domingo, 25 de septiembre de 2022

Creer (XXI)

DGD: Postales, 2022.
  

Creer e imaginar: el transporte

 

1. En La llama doble, Octavio Paz reflexiona brevemente sobre la relación entre ver y creer. El ensayista parte de una frase de Rimbaud: Et j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir (“A veces he visto lo que el hombre cree ver”). Y comenta: “Fusión de ver y creer. En la conjunción de estas dos palabras está el secreto de la poesía y el de sus testimonios: aquello que nos muestra el poema no lo vemos con nuestros ojos de carne sino con los del espíritu”. A partir de aquí, Paz aborda el terreno de lo erótico:

 

Hay una pregunta que se hacen todos los enamorados y en ella se condensa el misterio erótico: ¿quién eres? Pregunta sin respuesta... Los sentidos son y no son de este mundo. Por ellos, la poesía traza un puente entre el ver y el creer. Por ese puente la imaginación cobra cuerpo y los cuerpos se vuelven imágenes.

 

          Paz identifica el creer con el imaginar, y aquí vuelven a desatarse las posibles connotaciones: 1) creer es construir una imagen y usarla para llenar un vacío; 2) es convertir en imagen algo que no lo era; 3) es sustituir con ella una imagen anterior...

          Otro verbo muy relacionado es querer, como indica el lugar común “la gente cree lo que quiere [creer]”. Querer es elegir. ¿De ahí la importancia ceremonial y arquetípica que adquiere el libre albedrío? Elijo lo que quiero creer. Y si se liga esto con la reflexión de Paz, entonces elijo lo que quiero ver. ¿Elijo o soy elegido por? ¿Creo libremente o la creencia me es impuesta desde afuera?

          “A veces he visto”, dice Rimbaud, “lo que el hombre cree ver.” No lo que el hombre “quiere” o “elige” ver, sino lo que cree ver. Este poeta habla de un engaño general: el hombre no ve sino que cree ver, y ya no importa si eligió lo que ve, y tampoco si cree en lo que ve, porque según Rimbaud no vemos algo sino creemos estarlo viendo (en realidad creemos y vemos otra cosa): no se ejerce la creencia, ella nos ejerce a nosotros.

          Eso puede revertirse: Rimbaud no dice “A veces he creído ver”, sino he visto. El poeta ve; los demás creen ver. ¿Soberbia o aceptación de un privilegio o incluso de una iluminación? ¿El poeta ve siempre por ser poeta, o en ciertas ocasiones miente, o imposta la voz, o usa sin un verdadero compromiso esa cualidad de la poesía de “trazar un puente entre el ver y el creer”? La única humildad de Rimbaud está en el “a veces”, pero ahí existe de nuevo ambigüedad: 1) no siempre ve sino sólo cuando recibe la iluminación a la que trata de registrar en el poema; 2) sólo ve cuando se interesa por sus semejantes, puesto que no únicamente en ellos aplica el acto de ver...

          Paz parece hablar de dos casos extremos. En uno, la poesía se vuelve puente entre ver y creer, y el poeta, primero, y luego el lector, ejercen libremente la imaginación y ven más allá de la percepción cotidiana. El otro extremo puede establecerse simplemente previendo una escala: algo nos obliga a recorrer ciertos puentes (y manipula ver y creer, elegir e imaginar).

          En el primer caso hay dos opciones: 1) lo que se ve más allá tiene una existencia objetiva y es incluso una realidad superior a lo cotidiano; 2) lo que se ve más allá es meramente subjetivo y no posee más realidad que la de las fantasmagorías de la psique del individuo.

          Si lo verdadero es (1), todos deberían ver lo mismo al trascender la mirada cotidiana; si es (2), no podría haber más que coincidencias menores entre las percepciones de diversas personas. Difícilmente dos individuos ven lo mismo en un poema, o en un cuerpo. Y sin embargo lo cierto es que hay un transporte, ya no importa hacia dónde o con qué determinantes y precisiones perceptuales. Los actos de imaginar, elegir, querer y creer existen. Acaso es lo único que existe. Pero lo único verdadero parece ser el transporte.

 

2. La dialéctica entre ver y creer es muy antigua, y en ella está implícita la gran dicotomía: la razón es ver para creer; la fe, creer para ver. La primera sobreentiende una objetividad inherente a la mirada: lo que se ve es susceptible de comprobarse, y si es visto por varios, y más por muchos, entonces es verdad. Se ha cuestionado bastante, desde el lado de la fisiología (de Bergson a William James), si realmente dos seres humanos ven exactamente lo mismo; lo más probable es que desechen las diferencias para centrarse en las similitudes: lo que dos ven es casi lo mismo. La comprobación de verdad, entonces, es también casi fiable, y en ese “casi” radican todos los escepticismos.

          En el otro extremo, creer para ver no es menos cuestionable. ¿En qué modo la creencia se transfigura en visión (imagen)? Si dos contempladores sólo pueden creer casi (no totalmente) en lo que miran, o que miran lo mismo, ¿cómo se comunica la creencia de uno a otro creyente? ¿Lo que se transmite es el transporte mismo, o más bien la promesa de que llegará, la confianza en que el transporte habrá de presentarse por sí mismo si uno reúne determinadas condiciones (a través de los actos de imaginar, elegir, querer y creer)?

          La fe, antes de cualquiera otra consideración —o al final de todas ellas—, parece el esfuerzo supremo de saltar por encima esa suma de dilemas que el propio acto de creer suscita; de vencer ese laberinto de cuestionamientos concéntricos; de conjurar ese dédalo de contradicciones: un último intento de encontrar suelo firme en el libro de arena.

 

*

 

[Leer Creer (XXII).]

 

 

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jueves, 15 de septiembre de 2022

Creer (XX)

DGD: Postales, 2022.
  

Sé mucho para ser un escéptico y poco para ser un dogmático.

Pierre Bayle

El corazón del hombre necesita creer algo, y cree mentiras cuando no encuentra verdades que creer.

Mariano José de Larra

 

Fatalismo del amor

 

Hablando del amor, Lugones exclama: “¡Oh, fiero menester el del amante, / Ya que sólo mordiéndose a sí mismo / Se desbasta el amor como el diamante! // Y luego aquel extraño fatalismo / Compuesto al par de duda y de esperanza, / Cual la noche es estrella y es abismo”.

          ¿Qué tanto el acto de creer está, en efecto, “compuesto al par de duda y de esperanza”? Al enamorado la duda lo inmoviliza (no sabe qué creer), mientras que la esperanza lo hace precipitarse (actúa como si lo que espera y sueña fuera real). Cree (espera) y no cree (duda) alternativamente, torturado por un extraño fatalismo. Si el creer fuera modelar la realidad, todo amor se realizaría en la medida de su intensidad; si la creencia fuera sólo una ilusión del libre albedrío, ningún amor pasaría al territorio de lo físico.

          Pero si creer es crear, resulta más que evidente que no creo lo que creo. Es incluso un lugar común que los deseos sólo son realizables en muy raras ocasiones. El mundo no es como me gustaría, pero creo en él, creo en su realidad, contra la que no puedo luchar. No creo que pueda transformarlo, y creo en mis límites. No creo ni transformo al mundo, pero creo mis límites. Creer no parece más que un trámite para poner una pizca de libre albedrío en una realidad inevitable.

 

 

El efecto nocebo

 

En muchos casos se dice que la única condición necesaria para que la brujería funcione, es creer en ella. En este contexto, el escepticismo se considera la mejor protección contra la magia perniciosa. Ésta sólo afecta a quienes creen en ella; los incrédulos están “protegidos” por su misma incredulidad. (Se ha llegado incluso a postular —con menor ironía de lo que podría parecer— que la ciencia, caracterizada ante todo por su escepticismo, fue creada por ciertos magos como una protección colectiva en una época en que la magia negra se había extendido de modo incontrolable.)

          En el mismo nivel se encuentra la hipocondría: hay una tan aguzada necesidad de creer que basta que una persona escuche hablar de algún padecimiento para que crea sufrirlo y desarrolle síntomas concretos. “Psicosomático” es el término para esta forma de la confianza (se llama “efecto nocebo” a la aparición de un síntoma somático causado por un proceso psíquico). ¿Por qué en estos casos la fe sí tiene secuelas tangibles en lo cotidiano, es decir, por qué sólo aquí es responsable de una cierta modificación de la realidad, y no en otros casos en los que quizás podría hablarse de creación no de enfermedad sino de salud? ¿La fe puede considerarse únicamente como susceptibilidad, como contagio?

 

 

Invención y descubrimiento

 

Los oficios y especialidades son cristales distintivos a través de los cuales se ve el mundo: para un músico el universo es música; para un arquitecto, arquitectura; para un poeta, lenguaje, etcétera. Y acaso todos ellos están en lo correcto a su manera, es decir, a su respectiva manera de creer. Y se vuelve a la gran dicotomía: azar o necesidad; subjetividad u objetividad; virtualidad o realidad superior; estocástica u orden inteligente. O dicho de otra manera y cerrando el bucle: invención o descubrimiento.

          María Chudnovsky, una matemática de la Universidad de Columbia, opta por el descubrimiento: “Cuando trabajo, las matemáticas se revelan ante mí. Tengo la sensación de que hay ahí algo afuera que trato de encontrar, comprender y alcanzar”.[1] O Jim Gates, de la Universidad de Maryland: “Con la matemática moderna es como si siempre existiera algo antes de que tú llegaras ahí”. Otra especialista de la Universidad de Columbia, Dusa McDuff, intenta una cierta conciliación: “En mi opinión, lo que los matemáticos estudiamos es más un descubrimiento que una invención, porque estamos descubriendo algo sobre la forma en la que funciona nuestra mente cuando interactúa con el mundo”.

          En esta última opinión (que es sinónimo de creencia, ya no se diga de doxa) se notan las contradicciones: McDuff no habla de descubrir cómo funciona el universo (realidad superior, necesidad) sino de descubrir cómo la mente humana interactúa con el universo (virtualidad, subjetividad). Dicho de otro modo: habla de azar para descubrir la necesidad; de subjetividad para alcanzar la objetividad; de una virtualidad que tiene como meta a la realidad superior; de una estocástica consagrada a encontrar a la divinidad. Casi diríase que, contradictoria y paradójicamente, se trata de un no creer en el creer y un no-creer cuya función es creer.

          Incertidumbre, ambigüedad, paradoja y contradicción. Mario Livio, autor de ¿Es Dios un matemático?,[2] afirma que los números fueron invenciones pero que luego estas invenciones coincidieron con las propiedades preexistentes del universo, lo cual desemboca en descubrimientos. “Inventamos el concepto y después descubrimos las relaciones entre los diferentes conceptos”, dice Livio. Jim Gates intenta la imposible conciliación final de los opuestos: “Es una pregunta con dos respuestas. Sí, parece que ya estaba ahí, y sí, es algo que surge de la naturaleza creativa más profunda en el ser humano”. Pese a ese esfuerzo de superar la contradicción, es claro que, según estos términos, la invención se limita a encontrar los medios novedosos para el (re)descubrimiento de algo que ya estaba ahí. (Como en la ley de la termodinámica, la materia no se crea: sólo se recombina.)

          Este argumento es muy similar a aquel otro que intenta conciliar a determinismo y libre albedrío diciendo que este último existe en lo pequeño, mientras que lo grande está predeterminado. De todos modos el azar queda como parte de la necesidad; la subjetividad sigue siendo subsidiaria de la objetividad; la virtualidad sirve a la realidad superior; la estocástica a Dios. La frontera entre uno y otro territorio no es otra que la del creer: la irrepetible creencia de cada individuo enfrentado a este problema secular.

 

*

 

Notas

[1] Esta y las siguientes citas proceden de un documental de la serie Nova llamado The Great Math Mistery (El gran misterio de las matemáticas), dirigido por Daniel McCabe y Richard Reisz en 2015, con guión del primero.

[2] Mario Livio: Is God A Mathematician?, Simon & Schuster, Nueva York, 2009. [¿Es Dios un matemático?, Ariel, Barcelona, 2009.]

 

 

[Leer Creer (XXI).]

 

 

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martes, 6 de septiembre de 2022

Creer (XIX)

DGD: Postales, 2022.

 

 

Un hombre está dispuesto a creer aquello que le gustaría que fuera cierto.

Francis Bacon

La fe es la creencia sin pruebas en lo que alguien nos dice sin fundamento sobre cosas sin paralelo.

Ambrose Bierce

 

“Ya no sé en qué creer.” Esa frase se repite en toda forma de narrativa (novelas, series de televisión, películas...), muy ligada a los relatos de suspense. Generalmente es proferida por personajes que se hallan en un estadio extremo de la confusión, puesto que enfrenta elementos que parecen probar la veracidad de una o varias hipótesis contradictorias entre sí. Al final una sola hipótesis (a veces la que no se había considerado) demuestra ser la verdadera; las demás desaparecen en el limbo de lo engañoso, de lo falso, de lo tramposo. Pero aún si no hay resolución ulterior, el acto de creer queda protegido, puesto que —como bien se sabe— nunca está solo.

 

* * *

 

En Las palabras (1964), Sartre habla de una mujer de su familia que “no creía en nada; sólo su escepticismo le impedía ser atea”. Tal vez era el caso del propio Sartre, sólo que no en la dirección previsible: “Protestante y católico, mi doble pertenencia confesional me impedía creer en los Santos, en la Virgen, y finalmente en Dios en tanto que los llamara por su nombre. Pero me había penetrado una enorme potencia colectiva; establecida en mi corazón, acechaba, era la Fe de los otros”. El creer tiene asimismo esta direccionalidad: surge menos del interior que del exterior: el creer individual lucha con el creer colectivo y a veces termina por integrarse a él (por comodidad, por gregarismo, por resignación). Sin embargo, esa fe colectiva suele ser tan acomodaticia como la creencia individual; Sartre lo sabe: “La buena sociedad creía en Dios para no hablar de Él”.

          El creer no deja de ser parte del hacer, y en este caso, del quehacer artístico: “Militante, quise salvarme por las obras; místico, intenté develar el silencio del ser por un rumor encontrado de palabras y, sobre todo, confundí las cosas con sus nombres: eso es creer”.

          En Las palabras, Sartre se retrata en la época en que escribe su obra maestra, La náusea: “Falsificado hasta los huesos y mistificado, yo escribía alegremente sobre nuestra desgraciada condición. Dogmático, dudaba de todo, excepto de ser el elegido de la duda: restablecía con una mano lo que destruía con la otra y tenía a la inquietud por la garantía de mi seguridad: era feliz”.

          Se trata de una muy profunda función del creer: “La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre: el hombre se proyecta en ella, se reconoce; sólo este espejo crítico le ofrece su imagen”. ¿Qué es entonces lo que define al hombre? ¿Puede suponerse que no es una idea determinada (el bien, por ejemplo) ni la contraria de ésta (el mal), sino la contraposición de ambas, es decir, no la individualidad de los contendientes sino la contradicción entre ellos, su guerra perpetua, el desgarramiento perenne?

 

 

Creencia y fidelidad

 

En uno de los cuentos de Países imaginarios, Ursula K. Le Guin hace decir a un personaje: “Cuesta mucho trabajo mantener unido al mundo si uno lo mira de esa manera. Pero vale la pena. Construir ciudades, sostener los techos por un acto de fidelidad. No de fe. Fidelidad”. El cambio de matiz es sustancial.

          Más adelante Le Guin matiza esa palabra: “Todos los futuros posibles e imaginables [...] son inagotable y sórdidamente tediosos, porque todo deleite está enclavado en el presente y el pasado, así como toda verdad, y toda fidelidad en la palabra y la carne, en el momento actual”. He ahí una acepción esclarecedora: la fe es inagotable y sórdidamente tediosa porque no implica ningún deleite, y por lo tanto es lo contrario de la fidelidad. Se cree por rutina o miedo o por influencia exterior, mientras que el fervor por la vida (construir ciudades, sostener techos) se expresa en ser fieles al instante presente. Mantener unido al mundo cuesta trabajo: lo humano se construye. La fe aspira a un orden ulterior; la fidelidad sólo requiere mantener instante por instante la plenitud de la vida.

 

 

Sistema de la fe

 

La teología como sistema se defiende no sólo convirtiendo en profecías a los textos anteriores (el Antiguo Testamento es vuelto predicción del Nuevo), sino haciendo que el propio Mesías advierta contra el cuestionamiento: primero hace una advertencia acerca de las falsas doctrinas (o “enseñanzas que faltan a la verdad”), y luego proscribe escudriñar las Escrituras porque éstas son las que dan testimonio de él (Juan 5:39). Independientemente de los matices que puedan desprender de estos textos los sistemas que los han adoptado como base, parecería que en este nivel el creer es ante todo un descreer de todo lo demás y, sobre todo, que depende de la prohibición tácita de cuestionar el acto mismo de creer. El sistema de la fe termina por convertirse en fe en el sistema.

 

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[Leer Creer (XX).]

 

 

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