jueves, 25 de noviembre de 2010

El Andrógino y sus hermanos desterrados (III de III)

DGD: Textiles-Serie blanca 25 (clonografía), 2010




III


El horror a la confusión


Tomás Segovia ha consagrado sustanciosos textos a la polaridad sexual humana; en uno de ellos, “Carta a la mujer”, intenta la imparcialidad: “no es [que] el amor —o deseo— heterosexual sea ‘natural’ y el homosexual ‘antinatural’: son el amor y el deseo mismos, todo amor y todo deseo, los que no son ‘naturales’”.[1] Para Segovia, la modernidad ha cambiado por un pudoroso disimulo lo que en los griegos era la aceptación trágica de la belleza (en la que era esencial el sentido de la pederastia, en tanto relación de un varón maduro con otro muy joven por medio del cual aquél recuperaba —en un sentido a la vez metafórico y literal— la belleza y juventud perdidas); según Segovia, esa aceptación no es ya posible en las sociedades occidentales contemporáneas: “Digo que esta vía es ya impracticable”, escribe, “simplemente porque imagino —porque deseo— y porque creo que toda nuestra civilización imagina —desea— una civilización más bien heterosexual”.

¿Por qué “más bien”? Intentar una respuesta a esa pregunta desborda todo espacio, pero podría experimentalmente suponerse que el “más bien” surge en épocas en que la humanidad requiere repoblarse luego de catástrofes y guerras. Puesto que la Ginógina y el Androandro no garantizan en sí mismos la procreación, las sociedades “prefieren” retirar estos dos modelos del imaginario colectivo y de la gama de posibles elecciones en los individuos. Cabe subrayar que este retiro es laico y sociopolítico —es una extradición— pero está profundamente arraigado en lo religioso y arquetípico —es una excomunión—: menos que desterrados del imaginario, la Ginógina y el Androandro han sido casi quirúrgicamente extirpados de la psique colectiva. Con ello se han vuelto confusos, que es precisamente (en un endiablado círculo vicioso) la razón que se da —si se llega a dar razones— para haber “preferido” eliminarlos. De ahí la trampa: no hay realmente un “más bien” cuando existe un tal desequilibrio entre las “opciones” (una de ellas es reconocida en su conexión con lo sagrado mientras que sobre las demás pesan maldiciones).

Lo curioso es que el modelo del Andrógino sigue imperando en los actuales periodos de intensa sobrepoblación planetaria, lo cual sugiere que, más que en repoblar fábricas y ejércitos, la modernidad —y el patriarcado reinante— sigue “más bien” interesada en evitar las confusiones; esta tendencia, es por demás sabido, no hace sino provocar una confusión mucho más perniciosa cuyas evidentes expresiones son el machismo, la misoginia y la homofobia, y también las ideologías de supremacía (racial, política, económica, religiosa, cultural), los fanatismos de toda índole y las abundantes psicopatías individuales y sociales.

Aun en épocas que se proclaman liberales y democráticas, el Estado y la Iglesia siguen decidiendo por los ciudadanos, como si el poder dominante estuviera seguro de que todos y cada uno de los individuos imaginan y desean una civilización más bien heterosexual, aquella que les ofrece lo contrario de la confusión, la incertidumbre y el caos, es decir estabilidad, seguridad, orden, e incluso —en el clímax de la hipocresía— felicidad.


Una construcción simbólica

La sexóloga Cristina Martín se niega a eliminar dos terceras partes del mito fundacional de la sexualidad humana:

Creo que hay dos sexos que se conjugan para reproducirse, y muchos otros usos de la sexualidad, genitales y no genitales, sin finalidad de reproducción biológica —aunque pueden tener capacidad reproductora, sublimada, en otros terrenos—, en donde los comportamientos y valores atribuidos generalmente a lo masculino y lo femenino se combinan en tantas y tan diversas formas como las de la imaginación humana. Podría haber, hipotéticamente, tantos géneros como personas si cada ser humano interpreta y reconstruye a su manera el imaginario sexual. Precisamente la utilidad del concepto de género como construcción simbólica es el entendimiento de que la predisposición biológica no es un determinante absoluto y que la pluralidad de vivencias de la sexualidad se entiende más en el terreno del género.[2]

La expresión “imaginario sexual” parece implicar que, plantados sobre la verdad biológica, los seres humanos construyen un universo de convenciones que no hace sino confirmar una única base inamovible. La tan compleja imaginación no podría remontar el vuelo sin su firme sustento en la tan simple (no confusa) realidad: los dos sexos representados por el Andrógino. Si “la utilidad del concepto de género como construcción simbólica es el entendimiento de que la predisposición biológica no es un determinante absoluto”, aún mayor utilidad tendría aceptar que el concepto de sexo no es menos una construcción simbólica. La predisposición biológica, en efecto, no es un determinante absoluto, como tampoco lo es la biología. Es menester reiterarlo: el universo no es biológico sino cuando lo mira un biólogo, es decir un ser humano con determinadas predisposiciones. A ello podría contraponerse que la bipolaridad sexual es no sólo humana sino el fundamento mismo de la humanidad; lo es, desde luego, pero como todo lo humano: como una hechura, un proyecto, una propuesta, una convención operativa, no un “hecho dado”. Nurture, no nature.

Es cierto: podría haber tantos géneros como personas; hasta aquí se acepta alegre y orgullosamente que “cada cabeza es un mundo”, o al menos que podría serlo “si cada ser humano interpreta y reconstruye a su manera el imaginario sexual”. ¿Por qué despierta tanta reticencia, pues, postular que podría haber tantos sexos como personas? ¿Por qué se esfuman la alegría y el orgullo si, aunque ello se postulara, cada cabeza seguiría siendo un mundo? ¿Acaso porque decir “podría haber tantos géneros como personas”, o “podría haber tantos sexos como individuos”, equivale a afirmar que hay un solo género y un solo sexo, al menos en el sentido convencional de hay un mundo para todas las cabezas? Todo depende no de verdades universales, de “hechos” científicos, de categorías eternas, de divisiones biológicas “reales”, sino de que cada ser humano interprete y reconstruya a su manera (que en última instancia no es sino una sola manera) la realidad humana. Acaso una sospecha como esta, tan monumental como parece, es la que encierra la figura del Andrógino apenas se reconoce la existencia, igualmente real, de sus dos mitos hermanos.

La modernidad occidental cae en el heterosexismo cuando elimina a dos raíces míticas para privilegiar a una sola, aquella que mejor conviene a la estructura del poder. Pero también Aristófanes caía en algo parecido, un “homosexismo”, cuando se dedicaba casi exclusivamente a demostrar la supremacía de los Androandros. Y aquí cabe notar ciertas curiosas correspondencias inversas en los mitos fundacionales. Al homosexismo de Aristófanes se contrapone directamente la homofobia de san Pablo en aquellos versículos que se convirtieron en el acta de excomunión del Androandro: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9-11).

Aristófanes se extiende en los elogios para el Androandro y apenas habla de la Ginógina; el apóstol Pablo incluye claramente al Androandro entre los arrojados del cielo (incluso se toma la molestia de hacer una diferenciación entre los “afeminados” y “los que se echan con varones”) pero elude por completo a la Ginógina (no dice textualmente lo que apenas se infiere: una referencia a las “masculinizadas” o a “las que se echan con mujeres”). El homosexismo de Aristófanes y la homofobia de Pablo aluden a lo masculino.

Los motivos de ambas omisiones de la Ginógina (y, por extensión, de un silencio análogo que se ha extendido a lo largo de los siglos en el patriarcado) son entrevistos por Carlos Espejo Muriel:

Dado que en estas civilizaciones [las mujeres] no detentaban un rango especial, su participación activa y su huella es mínima; más aun cuando nos referimos al terreno sexual, que se adentra en la parcela de lo privado. Queremos decir con esto que si el mundo greco-romano era un mundo de hombres, lógicamente se hablaba, se dramatizaba, se componía y se procuraba diversión sólo para los hombres; luego, lo que hacían las mujeres a nadie interesaba (salvo si no respondían a las expectativas que de ellas se tenían: tener hijos, ser esposas dignas, llevar la economía doméstica, lo que incluía controlar a la servidumbre de la casa, ofrecer placer al amo y señor cuando lo pidiera, no frecuentar los lugares públicos, etcétera). Esta es la razón de que, desgraciadamente, sólo conozcamos un nombre femenino protagonista del amor “homosexual” entre mujeres, la griega de tan bello nombre: Safo. Lo cual quiere decir, en primer lugar, que un auténtico estudio sobre el lesbianismo está aún por hacerse (un buen comienzo sería rastrear los ritos iniciáticos femeninos). En segundo lugar, que todo aquello que podamos hablar sobre lesbianas debemos hacerlo en torno a conjeturas, pues no hay datos o hechos que corroboren nuestras hipótesis (esto no quiere decir que no podamos pensar que ellas también impondrían el modelo de sumisión a sus esclavas y, en consecuencia, también podrían obtener placer de ellas en el recinto cerrado del hogar, o incluso acceder a otros encuentros como en aquellas manifestaciones festivas que se celebraban exclusivamente para mujeres en Grecia y en Roma; pero, repito, todo esto, aunque yo lo comparto, corre el peligro de derrumbarse si no se demuestra fehacientemente).

En todo caso, las dos omisiones del mundo lésbico, la de Aristófanes y la de san Pablo, reflejan de lleno el reino del que surgen: el patriarcado, y su ignorancia deliberada respecto a la mujer. Las preguntas se acumulan: ¿en la base mítica de un matriarcado habría habido asimismo tres sexos originales?, ¿también uno de ellos habría sido ensalzado y luego rechazado con especial énfasis y prescindencia de los demás?, y sobre todo: ¿habría existido un desequilibrio en esa trinidad tendiente a privilegiar a uno solo de los tres modelos por medio de erradicar a los restantes de la memoria colectiva?

Más allá de las hipotéticas respuestas a estas preguntas resulta necesaria una visión de conjunto: ninguno de los tres modelos es “mejor” que los otros (lo indica claramente la creación simultánea de los tres sexos en el mito primigenio que Platón quiso reivindicar): es su reintegración plena la que requiere la sexualidad humana para basarse en un mito completo, el de la verdadera diversidad (asociar a ésta con la confusión y con el caos no es sino una maniobra para reafirmar el paradigma mítico imperante). La mirada simultánea del mito originario es clara: el encuentro fundacional se da justamente en la diversidad, es decir en la sana convivencia de los tres modelos, todos ellos reconocidos en igualdad de potencialidades y riquezas. Una trinidad rebalanceada (es decir, una gama en la que todo individuo puede elegir entre opciones igualmente potentes, integradoras y conectadas con lo sagrado, que es la única forma de conectarse con lo inmediato).

Sin duda el momento más lúcido de El banquete es aquel en que Platón, en labios de Aristófanes, enuncia de este modo la demanda del mito trinario fundacional:

Debemos procurar no cometer ninguna falta contra los dioses, por temor a exponernos a una segunda división, y no ser como las figuras presentadas de perfil en los bajorrelieves, que no tienen más que medio semblante, o como los dados cortados en dos. [...] Si ese antiguo estado era el mejor, necesariamente tiene que ser también mejor el que más se le aproxime en este mundo, que es el de poseer a la persona a la que se ama según se desea.

Toda sociedad se funda en un mito. Manipular este mito e incluso mutilarlo para ajustarlo a los requerimientos del poder sobre los individuos tiene graves consecuencias, y más aún si ese mito es el del erotismo: el que da sentido a la mayor intimidad, a la más irrepetible individualidad. Porque no hay nada más subversivo ni más odiado por el poder imperante que devolver a los seres humanos su capacidad primigenia: la de elegir a la persona amada según se desea.

***

Notas


[1] Tomás Segovia: “Carta a la mujer”, en Cuaderno inoportuno, FCE (Cuadernos de la Gaceta 42), México, 1987.

[2] Cristina Martín: “Apuntes de lectura sobre el concepto ‘género’”, en La Ventana. Revista de Estudios de Género, v. 1, n. 2, Universidad de Guadalajara, Centro de Estudios de Género, 1997.


lunes, 15 de noviembre de 2010

El Andrógino y sus hermanos desterrados (II de III)

DGD: Textiles-Serie blanca 29 (clonografía), 2010




II


Revisionismo


El primero y segundo capítulos del Génesis parecen hablar de creaciones distintas, de dos humanidades diferentes. En el primer capítulo se lee:

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. [Génesis 1:27]


La redacción de Reina-Valera (1960) salta de un “al hombre” en singular, a un “los creó” en plural. (La versión de Reina-Valera de 1995 añade una “s” entre corchetes para corregir esa discrepancia: “Y creó Dios al hombre[s] a su imagen”.) Sucede lo mismo en la Vulgata: et creavit Deus hominem ad imaginem suam, ad imaginem Dei creavit illum, masculum et feminam creavit eos (salto de illum a eos), y asimismo en inglés, desde la Biblia del Rey Jaime hasta la Nueva Versión Internacional: “So God created man in his own image, in the image of God created he him; male and female created he them” (salto de him a them).

Aquí puede entenderse la creación simultánea de dos criaturas, una masculina y la otra femenina, pero el versículo es también susceptible de otra lectura, aunque ella esté desautorizada por la interpretación ortodoxa —y precisamente por eso—: la creación de un número indeterminado de criaturas que eran, cada una, varón y mujer al mismo tiempo. En todo caso resulta notorio que sólo se rescata la figura del Andrógino mientras que las de la Ginógina y el Androandro son eliminadas.

De esa primera raza humana no parece descender la población actual de la Tierra, sino de la segunda, aquella de la que habla el siguiente capítulo del Génesis; aquí la pareja edénica es la antecesora mítica de una raza cuyo sustrato es sucesivista: Dios crea al hombre (Génesis 2:7) y luego a la mujer (Génesis 2:18-23). Y una vez más ocurre el rescate exclusivo del Andrógino, así sea de manera metafórica, puesto que se acota: “y serán una sola carne” (Génesis 2:24). Este primer revisionismo es curioso: parecería que el Dios hebreo se desentiende de la primera humanidad para concentrarse en la segunda, en la que ya no existen “confusiones”: hay hombre y hay mujer, creada ésta de una costilla del varón.


Segundo paréntesis en torno a los nombres

En el principio del capítulo quinto, el Génesis parece referirse a la primera humanidad: “Hombre y mujer los creó; y los bendijo, y les puso por nombre Adán el día en que fueron creados” (Génesis 5:2); así pues, en apariencia todos los seres provenientes de la creación inicial recibían el nombre genérico Adán. Sin embargo, parecería que Génesis 2:23 se ubica en la segunda creación cuando la criatura masculina impone nombre a su compañera: “Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada”. Esto dice la versión Reina-Valera de 1960, mientras que la de 1995 corrige: “Dijo entonces Adán: ‘¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será llamada ‘Mujer’, porque del hombre fue tomada”. Se trata en ambos casos de la traducción de las palabras hebreas Ish para el varón e Ishshah para la mujer.

Más tarde se da un nuevo bautizo: “Y llamó Adán el nombre de su mujer, Eva, por cuanto ella era madre de todos los vivientes” (Génesis 3:20), debido a que, en hebreo, el nombre Eva y la palabra que significa “vida” o “viviente” tienen un sonido semejante. Lo mismo en la Vulgata que en la mayoría de las versiones, el nombre Adán es mencionado por vez primera en Génesis 2:19, y aunque en algunas se le llama “hombre”, no deja de advertirse que el término hebreo que significa “hombre” (adam) está relacionado con el que denota “tierra” (adamá). Esto implica —aunque ello no esté apoyado en ningún texto exegético— que en la primera humanidad (cuyas criaturas se llamaban Adán), creación y bautizo fueron simultáneos, mientras que en la segunda fueron sucesivos (Dios crea a Adán y luego lo bautiza; después crea a Eva y más tarde Adán da nombre a su compañera).

Si se unen dos mitos fundacionales, el resultado es un triunfo de lo simultáneo pese al insistente rescate de lo sucesivo: en el orbe del Antiguo Testamento, Adán recibe su nombre de la Tierra que, en el mundo griego, era el origen de la Mujer Original. La lectura unitaria revierte lo sucesivo: Adán bautiza a Eva (dar nombre es metáfora no sólo de crear sino de conectar con lo ya creado), pero antes ella había bautizado a Adán.



Ginoginia, androandria y androginia

El Dios hebreo practica un revisionismo entre la creación de la primera y la segunda humanidades: abandona la simultaneidad de aquélla para concentrarse en la sucesividad de ésta, construida de tal modo que la combinatoria erótica ya no admite la menor “confusión” (a la vez que elimina a las “innecesarias reiteraciones”) y queda sometida a un orden universal representado en la pareja heterosexual. Un orden, por cierto, en que la sucesividad es también subordinación (del varón a Dios, de la mujer al varón) y acatamiento de un destino impuesto. Como revelará el relato de la expulsión del paraíso, el Antiguo Testamento hereda también la noción de la hybris, muy penada en la tragedia griega (querer igualarse a los dioses, tomar el cielo por asalto, salirse de su sitio asignado, desobedecer: todos estos son actos del rebelde que desea más que la parte que le ha sido asignada en la jerarquización del destino).

También en tiempos de Platón se había introducido un revisionismo: el panteón griego había creado al Andrógino a la par de otros dos arquetipos que quedaron sin nombre y a los que aquí hemos llamado Ginógina y Androandro, pero muy pronto se deshizo de estas dos criaturas originales con la finalidad de “evitar confusiones”. Sabedor de que el resultado fue una confusión mucho peor, Platón intenta rescatarlas (es decir devolver el mito originario a su integridad ternaria) a partir de la certeza de que cualquier registro al que se arrebata sustento mítico queda fuera de la realidad humana.

Roma hereda del revisionismo griego el odio a las confusiones. Buena muestra se halla en los párrafos de Los doce Césares en que Suetonio habla de la suerte que corrían los nacidos hermafroditas, que eran ahogados en el mar. Según explica en una nota el traductor de Los doce Césares, los romanos imponían este castigo “a los llamados andróginos o hermafroditas, por considerar como de mal agüero su nacimiento. Se les ahogaba, sea porque consideraban el agua, principalmente la del mar, como fuente de toda purificación, sea porque los poetas habían hecho del océano la mansión de los monstruos, o bien, para que en la tierra habitada no quedara recuerdo de estos seres, cuyo nacimiento se tenía por calamidad pública”.[1]


Ser arrojado al Tíber (como sucedería al cadáver del muy confuso emperador Heliogábalo) o al océano era la máxima afrenta que podía hacerse en la antigüedad, puesto que ello impedía a los familiares o amigos honrar a esta persona, acompañarla en el día de difuntos o darle culto en el entorno familiar. Las aguas eran el símbolo del reino amorfo de la monstruosidad y lo inhumano (que es lo que queda fuera de la realidad humana). Extraña manipulación del mito: si de los tres modelos sólo se había reivindicado a uno, el Andrógino, entonces un ser humano que se le asemejara (el hermafrodita) debía haber sido adorado en tanto figura arquetípica y numénica; lejos de ello, era exterminado sin miramientos, como a un monstruo intolerable.

La dificultad de desentrañar estas mecánicas antiguas sin aplicarles fatalmente las de la actualidad es enfocada por Carlos Espejo Muriel, historiador de la sexualidad y maestro en la Universidad de Granada:

En Roma, las relaciones “homosexuales” no están ligadas para nada a la educación; es más, las consideran abominables y las denominan (los bienpensantes romanos y padres de la patria) como “el vicio griego”. Sin embargo, se toleran y permiten siempre y cuando no pongan en tela de juicio su sistema de valores y la estabilidad del Derecho. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo: en primer lugar, que en Roma un joven podía mantener relaciones “homosexuales” durante su adolescencia; en segundo lugar, que ello a nadie procuraba daño alguno (salvo que adorara a tal conducta y se prostituyera), pero cuando llegara la hora del matrimonio tenía que dejar de lado esas costumbres y dedicarse a procrear, que es uno de los pilares fundamentales de la ideología esclavista (se llama el status familiæ). Tercero, que si una vez casado este muchacho podía y quería mantener ese tipo de relaciones, no habría problema si las desarrollaba con inferiores, o sea, con esclavos o con muchachos (que no fueran de noble cuna), pero siempre y cuando él fuera el sujeto activo de la acción. El problema venía si no le gustaba tanto ese rol como el contrario, pues aquí sí se descargaba contra él todo el aparato del Estado, ya que su mal consistía en que anulaba a su condición jurídica y se asimilaba a lo más bajo de la sociedad romana —y tal desequilibrio social no lo toleraría jamás una sociedad tan estratificada y arcaica como la romana. Quiero decir con esto que su actitud se enfrenta directamente al status civiltatis y al status libertatis, pues al someterse a otro varón, lo que se está haciendo no es otra cosa que adoptar el papel que al esclavo no queda más remedio que protagonizar; luego, está anulando su vocación de libertad (principio, no lo olvidemos, excluyente en un sistema de producción esclavista); y en segundo lugar, al anular su vocación de libertad, se está negando el principio que otorga mayores ventajas en el mundo romano: la ciudadanía (pues no se puede ser ciudadano si no se reúnen los dos anteriores requisitos: ser libre y ser miembro de una familia en la que se respeten y veneren los antepasados, que al fin y al cabo forjan la memoria histórica de un pueblo).[2]

De todo ello se desprende una evidencia: el desequilibrio de la trinidad mítica del erotismo responde menos a un odio directo hacia las sexualidades alternativas que a un rechazo a la “confusión”; ésta pone en crisis el sistema de valores en que se basa la sociedad entera (la manipulación es, pues, menos erótica que política). Desterradas dos terceras partes del mito erótico primigenio, en el imperio romano el modelo siguió siendo el del Andrógino con sus sub-deidades asociadas: heterosexualidad, monogamia y matrimonio; en el patriarcado, ante todo el matrimonio tomó la forma de la institucionalización de lo femenino. No es gratuito que la expresión matri-monium, que surge del derecho romano —y es por tanto muy anterior a la aparición del catolicismo, que la heredó—, significa la autorización que da el Estado a una mujer para que pueda ser madre dentro del marco de la legalidad.

Todo esto se halla presente hoy en día: por más que se hable de respeto a la diversidad, no habrá ninguna diversidad real ni una verdadera gama de elección mientras la Ginógina y el Androandro sigan desterrados de la mitopoética colectiva. Ya la sola palabra “tolerancia” lo denuncia: mutiladas sus raíces arquetípicas, ambas figuras, por más que se intente reivindicarlas en el terreno civil o laico, en el fondo no seguirán siendo otra cosa que anomalías. De manera aún más grave, los detentadores de sexualidades alternativas sólo a nivel personal tomarán en serio a sus respectivos mundos. El mito conecta a la parte con el todo; es —en términos de Jung y Bachelard— un racimo de símbolos tangibles e inmediatos que a la vez están cargados de significaciones arquetípicas resonantes en la psique humana. En otros términos: el mito coloca a las estrellas aisladas en constelaciones de sentido.


En la modernidad occidental, el mito erótico tiene prácticamente una sola expresión ritual, conectada con las religiones mayoritarias: la ceremonia matrimonial, arquetípicamente exclusiva del mundo heterosexual, es decir del terreno del modelo aceptado, el del Andrógino. Las parejas heterosexuales sólo tienen ese ámbito para experimentar una sensación de trascendencia (conexión); fuera de estos instantes, carecen de todo sentido de lo sagrado. Y acaso ni siquiera en esos instantes, porque la ritualidad, en tiempos caracterizados por el materialismo, se vuelve una serie de meras representaciones utilitarias. Los ritos del matrimonio, independientemente de que la pareja crea en ellos o los vea como trámites “simbólicos”, la conectan con esferas superiores, con un todo universal; esto es lo que significa a nivel arquetípico “tomar en serio”: desbordar las individualidades y reconocerlas partes de un concierto mayor, darles un sentido mitopoético.

Aún cuando en ciertos países parece aumentar la “tolerancia” hacia las relaciones entre personas del mismo sexo, las lesbianas y los homosexuales continúan sin sustento mítico, sin verdadera ritualidad; esto significa que no terminan por sentir que sus preferencias forman parte de un todo. Su amor no tiene otra escala que la de la inmediatez: no es más que un juego, un simulacro, una representación que a veces toma una actitud pagana y carnavalesca pero también, de nuevo, como pura exterioridad. En palabras del mito originario, es un erotismo que no se revierte en el universo.


La impureza

Una gran escritora como Katherine Mansfield, caracterizada por una refinada y aguda sensibilidad, aporta la palabra clave de este proceso. En sus diarios, Mansfield es siempre transparente y aunque ha asumido su bisexualidad, libra en su interior una cierta lucha interior al respecto; en esas páginas habla de una relación lésbica que sostuvo en la primera década del siglo XX con una joven maorí, Maata Mahupuku, a la que había conocido en Wellington, Nueva Zelandia, y a la que reencontraría más tarde en Londres. En una entrada de su diario correspondiente al mes de junio de 1907, escribe: “Quiero a Maata del mismo modo en que la he tenido: terriblemente. Esto es turbio, lo sé, pero es verdad” (I want Maata—I want her as I have had her—terribly. This is unclean I know but true). En esta última frase, Mansfield utiliza un adjetivo revelador: unclean forma parte de un matiz verbal sólo existente en inglés. Literalmente puede verterse como “no limpio”; el hecho de que en español este tipo de fórmulas sean por completo inusuales, ha llevado a veces a traducirlo directamente como “sucio”, lo cual es burdo. “No blanco” no significa necesariamente “negro”. Del mismo modo, unclean no corresponde necesariamente a “sucio” o “turbio”, aunque vaya en esa dirección.

El prefijo un- denota ausencia o negación, y las diferentes traducciones al español ilustran la amplia gama que esa partícula cubre; es posible apreciar esa gama en la manera en que palabras que señalan carencias o negaciones parciales o perentorias, como unaggresive (“poco agresivo”), uncaught (“aún en libertad”) o unkind (“poco amable”), se diferencian de las fijas o absolutas, como unable (“incapaz”), unafraid (“sin miedo”) o unsought (“espontáneo”). En esta gama hay las que se traducen tajantemente más allá de los eufemismos y relativizaciones, como unadopted (“rechazado”), unallowed (“prohibido”), unqualified (“incompetente”), unreal (“irreal”), unremembered (“olvidado”) o unsuccess (“fracaso”).

El mismo juego se nota en el término undead, del que no hay traducción precisa al español; para no verterlo literalmente como “no muerto” se ha echado mano del recurso “muerto viviente”, un oxímoron que funciona en términos del género de horror (como sinónimo de “zombie”, significativo mito de la modernidad) pero que no tiene sentido en otros territorios dramáticos. Lo mismo podría hacerse con unclean, es decir, traducirlo como “limpio turbio”, pero habría que añadirse “ni del todo limpio ni del todo turbio” (así como el zombie debe entenderse como “ni del todo muerto ni del todo vivo”).

En cualquier caso, independientemente de las particularidades culturales, psíquicas o históricas de la relación lésbica aludida por Katherine Mansfield, resulta notorio que la muy poderosa intuición de esta escritora la lleva a recoger, en una sola palabra, la sensación que prevalece en el fondo en toda sexualidad alternativa. Porque más allá de la especificidad de circunstancias o del irrepetible modo particular en que cada participante de estas sexualidades asume lo alternativo de su preferencia sexual, una inmensa mayoría de ellos experimenta, con mayor o menor conciencia, la sensación de que su sexualidad y todas sus manifestaciones son precisamente unclean. (No importa qué tan madura sea su autoaceptación individual: desde la instauración del patriarcado, toda su cultura, todo el “espíritu de los tiempos”, lo hacen inferir lo turbio a cada momento.) Es el resultado directo de haber retirado de la psique colectiva a los arquetipos de la Ginógina y el Androandro.

Angela Smith, biógrafa de Mansfield, intenta demostrar que la bisexualidad de esta autora se debe entender como una expresión de su “ímpetu transgresor” (transgressive impetus); sin darse cuenta (aun cuando sus intenciones son progresistas y contestatarias), Smith conserva, en cuanto a su biografiada, la misma sensación de uncleaniness cuando insiste en que Mansfield continúa teniendo relaciones con varones a la vez que intenta reprimir sus sentimientos hacia las mujeres. En cuanto al fragmento citado del diario de Mansfield, la biógrafa se basa en el adverbio utilizado por la escritora: “terriblemente” (terribly). Éste, conectado con unclean, parece formar la base demostrativa de algo que trasciende a la biografía de Mansfield y se aplica, por sobreentendido, a toda sexualidad alternativa: el hecho de que la heterosexualidad sea inferida, por sí misma, como clean, mientras que, por elemental contraposición, la gama de la sexualidad LGBT se reviste, de entrada, con la inferencia de lo unclean. En absoluto resulta gratuito que, en el lenguaje religioso inglés, unclean corresponde a “impuro”, en expresa referencia a los demonios, unclean spirits (“espíritus impuros”). De unclean hay apenas un paso para unholy (literalmente “no santo”, “no sagrado” y, sobre todo, “no bendito”) que en el nivel de lo relativo significa “impío” o “profano”, y en el de lo absoluto refiere directamente a “infernal”.

Este sobreentendido se debe, sin duda, a la falta de un soporte arquetípico para lo que se llama alternativo, y a la manipulación que se ha hecho del arquetipo en que se basa la heterosexualidad. Lo alternativo es “impuro” sólo porque la pureza ha sido concentrada en la versión oficial de la sexualidad: sólo la heterosexualidad recibe la bendición de la pureza convenida. De una manera apenas metafórica, resulta claro que la Ginógina y el Androandro no sólo han sido desterrados, sino específicamente excomulgados.


Un sentido cósmico

En las minorías, la búsqueda de un mito fundacional es la de un reacomodo del mundo cuya primera función es convertir a la desventaja en ventaja, a la marginalidad en escudo de armas, a la expulsión del paraíso en don divino. Sin embargo, una vez cumplido este propósito, queda aún otro, más amplio (romper la noción de “minoría”, que depende de su opuesto, “mayoría”, y al depender de este concepto lo reafirma), y a la vez más de fondo (el reacomodo del mundo ya no depende de la conveniencia sino de la trascendencia): revestirse de un sentido cósmico.

Hay que decir, por otro lado, que es precisamente en esa falta de “seriedad”, de ritualidad socialmente aceptada, en lo que radica la “ventaja” que asumen los mundos lésbico y homosexual: ambos se sienten libres de esa parafernalia vacía en que las sociedades han convertido a toda liturgia erótica.[3] Pero tal vaciedad es efecto de haber mutilado dos terceras partes del mito originario para dar únicamente validez social a un tercio, el surgido del Andrógino.

Porque no se trata de reclamar para las llamadas “sexualidades alternativas” la moral erótica heterosexual; no basta con instaurar matrimonios religiosos para lesbianas y homosexuales, y de hecho eso es marginal y —aquí sí— simbólico; no se trata de reivindicar a los ritos vacíos para la Ginógina y el Androandro, en cuyo caso no se haría sino repetir a escala las representaciones litúrgicas despojadas de sentido en el terreno de la heterosexualidad. De lo que se trata es de devolver una dimensionalidad espiritual indispensable aún para ateos y agnósticos; se trata, en última instancia, de provocar una revisión profunda del mundo heterosexual una vez que se le reconozca como eso, “un” mundo sacralizado entre otros tres posibles y no “el” mundo.

El territorio laico requiere de mitos, ritos y símbolos no menos que el religioso. El matrimonio civil no tiene más de dos siglos de antigüedad, antes de lo cual era de índole religiosa. Las principales religiones tienen al Andrógino como paradigma mítico absoluto y sólo ha sido posible cambiar parcialmente a este paradigma en el mundo civil. En varios países —cada vez más— se ha admitido el matrimonio entre personas del mismo sexo por medio de modificar a la anterior definición legal del matrimonio (de “la unión de hombre y mujer” a “la unión de dos personas”); sin embargo, sigue sin verdadero sustento mítico: sin verdadera pureza arquetípica, es decir, sin haber recuperado todavía su contacto originario con lo sagrado.

Fundarse en un mito da cohesión y sentido únicamente cuando comienza en la interioridad individual y se revierte luego en la acción colectiva. Sólo cuando la ginoginia y la androandria sean devueltas a la dimensión mitopoética que por milenios se ha reconocido en exclusiva a la androginia, podrá darse una reintegración al mito erótico primigenio. Entonces todo ser humano podrá en verdad asumir (tomar en serio, en el mismo sentido en que un artista emprende la creación) la calidad de su deseo.

*


Notas


[1] Suetonio: Los doce Césares, Perlado, Páez y Cía., Madrid, 1917; trad. directa del latín por F. Norberto Castilla.


[2] Carlos Espejo Muriel: “La transgresión al poder. El emperador Heliogábalo”.


[3] Cuando en México se aprobó la ley de los matrimonios entre personas del mismo sexo, un amplio sector de la comunidad homosexual masculina se negó a festejar ese logro bajo el argumento de que el casamiento, es decir la norma legalizada, destruía a la cualidad inherente a ese grupo: la transgresión. Resulta posible imaginar que quienes hicieron esta declaración, por las mismas razones y debido a la misma postura, llegarían a celebrar la carencia de un soporte arquetípico, en que el que verían más un yugo que una forma de libertad. Esto correspondería a situarse en un nivel precario y sólo conectado con lo inmediato. Porque en un nivel más profundo, el soporte arquetípico puede ser comparado con los cimientos de una casa. Sin cimientos, esa casa permanece por completo libre... de derrumbarse a la primera agitación. Sin una verdadera raigambre arquetípica (que no necesariamente significa "religiosa"), incluso aquella capacidad de transgresión que se menciona como suprema característica de las sexualidades alternativas no es sino una mera fachada: una convención hueca que a nada cuestiona, a nada cambia y hasta termina por confirmar a lo que supuestamente transgrede. (No por otra razón se le "tolera".)

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sábado, 6 de noviembre de 2010

El Andrógino y sus hermanos desterrados (I de III)

DGD: Textiles-Serie blanca 26 (clonografía), 2010

[Leí una versión abreviada de este texto —bajo el título El mito erótico primigenio y la trinidad desbalanceada— como ponencia en el XIII Encuentro Internacional de Escritores (cuyo tema general era “Sexualidad y Literatura”), organizado en Monterrey por el Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León del 29 de septiembre al 5 de octubre de 2008. Presento aquí el texto completo en tres partes.]



I


Una base trinaria del pensamiento

No hay grupo humano sin un mito fundacional. En cuanto a los esenciales terrenos del amor, la sexualidad y el género, Occidente se basa en el mito del Andrógino, y a tal grado, que de arquetipo se ha convertido en el estereotipo esencial. Así, la “idea” que la literatura y los medios masivos difunden del mito del Andrógino es la de un único sexo original; este ser poseía una mitad hombre y una mitad mujer y, arrebatado por la soberbia, quiso igualarse a los dioses y fue castigado con la demediación.

El relato original se encuentra en aquel pasaje de El banquete en que Platón pone en labios de Aristófanes una explicación de ese mito. En esas páginas, Aristófanes afirma que en el principio existían tres sexos: Hombre, Mujer y Andrógino. Curiosamente, de este último dice que “ya no existe y su nombre está en descrédito”, pero en un nivel arquetípico —como intentará entreverse aquí— sucede lo contrario: el Andrógino como mito es el único que existe y los otros dos no sólo desaparecieron sino que jamás tuvieron nombre. Aristófanes narra los sucesos posteriores a la rebelión:

Entonces Zeus y los demás dioses deliberaron; se encontraban ante un dilema, ya que ni podían matarlos ni hacer desaparecer su especie, fulminándolos con el rayo como a los gigantes —porque entonces desaparecerían los honores y sacrificios que los hombres les tributaban—, ni permitir que siguieran siendo altaneros. Tras largas reflexiones, al fin Zeus tuvo una idea y dijo: “Me parece que tengo una estratagema para que continúe habiendo hombres y dejen de ser insolentes, y consiste en disminuir sus fuerzas. Ahora mismo, en efecto —continuó— voy a cortarlos en dos a cada uno, y así serán al mismo tiempo más débiles y más útiles para nosotros, al haber aumentado su número”. [...] Así pues, una vez que la naturaleza de este ser quedó cortada en dos, cada parte echaba de menos a su mitad, y cuando se reunía con ella, se rodeaban con sus brazos la una a la otra, llevadas por el deseo de recuperar su antigua unidad.

La lectura moderna que se hace de este mito es tan simple como Occidente requiere para “evadir toda confusión”: tras ser dividido, el Andrógino desapareció y sólo quedaron los dos sexos humanos fundamentales:




Ya en la época de Platón existía la tendencia a “evadir confusiones”, y cuando el autor de los Diálogos decide hablar de la confusión que ya entonces rodeaba al erotismo, lo hace no sin audacia y riesgo. De manera muy significativa, un muy oportuno olvido cubrirá en los milenios siguientes la explicación ofrecida en El banquete.

Aristófanes afirma que el Hombre Original procedía del Sol, la Mujer Original de la Tierra y el Andrógino de la Luna, “que participa de la Tierra y del Sol”. La “versión oficial” del mito usa a este último elemento para afirmar la sugerencia de que sólo el Andrógino se rebeló, debido a que era, como la Luna, cambiante e impredecible. Pero Aristófanes no solamente da esos elementos al Andrógino y en realidad se refiere a los tres sexos cuando dice: “De estos principios [Sol, Tierra, Luna] recibieron su forma y su manera de moverse, que es esférica. Los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo y combatir con los dioses”.

Por tanto, no es que el Andrógino en exclusiva quisiera igualarse a los dioses por ser sólo él cambiante como la Luna, sino que hubo soberbia (hybris) en los tres sexos, sencillamente porque todos ellos eran esféricos —y no menos impredecibles. En otras palabras: Zeus no sólo castigó la desmesura (insolencia, falta de moderación) de los Andróginos, separando a cada uno en dos individuos, sino también a los Hombres y las Mujeres originales —en la lógica del propio mito lo demuestra una mera consideración cuantitativa, puesto que se trataba de hacer a todos “al mismo tiempo más débiles y más útiles para nosotros, al haber aumentado su número”.

La versión oficial se basa en una tergiversación de niveles: si ella acepta la existencia de tres sexos originales, es sólo para provocar de inmediato el sobreentendido de que, luego de la separación del Andrógino en una mitad masculina y otra femenina, estos nuevos seres quedaron equiparados, en el mismo nivel, a las Mujeres y los Hombres originales —aquellos que, según esta versión, no habrían sido divididos—; con ello, estos últimos son desacreditados y quedan fuera del mito en tanto meras “reiteraciones”: la mitad masculina del Andrógino “repite” al Hombre completo, mientras que la mitad femenina no representa sino una “redundancia” de la Mujer Original. (Obviamente no es así: resultaría un grave desequilibrio castigar al Andrógino con la separación y dejar intactos al Hombre y la Mujer, que superarían en fuerza y habilidad a las mitades de aquél.) Con esta maniobra se fundamenta la idea de un único sexo original y, por tanto, se da un exclusivo sustento mítico a la heterosexualidad.



Pero lo que explica Aristófanes es muy diferente: el Andrógino dividido dio origen al amor heterosexual (la mitad hombre busca a la mitad mujer), mientras que las Mujeres y los Hombres originales, tras la separación, dieron origen al amor homosexual (cada mitad busca a su semejante). Aristófanes afirma:

Cada uno de nosotros no es más que una mitad que ha sido separada de su todo como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre a sus mitades. Los hombres que provienen de la separación de estos seres compuestos, que se llaman andróginos, aman a las mujeres; y la mayor parte de los adúlteros pertenece a esta especie, así como también las mujeres que aman a los hombres y violan las leyes del himeneo. Pero a las mujeres que provienen de la separación de las mujeres primitivas, no llaman la atención los hombres y se inclinan más a las mujeres; a esta especie pertenecen las tribades. Del mismo modo, los hombres que provienen de la separación de los hombres primitivos, buscan el sexo masculino.

El esquema original del mito, pues, resulta muy distinto a como se le recuerda. Si se quisiera retornar a esa visión originaria, en el mismo nivel simbólico del Andrógino sería indispensable recolocar a los otros dos mitos eliminados de la memoria colectiva. Lo primero que destaca es que carecen de nombre, y por tanto deben ser bautizados; ello no sería arbitrario, puesto que sus apelativos están ya en la palabra Andrógino. De ese modo los propondremos aquí: a la Mujer Original la llamaremos Ginógina, y al Hombre Original, Androandro.


Primer paréntesis en torno a los nombres

Cuando de modo excepcional se trata de corregir la generalizada distorsión practicada en las descripciones míticas de El banquete, se dicen cosas etimológicamente absurdas, como esto que se asienta en una popular enciclopedia: “El filósofo de Atenas habla además de un andrógino compuesto —antes de la separación— por dos cuerpos de hombre y de un andrógino compuesto por dos cuerpos de mujer”. Ninguno de ellos puede llamarse “andrógino” si se quiere que los respectivos nombres reflejen en verdad su naturaleza; denominarlos “andróginos” es, así sea inadvertidamente, dar supremacía a uno de los tres modelos y fundamentar en los otros dos un carácter de “anomalías”.

La cuestión de los nombres resulta significativa a la luz de un análogo mito griego; en Las metamorfosis, Ovidio relata la historia de Hermafrodito, hijo de Hermes y Afrodita, cuyo cuerpo fue fusionado con el de una náyade, Salmacis o Salmácide, con el resultado de un individuo poseedor de las características de los sexos masculino y femenino. De manera no poco curiosa, Hermafrodito, cuando era sólo de sexo y género masculinos, ya tenía un nombre bigénero (este apelativo expresaba su descendencia de Hermes y Afrodita, pero también marcaba su destino), de tal modo que tras su integración con la náyade, si se hubiera querido conservar la fidelidad mítica del nombre a las dos vertientes de su naturaleza, debió habérsele llamado Hermafrócide.

Este numen corresponde, en la terminología moderna, a un hermafrodita simultáneo, a diferencia del secuencial o sucesivo; ejemplo de este último es Tiresias, el vidente ciego que figura en el ciclo de Edipo y en la Odisea (a Tiresias, nacido varón, la diosa Hera lo cambió a mujer durante siete años, al término de los cuales le devolvió la masculinidad). En ambos casos se habla de una transformación —o metamorfosis, en la terminología de Ovidio. Inquietante simetría especular: el Andrógino aludido en El banquete posee de nacimiento una naturaleza dual y es luego demediado, a la inversa de Hermafrodito y Salmacis, cuyas naturalezas originarias son individuales y resultan más tarde fusionados en un solo ser. La línea es clara: a toda demediación sigue la demanda de una reintegración.


Los tres seres primigenios



En El banquete Aristófanes señala un efecto esencial de la separación en las tres criaturas primordiales: la insaciable ansiedad con que cada mitad busca a su “media naranja” (como bien dice la vox populi), pero no describe a los tres seres con igual aplicación. En el caso del Andrógino, generador de la heterosexualidad, se limita a mencionar el adulterio, es decir la poligamia; de la Mujer Original (aquí llamada Ginógina) parece cuidarse de hablar, y sólo aporta el ejemplo de las tribades —palabra procedente del verbo griego que corresponde a frotar, majar, apretar, trillar, triturar—; únicamente abunda en la descripción del Hombre Original (aquí llamado Androandro) y sus descendientes: “Mientras son jóvenes, aman a los hombres; se complacen en dormir con ellos y estar en sus brazos; son los primeros entre los adolescentes y los adultos, como que son de una naturaleza mucho más varonil. Sin razón se les echa en cara que viven sin pudor, porque no es la falta de éste lo que los hace obrar así, sino que, dotados de alma fuerte, valor varonil y carácter viril, buscan sus semejantes; y lo prueba que con el tiempo son más aptos que los demás para servir al Estado”. Aristófanes añade:

Hechos hombres a su vez aman a los jóvenes, y si se casan y tienen familia, no es porque la naturaleza los incline a ello, sino porque la ley los obliga. Lo que prefieren es pasar la vida los unos con los otros en el celibato. El único objeto de los hombres de este carácter, amen o sean amados, es reunirse a quienes se les asemejan. Cuando el que ama a los jóvenes o a cualquier otro llega a encontrar su mitad, la simpatía, la amistad, el amor los une de una manera tan maravillosa, que no quieren en ningún concepto separarse ni por un momento. Estos mismos hombres, que pasan toda la vida juntos, no pueden decir lo que quieren el uno del otro, porque si encuentran tanto gusto en vivir de esta suerte, no es de creer que sea la causa de esto el placer de los sentidos. Evidentemente su alma desea otra cosa, que ella no puede expresar, pero que adivina y da a entender [...], esto es, el deseo de estar unido y confundido con el objeto amado, hasta no formar más que un solo ser con él. La causa de esto es que nuestra naturaleza primitiva era una, y que éramos un todo completo, y se da el nombre de amor al deseo y prosecución de este antiguo estado.

Ya en su época, Platón hace lo mismo que a lo largo de los siglos harán filósofos y poetas: buscar el mito fundacional, y lo rastrea no sin riesgo y con extrema cautela, acaso recordando la suerte mítica de Orfeo, que por tratar de convencer a los hombres de Tracia de practicar la pederastia fue desmembrado por las Ménades. Sin embargo, lo esencial es que Aristófanes (es decir Platón, es decir Sócrates, es decir la Grecia más profunda) enuncia su búsqueda del mito cosmogónico desde una base trinaria del pensamiento, totalmente ajena a la mentalidad binaria de nuestra modernidad; del mismo modo, Platón había dicho en la República que en un hombre que ha dominado tanto su espíritu (cabeza, intelecto) como sus apetitos (sexo, instinto), despierta una tercera parte en la que reside la sabiduría: “es entonces cuando mejor atrapa a la realidad”.[1]

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Nota

[1] En Le Sexe incertain. Androgynie et hermaphrodisme dans l’Antiquité romaine (Belles Lettres, Vérité des Mythes, París, 1997), Luc Brisson examina la base trinaria de pensamiento no sólo en el Symposium platónico y el mito de Salmacis y Hermafrodito, sino en la mitología cosmogónica de la poesía de Hesiodo, las rapsodias órficas, el gnosticismo, el Corpus Hermético y los llamados Oráculos Caldeos. Ese estudio había comenzado en otro libro de Brisson: Platon, les mots et les mythes. Comment et pourquoi Platon nomma le mythe? (La Découverte, Textes à l’appui, París, 1982).

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