domingo, 25 de septiembre de 2011

Dialéctica de lo ordinario

DGD: Textil 34 (clonografía), 2001




Nadie es ordinario. Nadie es común. La masa no existe. Pero nadie se salva del trance por las burocracias. Cuando uno está en una fila de personas esperando a hacer uno de los infinitos trámites que la vida en sociedad impone, ve cómo casi todos los demás navegan satisfactoriamente, con mano y pie seguros, y salen avante de esas experiencias infernales, sin rastros, sin resacas, sin demoras. Entonces uno comete el pecado de confundir ese talento para la navegación con la característica de “la gente” y comienza a repetirse “soy como ellos, soy ordinario”, en un angustiado deseo de navegar con igual pericia, de salir avante, de abandonar la fila de personas con la misma naturalidad, con la misma liviandad, con la misma certeza (que es una forma de la fe) en el funcionamiento de la maquinaria.

Uno se miente, claro está, y esa frase equivale en realidad a “quiero ser como ellos, quiero ser ordinario al menos en este trance”, porque nos hemos dado cuenta de que las burocracias son metáforas de la inconciencia y de que estar consciente de ellas es severamente castigado: veo que todos han hecho los mil trámites necesarios para el trámite final (pero nunca hay un trámite final: éste no es sino uno de los mil trámites del siguiente nivel, y así hasta el final de los tiempos, como bien supo Kafka), y que los han efectuado con ligereza, como sin darse cuenta, y todo les sale bien, mientras que yo he hecho cada uno de los trámites estando consciente de la tortura, de la humillación y del oprobio, y entonces hay un papeleo que hice mal y que vuelve inútiles a los restantes 999 y entonces debo recomenzarlo todo como suprema punición porque he pasado despierto por las interminables colas, los infinitos resellos, las pavorosas revalidaciones.

Y sí, la maquinaria funciona, uno sale avante, y también funciona en las conversaciones casuales, en las reuniones más o menos solemnes, en las salidas a ese Ministerio de la Oscuridad que son los media. Uno aprende a repetir esas frases (“soy como ellos, soy ordinario”) como si se pusiera un disfraz o un camuflaje usado por otros, como si fuera un mantra de invisibilidad, un conjuro de protección. Claro, uno comete el error de pensar que los otros son ordinarios justamente porque se ajustan tan bien a las maquinarias de la ordinariedad. Uno los vuelve masa para disolverse en ella “temporalmente”, hasta que el trámite, el impuesto, la encomienda hayan terminado y uno pueda volver a sus cosas, a lo que no es burocracia o al menos se niega a serlo. Y lo que sucede es que a fuerza de repetir “soy ordinario, soy común” para que la maquinaria no nos trague, para que las alarmas no suenen ante la presencia de un no ordinario, de un supernumerario, uno termina volviéndose numerario, es decir ordinario. Yo volví ordinarios a los demás y tal hechizo no puede quedar sin retroalimentación, sin carambola de regreso. Ahora yo soy ordinario en verdad, y lo es también ese otro a mi lado que hizo lo mismo, y otro más allá, y otro, y entonces sí, entonces ya hay “gente común”, ya hay promedio, entonces la burocracia ha cumplido su ciega misión más sagrada, la masa ha nacido como supremo y desesperado esfuerzo de salvación.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Un texto de Praxedis Razo sobre Mil usos curativos del fuego

DGD: Textil 77 (clonografía), 2008



Fantasía calemburesca
(Daniel González Dueñas: Mil usos curativos del fuego,
Ediciones Intempestivas, Monterrey, 2011)

Praxedis Razo




Oh, Daniel, de nuevo nos pusiste a balbucear tus palabras, porque esta poesía ingenieril sólo se halla en la voz de cada lector. Tus versos truculentos son trampas para osos, diseñados especialmente para no callárnoslos, duras y espinosas invitaciones a cantarlos, a saborearlos en el paladar, y luego a pensarlos, a darles formas:

_______oh, mi no sagrada, vas taciturna, ensimismada
_______ominosa grada basta si tu urna en sí misma da

____________________________(“Urna”)

De nuevo, Daniel, nos mostraste una cara nueva, distinta a la del bloguero puntilloso y disciplinado, exigente y alejado del bullicio. Atrás dejaste, por el momento al menos, a los nutricionales ensayos de cine, a la amada amadísima Rosa Blanda, a la evidencia del hombre invisible, pero no tan alejada de la poesía elemental —que no evidente— de La raíz eléctrica, tan impresionable como tus

_______mil usos curativos del fuego
_______mi luz oscura a ti, voz del fuego

_____________________(“Fuego”)

En donde además de aprovecharte del lector de pasadita, que quizá entienda poco, casi nada, de lo que pasa entre pasta y pasta, aprovechas para rendir tributo a un escritor que espero ya esté aplaudiéndolos, Gabriel Zaid, a quien dedicas gustoso tu sección “Armónicos de amortiguador de fogonazo”, y es el celebérrimo autor (por lo que ha sabido callar) de esta joyita quasi infantil, si los niños de ahora no padecieran de bibliotecas tan especializadas:

_______¡Qué gusto da lo mismo!
_______Describir lo mismo.
_______Repasar lo mismo.
_______¡Qué sabroso es lo mismo!
_______Encontrarse en lo mismo.
_______¡Oh, mismo inabarcable!
_______Danos siempre lo mismo.
______________(Gabriel Zaid: “Elogio de lo mismo”)

Y que seguramente te abrió puertas lexicosemánticas para meter las manos en este ardid de juegos escabrosos, tanto o más que la aparentemente dócil estrofita de cuatro versos heptasilábicos que por lo menos todos los poetas deberían conocer:

_______y mi voz que madura
_______y mi voz quemadura
_______y mi bosque madura
_______y mi voz quema dura
______________(Xavier Villaurrutia: “Nocturno en que nada se oye”)

Del que además tomas su aire de mantra tribal a lo largo de tu libro, que casi al azar sale volando este calembur, que es comparable, en precisión, belleza y entretelas, al de Villaurrutia:

_______sí, yo vi era
_______si yo viera
_______si lloviera

______________(“Eras”, fragmento)

Este Mil usos curativos del fuego no esconde nada al lector, tengo que decirlo. Las instrucciones de vuelo y las salidas de emergencia están aguardando a la primera ojeada. Ahí están nuestra querida Helena Beristáin y su impagable Diccionario de retórica y poética, por supuesto don Xavier Villaurrutia, acompañado del brazo de Ramón Xirau que lo explica, y un breve prólogo-pórtico que, a manera de la mejor versión de las wikipedias (me refiero a las que tienen carácter), es breve, arbitrario, encantador y conciso. Pero además se convierte en un tratado ortográfico de nuestra lengua, y un florecimiento y caída de la propia figura retórica convocada, pues parte de cero, en la página 5, y llega a su máximo esplendor en la 79.

Rápidamente llega lo extraordinario. Comienzan a desfilar frente a nuestros ojos estos hallazgos musicales, organizados en distintos estilos armónicos: los transparentes, haikús acalambrados:

_______adiós, amor tajado
_______a Dios amortajado

______________(“Amor tajado”)

Los armónicos de amortiguador, atrevimientos dactilográficos que comienzan a darnos un golpeteo más fuerte en la boca, toda vez que sacan chispas de genialidad cuantificable:

_______a ser que sea ser: quedan doce así
_______hacer que se acerque dándose a sí
_______acérquese: hacer que, dando, sea sí

_____________________(“Doce”)

Y en donde se encuentran, quizá —no lo investigué tan obsesivamente—, las únicas estrofas prosísticas en español… o casi de cualquier idioma (“Pira tabernáculo”).

Los armónicos de galope, atrapalenguas brillantes, que ya los hubiera querido en mi infancia de “di ‘bronca’ muchas veces: bronca, bron ca, bron, cabrón, cabrón”, hechicerías de abracadabra, ¿no? Y aquí una nota que quizá llegue a ser un recordatorio trivial: el poema con el que cierra esta sección, “Simiente”, me recordó a la magnífica obra automática que con tanta ceremoniosa entrega Jack Torrance escribía con su ruidosa Olivetti en El resplandor de Kubrick, porque no he leído —ni sé si sea necesario— el de Stephen King.

Los armónicos circulares, probablemente los más ambiciosos, aunque no los más bellos. Cabe destacar, entre todo lo destacable de este libro, otra obra pionera al interior de esta pionerísima construcción silabárica: “Asterión”, que es una especie de diálogo dramático, homenaje al joven Cortázar, creo yo, hecho con base en medidos calembures, perfectamente escenificables.

Y el cierre de los entrañables armónicos poligonales, con los paronomásicos, quizá los más libres, los que llevan a su límite este juego imposible, y los armónicos onomásticos, cátedra en la cual yo incursioné para lograr, con mucho trabajo, traerles un regalito burdo y maquinario con el que termino:

_______¡Oh, Daniel!
_______O dan hiel,
_______u oda ni él.


*

[Texto leído en la presentación del libro Mil usos curativos del fuego, agosto 24 de 2011.]

martes, 6 de septiembre de 2011

Un texto de Ana Alonzo sobre Mil usos curativos del fuego

DGD: Textil 116 (clonografía), 2010

Mil usos curativos del fuego, de Daniel González Dueñas
(Ediciones Intempestivas, Monterrey, 2011)

Ana Alonzo

A Daniel,
Adán y él


Quizás el principio de esta presentación tenga que ver con ese principio, lejano y secreto, que San Juan dicta en su evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Éste era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas” (Jn. 1:1-3). La inauguración del mundo, de la vida humana y de todo lo sagrado que hay en ella, viene de la palabra, del Verbo. Y este principio fue el que Adán, el primer hombre según la tradición judeocristiana, siguió en cuanto fue insuflado de vida por Dios, al sexto día de la Creación.

En el Génesis se menciona que la primera tarea encomendada a Adán fue labrar y cuidar el jardín del Edén. Viendo que el hombre estaba solo, “Dios formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera”. Este pasaje bíblico nos obliga a imaginar que, para Adán, “aquél que es hombre”, “aquél hecho de barro”, no fue tarea fácil nombrar, por ejemplo, las 2,400 especies de aves, pues, aunque Adán las nombrara genéricamente, al menos doscientos nombres tuvo que otorgar, sin contar los nombres de los animales domésticos y las bestias del campo. Aunque parezca ingenua esta suposición, lo cierto es que la tarea fue ardua para Adán, pues inmediatamente después de mencionarla, se lee en el Génesis que “puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos y a todo ganado del campo; mas para Adán no se halló ayuda idónea para él”.

Nombrar, dar a los animales una identidad única a través de la palabra (es decir, hacerles un llamado al que pudieran responder, en todo momento y en cualquier lugar), supone un esfuerzo, una búsqueda de auxilio y de “ayuda idónea” que Adán no halló, aun cuando hubo sido hecho a imagen y semejanza de Dios.

Si todo fue creado por el Verbo divino, lo que se solicita a Adán es que, como primer hombre en el Edén, continúe la labor creativa del Verbo, y siga ejercitando el arte de discernir la esencia de cada una de las cosas creadas. Podemos imaginar entonces a un Adán que sabe reconocer la naturaleza marítima del albatros, las costumbres nocturnas del búho, la habilidad cazadora del águila o la inmovilidad en el aire que sólo el colibrí consigue.

Cuando Adán prolonga el acto creativo del Verbo, lo prolonga también en un acto amoroso y constante, pues de dónde sino del amor surge la capacidad para ver y reconocer en cada ser viviente aquello que lo hace único, especial e imprescindible para su Creador.

Si para este primer hombre la primera tarea fue usar el Verbo divino, quizá debamos hacer un pequeño homenaje a todos aquellos que se han dedicado a prolongar esa tarea creativa y, a través de ella, lograr que podamos reconocernos, unos a otros, a través de la palabra.

Entre Adán y Daniel no hay una línea de tiempo, hay un espacio de ecos. Los ecos del Verbo aquel que inaugura emociones, ideas y afanes, cuando nos permitimos dar tregua al ruido circundante.

Daniel, como Adán, más que nombrar, repite ese sonido primigenio. Ambos lo repiten sin imitación, sin duplicación, sino más bien, hallan el sonido que, en su pronunciación, es distinto, pero igual en su silencio, en su origen.

Pero aquí debemos hacernos un par de preguntas: ¿puede haber ecos distintos?, ¿puede haber un eco del silencio? Es oportuno citar a Daniel para dar respuesta a estas interrogantes. Cuando escuchamos “Mil usos curativos del fuego”, captamos un eco, esto es, un significado peculiar, único. Sin embargo, cuando con este mismo verso Daniel nos hace escuchar “Mi luz oscura a ti, voz del fuego”, tenemos un eco distinto de aquello que, en su principio, fue igual. Ese principio no es otro que el silencio, ese lugar en que anida el Verbo antes de volar a nuestros oídos.

Más que enfatizar un tono en ciertas palabras para cambiar su significado, lo que diferencia a estas frases no es meramente el empeño pianístico de presionar las teclas para conseguir notas altas o notas bajas. La diferencia es el silencio que media entre un eco y otro, entre un significado y otro, pues es el silencio, justamente, el que purifica a la inmovilidad del pensamiento. Si escuchamos la enumeración “sol luna agua acero”, nuestra mente fija la secuencia. Sin embargo, Daniel nos invita a escuchar, en una sucesión insólita, aquellos ecos que las palabras esconden y, entonces, nuestra mente se libera de fijaciones para rodar con los sonidos:


_______sol luna agua acero
_______sol, un aguacero
__________un agua cero
____________agua ser o


Más que un juego de palabras, es un juego de silencios. Cuando estos silencios se abren paso en las letras, encontramos caminos de agua, caminos de una transparencia semántica que no imaginábamos. Escuchemos, por ejemplo, cómo se acomodan los silencios en el siguiente verso: “cómo pesa no nadarte”. Aquí los silencios, como el agua, atravesaron ciertas letras. Pero, tal como afirma Heráclito, “nadie se baña dos veces en el mismo río”, así que este silencio caudaloso, al pasar por las mismas palabras, abre otro camino semántico, uno que adquiere un tono más alegre que el primero: “como pez anonadarte”.

Daniel González Dueñas, en el poemario Mil usos curativos del fuego, nos enseña a nadar en esos ríos de silencio y a descubrir la fluidez de los sonidos. A través de los cincuenta y dos poemas que conforman el libro, el poeta ejercita nuestra capacidad de escucha y de asombro. En cada poema se podrán percibir los ecos de ese Verbo primigenio, y se podrá participar también de esa tarea que compartimos con Adán, no de nombrar, como él, sino de renombrar. Tarea no más o menos difícil sino igual de fascinante, tal como se descubre en estos poemas que Daniel llama armónicos, en lugar de ecos.

Para Daniel, el nombre de “armónicos”, como bautiza a los juegos sonoros que se consiguen usando otras figuras retóricas, como la jitanjáfora, el palindroma o el calembur, es más preciso que estos nombres porque surgen, no del encanto fácil del juego (como las mencionadas figuras retóricas), sino de una búsqueda del sonido fundamental a través de dos caminos: la vibración de las palabras y la ondulación de los silencios.

De esta manera, creo, deben comprenderse los hallazgos tan radiantes que Daniel comparte con nosotros. Uno de ellos es el poema “Asterión”, en el cual los personajes de ese mito se presentan como un coro griego para recordarnos que la existencia es recorrer un laberinto, y que en el centro hay un minotauro, un Asterión que no espera a alguien que pueda salvarlo, sino que ora para salir del laberinto de sí mismo. Escuchemos su canto: “Asterión, para salir de Minotauro, ora”. Escuchemos también a Teseo, su redentor: “Teseo: Sea nocivo, ya hogar mentí”. Pero en el revés de esta historia, Teseo también dice, quizás a Ariadna, quizás al Minotauro: “Te sé océanos y voy a ahogarme en ti”.

El eco de Adán, en Daniel, toma diversas formas: la de un Cometa, un Delfín, un Camino o un Desierto. Cada una de estas formas da título a respectivos poemas de este libro, y es admirable cómo los sonidos llegan con las formas. La luna, por ejemplo, aparece con estos sonidos:


_______Luna a ti, cósmico sol, vida a dos,
_______Lunáticos micos olvidados

_______Sólido neón hace lunática
_______Sol idóneo nace: luna ática.

_______Simios curan a tu raleza
_______Sí, mi oscura naturaleza.


Las llamas, por ejemplo, no habían tenido un sonido tan fulgurante como su naturaleza:


_______Sí, nacerme llamas
_______Sin hacer mella, mas
_______Sin hacerme ya más
_______(sin nacer me llamas).


Ya sea que esas formas sean circulares, transparentes o poligonales (tal como se nombran tres de las cinco partes que conforman el libro), todos los armónicos son amortiguadores de fogonazo o galopes en tiempo de suspensión (tal como se llaman las otras dos).

Paul Valéry alguna vez dijo que “el verdadero poeta es el que inspira”. Por tanto, creo que quienes se acerquen a este libro, estarán tentados a continuar la tarea de buscar las resonancias de esos sonidos fundamentales. Daniel, al menos, inspiró a esta lectora a buscar un armónico y a encontrar un eco, que es el siguiente y con el cual cierro esta presentación:


_______A Daniel
_______Adán y él
_______nadan en la nada
_______adivinan:
_______Adán a Daniel
_______Él a nada
_______nada a Nadie
_______Nadie a él.


*



[Texto leído en la presentación del libro Mil usos curativos del fuego, agosto 24 de 2011.]