sábado, 26 de septiembre de 2020

El misterio de los cien monos (LIV)

DGD: Morfograma 105, 2020.

 

 

Kammerer y el ritmo de aparición

 

Sólo la falta de información de Martin Gardner le impidió incluir en Fads and Fallacies in the Name of Science un tercer nombre esencial junto a los de Reich y Fort: el del biólogo austriaco Paul Kammerer, y no sólo porque también éste intentó atacar el dogma darwinista y reivindicar a Lamarck, sino por su máxima propuesta teórica, el concepto de serialidad, expuesto por vez primera en 1919 con la publicación de su libro Das Gesetz der Serie (La Ley de la Serialidad). Ese concepto está íntimamente relacionado tanto con la fábula de los cien monos como, en otro nivel, con la concepción de campos mórficos de Rupert Sheldrake (no es difícil imaginar que el nombre de este último quedaría incluido en una edición actualizada del libro de Gardner, así como en repetidas ocasiones Sheldrake ha sido atacado por el Skeptical Inquirer).

          En principio, la serialidad es descrita de modo casi idéntico a la sincronicidad: “la recurrencia coherente de cosas o acontecimientos iguales o parecidos en tiempo y espacio sin una conexión causal entre cada recurrencia”. En su biografía de Kammerer (The Case of the Midwife Toad, 1971), Arthur Koestler se detiene en la expresión “recurrencia coherente”: este último adjetivo parece sugerir que la serialidad responde a leyes causales, mas Kammerer buscaba demostrar exactamente lo contrario: que las coincidencias, sean individuales o consecutivas, son manifestaciones de un principio universal independiente de la causación física. Es así que Koestler provee una definición más comprometida con las fuentes de la serialidad:

 

Al lado de la causalidad de la física clásica, existe en el universo un segundo principio básico que tiende a la unidad, una fuerza de atracción comparable a la gravedad universal. Sin embargo, mientras que la gravedad actúa sobre toda masa sin discriminación, esta otra fuerza universal procede selectivamente para unir las configuraciones semejantes, tanto en espacio como en tiempo, y las correlaciona sólo por la afinidad, sin importar que la semejanza sea de sustancia, forma o función, o incluso si se refiere a símbolos.

 

En efecto, el gran acierto de Kammerer fue incluir lo simbólico en el mundo de lo real y concreto.

          Kammerer era multifacético: se consideraba materialista dialéctico y monista (Koestler lo llama un “devoto ateo”), y era masón y miembro del Partido Socialista Austriaco. Hombre de temperamento mercurial cuyas dos pasiones eran las mujeres y la música, era allegado a artistas, músicos e intelectuales congregados en Viena, entre ellos Gustav Mahler y Bruno Walter;[1] él mismo era compositor de canciones y un respetado crítico musical. En tanto hombre de ciencia, para probar y afinar su hipótesis de la serialidad siguió una curiosa metodología: acostumbraba sentarse en la banca de un parque y anotar con el mayor cuidado las características de los viandantes que fortuitamente cruzaban su campo de visión: edad, sexo, vestimenta, accesorios... (lo mismo hacía en sus viajes por tren desde su casa en los suburbios de Viena hasta su lugar de trabajo). Realizó estas observaciones durante más de veinte años y de este modo notó que, pese a ser elementos dispuestos por completo al azar, había órdenes, coincidencias y patrones (como se diría más tarde, observó “sistemas organizados por sí mismos cuando no existían constricciones para dirigirlos hacia una particular dirección”). Años después, la misma conclusión se obtuvo en áreas como economía, finanzas, física, biología evolutiva, sociología estadística, etcétera.[2]

          Al método de observación de Kammerer se ha objetado el hecho de que cualquier persona que se empeñe lo suficiente, termina viendo “serialidades” por todas partes. Esto se explica en términos más abstractos: la psique humana sólo puede manejar o contener una cierta cantidad de “contenido psíquico” y sólo uno de éstos puede ocurrir en una coordenada temporal dada. Un observador contempla y a la vez experimenta el mundo exterior, que a su vez tiene una limitada cantidad de objetos diferentes; resulta, pues, inevitable, que tarde o temprano ese observador detecte patrones, configuraciones o regularidades, fenómeno bien conocido por los elaboradores de estadísticas, los apostadores y las compañías de seguros.

          La objeción, pues, alude a la parcialidad del observador. Imaginemos a Kammerer sentado en el parque: cuidadosamente registra la hora exacta en que determinados elementos cruzan su campo de visión, digamos sombreros de color café; con el correr de los días, primero, y de los meses y años después, notará que hay ciertas horas del día (y días de la semana, y meses del año) en que se presentan con mayor frecuencia y periodos en que sucede lo contrario. Lo mismo hará en respectivas gráficas para gabardinas oscuras, vestidos blancos, guantes o sombrillas de similares características. Todas estas apariciones serán registradas en sus cuadernos, pero quizá considere tal tabulación demasiado fácil y busque, por así decirlo, coincidencias de un nivel superior, por ejemplo hombres que usan a la vez sombrero café y gabardina, o mujeres ataviadas con vestido blanco, guantes y sombrilla. Su atención, predispuesta a destacar elementos sueltos o conjuntos de ellos, dejará de atender muchos otros elementos o conjuntos posibles, que sin duda estarán marcando su propio ritmo de aparición, es decir, su serialidad.[3] Sin embargo, es obvio que Kammerer tenía que haber estado consciente de las parcialidades en su método de observación; resulta presumible que —como se verá más adelante— lo que le interesaba no eran las meras recurrencias, sino la detección del ritmo que ellas marcan.

          Otra objeción podría dirigirse al ámbito de lo real elegido por el investigador, que depende demasiado de la moda y los estratos sociales de su tiempo (el sombrero o los guantes son prerrogativa de clase media o alta), así como de horarios de oficinas o escuelas (ello determina que en las mañanas o las tardes se acentúen ciertas apariciones) y de calendarios sociales (los fines de semana habrá lecturas muy distintas), etcétera. En términos de principios del siglo XXI: existían ciertas constricciones en el sistema organizado por sí mismo para dirigirlo hacia una particular dirección.

          Por más que Kammerer haya buscado una “porción de la realidad” lo más libre posible de restricciones (por ello descartó regularidades burdamente serialísticas, como uniformes militares o de colegio), las había y de modo considerable: moda, estratos sociales, horarios y calendarios, por no mencionar clima y estaciones del año, o factores que afectarían la investigación de modo notable (carestía, huelgas, epidemias, guerras), o incluso sucesos que escaparan a la atención del investigador (por ejemplo, podría haber un remate de sombreros o sombrillas en un almacén cercano). Kammerer estaría consciente de ello, y lo primero que debe haber obtenido es la certeza palpable de que no existe un sistema aislado de otro. Si no cambió de ámbito de lo real fue acaso por esto, y también por otras dos razones primordiales: 1) estaba obsesionado con un específico rumbo de búsqueda que sostuvo durante mucho tiempo y con el que estaba familiarizado en tanto enigma; 2) le interesaba menos obtener “lecturas estadísticas” que educar su percepción para saber mirar la serialidad en cualquier ámbito.

 

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Libros citados

Koestler, Arthur: The Case of the Midwife Toad, Random House, Nueva York, 1971. Apéndice: “The Law of Seriality”.

Mahler-Werfel, Alma: Mein Leben, Fischer Verlag, Frankfurt, 1960.

 

Notas

[1] Poco después de la muerte de Mahler, la esposa de éste, Alma, trabajó por un corto periodo como asistente de Kammerer; Alma registra algunas anécdotas, así como un oscuro retrato del biólogo (como se verá adelante), en su autobiografía, Mein Leben (1960).

[2] Algunas de estas conclusiones se recogieron, respectivamente, en estos títulos: Benoît B. Mandelbrot: “The Variation of Certain Speculative Prices” (en Journal of Business, 36, Londres, octubre de 1963); Stuart A. Kauffman: The Origins of Order: Self-Organization and Selection in Evolution (Oxford University Press, Nueva York, 1993); Mark E.J. Newman: “Self-Organized Criticality, Evolution and the Fossil Extinction Record” (en Proceedings of the Royal Society of London, Series B, 263, Londres, 1996); Per Bak: How Nature Works: The Science of Self-Organised Criticality (Copernicus Press, Nueva York, 1996); J.H. Laherree y Didier Sornette: “Stretched Exponential Distributions in Nature and Economy: ‘Fat Tails’ with Characteristic Scales” (en European Physical Journal, B 2, Londres, 1998); Rosario N. Mantegna y H. Eugene Stanley: An Introduction to Econophysics: Correlations and Complexity in Finance (Cambridge University Press, Cambridge, 1999); Mark Ward: Universality: The Underlying Theory Behind Life, the Universe and Everything (Macmillan, Londres, 2001).

[3] Por establecer un ejemplo entre millones posibles: sería muy interesante enfocar una variante de la búsqueda para detectar si en el mismo sitio (digamos un espacio abierto del parque en donde circularan personas en todas direcciones) sucediera más de una vez que dos damas, caminando juntas, debieran separarse para dejar que pasara entre ellas un hombre que avanzara en sentido contrario.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LV).]

 
 

 

martes, 15 de septiembre de 2020

El misterio de los cien monos (LIII)

 

DGD: Morfograma 104, 2020.

 

Escepticismo, pretensión de normalidad, racionalidad informada

Los excesos y los ciegos entusiasmos de la New Age son también responsables de que los estudiantes de ciencias sigan considerando “clásicos” a libros como Fads and Fallacies in the Name of Science (1952), en el que Martin Gardner se dedica a “denunciar” los engaños e ilusiones que sufrió su época y a escandalizarse por credulidad de sus contemporáneos. Para la aplanadora mirada de Gardner, todo queda unificado en un mismo nivel de ridiculización: los platillos voladores, las teorías de la Tierra hueca o plana, la dianética de Hubbard (luego cientología), la percepción extra-sensorial, los esfuerzos de Trofim Lysenko por derrocar la teoría darwinista a favor de los trabajos de Lamarck, los “cultos médicos” (torvo eufemismo para aludir a la medicina alternativa), etcétera. En toda esta masa despachada bajo el mismo simple criterio, Gardner desliza cuidadosamente dos nombres esenciales: los de Wilhelm Reich y Charles Fort, cuyas respectivas obras reciben de Gardner el mismo desprecio paternalista, la misma mofa vulcánica que volverá a su volumen un “clásico” y un abanderado de la “verdad”. Fads and Fallacies in the Name of Science será un libro de texto para los maliciosos que, medio siglo más tarde, tienen a la ingenuidad de la New Age como gran vehículo para desmantelar, de tajo, a cualquier propuesta no cobijada bajo el consenso de lo que es verdad, de lo que cuenta con “evidencias” suficientes, de lo que descansa con soberana tranquilidad en una base científica.

          El propio Carl Sagan dedicó un libro al tema de los “mitos de la pseudociencia”: en The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark (1995), el afamado astrónomo recuerda en tono nostálgico su asombro en la infancia ante diversos misterios populares: humanos secuestrados por extraterrestres, curaciones por medio de la fe, canalizaciones de mensajes ultraterrenos, reencarnación, brujería, etcétera. Llegadas la edad adulta y la madurez racional, aquel asombro ha desaparecido, los misterios se han vuelto “falacias” y esa fe ha devenido “superstición”: Sagan define a aquellos fenómenos como producto de la culpabilidad, la alucinación o la mala identificación, y llega a sugerir que algunos de los llamados “encuentros cercanos” con seres extraterrestres pueden deberse a una proyección de soterrados recuerdos de abuso sexual.

          El primer intento de Sagan es, desde luego, advertir sobre los excesos de la New Age, y por eso escribe: “El canto de la sirena de lo irracional no marca sólo un giro cultural equívoco, sino una peligrosa zambullida en la oscuridad que amenaza a nuestras libertades más básicas”. Mas el autor de la novela Contact y de la exitosa serie Cosmos no podía dejar de intuir que también es muy peligroso identificar lo “racional” sólo con la ciencia ortodoxa y que, de hecho, es ésta precisamente, y no el misticismo, la que ha dado apoyo a la muy patente, diaria y concreta pérdida de las más esenciales libertades individuales en el mundo neoliberalista. Es por ello que Sagan busca un equilibrio, y al final de The Demon-Haunted World refuta el argumento de que la ciencia destruye a la espiritualidad. Pero esto se presenta muy tarde: su libro se ha sumado ya, a priori, a la corriente “escéptica” y es leído justamente como lo definió The Washington Post Book World: “una entusiasta defensa de la racionalidad informada”. El bien intencionado libro se suma así a la vasta corriente materialista que desde la Ilustración ha descartado de tajo a la metafísica justamente por sus errores y excesos.

          Se atribuye a T.H. Spencer una saludable frase que no podía estar más lejana al mundo del escepticismo inquisitorial: “Soy demasiado escéptico para negar la posibilidad de cualquier cosa”. La autoridad en el mundo neoliberalista se ha vuelto tan inquisitorial, que basta usar la bandera del escepticismo para cubrirse de la apariencia de una enorme sensatez, es decir de racionalidad, la única autoridad aceptada. Mas la línea del escepticismo, tan consagrada a advertir los peligros del exceso, es exceso en sí misma. Buen ejemplo se halla en The Borderlands of Science: Where Sense Meets Nonsense (2001) de Michael Shermer, fundador de la Skeptics Society y editor de la revista Skeptic. Luego de prevaricar contra el “ego fanfarrón” de Freud y definir a Darwin como el modelo del perfecto científico, Shermer no sólo descalifica el escepticismo de Sagan por “suave” sino que aprovecha el viaje para aportar su definición básica: “Ciencia es una forma específica de pensar y actuar común a la mayoría de los miembros de un grupo científico, como una herramienta para entender información acerca del pasado o el presente”. Dicho de otra forma: ciencia es lo que hacen los científicos, y sobre todo los que están de acuerdo unos con otros.

 

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Libros citados

Gardner, Martin: Fads and Fallacies in the Name of Science (1952), Dover Publications, Nueva York, 1957.

Sagan, Carl: The Demon-Haunted World: Science as a Candle in the Dark, Random House, Nueva York, 1995.

Shermer, Michael: The Borderlands of Science: Where Sense Meets Nonsense, Oxford University Press, Nueva York, 2001.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LIV).]

 

 

 

 

sábado, 5 de septiembre de 2020

El misterio de los cien monos (LII)

DGD: Morfograma 103, 2020.

 

 

El filo de la navaja de la inestabilidad

 

El poder dominante sabe que las vanguardias se contradicen entre sí, que el sustento de éstas es justamente el vacío, que mueren por su propia “naturaleza”. Sabe también que el “público lego” prefiere asimismo olvidarlas, y que sólo las tomará en cuenta cuando se hayan vuelto parte de la ortodoxia (aquella que no se contradice, que tiene por sustento a lo sólido, que cuenta con las “evidencias”: aquella que casi es sinónimo de realidad). El paradigma responsable de toda esta “mecánica” —es eso justamente, una mecánica—, ¿aceptará en verdad equiparar por completo y sin restricciones a la materia y a la mente, e incluso buscar con pasión el territorio en que ambas se unifican?

          La pérdida es considerable, puesto que incluso las mayores intuiciones son reducidas a sus partes menos incómodas. Por ejemplo, la noción de ubicuidad es sólo aceptada para aseverar que vivimos en “el filo de la navaja de la inestabilidad” y estudiar los modos a través de los cuales el caos puede ordenarse. Así, en Ubiquity (2002) Mark Buchanan se basa en las “leyes de poder” (power laws) para demostrar que la naturaleza favorece los promedios (una muestra entre muchas: la mayoría de las personas se agrupan en torno a promedios de altura, peso e IQ) y que las “regularidades” rigen la vida hasta el grado de que las rupturas de sistemas ocurren también con regularidad (embotellamientos de tráfico, caídas de mercados bursátiles, de naciones e imperios, guerras). Aunque ello suceda de un modo difícil de prever, Buchanan intuye que “debe existir” una macro-regularidad (ubiquity) que incluye a lo irregular.

          En el fondo, encontrar la “base científica” equivale a regularizar lo irregular. Lo mismo sucede, a escala, en la memoria colectiva: las intuiciones más irreductibles no son atendidas si no se vuelven regulares, y por tanto no son escuchadas las voces individuales que han denunciado esa pérdida y han intentado ser fieles a sus más profundas intuiciones. Esas voces potentes se extienden a lo largo de la historia humana y acaso la sostienen, a despecho de todo el escepticismo con que han sido recibidas. Es aquí que la fábula de los cien monos recibe una luz distinta para entenderse: se trata acaso de la metáfora de un estado de la conciencia colectiva que no depende de paradigmas preestablecidos y en el que se unifican todas las disciplinas y modos de pensamiento (arte, ciencia, magia y religión, por mencionar las principales) para construir una base humana. La fábula de los cien monos se inserta en esta red de voces que está en la base del discurso humano, y en ella resuenan todos los niveles de esa red. Por eso resulta tan fascinante.

          Sin embargo, cada vez resulta más difícil escuchar esas voces, sumergidas en el barullo de la modernidad. Nunca como a principios del siglo XXI el escepticismo de la ciencia se ha vuelto tan rabioso, y la New Age no ha sido, a fin de cuentas, sino el pretexto perfecto para reforzar a la ortodoxia científica. Es por ello que en la Unión Americana se ha vuelto una verdadera institución inquisitorial el “Committee for the Scientific Investigation of Claims of the Paranormal” (CSICOP), en cuyo boletín oficial, el Skeptical Inquirer, colaboran científicos del mundo entero.

          El nombre de esta asociación puede traducirse como “Comité para la Investigación Científica de Declaraciones de lo Paranormal”, pero aquí la palabra clave es claim, cuyo sentido, si bien corresponde también a “demanda”, “reclamo”, “reivindicación” y hasta “derecho”, es posible asimismo entender como “pretensión”. Resulta evidente que es esta última la acepción requerida para sobreentenderse en el nombre de ese grupo. Qué saludable resulta, entonces, cuando Robert Anton Wilson propone en su Cosmic Trigger III (1995) la fundación de un CSICON: “Committee for the Surrealist Investigation of Claims of the Normal” (“Comité para la Investigación Surrealista de Declaraciones de lo Normal”), bajo la consideración de lo intrínsecamente sospechoso que resulta cualquier “pretensión de normalidad”. De modo sarcástico, Wilson ofrece un premio a quien demuestre la verdadera existencia de un solo acto normal, del mismo modo en que el Skeptical Inquirer ofrece recompensas a quien demuestre la veracidad de un hecho paranormal.

 

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Libros citados

Buchanan, Mark: Ubiquity: Why Catastrophes Happen, Three Rivers Press, Nueva York, 2002.

Wilson, Robert Anton: Cosmic Trigger III: My Life After Death, New Falcon Publications, Tempe (Arizona), 1995.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LIII).]