lunes, 25 de julio de 2022

Creer (XV)

DGD: Postales, 2022.

 

 Cuando tú me acompañas, si es cuando creo que yo soy un hombre y si es cuando creo que tú eres un hombre, tú no eres ninguna compañía para mí, porque un hombre soy yo cuando creo que yo soy un hombre.

Antonio Porchia: Voces

 

Si existe en este tema una serie de muñecas rusas, la más exterior de las cuales se llama credulidad y la última fe, Antonio Machado postula una que las engloba: ya no una dentro de otra sino aquella que está dentro de cada una y a la vez las contiene a todas: “Una metafísica, es decir, una hipótesis más o menos atrevida de la razón sobre la realidad absoluta, está siempre apoyada por un acto de fe individual. Un acto de fe —decía mi maestro— no consiste en creer sin ver o en creer en lo que no se ve, sino en creer que se ve, cualesquiera que sean los ojos con que se mire, e independientemente de que se vea o de que no se vea. Existe una fe metafísica, que no ha de estar necesariamente tan difundida como una fe religiosa; pero tampoco necesariamente menos. [...] El hecho es que esta fe metafísica suele estar mucho más difundida de lo que se piensa”.

          Y a manera de colofón: “Si alguien intentara algún día, para continuar consecuentemente a Kant, una cuarta Crítica, que sería la de la creencia pura, llegaría en su Dialéctica trascendental a descubrirnos acaso el carácter antinómico, no ya de la razón, sino de la fe, a revelarnos el gran problema del Sí y el No, como objetos, no de conocimiento, sino de creencia”.

 

*

 

“La buena fe”, escribe Machado, “que no es la fe ingenua anterior a toda reflexión —ni mucho menos la de los pragmatistas, siempre hipócrita—, es el resultado del escepticismo, de la franca y sincera rebusca de la verdad. Cuanto subsiste, si algo subsiste, tras el análisis exhaustivo (o que pretende serlo) de la razón, nos descubre esa zona de lo fatal a que el hombre de algún modo presta su asentimiento. Es la zona de la creencia, luminosa u opaca —tan creencia es el sí como el no—, donde habría que buscar, según mi maestro, el imán de nuestra conducta.”

 

*

 

Creer puede volverse una fe, pero una fe radicalmente distinta de la fe generalizada, que es generalmente impuesta. Francisco Segovia (Marmita, 2016) toca un aspecto del creer que reivindica polos falsamente opuestos:

 

Hay en los Cantos del tchandala (1999), de Juan Carvajal, una idea que lo hace pariente de Hölderlin: la de que adoramos dioses muertos, la de que es posible rendir un culto sincero y verdadero a dioses que no... Él mismo lo dice sin tapujos en uno de sus Aphorismythos: “No necesitamos que los dioses existan para reverenciarlos”... ¿Fingimos, entonces? Quizá. Pero ese fingimiento no es engaño sino arte: habitar poéticamente el mundo (como quería Hölderlin). Dicho de otro modo: es posible tener fe sin creer; es posible depositar el valor de una vida en el sentido que se cumple en ella, sin acudir a nada de lo que se deba creer. Fe en el sentido de la fe; es decir, fe a secas.

 

Si se coloca el acento no en dioses sino en reverenciar, el verbo endiosar cobra otro sentido (un sentido que no se cobra sino que se recobra). Creer en Vishnú o en el deportista de moda se reconcilian como actos de búsqueda de sentido. Un fingimiento sagrado. Un obligarse a. Un celebrar poéticamente la vida al tiempo que un vivir lo sagrado para hacer fértil lo profano. Sólo así tiene sentido no sólo el acto de creer sino la importancia capital que adquiere su ausencia. Se deja de creer para que la fe sea posible. Para que el mundo sea posible.

 

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Tener que creer

 

“El secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar ahí las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuando un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer. [...] Un guerrero toma en consideración todas [las] posibilidades y luego elige creer de acuerdo con su predilección íntima. [...] Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creencia no tienes nada.” [...] Don Juan estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la expresión de la predilección íntima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.

Carlos Castaneda: Relatos de poder

 

Una gran parte del acto de creer está sumergida en lo oculto. Don Juan, maestro de Carlos Castaneda, toca muy excepcionalmente ese punto:

 

—El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado eso. Todo lo que yo he hecho es reunir los detalles de esta señal, a fin de que la dirección fuera clara; pero al reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predilección de mi espíritu.

  Nos miramos a los ojos un momento.

  —Esto me recuerda la poesía esa que me leías —dijo, haciendo a un lado la mirada—. Acerca de ese hombre que juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?

  El poema era “Piedra negra sobre una piedra blanca”, de César Vallejo. A petición de don Juan, yo le había leído y recitado incontables veces las dos primeras estrofas: “Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. / Jueves será, porque hoy, jueves, que proso / estos versos, los húmeros me he puesto / a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, / con todo mi camino, a verme solo.

  El poema resumía para mí una melancolía indescriptible.

[Relatos de poder (1975)]

 

          En otro punto don Juan había hablado del desatino controlado. Se requiere una enorme lucidez para pasar del creer al tener que creer.

 

*

 

[Leer Creer (XVI).]

 

 

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sábado, 16 de julio de 2022

Creer (XIV)

DGD: Postales, 2022.

 

La actitud de Platón hacia los mitos es la que a veces conquistan los más lúcidos de los modernos. Los más toscos, sin embargo, siguen discutiendo acerca de la palabra creer, palabra fatal en relación con los mitos, como si para los antiguos se hubiera tratado de creer con la misma supersticiosa convicción con que los filólogos de la época de Wilamowitz creían en el encendido de una bombilla sobre la mesa de su estudio. No, ya Sócrates, poco antes de morir, lo había aclarado: se entra en el mito cuando se entra en el riesgo, y el mito es el encanto que en ese momento conseguimos hacer actuar en nosotros. Más que una creencia, lo que nos rodea es un vínculo mágico. Es un hechizo que el alma aplica a ella misma. “Hermoso es, en efecto, este riesgo, y con estas cosas en cierto modo tenemos que encantarnos [epádein] a nosotros mismos.” Epádein es el verbo que designa al “canto encantador”. “Estas cosas”, en la banalización de la forma pronominal, son las fábulas, los mitos.

Roberto Calasso: Las bodas de Cadmo y Harmonía

 

“Cuando el observador cree realmente la ilusión, ésta se convierte en algo real”, escribe Frank Herbert. Es la confirmación de todas las sospechas: por eso creer se parece tanto a crear. Hay una diferencia entre la ilusión vuelta realidad y la realidad misma, aquella que no parece haber sido algo convertido en realidad sino que fue realidad desde siempre. Es sólo por esa diferencia que la ilusión sigue siendo reconocible, por más bien que se la haya hecho pasar por lo real. Sin embargo, no se trata realmente de “hacerla pasar por”. Sé que es una ilusión, pero la fomento, la mantengo viva, creo en ella tanto como puede creerse en una ilusión. El porqué sólo puede entreverse por medio de una de dos posibilidades: 1) quiero escapar de lo real; 2) intuyo que la realidad es también ilusoria, y entonces le contrapongo otra ilusión que al menos me permita vivir.

          Acaso se trate de una combinación de ambas posibilidades, y entonces cobra sentido la afirmación de Calasso: el mito es el hechizo que hacemos actuar en nosotros en el momento del riesgo. La pregunta entonces cambia un poco de dirección: ¿cuál es ese riesgo?

          No parece que creer en la realidad y creer en el mito sean la misma forma de creencia. Y sin embargo tal vez lo sea; acaso no se trata en el fondo sino de una especie de duelo de hechizos: el que el alma se aplica a sí misma es tal vez un conjuro contra otro hechizo mayor y más poderoso que viene de fuera y que trata de conquistarla. El creer en la ilusión sería mantener activo ese hechizo de defensa.

 

*

 

Si hago existir a aquello en lo que creo, tengo un indudable poder. Pero no puedo usarlo a mi capricho; acaso es lo inverso lo que sucede. Si dejo de creer en la rotación de la Tierra, ¿el planeta se detiene para mí? Tal vez sí, en una cierta forma que es a la vez simbólica y ritual (un ritual sólo mío que no puedo transmitir porque ni siquiera soy capaz de describirlo para mí mismo).

          Creemos en lo que parece tener comprobación en la realidad. Y tal vez sea a la inversa: las comprobaciones se hacen sólo a posteriori, y por medio del acto de creer ya cuidadosamente regulado.

 

*

 

Pero en otro nivel sí puedo comunicar ese hechizo del que habla Calasso. Si en cierto modo cada quien vuelve reales a las ilusiones al creer en ellas, ¿por qué esa realidad subjetiva que sólo vale para él desborda a veces su “subjetividad” y se comunica a otros y entonces en cierto modo entre varios vuelven reales a ciertas ilusiones, a las que mantienen vivas por medio de seguir creyendo en que son reales, o sea una parte de la realidad?

          Esa determinada ilusión no la provoqué yo. No inventé algo para hacerlo real con mi creencia. Me vino de fuera, o del azar, o de una estrategia de conducción. Si provino del azar, tengo ahí un mapa de cómo se va construyendo la realidad y por qué no parece sino una masa de fragmentos mal pegados. Si proviene de una manipulación, entonces sí hay un “diseño inteligente”, es decir estratégico, porque esa estrategia sabe muy bien cómo usar mi poder sin que le sea contraproducente, sin que yo cobre conciencia de ese poder y de esa manipulación, y sobre todo sin que la suma de las ilusiones vueltas reales construya una realidad distinta y más libre o más justa o más bella.

 

*

 

No es sólo creer. Hay millones de matices y todos se están combinando todo el tiempo. Hay el creer a medias, el titubear, el negar (que es un creer en la negación). Hay también el “hacer como”: hago como que creo firmemente en algo, aún cuando en realidad dudo, y entonces, por la fuerza de mi autoridad o de la credibilidad de los otros, se vuelve real, no para mí sino para ellos. Y como ellos terminan creyendo firmemente, yo puedo apoyarme en esa creencia y al final creer también.

 

*

 

¿Qué es una duda, sino algo de lo que se puede dudar? Si tengo dudas sobre las dudas de ustedes, ¿por qué quieren que crea en sus dudas? Son escépticos y quieren que, fanáticos de lo que confiesan no saber, me convierta en dogmático de su escepticismo.

Chateaubriand: Memorias de ultratumba

 

“El descreimiento, si es intensivo, también es fe y puede ser manantial de obras”, escribía un Borges muy joven; “Díganlo Luciano y Swift y Laurence Sterne y George Bernard Shaw. Una incredulidad grandiosa, vehemente, puede ser nuestra hazaña.”

          Aún el escepticismo es una creencia. Una creencia del escepticismo en sí. Creo que dudo. Creo que titubeo. Creo que podría elegir si quisiera entre uno u otro polo (a veces son más de dos polos). No importa si Sócrates sabe, o si sólo sabe que no sabe, o si ni siquiera puede estar seguro de que sabe que no sabe. Lo que siempre ha sido la esencia es que crea, en no importa cuál estadio de esa escala, o en la escala misma. La filosofía no se hace con base en la duda, sino en la creencia respecto a esa duda. El filósofo no sabe si sabe, pero cree. Y si no cree en que cree, entra en un bucle que no sirve sino para inmovilizarlo. Y sucede algo más: él puede haberse inmovilizado, pero su creencia no se ha detenido y sigue adelante.

 

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[Leer Creer (XV).]

 

 

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martes, 5 de julio de 2022

Creer (XIII)

DGD: Postales, 2022.

 

Supongo que no existe ninguna base adamantina para sustentar creencia alguna. Pero uno va adquiriendo un hábito regular de tomar las cosas tal como vienen. Y luego llega lo imprevisto y lo estropea todo.

H.G. Wells: La visita maravillosa

 

William James respetaba la existencia de todas las religiones y afirmaba que pueden ser benéficas, siempre que se basen en la convicción, no en la imposición por autoridad. Pero ¿pueden realmente diferenciarse el convencimiento al que llega un individuo por sí mismo y aquel al que llega por inercia, negligencia o autoritarismo? ¿Cuánta autoridad hay en el fondo de las convicciones más orgullosas de su libertad?

          James tiene su propia convicción, y por ella escribe: es su motor, y actúa lo mismo que cualquiera otra convicción sin importar que ésta se enfoque precisamente en el concepto mismo de convicción. La de James puede enunciarse así: la materia es sólo una parte de un universo invisible y mucho mayor, caracterizado por la diversidad infinita; en este punto el filósofo cuestiona a la creencia, la confianza e incluso a la convicción, por considerarlas crédulas, y paradójicamente termina apoyándose en la fe.

          Y es en este punto —en el que su fe es más poderosa que toda su filosofía— que llega a su más memorable hallazgo, al decir que el universo invisible ofrece (promete) a los sentidos una revelación, y que en sus estadios más altos el cosmos sutil se revela por medio del aparato perceptual.

          A esta altura habla de conversión, de sanidad y de experiencia mística, y casi sin darse cuenta recomienda un ejercicio que bien podría verse como el centro mismo de su obra, y es el momento en que James aconseja la utilidad de una oración sin destinatario.

          ¿Qué queda de una oración si no tiene destinatario?, preguntarán los místicos, y ellos mismos llegarán a sólo tres posibles respuestas: bendecir, alabar, cantar. Quizás la mejor parte de todas las liturgias está en uno de esos verbos, o en los tres al mismo tiempo.

          Sin embargo, sigue habiendo un “para qué”, y aunque no lo hubiera, el propio ejercicio propuesto por el filósofo tiene una utilidad: no por otra cosa es un ejercicio. No obstante, resta un paso más allá: aplicar al ejercicio su propio enunciado, a través de lo cual deja de ser un ejercicio cuyo objeto es “llegar a”, y acaso se convierte en la clave misma y la demostración de haber llegado... sin saber a dónde y sin que importe saberlo.

          Un orar sin enfocar es lo contrario de la concentración (del todo a un punto) y se vuelve expansión pura (de un punto al todo). Tal vez sólo faltó a William James un pequeño paso para llegar a la única conclusión posible: el creer sin concepto, sin utilidad, sin concentrar ese acto (esa oración) en un punto. Un creer que, porque no tiene sujeto, o destinatario, o finalidad, no puede ser utilizado ni manipulado y por tanto desviado, y llega a su necesariamente misterioso destino. Es el único destino que debería preocuparnos.

 

* * *

 

En Moby Dick se dibuja la figura del recio marinero Starbuck, que ha llevado una durísima vida en alta mar (en cuatro décadas sólo tres años ha pasado en tierra firme) y que ha visto de cerca la furiosa y demencial cacería que su capitán, Ahab, ha emprendido contra la ballena blanca. En el capítulo CXIV —muy cerca ya del arquetípico desenlace—, Starbuck lanza la frase más potente de la novela de Melville: “Que la fe expulse a los hechos; que la fantasía expulse a la memoria: yo miro a lo hondo y creo” (Let faith oust fact; let fancy oust memory; I look deep down and do believe).

          ¿En qué puede creer Starbuck? A fin de cuentas, de una manera muy extraña, en ese momento Moby Dick se vuelve la historia de Starbuck, y deja de ser la de Ahab. Starbuck no sabe en qué cree. Pero cree. Tal vez ahí está la clave: en no saber. Como en los sueños. Invariablemente, cada noche el soñador es “engañado”: el sueño es absolutamente real y quien está sumergido en él no tiene la menor conciencia de estar soñando; sólo al despertar sabe que soñó, es decir cuando la conciencia cambia de sintonía en la vigilia. Mientras estaba ahí creía, no sólo sin saber en qué, sino ni siquiera que creía. Cuando cree en esa realidad, de una cierta manera misteriosa cree también en el despertar, aunque no sepa que está soñando ni que hay otra realidad llamada vigilia. Un creer que no depende en absoluto de la convicción, o que es la convicción misma. Durante toda su vida, Starbuck había creído que creía en una u otra cosa, pero eso no era sino una sombra de aquello a lo que accede de súbito en ese instante fragoroso en que dice en voz alta “miro a lo hondo y creo”.

          No dice en qué cree y lo más probable es que no lo sepa. Sin embargo, por primera vez en su larga vida cree, fuera de toda duda, de toda suspicacia, de toda reserva. ¿Puede decirse que algo cree en él o a través de él? Tal vez, pero entonces el acto de creer —que quizás sea el acto humano por excelencia— es algo muy distinto de lo que comúnmente “se cree”. El creer es un darse cuenta, pero la fe ciega es lo diametralmente opuesto a la conciencia. Creer es un acto de poder (de toma de poder, de apertura de un crédito para adquirir una propiedad) sólo cuando se aplica a algo determinado, cuando se cree en esto o en aquello; cuando no tiene aplicación tampoco tiene uso (y entonces lo único que adquiere es una pertenencia).

          Qué terrible extrañamiento provoca Melville en ese instante fugaz y eterno; con toda su ambigüedad, con toda su irresolución, es acaso el único momento en que el lector realmente suspende la incredulidad, lo cual no significa que sólo entonces crea, sino que ha logrado el milagro correspondiente: el de suspender la credulidad, es decir el de mantener a la creencia suspendida en su punto más alto sin permitirle caer en el objeto (en qué creer) o el motivo (por qué creer).

 

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[Leer Creer (XIV).]

 

 

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