miércoles, 26 de diciembre de 2012

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (II: Guerra y paz)


DGD: Redes 103 (clonografía), 2009

(II) Guerra y paz

Para la razón occidental, los cuatro jinetes del Apocalipsis se llaman Paradoja, Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre. Occidente no sabe qué hacer con ellos y los encuentra a cada paso que da. Pero en cierta forma sí ha sabido qué hacer: manipularlos para basar en ellos una muy retorcida forma de la autoafirmación, a partir de una apariencia según la cual Paradoja, Ambigüedad, Contradicción e Incertidumbre son anomalías (rupturas) en una Tradición que constantemente triunfa sobre ellas.

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Los enfoques se manipulan para que la tradición sea en unos casos deseable y modélica, y en otros indeseable y aberrante. Por ejemplo, se espera que la juventud sea irruptora para que la madurez se vuelva una confirmación de lo tradicional. De ahí el extendido refrán “El que a los veinte años no es un rebelde no tiene corazón, y el que a los cuarenta no es un conservador no tiene cerebro”. La ruptura se vuelve tan rutinaria como en otro nivel las revoluciones se institucionalizan.

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Uno de los aforismos más significativos a este respecto se halla en Los siete pilares de la sabiduría (1926) de T.E. Lawrence, el libro autobiográfico del legendario aventurero y militar inglés que, conocido como Lawrence de Arabia, se unió a la insurrección árabe contra el dominio turco durante la primera guerra mundial. En este libro, el aforismo en cuestión es colocado por el autor en labios del cínico y poderoso príncipe árabe Faysal (que más tarde sería el rey Faysal I de Irak): “Los hombres jóvenes hacen la guerra, y las virtudes de la guerra son las virtudes de los jóvenes: valentía y esperanza en el futuro. Entonces los viejos hacemos la paz, y los vicios de la paz son los vicios de los viejos: desconfianza y cautela. Así debe ser”.
          Es una forma muy simétrica y conveniente de plantear a la guerra como una “tradición de la ruptura”, cuyos motores son la valentía y la esperanza en el futuro, y a la paz como una “ruptura de la ruptura” que hace retornar el orden (la tradición), definido como un vicio necesario que se traduce en desconfianza y cautela (hipocresía).
          La guerra queda definida como juventud/virtud y la paz como vejez/vicio. Los rebeldes de veinte años devastan con valentía y esperanza en el futuro, y luego los conservadores de edad madura pactan una paz que se sostiene con pinzas a través de la desconfianza —no sólo entre bandos sino entre los miembros de un mismo bando—, hasta que llegue la siguiente guerra (es decir, el futuro, visto con esperanza por los jóvenes y con temor por los viejos). Y el broche de oro: “Así debe ser”.

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Lo retorcido del asunto es que no se habla de dos bandos separados e inmutables que se contraponen, sino de un bando que eventualmente se convierte en el otro: esos jóvenes valientes y esperanzados (necesariamente idealistas) que hacen la guerra porque tienen corazón, se transforman con el tiempo en esos ancianos cobardes e hipócritas (obligatoriamente realistas) que hacen la paz porque tienen cerebro.

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Los siete pilares de la sabiduría fue adaptado a la pantalla por Robert Bolt en el clásico Lawrence de Arabia de David Lean (1962). Ahí Lawrence está planteado como un personaje profundamente contradictorio: por un lado es una especie de Mesías que se compromete con la causa insurgente de los árabes contra el brutal yugo de los turcos, en principio traicionando —por su carácter rebelde, independiente e imprevisible— al imperialismo colonialista británico del que procede, y por otro es un caudillo sanguinario aclamado como héroe por ese mismo imperio. Este hombre se convierte en una ruptura que hizo un gran servicio a la tradición.

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La película representa a Lawrence joven como rebelde, idealista y temerario (exclama que nada está escrito sino hasta que uno mismo lo escribe); a continuación se pormenorizan sus choques con la “realidad” y su amargura creciente; cuando ha madurado, su conflicto primordial radica en que no se resigna del todo a convertirse en un hombre cínico, hipócrita, conformista y duro, es decir, lo diametralmente opuesto a lo que fuera en sus primeros tiempos.
          Pero en realidad el peor de sus choques surge cuando se da cuenta de que la oscuridad contra la que lucha no sólo está fuera sino también dentro de sí mismo. No en balde el filme acentúa aquel momento en que Lawrence (Peter O’Toole) confiesa que tuvo que matar a un hombre; a continuación comenta que hay algo en ese crimen que no le gusta, y lo explica en dos palabras: “Lo disfruté”. Esta secuencia culmina en aquella otra en que se le ve en batalla, cubierto de sangre, matando a diestra y siniestra en un frenesí demencial.
          Lawrence enloquece porque se percata de que lleva en sí mismo esa tiniebla a la que de joven contemplaba como “caos que puede reescribirse” y que luego de su experiencia se le quiere imponer como “orden inevitable”. También su aliado, el príncipe Faysal (interpretado en la película por Alec Guinness), comenzó como joven idealista dispuesto a cambiar el mundo; también, como casi todos los personajes del realismo hollywoodense, los choques con la realidad lo han vuelto “más triste y más sabio”, lo cual significa que ha aprendido a “navegar” en la tormenta, sobrevivir en medio de la devastación, y a cambiar el discurso de la conciencia por el de la conveniencia, inmerso, como está, en una realidad en la que “el que no se dobla, se quiebra”. Ha aprendido a “doblarse” con una apariencia de dignidad: se ha vuelto un anciano realista que acepta la imposibilidad de cambiar el mundo. Es, pues, uno de esos líderes aclamados por el “orden mundial”: su sabiduría práctica no radica en sus victorias sino en las concesiones que hace para obtenerlas.

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La única diferencia entre Faysal y Lawrence es que este último no termina por aceptar lo “imposible”. No le queda, pues, sino el desquiciamiento, cuando a pesar de todo sigue negándose a admitir la “evidencia” según la cual un verdadero cambio de “orden mundial” implicaría la desaparición de lo humano.

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Un bando se transforma en el otro para la “ordenación” del mundo, pero éste es un mundo masculino. Lawrence de Arabia es una película sin mujeres (no hay un solo nombre femenino en el reparto principal y de cuadro); éstas sólo aparecen como cadáveres en las aldeas arrasadas por los turcos, o como siluetas silenciosas que contemplan a los hombres ocultas por las celosías del harén. En el patriarcado, que es la tradición, lo femenino es una ruptura férreamente regulada. En el mundo de la guerra la mujer no tiene un papel sino un uso, y está ajena por completo a la regulación de ese mundo.

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Las rupturas están férreamente reguladas en todos los niveles. Sin rupturas no hay “avance”, y por ello resultan indispensables puesto que surgen del temido territorio off limits (primera contradicción: son imprevisibles y a la vez están predichas y hasta reguladas de antemano). Constantemente se las induce para garantizar la “continuidad”, pero de un modo controlado, extraoficial, sobreentendido, con objeto de evitar la aparición de las rupturas que en verdad podrían poner en peligro a la tradición, cuestionar sus valores, poner en duda sus “logros”. ¿Qué tradición es ésta? La que se adapta día con día para seguir los lineamientos no de una riqueza cultural pretérita sino del discurso de la conveniencia del poder.

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martes, 18 de diciembre de 2012

Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (I: El orden y la aventura)


DGD: Paisajes-Serie ártica 18 (clonografía), 2009

[Estos fragmentos actúan como apostillas a “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”, anexo 6 de Mirador en una cuerda floja. Desde luego, no se trata de “agotar” el tema, que es, al parecer, inagotable, sino de buscarle otras laderas por medio de lo fragmentario. Los fragmentos siguientes no guardan entre sí una “continuidad” (aunque ella misma se las ingenia para organizar temáticamente ciertos grupos de estos textos), y se acumulan como matices de lo que aquel anexo ha intentado vislumbrar.]


(I) El orden y la aventura

Apollinaire ofrecía precisos sinónimos cuando habló de “esta larga querella de la tradición y de la invención, del orden y la aventura”. La dialéctica en Occidente cobra la forma de una guerra; en cualquier dicotomía (vida-muerte, bien-mal, femenino-masculino, pasado-futuro, etcétera) a veces “gana” uno de sus polos y “pierde” el otro, y a veces a la inversa, en un equilibrio ideal que sólo aparece en la teoría pero no en la práctica. Resulta innegable que ese equilibrio ha sido roto por lo que no puede sino llamarse el discurso de la conveniencia. Los opuestos luchan, pero siempre el ganador se vuelve orden (tradición) y el perdedor aventura (invención, ruptura). De ahí que toda aventura comienza en un orden y termina en otro. Dicho de otra manera: en última instancia, toda aventura pierde.

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A veces el conflicto no parece irresoluble sino estar diseñado precisamente para dificultar las posibles resoluciones. Es muy claro que lo que centra a ese conflicto no es la búsqueda del sentido sino la conveniencia. Basta ver, por ejemplo, que cuando la civilización quiere loarse a sí misma como “triunfo contra la oscuridad del pretérito”, se califica a sí misma como ruptura, y por tanto denomina tradición a esa oscuridad previa. A la vez, cuando se siente insegura, no titubea en identificarse como tradición, rodeada por oscuras amenazas a las que entiende como rupturas.

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La palabra tradición llena ciertas bocas con el inmenso fervor de lo trascendente, mientras que a otras las tuerce en una mueca de repugnancia. A elegir.
          Lo mismo sucede en todos los niveles. Si la evolución se define como un proceso de cambio incesante, es por tanto una tradición, pero si se examina el carácter particular de cada uno de los cambios, por más gradual que sea, no puede sino entenderse como ruptura.

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La evolución es equiparada en todos los niveles, del biológico al social, con el sobreentendido de que los cambios evolutivos son “mejoras”. Y si la tradición es “mejorar”, entonces la ruptura es “empeorar”. Resultado: el mejoramiento consiste en un ir de peor en peor. Así se sobreentiende la evolución política, cuyo eufemismo es “desarrollo”: la única tradición es la del mejoramiento de unos cuantos al costo del empeoramiento de la mayoría. Oponerse a esta “tradición”, es decir a este “desarrollo”, es caer en lo “retrógrado”: la más odiada de las rupturas.

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En términos estrictos, todo parecería una cuestión de enfoque. Por ejemplo, el sobrentendido de que el sol es tradición y la luna ruptura. El día simboliza a “los trabajos y los días”, al incesante avance de la civilización por medio del trabajo, en el que se intercalan periodos nocturnos de ruptura equivalentes al descanso. Pero apenas la mirada se aleja un poco, digamos a nivel astronómico, el día (la vigilia, los trabajos) se reducen a periodos diurnos de ruptura en una inmensa noche cósmica: tradición. Dependiendo del enfoque, el día es tradición o es ruptura. Pero es el enfoque el que se manipula.

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jueves, 6 de diciembre de 2012

Un texto de José María Espinasa sobre Mirador en una cuerda floja


DGD: Redes 165 (clonografía), 2012

Mirador en una cuerda floja
José María Espinasa


El libro que hoy presentamos lleva un prólogo mío, mismo que Daniel González Dueñas y el CNCA me pidieron hace ya un par de años. Cuando hace unas semanas el mismo Daniel me pidió que presentara Mirador en una cuerda floja le dije que sí sin chistar pensando que el buen recuerdo que tenía de su lectura y del cual ese prólogo da fe me facilitaría la tarea. Pero no fue así. Y no porque en la relectura el texto de Daniel ya no me guste sino porque me gusta de otra manera. Para empezar, el paso entre el mecanuscrito y la letra impresa es en cierta manera un abismo, ese que, por ejemplo, la “publicación” electrónica todavía no representa. También podría alegar, pues mis amigos saben que soy inconstante en mis juicios, que en esos años mis ideas sobre el cine y la crítica de cine han cambiado, pero sería decirles una mentira.

Más bien lo que ha cambiado es el texto de Daniel. No quiero decir que la versión que se publica sea diferente de la que yo leí sino que Daniel piensa y escribe sus libros como dispositivos cambiantes. Los diseña, en el sentido más pleno de la palabra, como libros de viaje con diferentes itinerarios sujetos a la voluntad o al capricho, al azar o al deseo. Es una cosa que siempre me ha atraído de sus libros: bajo esa apariencia de metodología exhaustiva hay en realidad una libertad enorme en los procesos asociativos. Dos ejemplos extremos y muy buenos, sus libros Las visiones del hombre invisible y Libro de Nadie. Y cuando los llamo dispositivos lo hago pensando en que el lector los use a su manera. Por ejemplo, este libro se debería vender en los Blockbusters y en las tiendas de video, pues una manera de dar coherencia a la experiencia cinematográfica, crea un discurso película a película y no las aísla en su consumo.

Esa manera de escribir ensayo tiene, para mí, un antecedente directo y notable: Gilles Deleuze y sus ideas sobre el rizoma, la literatura menor y las planicies del sentido. Sus libros, salvo el díptico escrito con Félix Guattari, El antiedipo y Mil planicies, no son dispositivos sino libros lineales. Incluso escribe un extraordinario díptico sobre el cine, que es para mí el texto más importante que se ha escrito sobre ese lenguaje, mitad historia, mitad ontología de las imágenes. Lo normal sería que lo que Daniel escribe se pareciera a lo de Deleuze, pero no, porque Deleuze teoriza el dispositivo, Daniel lo aplica. Ahora, cuando el dispositivo cumple su función de atracción, los problemas empiezan. Yo, como Daniel, escribo crítica de cine, yo como él he hecho cine (él en un nivel más profesional que yo) y tenemos casi la misma edad. Y sin embargo nuestra mirada sobre el cine es bastante distinta.

Cuando me invitó a presentar el libro decidí escoger un camino distinto al que me llevo a hacer el prólogo. En lugar de acompañar armónicamente su texto decidí contrapuntearlo. ¿Cómo habría escrito yo un libro así? Casi paso por paso habría tomado un camino si no opuesto, sí por lo menos muy diferente. Cuando pienso en el realismo cinematográfico, por ejemplo, aparece en mi cabeza-pantalla Ladrón de bicicletas y oigo a Pavese decir que los grandes narradores de su época fueron Visconti, Rossellini y el propio De Sica. En cambio, John Ford me parece un narrador fantástico. Y si se reúnen es gracias a su tratamiento del claroscuro, pues en el cine, al contrario que en la ideología, la realidad será siempre algo en blanco y negro.

Cuando Daniel piensa que el cine escogió contar la visión de los vencedores lo dice porque se refiere al cine de Hollywood. No hay que olvidar que Mirador en una cuerda floja tiene un antecedente o primera parte que es el libro publicado por la Universidad Veracruzana en 1998 y la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2008, Hollywood: la genealogía secreta. Y justamente a Hollywood se le ha llamado la fábrica de sueños. Y que ha escrito sendos libros sobre Méliès y Buñuel, dos creadores fantásticos. Su relación, pues, con el concepto de realismo o de realidad no es nada sencilla, siempre lo vuelve sobre sí mismo y en una vuelta de tuerca sorpresiva. Corre el riesgo, sin embargo, de que el lector se pierda y no sepa ya dónde situarse.

Así, a diferencia de Deleuze en sus libros de cine, Daniel no quiere hacer historia sino rastrear la evolución de las mentalidades a través del cine. Así, ese universo de Hollywood es literalmente el bosque sagrado o la Gasta Floresta medieval, el universo de los caballeros andantes y de las leyes de la caballería, que nada tenían que ver con la extrema violencia que se vivió en aquellos años (pienso en las Cruzadas), como la fantasía de la meca del cine y sus cuentos color de rosa poco tiene que ver con la guerra en Vietnam o en Irak. Como insinúa muchas veces Daniel: es la realidad la que no es realista. Vean por ejemplo que en su libro sobre cine no se menciona nunca a Theo Angelopoulos, una sola vez a Jean-Luc Godard y dos veces a Ingmar Bergman, y en cambio unas veinte veces a Dennis Hopper y lo mismo con Francis Ford Coppola. Significativo, ¿no es verdad?

Esto nos lleva a la manera en que se leen los dispositivos críticos de Daniel. Hay que empezar por los índices, ese material que los especialistas llaman paratáctico, con una expresión propia de la estrategia militar. Y esa palabra, estrategia, Daniel la usa repetidas veces para nombrar lo que hace el cine como dispositivo en sí, no como vinculación a la obra de tal o cual autor, tal o cual obra, tal o cual época, sino todo en su conjunto, como si se aplicara al celuloide el famoso enunciado de Barthes: los mitos se comunican entre sí sin que los hombres lo sepan. Sustituya mito por película y ya. Los índices de nombres y la filmografía finales son en realidad el punto de partida. Daniel sabe que sólo lectores, en cierta forma especializados, como los que estamos aquí, leeremos el libro de la página uno a la 440, y que a estos libros se suele entrar por las ventanas o por la azotea.

La academia, por ejemplo, ha desarrollado ese tipo de elementos paratácticos hasta el cansancio: índices, bibliografías, notas al pie, notas al margen, escolios, referencias cruzadas, pero nunca ha aprovechado su condición volumétrica, su condición de cuerpo escrito. Daniel, que, afortunadamente para él y para nosotros, no es un escritor académico aunque se sirva de algunas de sus estrategias y de sus recursos, plantea una paradoja —ya lo había dicho respecto a sus Visiones del hombre invisible—: el cine es infinito y he visto todas las películas. ¿Les recuerda a Mallarmé? Desde luego que sí. Daniel, por ejemplo, es uno de los escritores que mejor entendió y aceptó el mundo de la red, lo asimiló a su escritura y a su manera de leer sin meterse en dificultades teóricas y haciéndose cargo tanto de sus limitaciones como de sus posibilidades. Supo entender que su condición de paraíso rizomático a la Deleuze podía ser una trampa y había que cuidarse. Por eso suele presentar sus libros con escolios en una sección final —la palabra escolio tiene un sabor antiguo que me gusta y es además un homenaje a Nicolás Gómez Dávila—, llamada aquí Anexos.

Ya es raro que los anexos ocupen una tercera parte del libro, pero lo es más que en ellos se concentre la apuesta medular del libro, aquella en donde el autor decide librar las batallas más radicales, y en donde la descripción narratológica a la manera de Roland Barthes deje su lugar a las planicies deleuzianas. Es decir, a una escritura en buena medida fragmentaria que no le es desconocida al autor. Sin embargo, si su modelo debería haber sido el Masa y poder de Canetti, parece conformarse con apuntar, pero no disparar. La relación entre palabra e imagen en el cine fue conflictiva desde el origen en 1895 y el sonido en 1930 no vino sino a complicarla.

El guión de En el filo del tiempo, de Wim Wenders, película de tres horas, tenía tres cuartillas; los guiones de Eric Rhomer para cintas de hora y media o menos son muy extensos. Hay películas de Marguerite Duras que ocurren todas ellas en el habla, no en la imagen, son películas que se oyen. ¿Por qué es tan mínima la presencia del cine francés en este libro, o del japonés para el caso, cinematografías que han enfrentado ese problema de manera más radical? Robert Bresson señalaba que había cine, eso que se exhibía en los cines, y cinematógrafo, lo que él hacía. Casi ni necesito decir que lo que hacía Bresson estaba mucho más cerca de la escritura que lo otro. Casi por la misma época —los años sesenta— en que Bresson decía eso, Pasolini se embarcaba en una larga discusión con el propio Rohmer y con el lingüista Christian Metz entre el cine-poesía y el cine-prosa. Todos estuvimos de parte de lo primero y ganó lo segundo.

Las respuestas son muchas, pero aquí sólo avanzaré una. El cine es un arte de consumo colectivo y en la medida que se vuelve escritura deja de serlo y, según yo, para Daniel eso lo malversa. Al desplegar una estrategia crítica de carácter narrativo, DGD intenta vincular la experiencia del espectador con la afectividad de la exhibición, afectividad que está por ejemplo en el origen de la atracción que sintió la generación del boom respecto al cine —Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Donoso— y que un narrador un poco más joven llevó al límite en la que considero la mejor novela que se ha escrito con tema cinematográfico: El beso de la mujer araña de Manuel Puig. El cine nos emociona y nos conmueve de forma inmediata; véase la crítica cinematográfica de Guillermo Cabrera Infante. Pero como toda emoción tiene algo de tiempo perdido en el sentido proustiano, y para recuperarlo —recobrarlo— tenemos que ir en su busca. En cierta manera los libros de crítica cinematográfica son en DGD su propia manera de escribir en busca del tiempo perdido. 

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[Texto leído en la presentación de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), octubre 10 de 2012.]


miércoles, 28 de noviembre de 2012

El realismo hollywoodense como fábrica de realidades


DGD: Redes 2 (clonografía), 2008

La mayoría de los filmes hollywoodenses, aun sin saberlo —o sin quererlo saber—, parten de un lema tajante: “imaginar es mentir”. El realismo de Kramer vs. Kramer (1978) no difiere esencialmente del de Amadeus (1984) o del de La guerra de las galaxias: Episodio III – La venganza de los Sith (2005): un lenguaje básico asume diversos ramales pero no hace más que afirmar el tronco inamovible. Necesitadas de “verosimilitud”, esas tres cintas contemplan el pasado, el presente o el futuro a partir de una mirada única: muestran idénticos matices, inflexiones, giros, sonrisas, lágrimas, peripecia y catarsis; idénticas capacidades de asombro, conmoción o apertura; idéntica actitud ante lo sublime, lo grotesco, lo desconocido (al margen de sus intenciones o ahondamientos aparentes). Los resortes míticos o históricos coinciden —decaen— en el realismo cotidiano —más allá de las lujosas vestiduras o las desorbitantes escenografías—: los personajes jamás viajan verdaderamente lejos porque toda odisea ha sido preestablecida a través de rígidos decálogos. En esas muy duras tablas de la ley, la experimentación queda reducida al prestigiado descubrimiento de variantes y nuevas combinaciones de un puñado de reglas “universales” —que deben su “universalidad” a que son las únicas formas de representar que el espectador reconoce luego de una larga convivencia con la pantalla hollywoodense.

Mozart (Tom Hulce) y Obi-Wan Kenobi (Ewan McGregor) serán los vehículos para demostrar que el genio —aquél en Amadeus— o la sabiduría —éste en La guerra de las galaxias— son previsibles rupturas que no hacen sino afirmar la solidez de lo “normal” —el tramposo resultado de promedios preestablecidos. Los dos polos se verán justificados en Kramer-padre (Dustin Hoffman) para probar que toda odisea que el individuo necesita —toda aventura, todo desafío de conciencia— radica entre las cuatro paredes de su hogar, a su vez contiguo a otro no menos rico en “hondura humana”, y éste hombro a hombro con otros muchos hogares, cada uno célula de un refulgente organismo —la Familia— para el cual la realidad no guarda secretos: en cada hogar todo reto solventa (conquista) una nueva parcela de ese mundo conocido, sin grietas, sin “supersticiones”.

El deseo de representar equivale a abrir un umbral: Hollywood parece satisfacer tal deseo, pero en realidad encadena al artista en ese punto impidiéndole trasponer el umbral en pos de los otros deseos. A quien logra liberarse tras un esfuerzo sobrehumano, le espera hablar en el desierto (en tanto hablará con palabras-ruptura imprevisibles, es decir, “ilusorias”, ajenas a la sabiduría y aún más al genio). A fuerza de ataduras, hace mucho que ha dejado de representarse lo real: se representa la representación de la representación. Lo que aparece en pantalla es una fachada que da a otras fachadas: las conquistadoras convenciones que demandan sustituir a la realidad. La “fábrica de sueños” ha creado al realismo como fábrica de realidades.

La teoría teatral conoce un fenómeno básico: el realismo es el más complejo de los estilos dramáticos. Es por completo improcedente suponer que a un actor debería bastarle “prolongarse” en el escenario, es decir, utilizar en la práctica de su oficio todo el enorme cúmulo de los recursos cotidianos de que dispone como persona: emociones, modos de reaccionar, posturas, tics... En cuanto la vida es enmarcada con telones, escenografía o luces (e incluso con el puro acto de “representar”), parece perderse el “ángel de lo espontáneo”, y no sólo porque el actor repite mil veces su papel. Para volver a lo real, para estar de regreso en las cosas, para crear un realismo cotidiano, se requiere una ardua técnica que esté de regreso en sí misma luego de haberse confrontado con todas las demás, lo que de un modo muy específico implica inventarlas. (De ahí que resulte aberrante concebir al realismo como “la más sencilla e inmediata” de las maneras de representar: pocos géneros tan abigarrados como el “melodrama realista” y sus codificaciones.) Si a esto se aúna el contexto cinematográfico, cima de lo superestructural, el resultado es un híbrido confuso, deformación pura, múltiple exigencia de una total redefinición.

Desde su nacimiento, el cine dependió en demasía del realismo teatral; sin embargo, ya en sus primeros tiempos aparecen textos críticos que demuestran una clara concepción de la “especificidad” del fenómeno cinematográfico. Estos primeros asomos son, por supuesto, escasos: la pantalla obtiene el repudio de los “sectores cultos”, que no suelen considerarla objetivamente sino como un sucedáneo del teatro. Por su parte, los psicólogos de la época concluyen que el cine es un arte pasivo, a partir de la premisa “No se puede imaginar lo que se percibe”. Ello significa que la capacidad imaginativa del espectador resulta incapaz de ejercitarse ante imágenes dadas, no “propuestas” como en la literatura. Ésta “propone” imágenes; el cine las “impone”: el teatro se salvaría por lo que tiene de literatura.

En su Historia del cine experimental (1971), Jean Mittry señala la miopía de esos psicólogos, incapaces de advertir que si no se imagina lo que se percibe, “se puede al menos imaginar, descifrar y comprender por medio de lo que se percibe; por medio, sobre todo, de las relaciones entre las cosas percibidas”. Resulta curioso notar cómo para los “especialistas” arcaicos el concepto de inconsciente estuvo ligado al cine desde sus inicios: un arte supuestamente realista y pasivo. Pero más inquietante resulta el hecho de que el espectador norteamericano de esa época no comprenda los alcances de un lenguaje que acaso le estaba dibujando un rostro. Lo singular es que, a la vuelta de los años, las estrategias hollywoodenses (y sus “modernos” especialistas) hayan conseguido hacer real la impugnación: colocar al realismo en el sitio que se le reprochaba, un método pasivo. Porque, muy arraigada a las películas cuyo realismo nos sacude con la eficacia proverbial de los grandes estudios de la “Meca del Cine”, la primera impugnación hecha al fenómeno fílmico se ha convertido en realidad.

“No se puede imaginar lo que se percibe” significa en el fondo equiparar la credibilidad a la ausencia de imaginación en el espectador (cree porque no imagina): si el cine “de por sí” es realista —reproduce lo inmediato con mayor eficacia que otros modos del arte—, lo real queda tasado como algo que se percibe —es decir, en los términos de la estrategia, algo que se presencia pasivamente, que se especta— y no algo que se imagina —participando en ello activamente: algo en lo que se actúa. Así, la imaginación se reduce a una variante de la fuga. Hollywood hace ver para creer: las “evidencias” son tan convincentes que contienen la propia fe que las hace reales. Ya que imaginar es lo opuesto a creer, en el momento en que se practique lo primero —a partir de lo percibido— comenzará un alejamiento de lo real, una falsificación imperdonable y en todo caso “impráctica”. El cine imaginativo, experimental (el cine), deviene “imaginario”. La audacia de esta jugarreta consiste en que no se proscribe a la imaginación: hacerlo directamente sería reconocerle un valor real; sería también darle los irresistibles atributos de lo prohibido. Lo imaginativo estorba a la fe; por ello la estrategia hollywoodense consuma su brillante maniobra: retira a la imaginación toda injerencia en la realidad.

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[Primer capítulo (“La fe angélica”) de la segunda parte de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), Conaculta, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]

sábado, 17 de noviembre de 2012

Diez leyes del realismo hollywoodense


DGD: Redes 107 (clonografía), 2009

Algunos de los principios del realismo hollywoodense se enseñan en las escuelas de cine de todo el mundo (sin llamarlo realismo hollywoodense, y a través de eufemismos como “gramática fílmica”), pero en realidad son las películas mismas las que lo enseñan pragmáticamente a los guionistas, productores, directores y actores. No se puede inventar todo un nuevo universo de significados para cada cinta, y, de hecho, ello ni siquiera se intenta; a la inversa: cada película se inserta en la avalancha de filmes con el orgullo secreto de pertenencia a un único universo, regido por las mismas leyes y convenciones inferidas.

Las tablas de la ley, en efecto, no están escritas en parte alguna, al menos de forma integral: los actores conocerán ante todo los principios que atañen a su oficio, y se desentenderán de los que rigen a los guionistas, a los directores, a los productores, a los directores de arte y a los demás técnicos, que actuarán de modo análogo.

En una entrevista televisiva para el programa Inside the Actor’s Studio (2002), el actor Richard Gere recuerda la curiosa mecánica que sucedió a la película que lo hizo famoso, Gigoló americano (1980), en la que interpreta a un sofisticado prostituto: “Lo que Paul Schrader estaba explorando en American Gigolo era el vacío de la realidad de dos dimensiones planteada por las revistas. Desafortunadamente, recuerdo haber ido a muchos países a dar entrevistas y darme cuenta de que era vista como una película de ‘cómo hacerlo’ [a how-to movie], en oposición a una exploración de la tristeza y la vaciedad”. Una y otra vez ha sucedido lo mismo con filmes que tratan a personajes “singulares” o “polémicos” sin una clara y tajante condena moral. Dicho de otro modo: la amoralidad tratada amoralmente es leída como moraleja.

Es una de las resultantes directas del realismo hollywoodense: la confusión de términos y propósitos, la ambigüedad moral que se transforma en canto a la ideología de ultraderecha. Si no hay un acentuado maniqueísmo, cualquier intento de ironía o de metaforización se ahoga en el discurso del mal que domina a todos los medios.

Con toda seguridad puede afirmarse que la intención de Paul Schrader en Gigoló americano no era hacer un manual de prostitución masculina de lujo, y sin embargo el aumento en los índices estadísticos de esta actividad (así como el ininterrumpido auge de las revistas de modas a las que la película intentaba condenar por su “falsificación de la realidad”) prueba que American Gigolo fue leída prioritariamente de esta manera. Ello no se debe tanto a la “ambigüedad intrínseca” de toda obra narrativa (es el dictum de Borges, según el cual un narrador puede estar consciente de los medios de la anécdota que relata, pero no así de su moraleja) sino a un resorte esencial del realismo hollywoodense: luego de un verdadero alud de detritus, violencia, sordidez y psicopatía hay casi siempre un castigo a los malvados, o incluso una conversión de ellos a la bondad o la salvación, pero con un evidente carácter de trámites inevitables de los que el espectador puede fácilmente desentenderse.

El final feliz (en el que sólo cree quien necesita creer en cualquier cosa) es la coartada para dar rienda suelta a todo el horror que precede a ese desenlace. En el momento en que el héroe, moribundo y casi vencido, da el milagroso golpe ulterior luego de una lucha apabullantemente desigual, y vence al villano (o a un adicción, o a una tendencia al mal, o a un entorno asfixiante), se da un cambio en la atmósfera narrativa: el triunfo del bien reduce la realidad fílmica a dos dimensiones (toda forma de la esperanza se vuelve una caricatura en la que nadie cree), mientras que la anterior rapiña insidiosamente pormenorizada ha presentado una realidad “multidimensional” con tanta eficacia descriptiva, que el espectador no sólo no puede criticarla, sino que su única respuesta es rendirse ante tamaña verdad. La fascinación por el horror es el verdadero núcleo del realismo hollywoodense.

El siguiente decálogo es un enlistado incompleto y no pretende sino ser una muestra; existen muchas otras “leyes” y cada una de las aquí mencionadas puede ramificarse sin fin. De más está decir que no defiendo este decálogo y que mucho menos lo trato como un how-to (“lo que hay que hacer”).


1) Acción constante. Incluso las escenas de “puente” o de “reposo” deben tener algo que sea menos reflexión que sustituto de la acción física. Mostrar los “tiempos muertos” como tales es considerado un enorme error. El realismo define al ser humano como un hacer, que a su vez se manifiesta como un tener y un perder.

2) La imagen no es complementaria de la palabra. Esta última es un subsidiario y una servidora de la imagen. La verborrea del realismo hollywoodense no es palabra en el mismo sentido en que lo son las palabras de la literatura o de los diálogos cotidianos; lo es solamente como un adorno sonoro más, en el mismo nivel de la música o los efectos de sonido.

3) No todas las acciones deben ser explicadas: muchas suceden fuera de cuadro o están ocultas por el montaje. Eso aumenta el interés del espectador en cuanto fomenta su esfuerzo mental por entender lo que está sucediendo (y a la vez agota ese esfuerzo para que no sea empleado “fuera” del discurso).

4) Vistosidad antes que sentido. El público pide verosimilitud sólo cuando se le da tiempo de pensar. Pensar es definido en su acepción más superficial, es decir como decodificación de la anécdota, y a esto debe limitarse. Ir más allá es destruir el entretenimiento o incluso el fervor, y “pensar demasiado” se sobreentiende como “cuestión de especialistas”. De ahí que nadie espera del espectador más que una serie de lugares comunes que se sintetizan en una de dos frases: “me gustó”, “no me gustó”. Casi siempre la primera porque, si es realismo hollywoodense, el derroche, el desplante y el vértigo no pueden “no gustar”.

5) Despliegue de producción y de recursos. Desperdicio como ostentación de poder. Cuando hay poco dinero en una producción cinematográfica, la destrucción —por ejemplo— de un automóvil es un enorme lujo y por lo tanto se presenta en pantalla con toda la grandilocuencia y pormenorización posibles. En cambio, una superproducción es un desplante y a una destrucción como esa apenas se le concede un segundo en pantalla, como si realmente no tuviera importancia. En un blockbuster lo “natural” (realista) es tener cientos de automóviles destruidos en una sola escena, o edificios, o ciudades enteras. Lo cuantitativo se infiere como lo único cualitativo.

6) Persecuciones. El público se cansa del esfuerzo por estar entendiendo los resortes argumentales, las motivaciones, el sentido de detalles significativos, y se entrega gozosamente a las secuencias de “acción” que no le piden interpretación y se limitan a ofrecerle peripecia vertiginosa.

7) Rechazo al maniqueísmo, ambigüedad moral. Se considera burda la separación tajante de personajes “buenos” y “malos”. Pero esa separación es una “ley”, y sigue existiendo: se compensa dando a los malos un elemento “redentor” (por lo general un pasado de sufrimiento, vejación o atrocidad, antecedente que les permite ser bestiales, sádicos y sanguinarios contando a la vez con una forma oscura de conmiseración en el espectador) e incluyendo en los buenos emociones que antes se consideraban indignas de un héroe, como el miedo (éste en primer lugar porque es el menos éticamente comprometido), rencor, envidia y toda clase de resortes “oscuros” (este es el secreto del éxito de la versión dark knight de Batman).

8) Determinismo ideológico vestido de destino. Los guiones hollywoodenses, cada vez más “realistas”, están llenos de giros, encuentros y casualidades (Deus ex machina) que, si fueran examinados cada uno con ese detenimiento que Hollywood no permite, se revelarían como lo más alejado posible del “realismo”. Si el público los acepta gustosamente es porque, película a película, giro a giro, construyen un trasfondo subliminal que es inferido como destino. El sobreentendido de fondo es “No podría haber sido de otra manera”, es decir, “Todo está escrito”. La libertad que se “concede” al espectador es la que se espera que ejerza en la vida cotidiana: la aceptación de un destino, o en otras palabras: la historia y el presente del mundo no pueden ser de otra manera.

9) La tecnología sustituye al humanismo. En mil discursos hollywoodenses se demostrará (siempre de manera subliminal y nunca puesta en palabras) que lo humano es una breve serie de emociones primarias falsamente revestidas con pensamientos más o menos inútiles. A la vez el acento se coloca en la tecnología, que es lo único que avanza, se ramifica y depura, devorándose a sí misma a tan rauda velocidad que lo que ayer era deslumbrante hoy es démodé. El propio Hollywood es tecnología, y se proclama como el hardware siempre más moderno (state-of-the-art), pero no es sino un único software que cambia de vestimentas.

10) El mal absoluto. Los personajes buenos o nobles sufren infinitamente para lograr al final de cada filme una victoria relativa, transitoria, provincial, puesto que el mal de fondo renace de una película a otra, cada vez más poderoso y letal.

*

martes, 6 de noviembre de 2012

Un texto de Francisco Segovia sobre Mirador en una cuerda floja


DGD: Textiles-Serie blanca 40 (clonografía), 2012

Daniel González Dueñas: una mirada en vilo
Francisco Segovia


1.
Es extraño que Breton y sus amigos no hayan declarado al cine como al arte surrealista por excelencia, si tenía todo para serlo. Pero acaso los dadaístas y los surrealistas consideraron que lo condenaban sus propias condiciones materiales; es decir, el hecho de ser, desde su nacimiento, una industria. Quizá preveían que las decisiones importantes no las tomarían los directores sino los productores; no los creadores sino los inversionistas. Si fue así, no se equivocaron. Yo no sé si la falta de oposición de las vanguardias dejó la vía libre a la cinematografía acartonada de Hollywood, o si ésta hubiera acabado apoderándose del cine de todas formas, pero la delicia con que las memorias de Buñuel pintan a sus compañeros mirando los westerns norteamericanos me da buen indicio de la ambigüedad con que los vanguardistas se sentaron en las butacas de los cines. Si para ellos la narrativa cinematográfica no estaba llamada a convertirse en un gran arte, en un arte capaz de transformar el mundo —cosa que se sospecha por su exclusión de los manifiestos—, al menos satisfacía uno de los anhelos más recalcitrantemente surrealistas: creaba mitos. Pero hay que detenerse un poco en este punto y distinguir entre los mitos como expresión poética de los resortes humanos más íntimos y profundos, y los mitos como mero encubrimiento de los instintos predatorios del orden imperante. A esta segunda acepción de la palabra mito, entronizada como valor supremo del arte cinematográfico, Hollywood la ha llamado, equívocamente, realismo. En el fondo —dice González Dueñas—, el realismo hollywoodense no es más que un cartabón que decide lo que puede y lo que no puede decirse en una película, lo que es posible y lo que no; un cartabón cortado por las dos cuchillas de una misma tijera: la del interés comercial, por un lado, y la de la ideología que permite sostenerlo, por el otro. El triunfo de Hollywood permitió a la industria cinematográfica arrumbar definitivamente el naciente lenguaje cinematográfico y reducirlo a un tipo de narración que dependía —que sigue dependiendo— de las técnicas narrativas desarrolladas por los novelistas europeos del siglo XIX. A eso se debe —supongo yo, aunque siguiendo las ideas de González Dueñas— que se siga tildando de realistas a todas esas historias, infinitamente repetidas, que terminan con el nada realista beso final. En su libro sobre Buñuel, González Dueñas cita lo que éste dijo en una conferencia dictada en México en 1954:

[...] por el momento podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe, como en el cine, una desproporción tan grande entre posibilidad y realización. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas; por aislarlo, gracias al silencio y a la oscuridad, de lo que podríamos llamar su habitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana. Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parece no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo diecinueve y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea.
  Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a oscuras, deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes de lugar, esa misma persona acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados.



Es verdad. La humanidad ha desperdiciado la oportunidad de hacer un cine poético al estilo de Buñuel y se ha dejado arrastrar a un cine adormecedor al estilo de Hollywood. Hollywood —ha dicho González Dueñas— no es sólo una institución: es una mentalidad. Hace películas, no cine. Y yo añadiría que las hace con un cinismo casi conmovedor, de tan ingenuo. ¿O no es ingenuo suponer que los sueños se fabrican? Buñuel quería que el cine expresara los sueños de los hombres. La “fábrica de sueños”, en cambio, vuelve ociosos e inútiles a los soñadores, pues les injerta sueños ya soñados. Es un Dreamer’s Digest.
          A desenmascarar esta mentalidad y este “peliculismo” ha dedicado González Dueñas buena parte de su obra ensayística, en libros como Buñuel: La trama soñada (1986, 1993), Las visiones del hombre invisible (1988, 2004), El cine imaginario (Hollywood y su genealogía secreta) (1988, 2008), Méliès: el alquimista de la luz. Notas para una historia no evolucionista del cine (2001), etc. Ahora suma a ellos este Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial).

Yo no sé mucho de cine. Aunque he visto varias de las películas a las que se refiere González Dueñas en sus ensayos, hay muchas que no he visto e incluso algunas que no pienso ver (porque le creo cuando las reseña). Sobre cine, en cambio, he leído los libros de González Dueñas, más algunas críticas a películas concretas —en general superficiales—, y poco más. Nunca un libro entero de teoría cinematográfica. No soy un cinéfilo, pues, y ni siquiera alguien que asista regularmente al cine, sino un espectador mediocre, más o menos ingenuo, más o menos manipulable, y bastante ignorante. Así que, si me han invitado a hablar hoy aquí, debe ser por otra cosa. Quizá porque el tema del este último libro de González Dueñas rebasa los límites de lo específicamente cinematográfico y se extiende al territorio del arte moderno en general —más precisamente, a uno de los asuntos que han obsesionado a los artistas modernos: el conflicto entre modernidad y tradición. Uno de los subtítulos del libro lo declara abiertamente: “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”. A este tema dedicará, pues, las siguientes páginas. Y ustedes me perdonarán que las comience desde cero, del siguiente modo:


2.
Daniel González Dueñas es uno de los mejores ensayistas de México. Lo digo con toda seriedad. Pero no es la valoración que expresa mi frase lo que ahora me interesa sino la forma en que la entenderán ustedes. Porque supongo que, dadas las circunstancias, lo que ustedes entienden en esa frase es que Daniel González Dueñas es hoy uno de los mejores ensayistas de México; que se ha destacado de entre el montón donde se apiña hoy la mayoría de los ensayistas mexicanos. En este sentido, el hoy sugiere un cumplimiento, un ya: González Dueñas ya ha logrado distinguirse de entre sus contemporáneos; es decir, ha dejado de ser una mera promesa para convertirse en un cumplimiento. Éste es su momento. Esta interpretación está sin duda guiada por las circunstancias en que he dicho la frase (y la primera de ellas es que González Dueñas está vivo y aquí presente; es decir, que es nuestro estricto contemporáneo). Pero ¿qué pasaría si yo dijera que Sor Juana es la mejor escritora que ha dado México? En ese caso el presente se habría ampliado hasta cubrir no sólo ya a su propia generación sino la historia entera de México. La calidad de ambos escritores se cumple en el presente (y no podría ser de otro modo), pero ese presente es larguísimo en el caso de Sor Juana, mientras que es relativamente corto en el de González Dueñas. —¿Y qué con eso? —se preguntarán ustedes, quizás un poco exasperados por la obviedad de lo que digo. Pero es que de esto se trata la parte final de Mirador en una cuerda floja, de reflexionar sobre la manera en que, debajo de una obviedad, se teje una trama de asuntos nada obvios; de mostrar que mucho de lo que hemos pensado sobre la tradición y la ruptura depende de la perspectiva temporal en que colocamos el problema. Dicho de otro modo, se trata de mostrar cómo este asunto se ve de una forma si colocamos a González Dueñas en un compartimento temporal, separado de Sor Juana por muchas generaciones, y de otra, muy distinta, si lo situamos en su mismo terreno temporal; esto es, como su contemporáneo. Una de las maneras de pintar la grandeza de Sor Juana es decir que es nuestra contemporánea (cosa que se hace a menudo); consecuentemente, una de las maneras de despreciar a un poeta moderno sería decir que no logra ser contemporáneo de Sor Juana (pero esto es algo que no se hace). Sor Juana dialoga con todos los tiempos; el poeta moderno, sólo con el suyo, y muy brevemente. Ella es clásica; él, sólo moderno...
          ¿Es esto lo que dice Daniel González Dueñas? No, no del todo. Para empezar, porque yo me he valido aquí de un ejemplo literario, y eso me ofrece un espesor temporal de tres siglos, mientras que él se remite sólo al cine, que apareció hace apenas poco más de un siglo. Resulta, pues, que los autores tratados por González Dueñas son más contemporáneos entre sí, en relación uno con otro, que Sor Juana en relación con nosotros, lo que sugiere que quizá no tengamos todavía una distancia suficiente para formarnos un juicio firme sobre la relación que establecen los cineastas entre sí... Un juicio firme; es decir, un juicio estable, avalado por la historia... Pero ¿no es esto exactamente lo que acabamos de contradecir, diciendo que Sor Juana es nuestra contemporánea? Sí y no (y en esto se expresa a las claras el tipo de contradicciones que pueblan el libro de González Dueñas y que él se empeña en resolver pacientemente, una por una, aunque no siempre con el mismo éxito). Si por un lado es verdad que la perspectiva histórica que aísla las generaciones, convirtiéndolas en una sucesión de tiempos discretos, nos escamotea la posibilidad de leer a Sor Juana como nuestra contemporánea, también es cierto que abandonar por completo la visión “sucesivista” (como la llama González Dueñas) nos condenaría a la ceguera frente a las diferencias entre la época de Sor Juana y la nuestra. No es eso lo que pretende González Dueñas, creo yo, pero hay en su libro cierta exasperación con la modernidad que podría justificar una interpretación en este sentido. Dice González Dueñas, por ejemplo:

En la vida terrenal, más regida por la redundancia que por lo irrepetible, también la pérdida de la identidad y el olvido son inferidos como formas de la gracia.


Vemos aquí algunas de las ideas centrales de su libro. Por ejemplo, la de que el cine de Hollywood privilegia la repetición sobre la originalidad, y en consecuencia hace un cine destinado a tranquilizar a las conciencias, ofreciéndoles una vía de escape a las más negras pulsiones del ser humano. Esta estrategia catártica manipula al espectador y lo adormece con el fin de mantener el orden, el statu quo. Y eso no es todo. Como si fuese una Iglesia moderna, Hollywood es capaz de asimilar la heterodoxia como parte fundamental de su ortodoxia. Pero ¿no ha hecho algo parecido el arte moderno entero, que también se las ha arreglado para canonizar a sus demonios más fervientes? ¿Y no es ésta la estrategia más maquiavélicamente malvada del poder?
          Hay en estos argumentos de González Dueñas una especie de diálogo (a veces incluso un desacuerdo) con el Octavio Paz de Los hijos del limo (en especial con su primer ensayo: “Tradición de la ruptura”), pero también un eco del debate, más reciente, de la revista Letras Libres contra la literatura light. Con esto quiero decir que González Dueñas emprende una demolición del anti-intelectualismo de Hollywood (y de la ideología moderna en general), que busca adormecernos mediante la reducción del arte cinematográfico a un simple producto de consumo masivo, a una mera artesanía que se conforma con repetir el cartabón tradicional, sin atreverse al milagro de lo irrepetible. Pero el ataque es tan furioso que a menudo parece no importarle si se lleva entre las patas toda artesanía y cualquier valor tradicional. ¿Es eso lo que quiere decir González Dueñas? Una vez más, sí y no. Lo digo porque a veces parece preferir lo contrario. La idea de un tiempo no sucesivo —en el que todos los hombres, de todas las épocas, son contemporáneos entre sí— es a su manera una negación de la ruptura (que privilegia lo diferente), tanto como el ataque a la artesanía es una negación de la tradición (que privilegia lo igual). ¿Hay solución a esta paradoja? Lo que ensaya Octavio Paz en Los hijos del limo es una respuesta a su modo dialéctica, donde la tradición absorbe a la ruptura, que así pasa a ser parte orgánica de la misma tradición a la que combatía. González Dueñas ve en esto una nueva estrategia del orden imperante. A él le parece que aceptar una “tradición de la ruptura” es tan engañoso —o, mejor, tan tramposo— como avenirse con un movimiento “revolucionario institucional”. Lo que él propone —o a mí me parece que propone, aunque no me queda del todo claro— es algo previsto y sancionado por el mismo Paz, aunque en sentido contrario: una especie de anti-historia. Veamos dos párrafos en que González Dueñas expresa esta visión. El primero dice así:

El niño ama escuchar cien veces la misma historia no porque sea incapaz de interesarse en historias radicalmente nuevas, sino porque para él la reiteración es una vuelta a su territorio más propio, la simultaneidad.


Y el segundo:

los niños no “hacen como” si desconocieran el final de la historia sino que la viven en un presente ubicuo: es por eso que la historia vive en ellos y ellos viven en la historia. En otras palabras, escuchan rompiendo la tradición según la cual no hay más que lo sucesivo (principio, nudo y desenlace; pretérito, presente y futuro; infancia, madurez y ancianidad...). [...] el niño vive la historia —incluida la historia personal— de manera integral y simultánea. No es que sepa “cómo va a terminar” sino cómo es: “fue” y “será” son para él términos inoperantes, puesto que toda historia, como el mito, está inmersa en un presente simultáneo. A la inversa, la tradición de lo sucesivo usa las conjugaciones verbales “fue” y “será” como condicionantes absolutos del “es”, que queda paradójicamente fijo en su fugacidad vacua.


A este “sentimiento del tiempo” —como diría Ungaretti—, algunos psicólogos y filósofos lo han llamado “duración”, para distinguirlo del tiempo que sentimos correr y escaparse en la historia. También los adultos experimentan la duración, es cierto, pero en ellos la experiencia está como opacada por la sucesión de los instantes, por ese tiempo compartimentado, dividido, analizado que nos impone el racionalismo; esto es, por el tiempo lógico. Lo que González Dueñas parece defender en este punto es una vuelta a la mirada infantil —a-lógica, poética y simultaneísta—, que es también la mirada con que miran los sueños, la poesía y los mitos. Pero ¿es de veras posible volver a esta mirada aún incorrupta, inocente y limpia? No, si se vuelve a ella desde la idea racionalista, que condena al mito como encubrimiento de la realidad y como escape de la historia. Sí, si se vuelve desde la vivencia poética del sueño.
          Con todo, uno podría darle aquí a Daniel González Dueñas una cucharada de su propia medicina, y así como él desmonta para nosotros el mito del rebelde hollywoodense, tratar de desmontar nosotros para él el mito de la infancia. Porque se trata, en efecto, de un mito; uno de los pocos mitos modernos que no son ni variantes ni refritos de otro más antiguo. Los griegos no hablaron de los niños sino como objeto del amor o del dolor paternos. Los niños fueron siempre para ellos adultos en ciernes, proyectos de hombre o de mujer, cada más. Los niños nunca fueron protagonistas de las historias o los mitos de la antigua Grecia. Y en esto los ha seguido el cristianismo. Aunque Jesús dijo “Sed como niños”, no fueron sus seguidores sino los románticos quienes convirtieron la admonición en una verdadera aspiración. El niño inocente de los románticos es una interiorización del buen salvaje de los ilustrados. Lo que en Rousseau era antropológico y social (una teoría filosófica) se volvió íntimo y privado en Wordsworth, Novalis y Hölderlin (un poema narrativo, una novela psicológica). Los románticos inauguraron así un tipo de narración que pronto se convertiría en un género de éxito: las Bildungsroman. Sin estas “novelas de formación”, con su mirada tenue pero aguda posada sobre la niñez y primera juventud de sus autores, no se entendería el ambiente intelectual que detonó de las teorías de Freud, que hoy resume un lugar común: infancia es destino. Sólo para nosotros, los modernos, la infancia es un paraíso perdido que se ha de recuperar.
          No digo que esto invalide los argumentos de González Dueñas sobre la forma en que los niños experimentan el tiempo, no. Al traer el tema a colación, lo que quiero es sugerir una vertiente nueva a sus investigaciones. Así como el análisis de algunos arquetipos hollywoodenses le ha permitido arrojar una nueva luz sobre el problema de la tradición y la ruptura, así también el mito de la infancia podría iluminar una nueva vertiente en sus investigaciones. Es una sugerencia que antes hizo el propio Octavio Paz, que no dejó de advertir una liga secreta entre el auge actual de la juventud y el aceleramiento de la historia; es decir, la avalancha de novedades que se nos ha venido encima desde finales del siglo XIX. Un párrafo de Los hijos del limo pinta bien la situación:

Nuestra época ha exaltado a la juventud y sus valores con tal frenesí que ha hecho de ese culto, ya que no una religión, una superstición; sin embargo, nunca se había envejecido tanto y tan pronto como ahora. Nuestras colecciones de arte, nuestras antologías de poesía y nuestras bibliotecas están llenas de estilos, movimientos, cuadros, esculturas, novelas y poemas prematuramente envejecidos.


Yo tengo para mí que el aumento en la expectativa de vida y el consecuente envejecimiento de la población mundial hará que el arte (incluido el “arte cinematográfico” de Hollywood) vuelve la vista hacia los viejos. Como público, pero también en cuanto tema. Un descenso en las dosis de adrenalina y testosterona nos dejará quizás arrebatarle al aire juvenil de los modernos una bocanada de reposada madurez. Podremos entonces meditar de nuevo sobre este tema, que la propia modernidad ha definido siempre a su manera, evitando que en él se mienten los antiguos criterios de verdad y de valor. ¿O hay alguien que hoy se tome en serio aquella frase de Shakespeare según la cual “la madurez es todo”? El libro de González Dueñas que hoy presentamos es un punto de partida en este sentido. Cuando dice, por ejemplo, que la artesanía repite siempre lo mismo (como hace el cine de Hollywood), mientras que lo plenamente artístico dice siempre algo diferente e irrepetible, ¿no pone sobre la mesa las cartas de ese viejo juego en el que se entremezclan dos principios contradictorios, pero igualmente románticos: el del arte por el arte, por un lado, y el del arte para el pueblo, por el otro? ¿No queda dicho, de algún modo, que el arte del artista (ese arte que hoy es conceptual) es un arte elitista, mientras que el arte de consumo (llamado en este caso artesanía) es un arte popular? Son ideas que debatió con lucidez José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte —un libro tan incomprendido en su momento como ahora. Ideas que entrañan una cuestión de fondo rara vez explicitada: la de la calidad de las obras de arte que producen las escuelas, los estilos, los movimientos; la calidad de lo que se hace según la tradición y la de lo que se hace según una u otra vanguardia. El surrealismo, por ejemplo, un movimiento principalmente de poetas, produjo grandes obras pictóricas, es cierto, pero, extrañamente, una poesía más bien mediocre. La influencia intelectual del movimiento sigue siendo poderosa desde el punto de vista intelectual, pero su influencia artística se ha desvanecido o vulgarizado hasta convertirse en... en... ¿en artesanía?, ¿en academia?, ¿en pretexto para cualquier clase de irresponsabilidad estética?, ¿en producto vil para consumo de un público adormecido e ignorante? Elija usted el calificativo que más le plazca. En cualquier caso, s cosa agotada, vieja y caduca. ¿O me equivoco? ¿Sigue vivo el surrealismo?
          Quizás el conflicto entre lo nuevo y lo caduco (entre tradición y modernidad) existe sólo para la mentalidad histórica, diacrónica y sucesivista, que es la de la crítica moderna, pero se disolvería en la visión durativa, sincrónica y simultaneísta de unos ojos infantiles —o, mejor, de unos ojos maduros—, que no vieran en todo una rebatinga sino —como decía Quevedo— una conversación. Se advertirá en esto mi propia crítica a la crítica moderna (¿se puede salir de este enredo en que nos mordemos la cola constantemente, haciendo crítica de la crítica, y de este modo perpetuándola?); digo que va implícita aquí una crítica de mi parte a ese estilo de crítica que hace del conflicto el motor de la historia cultural. Yo quisiera que un crítico me mostrara de qué manera Shakespeare influyó en su contemporáneo, el Sr. T.S. Eliot (o, para el caso, que me dijera qué le susurró Sor Juana a Octavio Paz), no que me repita, como Harold Bloom, el cuento de que Shakespeare le dio una patada en el trasero a John Milton, porque ése era todo el propósito de su obra, y de cómo desde entonces todos los escritores que ha habido en el mundo se la han pasado pateándose los unos a los otros, tratando de agandallarse cada uno el lugar del otro, aunque sin lograr nunca desplazar a Shakespeare. ¿No puede argumentarse, acaso, que el Sr. Eliot no sólo no quiso nunca tomar el lugar de Shakespeare sino que uno de los motivos por los que hoy lo consideramos, a él también, un clásico, es que nos ofreció una luz nueva con que leer a Shakespeare? Bloom dice lo contrario. Para él, Shakespeare reina porque es el escritor mejor adaptado a su ambiente, el más evolucionado, el rey de la creación; en él encarna la ley que proclama por todo lo alto “la supervivencia del más fuerte”... Contra esta visión “evolucionista” ensaya ya sus pasos una crítica no darwinista, que se ha propuesto mantener la línea, absteniéndose en todo lo posible de las dosis modernas de adrenalina y testosterona. No porque se exprese violentamente a veces ella misma, sino porque no hace de la violencia inter pares el motor de la historia cultural. Se comprenderá que esta posición no tiene un camino fácil. Se le opone con virulencia el statu quo en que se afirma la ideología neoliberal entera. No, no tiene el camino fácil, pero ya ha dado sus primeros pasos. Si no me creen, échenle un vistazo a este nuevo libro de González Dueñas. Ya verá que no es por nada que he dicho que es (hoy) uno de los mejores ensayistas de México.

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[Texto leído en la presentación de Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial), octubre 10 de 2012.]

jueves, 25 de octubre de 2012

Un texto de Mary Carmen Sánchez Ambriz sobre Mirador en una cuerda floja


DGD: Textiles-Serie roja 6 (clonografía), 2009

Profundidad de lo inmediato
Mary Carmen Sánchez Ambriz
[Milenio, Cultura, México, octubre 22 de 2012.]


Renato Leduc describió al periodismo como una historia de lo inmediato. Y en efecto, la prensa debe responder al acontecer diario y la reacción es tan variada como lo son las herramientas al alcance (los géneros periodísticos) o el temperamento de quien redacte. En la cobertura de un filme, por ejemplo, se aíslan los componentes para destacar cosas tan frívolas como el fulgor social de los actores (con el predominio de las grandes estrellas de Hollywood), si se trata de un melodrama o una comedia y si la cinta entretiene o crea conciencia... Rara vez se dibuja la carrera del director, convertido por la “fábrica de sueños” en un obrero más, o se dan otros elementos al espectador (que sólo es un boleto posible, un número que alimentará recaudaciones millonarias) para que pueda enfrentar de manera crítica la obra que verá en las salas.

La pieza esencial, el cinéfilo, adquiere un sitio secundario en la cadena de promoción (y producción); y un poco de lo que se trata es, en efecto, de desarmarlo para que acepte con pasividad todo aquello que le ofrezca la industria y que ésta siga funcionando.

Libros como el de Daniel González Dueñas tienen el afán de ofrecer al interesado en el espectáculo cinematográfico un acompañamiento inteligente y sensible. El autor ha desarrollado su propio aparato crítico en títulos como Luis Buñuel: la trama soñada (1986; segunda edición, 1993), El cine imaginario (1998; segunda edición: Hollywood: la genealogía secreta, 2008), Méliès: el alquimista de la luz (Conaculta, 2001) o La mirada infinita (2010).

Sus premisas son expuestas por José María Espinasa (otro poeta interesado en el cine) en el prólogo a este Mirador en una cuerda floja: González Dueñas gusta de seguir las derivas de una historia hasta sus últimas consecuencias; considera que el cine escogió un camino condicionado por la obligación realista que lo empobreció en su desarrollo como potencialidad expresiva; y retrata, al fin, a una industria que busca sobre todo taquilla y no espectadores...

En su observatorio de funámbulo, el espectador pasa de la comodidad de la sala (confortablemente atontado, diría Roger Waters) a un orbe en el que no hay pisos seguros y lo que sucede en la pantalla tiene que ver, a su vez, con lo que le ocurre a él, con su entorno y la posibilidad de conformarse con éste, aceptarlo como viene, o reconfigurarlo, en un arduo ejercicio que implica observar lo inmediato a profundidad: pensar en el cine como lo que pudo haber sido, y a la vez pensar en el hombre como lo que puede llegar a ser.

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martes, 16 de octubre de 2012

Una entrevista sobre Mirador en una cuerda floja


DGD: Textil 76 (clonografía), 2009

Entrevista de Merry MacMasters


[Esta entrevista apareció en el diario mexicano La Jornada, el 10 de octubre de 2012, con algunas erratas que aquí han sido corregidas. Asimismo, algunas respuestas han sido ligeramente ampliadas.]


Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo/Tradición y ruptura: el conflicto esencial) es un libro escrito por “un espectador indignado que quiere compartir su indignación”, expresa su autor Daniel González Dueñas.

Mirador en una cuerda floja se divide en dos grandes áreas; en la primera se examina “la concepción hollywoodense del realismo y su influencia no sólo sobre otras cinematografías sino sobre nuestra propia forma de ver y definir el mundo”. La segunda parte enfoca un tema ya entrevisto a lo largo de la primera, la dicotomía entre tradición y ruptura; éste es, para González Dueñas, “un tema fundamental que debería ser más discutido”, ya que “sus repercusiones están no sólo en el terreno del cine, o de los medios audiovisuales, sino en todos los niveles, desde lo social, filosófico, antropológico, político, económico, hasta el más personal: el del erotismo y la sexualidad. Todos los niveles se hallan afectados por esa dicotomía”.

El libro no está escrito por un especialista, dice el autor, sino por “un espectador que comparte con otros la indignación que provoca el ver las resultantes inmediatas y prácticas de la influencia de Hollywood, que es sinónimo de su tan celebrado realismo. No hay otra opción, no hay otro estilo dramático. El realismo hollywoodense está en la base de todos sus géneros, desde la fantasía o el cine para niños, hasta el terror y la ciencia-ficción. En el teatro, el realismo sigue siendo un tono entre otros tantos posibles: naturalismo, simbolismo, expresionismo, impresionismo, etcétera. En el cine y los medios audiovisuales, en cambio, ya sólo hay una forma de entonar a lo humano (es decir, de representarlo para comprenderlo). El libro se pregunta por qué se ha dado esta reducción, esta pérdida de matices, hasta dónde llega su influencia y en qué modo ella va más allá del territorio cinematográfico”.

En teoría, el realismo debería ser concebido como una representación “fidedigna” de lo real; sin embargo, el entrevistado acota que “el realismo hollywoodense no se limita a representar la realidad, sino la moldea, la manipula, la calibra. Todos consumimos grandes cantidades de sus productos, sobre todo si se considera que la televisión es un resultado directo de Hollywood. Y no es en absoluto casual que este moldeo de la realidad coincida casi punto por punto con la dialéctica del poder que domina al mundo”.

González Dueñas lamenta que entre las damnificaciones de la presencia de Hollywood se encuentra el hecho de que “se recorre el ayer”. Es decir, hace veinte años se decía que el cine nació en los años sesenta del siglo pasado (como medio consciente de sí mismo); ahora se dice que nació en los ochenta. Se va negando la historia del cine de tal manera que el público joven suele desconocer las grandes obras del siglo XX”.

El tono básico de Mirador en una cuerda floja es “una invitación a detenerse un poco más, a no dar nada por sentado, a cuestionar y examinar cada uno de los sobrentendidos en los que se basa toda la cultura. Hollywood fomenta el que todo se sobreentienda y que ya nada fundamental se ponga en palabras; así, el acto de entender y sus concomitantes (analizar, desglosar, decodificar, re-enunciar) se ha vuelto enojoso, aburrido y hasta inútil. Más que nunca es necesario re-enunciarlo todo, encontrar las briznas de suciedad que hay entre la paja y re-apropiarnos del lenguaje, es decir del sentido. Y esta es una labor eminentemente comunitaria”.

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sábado, 6 de octubre de 2012

Un fragmento de Mirador en una cuerda floja (II de II) (y cuarto aniversario del blog)


DGD: Textiles-Serie blanca 34 (clonografía), 2012


[Este blog alcanza su cuarto aniversario; gracias a los amigos y colaboradores por su atención y apoyo. (DGD)]


Autenticidad y alienación

En la antigüedad —según recuenta Octavio Paz en Los hijos del limo (1974)—, la tradición era concebida como una magnitud uniforme, inmutable e inmóvil de la que procedían los principios esenciales —identidad, orden, sentido—: una fuente de autenticidad que se manifestaba en la mitología y los ritos; la renovación no consistía sino en la certeza de que los ciclos se repiten y de que, al final del ciclo de ciclos, el único futuro posible es el pasado original (“lo que fue debe seguir siendo”). En cierto modo el cristianismo rompió esta simetría cuando colocó el sentido en el final de los tiempos, es decir en el premio o la condena ulteriores; surgió entonces la alienación y el miedo se generalizó porque había sido refutada la posibilidad del re-comienzo: el tiempo se volvió irreversible pero el cambio siguió siendo negado. (El miedo es un ingrediente esencial en el mayoritario mundo religioso de la modernidad; no resulta excesivo afirmar que no otro origen tiene el inmenso éxito de esa ladera del cine de horror que especula sobre temas bíblicos, apocalípticos y demoniacos.)

En algún punto de la historia, el hombre se hizo consciente de la tradición —o mejor dicho, adquirió respecto a ella otra forma de la conciencia—; para algunos ese punto se localiza en la Ilustración y ya se anunciaba desde el Renacimiento; para otros, se halla en la Revolución industrial y en el surgimiento del cientificismo y la noción moderna del progreso; ciertos analistas lo identifican como un producto lógico de la expansión del capitalismo; otros más lo atribuyen directamente a las vanguardias del siglo XX con su antecedente en el romanticismo.

En todo caso, con este cambio de paradigma, aquella mentalidad ritual y originaria, cuyo acento estaba en la simultaneidad, sufrió una transformación, puesto que el acento fue movido a la sucesividad, al cambio y al proceso mismos; éstos comenzaron a ser exaltados, en tanto el futuro empezó a ser visto como novedad, originalidad, sorpresa e incluso como base (“nada será como fue y, por tanto, todo es posible”). Desde entonces la única permanencia aceptada es la que existe entre el momento en que se destruye la tradición imperante y se da inicio a la que sigue. En rigor, pues, la palabra “modernidad” ya no puede usarse en singular; si no se emplea en plural es porque cada época quiere ser única debido precisamente a la irrepetible cualidad de su ruptura con lo anterior. Las modernidades, entonces, son fugaces manifestaciones de una actualidad condenada a ser siempre distinta. A la vez, cada modernidad no se distingue únicamente por las novedades que aporta, sino también y sobre todo por la continuidad de la interrupción, la constante crítica al pasado inmediato. Así nace —afirma Paz— la “tradición de la ruptura”.

El “cambio de mentalidad” afectó a todos los territorios y tuvo consecuencias fundamentales a nivel social y político: lo anterior comenzó a ser sobreentendido como esclavitud (sujeción a los ciclos, determinismo) para que lo actual correspondiera no tanto a la libertad como a la liberación, es decir, al acto mismo de deshacerse de un yugo, cualquiera que éste sea. Y aquí sobreviene la primera contradicción, porque el acto de liberarse, al ser heredado y reiterado, deviene esclavitud y yugo en sí mismo: las revoluciones terminan por institucionalizarse. Resulta casi imposible enumerar a cabalidad las consecuencias de asociar tradición con esclavitud y ruptura con liberación; baste con un ejemplo en el territorio cinematográfico. En la época de auge del “cine de autor” —que fue también la de la contracultura—, la tradición era vista como obnubilación, estancamiento y ahogo (esclavitud); en cambio, las décadas posteriores la redefinen como pertenencia, reconocimiento y genealogía (liberación), a la vez que contemplan a la ruptura como exilio autoinferido, olvido ulterior e inútil parricidio. (Esto último es lo que se dice en las escuelas a los nuevos cineastas y a todo novicio en el mundo del arte, pero es también lo que los media repiten a todo novicio en cualquier esfera.)

La ecuación no sólo funciona a nivel social sino, sobre todo, individual, en cuanto otra de las dicotomías en que se transforma la de tradición/ruptura es igualdad/diferencia. El gran presupuesto indica que los artistas habrán de diferenciarse unos de otros en virtud de lo que se llama “estilo personal”; mas este prurito de diferenciación, puesto que es precisamente lo que se espera de todos y cada uno, a la vez los iguala. La colectividad es vagamente inferida como tradición; individualizarse implica, pues, una ruptura, pero como esto a su vez conlleva redundancia e igualdad, se vuelve en sí una tradición. Resultado: las formas de diferenciación individual están más codificadas y son más predecibles aún que las características de lo colectivo. Para la ortodoxia, y sobre todo para los mecenas, el mundo del arte no es sino una tipología genérica con valor de entretenimiento (entertainment value); basta ver el modo en que las películas hollywoodenses contemplan a los artistas a través de una serie de tipos, desde el “joven iracundo” hasta el “genio incomprendido”, todos ellos luchando contra un aparato que a fin de cuentas termina definiendo lo que es el arte —y, sobre todo, lo que es la ruptura, tan necesaria para que exista tradición. (Jorge Luis Borges advierte este proceso: “Entiendo que el género policial, como todos los géneros, vive de la continua y delicada infracción de sus leyes” —Textos cautivos, Tusquets, Barcelona, 1986.)

Entre tantos otros resultados inmediatos que se acumulan para dar paso a la confusión reinante, radica el hecho de que una época puede tomar como “antigua tradición” algo que ha sido fabricado poco antes (inmersos en pleno desarraigo sistemático, fácilmente confundimos lo antiguo con lo que parece antiguo). Puesto que el acento está en el cambio más que en lo cambiado en sí mismo, es posible tomar elementos de varias tradiciones anteriores y reunirlos con otros especialmente creados con objeto de presentarlos como “la” tradición. Esto es lo que hacen los mecenas y lo que, en particular, ha hecho Hollywood en el territorio del cine: es a una muy especial “tradición” a la que dicen defender, y no resulta gratuito que ella coincida punto a punto con el discurso del poder imperante.

La corriente crítica didáctica, que pretende reivindicar a la tradición, no está reivindicando, desde luego, a la tradición centrada en la simultaneidad (autenticidad cosmogónica), sino que confabula, a veces sin saberlo, con lo sucesivo artificialmente vuelto tradición (alienación disfrazada de autenticidad). Por ejemplo, el crítico Leo Braudy (Film Theory and Criticism, 1979) se queja de que las obras “cultas” —definidas como las que “caen” en el error de definir a la cultura como coto alrededor del castillo— o “libres” —es decir, libres de genealogía, desarraigadas, cuando no parricidas— quieren decirlo todo de una vez, lo que las obliga a ser excesivas y poco comprensibles, mientras que la tradición genérica “va más despacio”. Ir despacio corresponde a ser comprendido por la generalidad del público; de ahí la “utilidad” de los géneros dramáticos, que son formulaciones convencionales cuyo juego reiterativo es asumido por los espectadores mayoritarios con inmenso placer: éstos reconocen un melodrama y adivinan (es decir, esperan) que al final el villano será castigado; del mismo modo, saben que en un western habrá un duelo entre los malvados y los justos con una ardua victoria de estos últimos; o que en una comedia el protagonista habrá de sufrir innumerables choques y reveses pero a la vez estará protegido por una especie de poder superior que ama a la inocencia o a la ingenuidad (y, cada vez más, a la estupidez); o que en un musical los personajes podrán romper a cantar a mitad de una conversación sin que los demás personajes se extrañen o escandalicen.

Así como los niños saben que en los cuentos de hadas la bruja malévola o el poderoso hechicero recibirán su oportuno castigo, y ello no impide a aquéllos sufrir o festejar las andanzas de los personajes (e incluso escuchar cien veces la misma historia con idéntica emoción), el “gran público” ama consumir situaciones estandarizadas que le garantizan una resolución justa y satisfactoria. En la medida en que esté seguro de que esa resolución habrá de presentarse, el espectador aceptará lo divergente o disparatado de las historias que le cuentan; en última instancia, todo arte narrativo se resuelve en eso: contar historias con mayor o menor ajuste a lo convencional.

Lograr una verosimilitud —hacer que algo parezca real o auténtico— es siempre más importante que cuestionar las definiciones usuales de realidad o de autenticidad. La tradición es una garantía y, en gran medida, equivale a una vindicación en sí misma. El “espectador medio” pide que en los universos ficticios el mal sea castigado, y en general que exista en las historias todo lo que está radicalmente ausente de la vida cotidiana: orden, justicia, direccionalidad y sentido. Esta “tradición” tiene el primordial objetivo de tranquilizar: el niño se duerme con placidez luego de haber escuchado los horrores que suelen convocar los cuentos de hadas; del mismo modo, los espectadores de cine hollywoodense consumen una avalancha de atrocidades (a esto se llama “realismo”) porque los desenlaces los confortan al explicarles que el mal no es absoluto.

Todo esto origina otro sobreentendido: si las obras que van más despacio son mejor comprendidas, por tanto la total inmovilidad equivale a comprensibilidad absoluta; en otras palabras: la mayor tradición, la más rica herencia, es la que carece de todo movimiento. Pero ¿no es la cultura un vértigo voraz, no corresponde cada modernidad a una avalancha de novedades y no radica en éstas el encanto de lo sucesivo? En la novela El gatopardo (1959), Giuseppe Tomasi di Lampedusa responde con suficiencia: todo se mueve para quedar como estaba; todo cambia para no variar.

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[Fragmento de “Tradición y ruptura: el conflicto esencial”, sexto anexo de Mirador en una cuerda floja, CONACULTA, Colección Periodismo Cultural, México, 2012.]