martes, 27 de mayo de 2014

Ramón Gaya: Huerto y vida


DGD: Redes 145 (clonografía), 2012

Huerto y vida
Ramón Gaya


[España, 1980. Obra completa, Pre-Textos, Valencia, 2010.]


Siempre que, vuelto hacia mí, reculando en el tiempo, he querido llegar a lo más antiguo y más escondido de la memoria, a ese primer instante de conciencia animal pura que ha de ser, por lo visto, de donde arranque ya toda nuestra vida, desemboco invariablemente en una imagen muy simple: una rama de nisperero recortándose sobre un cielo azul. Eso es todo. ¿Qué hace ahí, en lo profundo, esa rama de árbol sin más ni más? Sabiéndome nacido en un huerto —Murcia, Huerto del Conde, en la Puerta de Orihuela, el 10 de octubre de 1910—, la verdad es que no puede parecerme demasiado extraño que mi primer recuerdo consista, precisamente, en unas cuantas hojas (esas hojas de nisperero, un tanto ríspidas, que sin dejar de ser vegetales parecen tener, por un lado, algo metálico, y por el otro, su reverso, algo aterciopelado); pero lo que me intriga de esta imagen no es lo que aparece, sino lo que no aparece en ella, lo que... falta en ella; y lo que falta, sorprendentemente, es... el yo, un yo que habitara y viviera esa imagen, ya que el hombre no suele recordar nada como no sea recordándose a sí propio en algún contacto, en algún comercio con los demás. Pero lo cierto es que aquí todavía no hay nadie, personne, no hay persona, sólo esa rama sin qué ni por qué, o sea, sin argumento, sin sujeto, incluso sin representar o simbolizar cosa alguna, en una especie de... estar puro, mondo y lirondo, como algunas de esas flores, rodeadas de vacío, que aparecen en las viejas pinturas chinas y japonesas. Se trata, pues, de algo —una imagen de algo— que ya me pertenece, de algo ya mío, pero sin mí, todavía sin mí. Claro que en ese fondo primero de la memoria han quedado aposentadas también otras imágenes (como unas manchas vívidas) en las que aparezco asomado por los bordes, en tal o cual escena borrosa con mis padres, o con mi madrina Lola y su cuñada Encarna, pero he sabido siempre muy bien que todas ellas son imágenes posteriores a ésta, tan fija y nítida, de la rama de nisperero; durante casi setenta años la he conservado, intacta, aunque ignorando su sentido o creyendo tontamente que no lo tenía, que era algo así como una especie de... estampa, la estampa plana de una visión de nadie y sin nadie, caída allí per caso, surgida allí por generación caprichosa, desligada de todo, gratuita, decorativa. Era, desde luego, un error; digamos, para empezar, que en la realidad no hay nada, no puede haber nunca nada... decorativo, es decir, vacío; y digamos, sobre todo, que en la realidad no puede darse cosa alguna —por neutra e inexpresiva que se presente— que además de ser ella (esa que aparece y permanece siendo) no venga a descubrirnos y a explicarnos otra. Sabemos que las cosas y los seres que buenamente logran salir, subir a la superficie de la realidad, no sólo vienen a ser eso que son, sino que vienen, quizá más aún que a ser, a... decir, a decirnos, a revelarnos significaciones, y no ya significaciones suyas, sino de otras cosas y otros seres. Pero todo eso otro vendrá siempre dicho con una voz tan queda —es una voz, diríamos, de imagen, en una voz de metáfora—, en una voz que no es voz, sino visión, casi como una silenciosidad; se entiende, por lo tanto, que incluso un oído muy atento no acierte a veces a escucharla bien y podamos quedar, de pronto, tranquilamente aposentados en una estupidez que no nos correspondía, que no era nuestra, que no era nuestra —ya que todos podemos, quizá, disponer de una—, pues aquí se trata muy concretamente de esa estupidez de los listos, de los realistas, de los que piensan que el pan no es más que pan. La necia persistencia de mi sordera quizá se debió también, por lo menos en parte, a la desconfianza que me inspirara desde el primer momento tanto símbolo artificial, falso, arbitrario, como nos traería, por ejemplo, el surrealismo. Desde 1928 (fecha de mi llegada a París, a los diecisiete años, donde topara por vez primera con unas pinturas de Max Ernst y unos escritos de André Bretón) hasta 1935, por lo menos, y aún después, la verdad es que yo no podía oír hablar sin disgusto de... “oscuros significados”, de “magia”, de “belleza convulsiva” —que me parecía más bien una enfermedad—, de lo “maravilloso”, de lo “alucinante”, porque cuando se hablaba de todo eso ya sabía qué plato iban a servirme.
          A esta imagen de la rama de nisperero sobre un cielo azul yo no quería, porque me gustaba así como era, echarle nada encima que la pudiera alterar, emborronar, pero tampoco le arrancaba nada. La había conservado siempre, pero la había inmovilizado. Porque, claro está, las significaciones y los símbolos existen; y no es sólo que existan algunas veces y en algunas cosas, sino que existen siempre y en todo. Sí, todo lo que existe viene ya, independientemente de su ser, con una significación... dispuesta de antemano, aunque sin dejarse ver ni oír del todo. Hay, pues, que... respetar, esperar y, desde luego, callarnos lo más posible. Hoy, a sesenta y siete o sesenta y ocho años de distancia, me ha parecido entrever y entreoír que esa pasmada imagen de unas hojas era, sencillamente como un pequeño y fresco anticipo del lugar, del sitio exacto de mi nacimiento; un lugar, un sitio, un punto que parecía, de una manera tan incontestable, ser él —y lo era—; precisamente siéndolo es como decía ser, también, otra cosa. Este punto único y solo se encuentra aquí, es aquí, pero se encuentra aquí representando la totalidad del mundo real. Yo no puedo estar dentro, aparecer dentro de esa imagen, porque esa imagen no es una imagen, sino la realidad directa y viviente misma, que ya existe cuando yo todavía no existo (existo ya, sin duda, con dos o tres años, para mis padres, pero no para mí), y antes de tener noticia alguna de mí mismo, conciencia de mí mismo, la realidad parece dar un paso, tenderme la mano para que yo —o mejor, ese garabato del ser que aún no soy— tropiece buenamente con ella y pase, sin sentir, a ser real.

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sábado, 17 de mayo de 2014

Ramón Gaya: Carta a un Andrés


DGD: Textil 127 (clonografía), 2010

Carta a un Andrés
Ramón Gaya


[Texto escrito en España, en 1978, incluido en Obra completa, Pre-Textos, Valencia, 2010.]


No, amigo Andrés, yo no he dicho que “la modernidad” no exista, sino tan sólo que... no importa, que no puede importarnos, porque eso, “eso” tan endeble, tan de superficie, tan de pasada, que llamamos “modernidad”, no tiene valor propio, valiosa sustancia propia. La modernidad no es, no puede ser —nunca— valor, como estúpida, frívola y descuidadamente hemos terminado por suponer; la modernidad no puede ser más que un simple... estado por el que pasan —y pasan irremediablemente— las más o menos pobres obras de arte nuestras, pero sin formar parte —carne— de ellas. (No podría decirse con exactitud cuándo ni dónde empieza esa disparatada obsesión nuestra de querer ser modernos por encima de todo y de que nuestras obras sean modernas a costa de todo, pero acaso habría que ir a buscar, a rastrear su inocente chispa primera en el Renacimiento mismo, es decir, en algunos jugueteos, entretenimientos o competiciones renacentistas, aunque, claro, esa idea tan alegremente insensata de una modernidad como valor, se manifestase entonces, en todo caso, con una graciosa desenvoltura que ahora ha perdido por completo, hasta el punto de convertirse en algo terriblemente solemne, casi fúnebre, mortuorio, sobre todo en los setenta y tantos años últimos, medio enterrados como estamos en ese oscurantismo cerril, servil, senil, de una mostrenca modernidad sobrepuesta, tiesa, artificiosa, mecánica, maniática, forzada, inmovilizada, establecida y... ¡oficial!)
            Claro que existe... otra cosa —una especie, diríamos, de energía soterrada— que acaso también puede (y con mayor motivo) ser considerada “modernidad”, pero no es, entonces, en absoluto, esa petulante modernidad exterior, vistosa, brillosa, fugacísima, que todos sabemos, sino otra más secreta, más verdadera: es una modernidad que no consiste en ir sacándose de la manga, sin ton ni son, míseras novedades pueriles, tontas, tontucias, sino de dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Porque si “clásico no es más que vivo”, moderno no puede ser más que vivo también; pero claro, vivo de... vida, de vida vívida, sanguínea, no de esa seudovida —que no es más, en realidad, que una pobre agitación, un simple trajín, un ir y venir vacío, en el vacío—, no de esa seudovida activa que el historiador —todo historiador— confunde y toma siempre, sin remedio, por la misma vida central, real y verdadera.
            En el acompasado fluir del arte han surgido, de tanto en tanto, algunas novedades legítimas, genuinas, pero han sido siempre novedades involuntarias, novedades... sin querer, o sea, por melodiosa fatalidad. Dejando a un lado, por ahora, la descomunal novedad perenne, permanente, de Fidias —o de quien sean esas esculturas actuales del Museo Británico, que se parecen tan poco a todo el resto de la estatuaria griega, es decir, de la estatuaria antigua—, en Giotto, por ejemplo, percibimos muy bien, más que una novedad propiamente suya, la novedad que le ha sido encomendada, prestada por la Pintura misma, y que vemos asomarse a la superficie de su obra como un rubor apenas, como una sofocación medio escondida: es esa la forma que tienen de presentarse ante nosotros las novedades profundas, oscuras. Esa especie de “sofocación” de lo secretamente nuevo, también la percibimos en Masaccio, y en Miguel Ángel, y en Van Eyck, y un poco más tarde en Tiziano (no así en Tintoretto, como podría suponerse a la ligera, ya que se trata, sin duda, de un artista muy original, pero de una originalidad deliberada, desvergonzada, caprichosa, vistosa, extravagante, artística, estilística —todo eso aparte, claro, de ser un gran pintor—, y no de una originalidad... originaria, orgánica, de raíz, de ley; y lo mismo sucederá con El Greco, consecuencia directa suya y estrambótico, vicioso manierista genial —tan idolatrado por la muy agitada “modernidad” de 1908, 1928...—, pues ni Tintoretto ni El Greco son portadores, aportadores de novedades reales, sustanciales, sino inventores, ideadores, osados y cínicos improvisadores de novedades particulares suyas, personalísimas, es decir, postizas). También sentiremos la recia y suculenta novedad de Rembrandt, sobre todo en esos garabatos medio chinos de sus dibujos; y, por fin, un buen día veremos acercársenos mansamente, sin descaro alguno, “sin ser notada”, la desnuda novedad suprema y... última de Velázquez. Y... no hay más, o no hay apenas más; se acabaron, por lo visto, las novedades naturales, medulares: se diría que todas las novedades posibles, que iban a ser posibles a lo largo del tiempo, existían ya desde un principio, desde el principio —es decir, desde cuando se concibiera, de una vez por todas, el vigoroso cuerpo completo de la Pintura—; existían de antemano, sí, aunque subyacentes y silenciosas, como en espera de su puntual y fatal necesidad; ahora, con la extraña aparición de Las Meninas, del Niño de Vallecas, del Argos, del paisaje azul de la Villa Médici, del Bufón Don Juan de Austria, se habían agotado todas nuestras reservas de novedades irremediables, ineludibles: habían ido subiendo, diríase, del fondo mismo, primitivo, de la Pintura, hasta la misteriosa exterioridad presente de su rostro; era como si ella, después de algunos siglos de azaroso y difícil crecimiento, alcanzara su mayoría de edad, una edad, diríamos, plena, definitiva y permanentemente adulta, sin decadencia ni vejez.
            No, no es que se diga aquí (como acaso podría pensarse) que Velázquez ha llevado la Pintura a una especie de tope, de última perfección final (entre otras cosas porque la idea de perfección es absolutamente extraña al arte, al arte verdadero —es decir, nacido vivo—, como le es extraña también a la vida real misma, ya que la vida no puede ser perfecta o imperfecta, sino... viva nada más; y el arte creación, después de muchas y muy vanas averiguaciones, terminaremos viendo que no pertenece propiamente a la Cultura —que es a donde íbamos, con tanta necedad, a buscarlo, a interrogarlo—, sino a la Vida, a la vida animal monda y lironda; porque el arte, cuando no es un juego ocioso, lujoso, estéril, ni ese otro quehacer, tan opuesto, pero igualmente ridículo y triste, de un arte... útil, eficaz —como han querido los del socialismo—, es decir, cuando no se le desfigura ni se le fuerza a representar uno de esos dos caricaturescos papeles —el del arte puro por una parte y el del arte aplicado por otra, o lo que es peor todavía, una versión combinada, mezclada, de uno y otro—, cuando, en fin, los... comediantes no logran hechizarnos o entontecernos con alguna de estas tres comedias —a veces incluso muy bien representadas, recitadas con talento, y hasta con genio—, el arte, entonces, vuelve sencilla y tranquilamente —modestamente— a su más alto ser, a su enigmático ser natural, animal; o mejor, no es que vuelva: está ahí desde siempre —hasta siempre—, formando parte, siendo parte de un secreto fecundo). No, Velázquez no es que haya topado con la perfección —¡qué tontería!—, ni que haya llegado a meta alguna, ni a ningún final de ningún camino. (No se trata aquí de participar en una carrera de obstáculos, ni de competir en nada, ni siquiera de avanzar, de progresar...) Velázquez no se afana lo más mínimo, no se agita, no actúa apenas; es como si la Pintura, de cuerpo entero, actuara en él, a través de él, ya que lo ha reconocido en seguida como auténtico creador, como hombre creador, como animal creador, como animal obediente, como criatura obediente, como criatura creadora, es decir, pasiva; el creador auténtico no hace sino... ceder a la creación, consentir en la creación, y, desde luego, sin imponerle a ésta nada, sin añadirle nada. “No se busca, se oye”, dice Nietzsche. Claro que para eso, para oír, y para oír eso, hay que disponer de un oído muy fino, de animal muy fino, y el artista, ya se sabe, el artista artístico, puro, no oye nada, no puede oír nada, entre otras razones, porque no escucha, porque no puede, quizá, escuchar, de tan atareado como se encuentra con la ideación y la construcción de su admirable artefacto artístico. El artista-artista se encuentra tan lejos de la fina animalidad de la naturaleza que, claro, no puede oír nada; el hacedor o componedor de esas obras de un arte tan puro, tan absoluto y tan... abstracto (pero ahora no se alude aquí a ese tristísimo cultivo de lo abstracto que puede verse en las obras artificiales y falsas de un Kandinsky, por ejemplo, o en esas otras, de un Mondrian, más limpias quizá, más tontamente limpias, es decir, de una bobería espiritualista, tan extremada, tan colmada, que casi fanno tenerezza; no, no se habla aquí de ninguno de esos tercos y caricaturales abstractos de profesión, muy ciega y formalmente afiliados a una especie de partido, la estrechez de un partido, y autores, inventores, constructores, fabricadores, pergeñadores todos ellos de unas... cosas sumamente pedestres y chatas —salvo, acaso, tal acuarela o tal dibujo de Paul Klee, ya que por encima de su fanática esquematización estéril, suele asomarse allí, aunque diminuto, un sentimiento muy auténtico, un pálpito muy real—; aquí se habla del artista-artista grande, que puede muy bien ser, incluso, el propio... Praxíteles, o Leonardo o Holbein, o Góngora, o Bach...); el artista-artista, puro, absoluto, abstracto, es decir, hecho abstracción él mismo, separado de todo, encerrado sin respiro en su propia y rigurosa caja de artista, no puede —por muy grande que ésta sea— oír nada, no puede... recibir nada. Todos estos grandes y magistrales autores —en aquellos casos que, verdaderamente, sean grandes y magistrales— nos entregarán, pues, obras cumbres, perfectamente logradas, alcanzadas, terminadas; obras, por supuesto, de una gran belleza, de una belleza casi mineral; obras, sí, de muchísimos quilates, pero... sordas, y también, en definitiva, mudas.
            Vemos que siempre han existido, por un lado, las obras propiamente dichas, las obras de arte, de arte-artístico (algunas sumamente admirables y valiosas), y, por otro lado, han existido... las criaturas, es decir, unas obras que no son obras, sino seres, seres de un arte que tampoco es arte, sino vida. Es ésa, sobre todo, la gran diferencia —con otras muchas, claro—, la diferencia, diríamos, radical, que ha podido verse siempre entre la pintura de Picasso y... todo el resto, y los restos, de la muy ajetreada pintura moderna de nuestros días, es decir, de los últimos setenta y tantos años. Pero esta diferencia tan radical, y tan evidente, sólo ha sido notada por tal o cual simple catador común, por algunos espectadores, gustadores comunes, o sea, por algunos testigos naturales, libres y... directos; pero no ha sido vista, en cambio, por la muy cegata y mecánica Historia, pues ella, sin duda de buena fe, lo que quiere más que nada es... historiar, historiar afanosamente, historiar por encima de todo; dejarlo todo historiado, es decir, encerrado y registrado, pero completamente a oscuras; metido todo en un saco, en ese gran saco, ya tan repleto, del novelón de la Historia, de la novela por entregas de la Historia del Arte (que hoy es más bien como una mezcla de novela policíaca y ciencia ficción); todo queda historiado, sí, pero sin luz, sin esa luz que todo aquello que es real necesita para vivir, para existir, para ser, la luz que todo ALGO necesita para ser verdad. Se diría que el disparate original de la Historia es su ingenua y ciega credulidad en el mero acontecer, en el mero suceder; en su obsesión de historiarlo todo, no caerá en la cuenta de que no es real —luminosamente real— todo eso que, sin embargo, acontece, sucede, o parece suceder, estar sucediendo. Picasso no es que sea más y mejor inventor de... formas nuevas, o de... ocurrencias nuevas, o de... sustos nuevos, que sus contemporáneos —es, principalmente, lo que se le ha reconocido, aplaudido e “historiado”—; Picasso no es que sea superior a los demás “modernos” —aunque también lo sea—, sino que es todo él, radicalmente, otra cosa, es decir, no es cosa, es el único artista (quizá con Stravinsky) que no es, en todo lo que va de siglo, artista moderno, esa “cosa” que es ser eso: artista-moderno, sino un naturalísimo animal-creador, un creador de... criaturas, de criaturas vivas. Porque Picasso, aunque haya podido jugar algunas veces a ser moderno, ha sido siempre por el simple, sano y alegre impulso vital de... jugar, y nada más; no ha tomado nunca en serio la causa de la modernidad —como en cambio la han tomado en serio, ridículamente, solemnemente, totalitariamente, los artificiales—; Picasso ha jugado algunas veces, por fuera, a la modernidad (y entonces, de eso tan endeble, tan de pasada, nos ha dado, claro, una versión maravillosa), pero ha obedecido siempre, en lo profundo, a su naturaleza original de animal antiguo, de animal creador; Picasso, más que obedecer a una idea postiza de modernidad, obedece a esa especie de energía soterrada que consiste en dar vigorosa vida sucesiva a lo de siempre, a lo fijo de siempre. Picasso, a fin de cuentas, es moderno, como es moderno Fidias y Giotto y Van Eyck y Masaccio y Miguel Ángel y Tiziano y Velázquez; es moderno como ellos, pero... no más moderno que ellos. Porque moderno no puede ser más que simplemente vivo.

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martes, 6 de mayo de 2014

Ramón Gaya: “Portalón de par en par”


DGD: Redes 84 (clonografía), 2009


El pintor y poeta español Ramón Gaya (1910-2005) fue un contemplador y un visionario, pero ante todo un hombre de fe. En el prólogo a Obra completa de Ramón Gaya (Pre-Textos, Valencia, 2010), Tomás Segovia se encarga de librar de equívocos esta última expresión: “Hablar de fe es hablar de lo sagrado. Decir que Ramón Gaya es un hombre de fe es decir que su mundo se funda en lo sagrado. Leyendo sus escritos tiene uno constantemente la impresión de que la obra de los grandes creadores es sagrada, pero antes que nada la realidad es sagrada, la vida es sagrada. En esa visión, si el arte es sagrado no es a pesar de la burda realidad, sino porque la realidad misma es sagrada”. La obra entera de Ramón Gaya es un portón abierto de par en par que invita, incita, demanda limpiar la mirada. “Portalón de par en par” fue escrito en 1947, durante el exilio de este poeta en México. Ese fue el año en que Gaya conoció a Tomás Segovia, entonces un joven poeta de veinte años. Gaya pintó un retrato de Segovia en 1949 y a él lo unirá una profunda amistad hasta el final de sus días. Algo que los identificó desde el principio fue la total independencia respecto a los dogmas artísticos de la época, algo que no dejaron de manifestar a lo largo del tiempo a través de sus obras respectivas. [DGD]


Portalón de par en par
Ramón Gaya

El hombre natural cree que la obra de arte es un compuesto, y supone que el artista va colocando en ella cosas, cosas conquistadas en la realidad y en el espíritu. Claro que el arte, o mejor, la Historia del Arte está plagada de obras conseguidas así, conseguidas por composición, por acumulación de virtudes, de excelencias, de valores (la pintura de Botticelli, la poesía de Góngora, son eso, vitrinas, vitrinas maravillosamente cerradas, en donde el autor ha ido guardando, apresando, esto y aquello); pero esas obras no son sino arte artístico, es decir, no son arte total. En Fidias, en Shakespeare, en Tiziano, en Velázquez, en Cervantes, en Mozart no ha sido encerrado nada, sino libertado todo, dejado escapar todo. Paseando por las salas del Louvre con alguien a quien estimo mucho —S.G., terriblemente inteligente y pedante—, nos detuvimos frente a un Poussin, y después de una larga contemplación me dijo algo como esto: “¡Qué hermoso cadáver!”. Entonces me pareció una frase tonta; hoy la reproduzco aquí porque debajo de su ridiculez externa le encuentro ahora mucho sentido. Es cierto, y no sólo es cierto en un artista mediocre como Poussin; las obras de Praxiteles, Leonardo, incluso Bach, son como grandes cadáveres de hermosura, cuerpos fijos en donde la belleza ha sido atrapada, pero no la vida, o quizá también la vida, pero la vida detenida, no continuada hasta el alma. Sus espléndidas obras son siempre muertas porque no son hijas de la generosidad, sino de la avaricia, del ahorro, de la acumulación; son muertas porque han sido cerradas con llave. Y Dios parece castigar al avaro, más que inutilizando, más que matando su tesoro, conservándoselo eternamente bello, bello sin qué, bello sin sentido.
          Pocas obras tan generosas como Don Quijote. Se diría que hay libros engrosados por la codicia y libros alargados por la generosidad. Don Quijote es, sin duda, de estos últimos; se extiende páginas y páginas, pero no para hacer con ellas un libro, sino para deshacerlo, para que no sea un libro precisamente, para que la literatura quede rota en él, es decir, sobrepasada, saltada. Porque Don Quijote no está escrito —¡qué disparate!— contra los libros de caballerías, sino contra los libros, contra el libro, como el lienzo de Las Meninas está pintado contra los cuadros, más aún, contra la pintura. Claro que, dicho así, de pronto, esto casi no se entiende hoy, ya que sufrimos aún el peso de aquel convencimiento estúpido y pobre que convirtió al escultor en un exaltado por el mármol, al pintor en un enamorado de los colores, al poeta en un saboreador de las palabras, al músico en un beato de los sonidos. Recuerdo ahora —porque hace ya veinte años de este furor, aunque nos queden residuos— que de un cuadro con asunto se decía que no era pintura, sino literatura; de un poema con algo de paisaje o de color se decía que no era poético, sino pictórico; de un cuarteto donde se transparentaba tal o cual sentir se decía que no era música; y de la escultura se pensó que era un volumen, un bulto. Con tanta vigilancia y delimitación se llegaba, sí, a una especie de pureza, pero una pureza, en todo caso, de los oficios, no de la creación. Se redujo todo a sensualidad, a la sensualidad del trabajo, de los trabajos de arte, es decir, se redujo todo a materialidad, a cuerpo, a nada. En cambio, cuando volvemos la cabeza hacia lo grande, vemos que es precisamente la piedra lo que ha sido destruido en la escultura de Fidias, pero no porque esa piedra la vuelva carne —como hizo Rodin, confundiéndose—, sino porque la vuelve alma, alma sola; vemos que son precisamente los colores, los contornos, el dibujo, la composición, la plasticidad, en fin, lo que desapareció por completo en Las Meninas, de Velázquez; vemos que es precisamente la palabra lo que borró de sus Canciones San Juan de la Cruz; vemos que es el ruido del sonido lo que ya no está en Mozart.
          El arte no es, pues, un cuerpo. Si el gran arte no es algo corpóreo, sino una existencia cóncava, el artista es, necesariamente, un hombre que resta. El hombre natural, por el contrario, va sumándolo todo: cultura, hechos, sentimientos, belleza. En la obra de un artista todo ha sido restado, quitado, porque lo que él quiere de sí mismo y de las cosas es, como se sabe, el alma nada más. Pero el artista —como el místico—, que cree en el alma, que la siente, ignora, en cambio, lo que ésta es y dónde se encuentra, es decir, no sabe de ella nada, no tiene de ella nada, sino acaso, la sensación de su vacío.
          Mantener limpio, puro, cóncavo ese vacío, es ser artista grande, completo; dejarlo que se llene de cosas, aunque sea de cosas válidas, es ser artista pequeño, terrenal, material, decorativo, pobre. El gran artista y el místico están siempre al borde de lo imperdonable, de lo inhumano, de lo hereje; los dos expulsan, excluyen de su vacío absolutamente todo, hasta la Iglesia, hasta el Arte. Porque para esos seres desnudos la Iglesia y el Arte no son templos, como se dice, sino prisiones.
          La Primavera de Botticelli, La Gioconda de Leonardo, Las Soledades de Góngora, La vida es sueño de Calderón, Las Walkirias de Wagner, todas estas obras magníficas y maestras —eso es lo que gusta y entontece más a los historiadores, que sean maestras— descubrimos un día que son como preciosas cajas estériles, de las que no nace nada, en las que nunca encontraremos nada que no haya sido puesto allí, metido allí, colocado allí —y con qué arte— por el artista. Destapar esas cajas nos defrauda siempre como defrauda abrir la tumbas de los faraones, ya que de una muerte tan cuidadosamente mimada y eternizada esperábamos sin duda ver salir un hálito del más allá, un desconocido suspiro, una esperanza difícil; por el contrario, sólo hallaremos cosas, las cosas que fueron guardadas en esas artísticas cárceles, es decir, un cuerpo, muebles, algo de oro, un poco de comida. De una tumba cristiana, como no hay nada en ella, brota siempre de allí un vacío, la flor inmensa del vacío, la negación del cuerpo, la negación de todo, o sea, brota, nace sin impedimento alguno el alma, lo que es posiblemente el alma.
          El artista pequeño, terrenal, material, decorativo, pobre, quiere llenar su obra de tesoros, y combina, suma, reúne; cree que así no se le escapa nada, cree que se enriquece puesto que lo guarda todo y se guarda, se ahorra a sí mismo. El gran artista, en cambio, lo resta todo y se resta, se despersonaliza porque siente que no sólo la carne es enemiga del alma, sino la persona, la personalidad. Todo el arte moderno es de oro bajo porque está sostenido, cuando mucho, por la personalidad, más aún, porque todo en él ha sido sacrificado a la personalidad. En el arte moderno todo lo encontramos posible, admisible, siempre que venga respaldado por la persona. En nuestra moderna vanidad de hombres personales nos hemos empeñado en verlo todo desde el hombre personal sin caer en la cuenta de que hay cosas, como el arte, por ejemplo, que si tienen algún sentido no es un sentido para nosotros, para nuestro uso, sino un sentido relacionado con algo muy superior. Por eso un gran artista no es el que conoce la divinidad, sino el que, ignorándola, cree en ella, conoce la fe en ella, en esa divinidad que precisamente no conoce. Por eso el gran artista no quiere encerrar cosa alguna, porque sabe que en todo aquello que puede ser apresado, aprisionado, ya no está lo que él buscaba. Por eso una gran obra de arte no es nunca una conclusión, como se compromete a serlo una obra científica o filosófica, sino un principio, un principio que escapa, que huye, que se liberta. Porque no sólo Don Quijote, sino toda gran obra de arte brota siempre de una prisión, de la prisión que somos, y por eso tiene esa libertad, tiende hacia esa libertad.
          Don Quijote no es un libro de aventuras o sucedidos; ni un libro psicológico; ni un libro filosófico; ni es, como se supone, el compuesto de todas esas cosas, ya que ni siquiera es un libro. Don Quijote es algo así como un gran portalón abierto de par en par, no al paisaje, ni a los seres, ni a las ideas, ni a la fantasía, sino abierto de par en par al vacío, región difícil para el hombre, donde hasta el mismo Cervantes, el hombre que hay en Cervantes, se siente a disgusto y vuelve los ojos hacia su Persiles y Segismunda, como un náufrago hacia tal madero, es decir, hacia tal corporeidad, porque el Persiles existe, sabe Cervantes que existe porque lo ha construido, y todo lo que Cervantes ha puesto allí, allí está encerrado para siempre, eternamente.
          Don Quijote se le escapa, se le escapa al vacío donde Cervantes no puede acompañarle, no puede seguirle. Don Quijote se desprende de Cervantes porque ha sido creado por esa parte de generosidad infinita, de desprendimiento monstruoso, inhumano, que es el alma desnuda. Y el alma desnuda sólo crea obras en donde todo ha desaparecido, obras así, de alma desnuda. Por eso es tan impresionante su final, cuando vemos que don Quijote no es, como creen algunos, que gane la razón, sino que pierde la locura.

México, 1947