y al cabo responde: “El día y la noche”. Ha acertado en definitiva y con ello precipita la auto-destrucción de la Esfinge. Lo esencial de ese magnífico segundo acertijo de la Esfinge es la asombrosa idea de que uno de los amantes engendra al otro y, a su vez, es engendrado por el primero.
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Es curioso que se da al día un género femenino, y se le llama “hermana” de la noche.
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—Lo memorable de esta versión española del segundo acertijo es que sabiamente conjura al usual heterosexismo según el cual sólo los géneros contrapuestos funcionan como polos verdaderos. En el mito (y aquí el de Edipo y la Esfinge se comunica con el del Andrógino) no existe una contraposición genérica: hay hermanas (“la día” y la noche), hay hermanos (el día y “el noche”) y hay parejas (el día y la noche), lo cual implica muy sanamente que los protagonistas pueden ser dos mujeres, dos hombres, o una mujer y un hombre, con igual peso arquetípico para cualquiera que sea el caso.
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Uno de los retos al hablar de este tema es hacer inteligible el mundo de las emociones; ¿cómo enfrentaste ese riesgo durante la escritura de Contra el amor?
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—La única respuesta posible es que hice míos todos y cada uno de los testimonios que recoge el libro: son voces, algunas oídas “en voz viva”, otras leídas, algunas vividas. A veces dos o más testimonios pasaron a ser uno solo, contado por una única voz; a veces un único testimonio se dividió en varios, como si fueran varias voces muy distintas entre sí. Esas narraciones sólo podían ser reescritas como si las hubiera vivido. La única manera de ser fiel a los relatores era a través de la emoción. Aunque en el libro parece imperar la reflexión, creo que muy bien puede decirse que es un libro eminentemente emocional.
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Tolstoi afirma que todas las familias felices son iguales, y las que no lo son, son infelices a su manera, es decir, tienen historia. ¿Pensarías lo mismo de los amores? ¿Sólo los amores infelices tienen historia?
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—Así parece, y además esa es la definición misma de Occidente. El propio Denis de Rougemont se burló de esta idea cuando colocó como título a uno de sus libros Historia de un pueblo feliz. La palabra “felicidad” está muy podrida por el uso y abuso que se ha hecho de ella; el poder que sustenta a Occidente nos dice que nuestro deber es “ser felices”, pero a la vez nos damos cuenta de que la felicidad (como reza el lugar común) no tiene historia. Por tanto, lo que Occidente nos impone como deber no es ser felices sino “tender” a la felicidad siempre y cuando nunca lleguemos a ella, porque alcanzarla implica no tener historia, y esto es lo más temible que podemos imaginar: nada más espantable para nosotros que el anonimato y el olvido.
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¿Es entonces la felicidad una coartada?
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—De ese modo se le utiliza. Por un lado acatamos nuestro “deber de ser felices”, que no es otra cosa que ser consumistas y partidarios de la ideología burguesa y neoliberal, lo que significa usar la palabra “felicidad” como lema del canibalismo y la deshumanización. Somos obedientes y “tendemos” a la felicidad pero a la vez nos saboteamos toda posibilidad de “ser felices” porque queremos tener historia (y bien sabemos que sólo tienen historia el conflicto, la devastación y la rapiña).
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Hermann Hesse admiraba a un filósofo injustamente olvidado, Christoph Schrempf, que tiene una frase inefable: “Si me dispensaran del maldito deber de ser feliz, podría vivir de un modo bastante aceptable”. Si no nos gusta la palabra “felicidad”, por lo podrida que está, digamos serenidad, alegría o plenitud, a nivel individual, y a nivel de pareja digamos concordancia (que haciendo un poco de etimología-ficción significa el latir sincrónico de dos corazones).
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En Contra el amor se dice que una pareja ideal, cuyos integrantes fueran cada uno la “media naranja” del otro, formarían un reino de dos sin rastro alguno; y en el mundo de la “comunicación”, aquello de lo que no hay registro, sencillamente no existe. Pero no hay peligro de que eso suceda (el encuentro ideal o concordante, aquel en que se aborda el terreno de la Otredad con mayúscula) porque para nosotros el amor es la máxima historia, es decir, no sólo el conflicto permanente sino la devastación perenne y sistemática.
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El subtítulo de tu libro es “Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente”, y uno de esos modelos es el consumismo erótico que fabrica Hollywood. ¿Podrías ampliar lo que implica este modelo amatorio?
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—Gran parte del libro se dedica al modelo erótico que los medios (y el más poderoso de ellos, Hollywood) divulgan minuto a minuto. El consumismo erótico no son los gadgets o revistas o todo lo que compramos o aceptamos para hacernos más “deseables”, sino el deseo mismo. Se nos vende una sola forma de desear. Deseamos no por deseo (valga la expresión) sino por miedo. Y podría irse más allá en esa línea: Occidente no ama por amor sino por odio.
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La educación sentimental siempre precede a una historia amorosa, y ésta se convierte en un mero ejemplo de esas formas de amar que describe el libro y que todos conocemos a través de canciones, películas, novelas... Uno de los aspectos más importantes para desarmar ese modelo de educación sentimental está en el apartado que llamas “Lo que la gente hace”, en donde se denuncia que solemos confundir el amor con aquellas cosas que la gente hace al amar. ¿Cómo podríamos evitar esa manera de confundir la vida con la vida social?
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—Ese capítulo está dedicado al que para mí es uno de los mayores poetas del siglo XX, que es Juan Matus, maestro de Carlos Castaneda. Don Juan nos hace ver que confundimos el mundo con lo que la gente hace; para nosotros no hay más vida que la vida social. Dice: “Lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero sólo como resguardo”. Y lo explica con su impactante claridad: “Un anciano no ha agotado el mundo. Sólo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Qué precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos!”.
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Ahora bien, abrir la percepción no sólo es muy difícil sino peligroso; implica, como dice don Juan, una sacudida monumental. No sería algo tan grave y riesgoso si nuestra cultura no hubiera cortado de tajo toda comunicación con esa sabiduría ancestral: estaríamos preparados, sabríamos diferenciar; viviríamos intensa y responsablemente insertados en el mundo y en lo que la gente hace, pero no confinados en eso e ignorantes de lo que hay más allá. En un cierto nivel puede muy bien decirse que eso es lo terrible de las experiencias alteradoras (las que están “más allá”, las que nos devuelven a lo otro): el amor, el sueño, el juego, la poesía, y en otros linderos, la demencia.
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En todas las culturas los amantes se vuelven locos, y ellos mismos lo dicen.
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—Y tal vez esto se debe a que, acostumbrados a entender como sinónimos a la vida y a la vida social, aun en los estadios más mágicos y trascendentes del amor los amantes siguen equiparándose con “lo que la gente hace” y midiéndose respecto a ese consenso. En sus momentos más altos, el amor es un atisbo de la vida y el mundo más allá de lo que la gente hace. En eso se parece a la poesía: cuando en verdad merece ese nombre, el amor no tiene antecedentes, referentes ni consecuentes, y mucho menos lo que se llama “experiencia acumulada”.
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Cuando alguien nos presume de “una gran experiencia amorosa”, miente. En lo que tiene experiencia es en lo que la gente hace. Si de pronto esa persona tuviera la suerte de encontrar el amor concordante, el que está más allá de lo que hace la gente, y tuviera además la sabiduría y la inmensa valentía de reconocerlo, vería que toda esa “experiencia” de que se preciaba no le sirve absolutamente para nada. Porque se vería de pronto como en el comienzo del mundo. Y bien podríamos eliminar la palabra “como”. Todo amor es el primero, y no en un sentido social sino edénico.
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El lenguaje es otra piel; ¿es con ella con la que se tocan los amantes?
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—Ojalá fuera así, pero en nuestro estadio actual de conciencia es exactamente lo contrario: usamos el lenguaje (y el lenguaje nos usa a nosotros) para poner una barrera contra todo lo que el amor nos muestra, o quiere mostrarnos, es decir contra la sacudida monumental de los instantes de apertura a una realidad más honda y más verdadera.
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Entre los géneros literarios, uno que rescata con especial énfasis el libro es el monólogo interior. ¿Dirías que ese es el género actual del amor, puesto que a través de él devienen los relatos de vida?
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—Lo dices muy bien: más que un estilo o una técnica, el monólogo interior es un género (entendido etimológicamente como generador). Todos llevamos un monólogo interior que está activo la totalidad del tiempo, y que en el enamoramiento se disloca a niveles indescriptibles. Don Juan Matus afirma que con el monólogo interior cada uno de nosotros mantiene al mundo tal como aparece a todos; del mismo modo, los amantes mantienen al amor en el terreno de la prosa, es decir, de lo que “la gente hace”. El motivo es, de nuevo, el miedo.
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El colofón es esperanzador si nos damos cuenta de que ir contra el amor (social) es ir contra el miedo; ¿piensas que esto es posible en el modelo occidental?
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—Un gran paso, ya en sí monumental, es cobrar conciencia de ese miedo, darse cuenta de que existe, de cómo se manifiesta, de qué es a lo que tememos. Lo deplorable es que en Occidente, del mismo modo en que la vida es sólo la vida social, la conciencia es sólo la mala conciencia (la culpa, sobre todo). Luego de Amor y Occidente de Rougemont ya no podemos seguir ignorando lo que no queremos enfrentar. Ya sabemos por qué al amor, que es la forma de trascendencia más abierta a todos, lo convertimos en rapiña. Debido a un miedo enorme y milenario entramos al amor ya matándolo, para matarnos en él.
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El libro cierra con ese colofón sin esperanza de dar respuestas, pero sí hay una cierta forma de esperanza: que la conciencia se diferencie de la mala conciencia, que darse cuenta (de lo que hacemos y de por qué lo hacemos) deje de ser una forma de huida y venganza y se vuelva la urgente necesidad de reinventar la experiencia amorosa con verdadera valentía, con verdadera generosidad.
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[Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.]

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sábado, 16 de octubre de 2010

Una entrevista sobre Contra el amor (I de II)

DGD: Paisajes-Serie ártica 27 (clonografía), 2009
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[Con la primera mitad de esta entrevista hasta ahora inédita celebramos el segundo aniversario de este blog. Gracias a los amigos por su apoyo. (DGD)]

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La Otredad con mayúscula
Entrevista a Daniel González Dueñas
(Primera de dos partes)
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Ana Alonzo
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En tu obra, que recorre los géneros de poesía, novela, narrativa y ensayo, y que tiene énfasis en temas de cine y literatura, ¿qué te llevó a escribir sobre el amor?, ¿y por qué en este momento de tu vida?
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—Es el gran tema detrás de todos los temas, y el desafío no podría ser mayor: se trata de un camino que hay que recorrer precisamente en los terrenos en donde no hay caminos y ni siquiera terreno. No sé en qué medida puede hablarse de épocas o momentos: es un libro que viene escribiéndose desde hace tiempo y que sólo ahora sentí que podía arriesgarse a la intemperie.
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Uno de los aspectos más interesantes de Contra el amor es que da un carácter plural a algo que siempre enunciamos en primera persona y de manera íntima. La estructura de diálogo que tiene el libro, ¿cómo surgió?, ¿cómo explicarías esta estructura?
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—Dividí el libro en dos partes, una que conjunta muy diversos testimonios o anécdotas, y otra parte de reflexión, y las puse a dialogar. En los Fragmentos de un discurso amoroso Barthes nos hace ver que el discurso del amor (si puede llamarse discurso) sólo existe en fragmentos que nunca van a formar un todo. El fragmentario es el único que tiene alguna esperanza de atrapar lo inatrapable. Barthes recoge la lírica amorosa de todos los tiempos y se da cuenta de que todos la vivimos entera en cada encuentro significativo (cada encuentro es irrepetible y, sin embargo, plural).
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En ese sentido me gusta pensar en este libro casi como una novela, porque tiene una cierta estructura dramática y, aún más, como una novela en “primera persona plural” (algo que podría enunciarse como yo vivimos, a la vez en presente y en pasado).
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Uno de los aspectos más sobresalientes del libro es su coherencia y unidad, sobre todo porque a pesar de que existen muchas citas de otros autores, como Barthes, Bataille, Connolly, Porchia, Juarroz, etcétera, cada cita tiene el lugar privilegiado de la lucidez. ¿Qué criterio seguiste para ordenar estas citas? Esto equivale a preguntar: ¿cuáles fueron tus razones para ordenar los diferentes aspectos del amor que muestras?
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—Barthes arma su fragmentario en orden alfabético para ilustrar que los fragmentos (que él llama figuras) ocurren en la experiencia de los amorosos debido a un puro azar, tanto interior como exterior; en el caso de Contra el amor hay un cierto orden, sólo que no es evidente y se da más bien por magia analógica. Ese orden no es racional, ni sigue otra lógica que la de la propia intuición. La parte reflexiva del libro y la de relatos o testimonios se alimentaron una a otra de un modo que sólo tuve que respetar y apoyar. No hice sino dejar dialogar a esas dos partes entre sí y a ambas con la tercera y fundamental parte del libro, que es la antología de citas. Las tres partes del libro son fragmentarias y el lector puede jugar para recomponer a su manera, armando mosaicos que podrían llamarse provisionales o virtuales, y de eso se trata: de que la “cuarta” parte sean los fragmentos personales aportados por el lector.
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Los relatores están identificados con letras del alfabeto, “M”, “R”...
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—Sí, e incluso el género gramatical aparece solamente cuando es indispensable para entender una cierta anécdota; con ello se intenta que el lector de cualquier orientación, género o sexo pueda reflejarse en muy específicas situaciones sin que pierda las nociones de colectividad y de universalidad (y es también una forma de rehuir los sobreentendidos que a cualquier historia, por más anodina que parezca, la empapan de toda una erótica y una sexología oficiales).
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¿Entiendes los fragmentos (no sólo los testimonios sino también las citas) como lo hace Barthes, o sea como figuras casi en un sentido coreográfico?
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—Sin duda es la forma más sana de entenderlos. Si hay algún sentido en el armado de las partes del libro, es en efecto dancístico. Por ejemplo, había estado coleccionando citas sobre el amor y el desamor desde tiempo atrás, y el propio libro parecía indicarme cuándo apoyarse en estas voces fundamentales: en el ritmo de la escritura se abría una especie de intersticio como una indicación de que ese era el lugar preciso para una cita. En muchas ocasiones el azar me llevaba, por pura sincronicidad, al encuentro con citas que no tenía en mi colección y que parecían aportaciones directas, casi comentarios o glosas al capítulo que estaba escribiendo en ese momento.
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Las reflexiones de pronto cuentan anécdotas, y las historias reflexionan; incluso en un cierto sentido las citas son testimonios, además de reflexiones.
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—La intención era que no hubiera fronteras fijas entre las partes. Por ejemplo, en unos pocos casos no había realmente un relator: una determinada cita (o la conjunción de dos de ellas) me llevaba a inventar la anécdota en la que pudiera insertarse como la perla en su concha, algo así como aportar un pequeño contexto en donde esa cita pudiera acomodarse y soltar sus brillos ocultos.
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Las citas son, desde luego, voces maestras invitadas al diálogo. Esa colección sigue creciendo al azar de las lecturas más aparentemente desligadas con el tema del amor; me acaba de suceder ahora mismo, al releer Al filo del agua de Agustín Yáñez; de pronto Yáñez termina el “Acto preparatorio” (o prólogo) de esta novela con una línea que parece romper lo anterior, que no tiene antecedentes ni preparación específica en los párrafos precedentes y que, por derecho propio, si no estuviera ya publicado el libro, debería figurar junto a ciertas afirmaciones de Bataille, Connolly o Jouhandeau (o incluso del don Juan de Castaneda). Dice la figura de Yáñez: “El amor, que es la más extraña, la más extrema forma de morir; la más peligrosa y temida forma de vivir el morir”.
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Muchos odian al amor por eso, por miedo a su peligro, pero no es por ello que el libro se llama Contra el amor. Es decir que no se manifiesta contra ese amor trascendente del que habla Yáñez, algo tan grave y profundo como la vida y la muerte, sino contra esa serie de fruslerías estúpidas y fundamentalmente utilitarias y destructivas que los medios llaman “amor”.
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En el libro mencionas que una de las características del discurso amoroso de la modernidad es hablar de él en prosa, “con las mismas palabras que aparecen en cualquier otro discurso, como si el amoroso fuera un discurso ‘como cualquier otro’”.
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—Es el signo de un empobrecimiento voluntario: sabemos que el discurso amoroso no es “como cualquier otro” pero lo obligamos a serlo, a manera de venganza. Para Oriente, en cambio, la erótica no es susceptible sino a la poesía, y esto porque los amantes son metáforas y sólo puede hablarse de ellos metafóricamente.
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¿En qué sentido los amantes son metáforas?
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—En términos llanos, una metáfora es dar una cosa por medio de otra, generalmente mayor e inesperada, por ejemplo “tus ojos son como luceros”, en donde los ojos, que hasta ese momento eran un “todo”, por la pura comparación con otra cosa se revelan como partes de algo mayor. Esa es la primera función de la metáfora, abrir el campo de significación: los ojos pueden ser otra cosa, lo cual significa aceptar que son algo mayor de lo que parecen ser (la primera función de la metáfora es romper lo aparencial). La segunda función es ya mágica: los ojos no sólo se entienden, se sienten o se aprecian mejor cuando se comparan con luceros, sino que se convierten en luceros; y más aún: la metáfora nos obliga a reconocer que los ojos ya eran luceros desde siempre, pero no nos habíamos percatado hasta el momento del hallazgo. (Y a la inversa, porque toda metáfora actúa en las dos direcciones: los luceros son ojos.)
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Cuando me enamoro, me enamoro de una metáfora, es decir de alguien que me lleva a otra cosa mayor que no puedo prever (la intuyo pero no la puedo discernir; y no sólo la necesito sino que me es indispensable, aunque no sepa lo que es); yo mismo me vuelvo metáfora porque salgo de mí, o mejor dicho salgo de mis límites. La prosa habla de los límites; la poesía habla de lo ilimitado. Si hablamos del amor en prosa, nos mantenemos encadenados a los límites (todos ellos convencionales e impuestos). Sólo la poesía podría hacerme entender el deseo de salir de mí, de entrar en lo otro, e incluso el deseo de dos que salen del “nosotros” y entran... ¿en qué? Esa es la gran pregunta.
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Suele pensarse en el amor como la salida del “yo” para entrar en el “tú”, pero no como salida del “nosotros”.
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—Creo que es el gran paso que está ahí, como parte sustancial del amor, y que no damos por muy diversas razones: tal vez olvido, seguramente miedo. La entrada en lo otro no termina cuando el “yo” aborda al “tú”: eso es apenas un primer paso en la exploración de la otredad; sigue otro paso, portentoso y peligroso y temible y temido, que es salir del “nosotros” para entrar en algo que sólo podría llamarse Otredad con mayúscula.
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[Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.]
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martes, 5 de octubre de 2010

Un fragmento de Contra el amor

DGD: Frontispicio 2 (clonografía), 2001
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[Contra el amor reúne testimonios procedentes de muy distintas voces. En la mayoría de los casos estos testimonios no son literales, y los he expurgado de referencias y color local e incluso del género gramatical cuando éste no era estrictamente necesario. Los testimonios debían quedar tan desnudos como sus protagonistas para que en éstos pudiera reflejarse todo lector, de cualquier sexo, género y orientación. Por lo general cuando se difunden estos testimonios el acento es puesto en los desgarramientos y sobre todo en la sordidez, un registro comúnmente usado como acento "realista" que (con)vence por contundencia. En Contra el amor se halla ausente este registro, y ello porque lo que en el libro se pretende es acentuar al mínimo; con frecuencia, el acento se usa para encadenar al lector a un solo nivel de lectura, a una única posible interpretación; en Contra el amor reducir los acentos al mínimo obedece a la intención de mantener activa la certeza de que en todo testimonio hay múltiples niveles, y no sólo el nivel exclusivo que suele reconocerse a este tipo de expresiones. Algo sucede en el fondo de todas estas historias de amor y desamor, algo independiente de cómo o cuándo o por qué o por quién se relatan. En eso Rougemont tenía toda la razón: en Occidente hay una única historia debajo de todas las historias (des)amorosas, y todos somos los protagonistas de ese único testimonio. Y lo somos porque no sólo desconocemos ser protagonistas sino también estar representando y sobre todo el sentido último de esa representación. El siguiente es uno de los testimonios incluidos en Contra el amor. (DGD)]
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“Huye de mí”
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¿Por qué M cumplió tan al pie de la letra mis instrucciones? En un cierto momento, escribí en un pedazo de papel enfebrecido que dejé en donde sabía que M iba a encontrarlo: “Huye de mí, no te me acerques. Bórrame el amor para que puedas seguir siendo tu propio sueño para siempre”. (Sí, usé esa atroz palabra, borrar, como si el amor fuera una basura, una carga, un lastre, y creo que a fin de cuentas lo era.) Y M obedeció con una puntualidad que aún hoy me sorprende. (Nosotros, en todo lo demás tan rebeldes, tan inconformes, ¿por qué acatamos con la mayor de las docilidades las órdenes de un amor que no sentimos?) ¿Por qué la sorpresa, si eso era justamente lo que le estaba pidiendo? Me sorprende porque yo mentía, mentía de forma abismal en el más desgarrador esfuerzo de veracidad que jamás haya emprendido. Le estaba pidiendo, desde luego, el infierno: lo que yo sabía (lo que “algo en mí” sabía) con perfecta, aterradora claridad. M y yo nos habríamos destruido en el amor a una relampagueante velocidad y con una impecable eficacia —eso no está en duda: la prueba es que M obedeció, esa fue al mismo tiempo su respuesta más noble y su venganza más implacable—, y sin embargo en esa enloquecedora frase yo le pedía el sacrificio suyo y mío, me estaba muriendo en su presencia y M tenía que saberlo, porque de lo contrario me habría extinguido de todas maneras y además de una forma infinitamente peor, en una tortura más demorada, en un ensordecedor silencio implosivo. (¿Y qué es lo que hoy tengo sino tortura de silencio, dónde vivo sino en el infierno?) Mas también estaba pidiendo al azar, a la ruleta rusa, la imposible conjunción: que M prefiriera el infierno de estar a mi lado a los demás infiernos que traía consigo.
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Ya sé que en el amor (¿el amor?) siempre se intenta tomar la decisión menos mortal, y yo lo hice con un valor que me sorprende (pero es el “valor” del que patalea con una última violencia antes de ahogarse), y M obedeció. Sé que fue el golpe más bajo, la mayor traición imaginable; pero también sé que nos permitió vivir (¿vivir?): transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años. M huyó de mí, pero no me borró el amor. Con mi incomprensible frase (¿lucidez suprema o cúspide de la inconciencia?) le di las armas para salir de su silencio (le exigía una respuesta), y esa salida fue el silencio. Festejo hoy diez años de “no dejarse oír”. Y podrían ser veinte o cincuenta, o ninguno: ya al escribir esa nota sentía lo que siento hoy; a la vez le decía “huye” y “deja de huir”, “no te me acerques” y “mírame de cerca una última vez ya estando lejos, cuando leas esta nota”. Y lo único literal fue “bórrame el amor”, porque M no me quitó sino la única esperanza que nunca tuve. No era “deshazte de mí” sino “ayúdame a deshacerme de ti, ahora que todavía tengo fuerzas para pedirlo”. (También M mintió y traicionó, pero estaba en su derecho: supo obedecer mis instrucciones lo suficiente como para cumplir la frase “deshazte de mí”, pero no “ayúdame a deshacerme de ti”.) El infierno del que salí en el último instante se contiene entero en el artículo “el”, porque lo que yo en verdad quería —lo que nunca quise con más fuerza— era “bórrame, amor”, “extíngueme en el instante supremo en que M lea esta nota”.
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Mentí hasta un límite al que jamás nadie ha llegado, y tal vez por eso dije la verdad: M era su propio sueño, pero me había puesto en las manos el arrullo. No me invitaba a ingresar en su mundo soñado y soñador, sino a mantener dormido ese mundo, desde fuera. Con un golpe bajo le impuse el despertar y ahora llevo diez años de sueño nebuloso. Ni siquiera tengo el alivio de saber si en verdad M despertó de modo perdurable, o si a la semana, al año, ya había restañado sus heridas y vuelto al sueño. Lo más probable es que el sueño permanezca, como era antes de conocer a ese milagro dolorido que es M; lo más probable es que su silencio no responda sino al más cabal y vasto de los olvidos. Ya no existo ni siquiera en la memoria de M, que andará por su hermoso sueño construyendo mundos. Me exilié brutalmente de un orbe que nunca fue mío y en donde nunca estuve. Fui otro más de los pequeños infiernos elegidos, creados, soñados y olvidados por M. Renunciar me costó la vida y renuncié a nada. Silencio. Una década de silencio absoluto que podría durar, como ha durado, desde y para siempre.
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El silencio del amor
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“Transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años.” El silencio del loco es terrible en tanto bofetada a nuestro sentido de la cordura; no menos atroz es el silencio de un niño que se niega a decirnos qué siente o qué lo afecta; incluso el silencio del místico resulta estremecedor porque, aunque relate lo que vio en su personalísima iluminación, lo hará en el lenguaje de todos, que no tolera lo que sólo es de uno. Aún así, sin duda el silencio más pavoroso es el del ser amado no correspondiente, el de aquel que, por diversas razones, opta por la “cortesía” consistente en escatimar toda respuesta.
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“Por diversas razones.” Siempre hay razones, sobre todo cuando no hay razón. En general suele ser por simple comodidad e incluso pereza: querer evitarse el mal trago de una confrontación directa en la que tendría que decir —esto es, poner en palabras— los motivos por los que no sólo rechaza la relación sino incluso la posibilidad abierta de un cortejo (lo cual no es sino una prórroga al término de la cual tendría de todas formas que manifestarse). El silencio puede también deberse a la conmiseración (renuncia a humillar, a alimentar falsas esperanzas), la ira (indignación de ser objeto del deseo) o la ignorancia (no sabe por qué y no quiere saberlo). A veces el silencio encubre todo tipo de pretextos que van desde los más ridículos (“no tengo tiempo de tener una relación”, “no hay química entre nosotros”) hasta los más esotéricos (“primero tengo que comprometerme conmigo”). A veces será la respuesta a un simple rechazo (visceral, intelectual). En última instancia, todo eso junto y mucho más será vivido por el rechazado, una y otra vez, en una pesadilla sin final.
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“Transcurrió una semana sin que M se dejara oír, pasaron unos meses, pasaron diez años.” Por supuesto que tuve otras relaciones, e incluso las acumulé como bálsamos para la herida, pero no hizo sino crecer ese silencio atroz, esa declarada e inflexible renuncia (agoté las formas sutiles de pedir a M una manifestación, llegué incluso, por un momento, a la peor de las estrategias, la insistencia arrastrada). El tiempo real, lo cotidiano, pierde significado cuando constantemente se le compara con otro tiempo, el hipotético e imaginario —que es, por tanto, invencible. Si M hubiera accedido, muy probablemente la relación no habría durado más de unos cuantos meses. Tal vez habría habido una ruptura dolorosa, pero nunca comparable a lo que “nunca fue”, porque entonces siempre estaremos en pleno terreno de la ficción, signados por lo que “pudo haber sido”.
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El silencio de M no hizo sino agrandarse y hacerse más monolítico cada día. Ahora veo que, aunque no pensara en M, al término de esos diez años yo habitaba en un planeta llamado M comparable al que imaginó Frank Herbert, un planeta de dunas, un inmenso desierto. No únicamente el espacio: M me arrebató asimismo el tiempo. De un “no” me habría curado (porque a fin de cuentas habría sido una respuesta verbal), pero de su silencio no puedo escapar. Incluso aunque reapareciera ahora con un “me equivoqué”, con un “siempre sí” (el tiempo doblega todas las soberbias), ya no podría responderle. En cuanto M nunca se manifestó, me condenó a convertirme en lo no-manifiesto, en lo negativo. La suma de mis actos está en números rojos. Soy un fantasma sin tiempo y sin espacio. Soy un hijo ilegítimo del amor.
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[Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.]

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