lunes, 25 de febrero de 2019

El misterio de los actores y de la actuación (XLVIII)

DGD: Morfograma 48, 2019.


Anexo 1
El actor visto por Robert Bresson
(El actor y el modelo)

Robert Bresson hace una diferencia básica entre “cine” (ortodoxia) y “cinematógrafo” (arte), así como entre “actor” (profesionista) y “modelo” (co-creador): “Tal como se las concibe, las películas de cine sólo pueden utilizar actores; las del cinematógrafo, sólo modelos” (Robert Bresson: Notes sur le cinématographe, Gallimard, París, 1975. Notas sobre el cinematógrafo, Era, México, 1979; trad. de Saúl Yurkiévich).
          Define al modelo de este modo: “Lo que das a conocer de ti por coincidencia con él”. Y su técnica de dirección de actores se basa en este principio: “Un actor extrae de sí lo que verdaderamente no hay en él. Ilusionista”.
          Y aconseja de este modo al director: “Al aplomo de los actores opón el encanto de los modelos que no saben lo que son”. Porque hay ahí necesariamente un diálogo muy íntimo: “Es a ti y no al público al que [los modelos] dan esas cosas que el público quizás no vería (y que sólo tú entrevés). Depósito secreto y sagrado”. Y sin embargo, Bresson establece una regla en ese diálogo: “Fijarás los límites no de su poder [de los modelos] sino de la ocasión en que lo ejerzan”. Y a los modelos: “No se trata de interpretar ‘simplemente’ o de representar ‘interiormente’, sino de no interpretar en absoluto”.
          Al actor entendido como modelo, Bresson le reserva el mayor de los elogios: “Capaces de sustraerse a su propia vigilancia, capaces de ser divinamente ‘ellos mismos’”. A ello se conjunta este otro aforismo: “Lo que lo anima (palabras, gestos) no es aquello que lo pinta, como en el teatro, sino aquello que lo obliga a pintarse a sí mismo”. Y sobre lo divino: “G, divinamente hombre, F, divinamente mujer (modelos), sin ningún truco. Truco es lo que en ellos hay de oculto, de no aparecido (no revelado)”.
          A la suprema diferencia entre teatro y cine corresponde la misma distancia entre los actores de teatro y los modelos del cinematógrafo: “Poner sentimiento en su cara y en sus gestos: ese es el arte del actor, ese es el arte del teatro. No poner sentimiento en su cara y en sus gestos no es propio del cinematógrafo. Modelos expresivos involuntarios (y no inexpresivos voluntarios)”. Porque: “Una película de cine reproduce la realidad del actor a la par que la del hombre que éste es”.
          Bresson desconfía del trabajo de preparación de personaje: “El actor que estudia su papel supone un ‘yo’ conocido previamente (que no existe)”. El actor de cine (el que se facilita las cosas, la presencia) hace en esencia siempre lo mismo (actuar), independientemente de que sus personajes sean muy distintos entre sí:

Admitir que X sea a veces Atila, Mahoma, un empleado de banco, un leñador, es admitir que X actúa. Admitir que X actúa es admitir que las películas en donde actúa se emparientan con el teatro. No admitir que X actúa es admitir que Atila=Mahoma=un empleado de banco=un leñador, y eso es absurdo.

Bresson entrevé la paradójica relación entre el actor y el personaje: “Un actor necesita salir de sí mismo para verse en el otro. Tus modelos, una vez salidos de ellos mismos, no podrán volver a entrar”. Pero a ese salir de sí mismo lo matiza de este modo: “No hay que representar ni a otro ni a sí mismo. No hay que representar a nadie”. E incluso Bresson parece contradecirse, porque ese abrirse se da cerrado: “Modelo. Cerrado; sólo sin saberlo entra en comunicación con lo de afuera”.
          La paradoja signa su visión del modelo-contrapuesto-al-actor:

Modelos exteriormente mecanizados, interiormente libres. En su rostro, nada voluntario. “Lo constante, lo eterno bajo lo accidental”.



Modelo. A salvo de toda obligación respecto al arte dramático.



Con los seres y las cosas de la naturaleza, limpiados de todo arte y en particular de arte dramático, harás un arte.



La causa que lo hace decir esta frase, realizar este gesto, no reside en él sino en ti. Las causas no están en tus modelos. Sobre las tablas y en las películas de cine, el actor debe hacernos creer que la causa está en él.



Cuanto más se acercan (en la pantalla) con su expresividad, más se alejan. Las casas, los árboles se aproximan; los actores se alejan.



Modelos. Dejándose guiar no por ti, sino por las palabras y los gestos que les haces decir y hacer.



Evitar los paroxismos (cólera, espanto, etcétera) que uno está obligado a simular y en donde todo el mundo se parece.



Los gestos que ellos, tus modelos, repitieron maquinalmente veinte veces, una vez lanzados a la acción de tu película, se los apropiarán. Las palabras que aprendieron con la punta de la lengua encontrarán, sin que su pensamiento intervenga, las inflexiones y el canto propios de su verdadera naturaleza. Manera de recuperar el automatismo de la vida real. (No se tiene ya en cuenta el talento de uno o varios actores o estrellas. Lo que importa es cómo te aproximas a tus modelos, cuánto de virgen o de desconocido consigues extraerles.)

Un aspecto igualmente paradójico en el que Bresson insiste es el de la automaticidad: “Modelo. Vuelto automático, protegido contra todo pensamiento”. Y esto apoyado en otro gran fragmentarista: “Todo movimiento nos descubre (Montaigne). Pero sólo nos descubre si es automático (no controlado, no querido)”. Y: “A propósito del automatismo, esto que también es de Montaigne: ‘No ordenamos a nuestros cabellos que se ericen ni a nuestra piel estremecerse de deseo o de rabia; la mano va a menudo a donde no la enviamos’”.
          El modelo es “Bello por todos esos movimientos que no hace (que podría hacer)”. Esta potencialidad, este misterio, es para Bresson la esencia del arte del modelo:

En el autor la simplificación creadora tiene su nobleza y su razón de ser sobre las tablas. En las películas, suprime la complejidad del hombre que el actor es y con ella las contradicciones y las oscuridades de su verdadero “yo”.



Se olvida demasiado la diferencia entre un hombre y su imagen, y que no hay diferencia entre el sonido de su voz en la pantalla y en la vida real.



Modelo. Se encierra en sí mismo. Así hace X, un excelente actor. Pero es para reaparecer disimulado por la actuación, irreconocible.



La vida no la debe expresar la copia fotográfica de la vida, sino las secretas leyes que rigen al movimiento de tus modelos.



Lo que se hace sin control de uno mismo, principio activo (químico) de tus modelos.



Las entonaciones son justas cuando tu modelo no ejerce sobre ellas ningún control.



Lo que no llego a saber acerca de F y de G (modelos) es lo que los vuelve, para mí, tan interesantes.

Y sobre todo: “Nada de psicología (de aquella que sólo descubre lo que puede explicar)”.
          Esta es una de las anotaciones más complejas en el cuaderno de notas de Robert Bresson: “Modelos. Ninguna ostentación. Facultad de atraer hacia sí, de retener, de no dejar que nada pase hacia afuera. Una cierta configuración interna común a todos”. No en balde dice a sus modelos: “Hablen como si se hablaran a ustedes mismos. Monólogo en vez de diálogo”, y afirma de ellos que “Es su ‘yo’ no racional, no lógico, lo que [la] cámara registra”.
          En sus momentos más altos, pues, el actor que no tiene control sobre lo que hace (es decir, el que, capaz de sustraerse a su propia vigilancia, es por tanto capaz de ser divinamente él mismo) parecería lograr el milagro: el de hacer presente esa cierta configuración interna común a todos que acaso obedece a las secretas leyes que rigen al movimiento.
          Cuando el actor es visto como co-creador, Bresson se aproxima al concepto de sacralización de este artista: “El actor existe doblemente. Es la presencia alternada de él y del otro a la que el público ha sido acostumbrado a venerar”. Hay, entonces, un virtuosismo muy lejano a la definición usual de esta palabra: “Un virtuoso no nos hace oír la música tal como está escrita sino como la siente. El actor-virtuoso”. La sacralización es igualmente redefinida: no es fervor público o fanatismo de la exterioridad, sino el reflejo del milagro al que el actor hace presente en sus momentos más altos: “Modelo que, a pesar de sí mismo y de ti [director], desprende al hombre verdadero del hombre ficticio al que habías imaginado”.




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viernes, 15 de febrero de 2019

El misterio de los actores y de la actuación (XLVII)

DGD: Morfograma 47, 2019.

Teseo: Los mejores actores no son más que sombras, y los peores no son tan malos si se ayudan de la imaginación.
     Hipólita: Será tu imaginación, y no la suya.

William Shakespeare: Sueño de una noche de verano




El sueño

Todo aquello que la actuación tiene que ver con el sueño es enfocado de una forma curiosa por Anthony Hopkins:

El desierto representa el gran limbo de nuestras vidas. Mi filosofía es que la vida es un sueño. Estoy fascinado por el mundo soñado [dream world] en el que vivimos, en el que estamos soñando, y por ese momento de revelación cuando surge la mente subconsciente. Mi propia postura —y esto va más allá de religión o espiritualidad— es que todo esto es una ilusión, es Maya, porque mi vida ha sido tal..., estoy sentado aquí cuarenta años después de haber ido al Actors Studio, y absolutamente nada tiene ningún sentido lógico (del lado izquierdo del cerebro). Hay algo en nosotros que entiende muy en lo profundo, muy hondo en nuestra naturaleza, muy profundo para comenzar a comprender, y esa revelación manda pequeños signos, pequeños flashes, como ese momento en que decidí cambiar mi vida, y ese flash me dijo: “Es tuya si la quieres”, y no sé cómo sucede, pero me ha pasado. Eso es lo que intenté poner en esta película sobre la naturaleza onírica de la vida. [XIII-12, 15-10-2007. Se refiere a Slipstream, que Hopkins escribió, dirigió y protagonizó en 2007.]

Sin duda el sueño y la actuación están muy relacionados, y en más de un nivel podrían llamarse lenguajes paralelos (y acaso gemelos).


Onnagata

En el cuento “Onnagata”, Yukio Mishima describe a un joven actor de teatro kabuki:

Las grandes emociones de la tragedia clásica parecían basarse, por lo menos en apariencia, en hechos históricos, pero en realidad no pertenecían a periodo alguno. Eran las emociones propias de un mundo estilizado, grotescamente trágico y vívidamente coloreado a la manera de una estampa moderna. El dolor que sobrepasa los límites, las pasiones sobrehumanas, el amor que se marchita, el gozo espeluznante, los cortos alaridos de aquellos que se encuentran atrapados por circunstancias demasiado trágicas como para ser resistidas, todo ello se había alojado minutos antes en el cuerpo de Mangiku y resultaba sorprendente que tan frágil estructura hubiera podido albergarlos sin quebrarse como un delicado recipiente. [...]

  Mangiku había vivido estos sentimientos grandiosos e irradiado luz desde el escenario, justamente porque las emociones transmitidas por él iban más allá de las que podía conocer el auditorio. Quizás esto sucede con todos los actores, pero en el teatro contemporáneo nadie transmite tan intensamente estas emociones que no pueden incluirse en la vida diaria.

Mangiku es lo que el teatro japonés denomina onnagata, es decir, un actor varón que desempeña papeles de mujeres jóvenes. La traducción literal de onnagata es “figura de mujer”, debido a que el papel es interpretado de manera exclusiva por un varón, que debe vestirse como mujer y realizar un personaje femenino real.
          Originalmente el elenco de una obra de teatro kabuki era mixto y existía el caso en que tanto los varones como las mujeres podrían hacer roles del género opuesto, con el fin de generar un efecto humorístico y obsceno. Sin embargo, debido a las quejas de actos de prostitución en las compañías de kabuki, el shogunato Tokugawa prohibió en 1629 la presentación de mujeres en escena. En principio fueron remplazadas por niños, pero en 1652 esto fue vedado; así pues, todos los papeles debieron ser asumidos por varones (los onnagata, también conocidos como oyama). Este fenómeno de actores masculinos presentándose en roles femeninos también era presenciado en la Ópera de Pekín con los Dan, que eran originalmente varones, aunque más tarde fueron remplazados por actrices.
          Mishima establece al onnagata como un artista cuyo ámbito es la frontera entre el sueño y la realidad:

Un pasaje de Ayamegusa dice: “El encanto es la esencia del onnagata. Pero aun el onnagata, naturalmente hermoso, perderá su atractivo si se esfuerza por impresionar a través de sus movimientos. Si realiza un esfuerzo consciente por aparecer como lleno de gracia, logrará, en cambio, parecer totalmente corrompido. Por esta razón, a menos que el onnagata viva como una mujer su existencia cotidiana, nunca logrará ser un buen onnagata. Cuanto más se concentre al interpretar desde la escena esta o aquella actitud esencialmente femenina, más masculino parecerá. Estoy convencido de que lo esencial es el comportamiento del actor en la vida real”. [...]

  Sí, Mangiku era totalmente afeminado en su hablar y en sus movimientos cotidianos. De no ser así, aquellos momentos en los que el esplendor del onnagata que acababa de representar se diluían gradualmente como el agua del mar sobre la playa, se habrían convertido en una zona divisoria entre el mar y la tierra. Una puerta cerrada entre la realidad y el sueño. La ficción de su vida era el sostén de sus interpretaciones escénicas. Y Masuyama opinaba que aquello era lo que distinguía al verdadero onnagata. Un onnagata es el hijo nacido de la unión ilegítima entre el sueño y la realidad.

La misma definición podría usarse para todo actor verdadero, independientemente de la técnica (o ausencia de ella) en que se base.


El instante

En su libro de memorias Linterna mágica (1987), Ingmar Bergman hace una anotación al final de uno de esos raros días felices de rodaje, en este caso de Fanny y Alexander (1982):

A veces hay una especial felicidad en ser director de cine. Una expresión no ensayada nace en un instante y la cámara la registra. Eso ocurrió hoy. Sin ensayarlo ni prepararlo, Alexander se queda muy pálido, una expresión de puro dolor se dibuja en su rostro. La cámara registra el instante. El dolor, el inasible, pasó unos segundos por su rostro y nunca volvió; tampoco había estado ahí antes, pero la película captó el instante preciso. Entonces me parece que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes.

  Como un pescador de perlas.



Bertil Guve (Alexander) en Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, Ingmar Bergman, 1982). Cinematograph AB, Svenska Filminstitutet, Gaumont.


Cuando el espectador ve la película, ese instante no es más que otro de los hallazgos que forman la verosimilitud existencial en la vida de los personajes. Sin embargo, basta dar un paso atrás para entender ese instante como la manifestación del milagro más impensable, más alto (una perla). Bertil Guve, el niño actor que desempeña el papel de Alexander, está en un set ambientado, iluminado por multitud de reflectores, vestido con un ropaje que no es el suyo, cercado por objetos que tampoco le pertenecen puesto que son utilería y escenografía, y sobre todo no está solo, sino que lo rodean no sólo numerosos actores en la escena sino docenas de técnicos que lo están mirando y que esperan algo de él, y por si fuera poco tiene encima ese ojo todopoderoso e imponente de la cámara de cine. ¿Cómo logra el actor desprenderse de todo eso, ya no digamos borrarlo sino colocarlo en un trasfondo de la conciencia de tal manera que no lo afecte, que no lo predisponga, que no lo influencie, que no lo intimide? ¿Cómo consigue el milagro indescriptible de llegar, a través de todas esas artificialidades, a una verdad? Porque sólo ante una verdad puede suceder que empalidezca, que un dolor puro e inasible, es decir, verdadero, se dibuje en su rostro, y en ese instante preciso comunique al espectador algo que no tiene nombre, algo que es tan profundamente humano que no requiere transcripciones verbales para transmitirse, algo que es intemporal y eterno, y a la vez fugaz e irrepetible.
          En ese niño actor se ha dado el milagro más alto de la actuación, acaso el instante que todo lo justifica y para el que todo está construido. “Entonces me parece”, dice Bergman, “que todos esos días y meses de minuciosa planificación han valido la pena. Tal vez yo viva para esos cortos instantes. Como un pescador de perlas”.
          Más allá de la técnica, el actor sueña. A veces trae a la superficie, como un eximio pescador, una perla. En esos cortos instantes se concentra la realidad.


[Finaliza el libro. Continúan los Anexos.]
[Leer Anexo 1: El actor visto por Robert Bresson.]

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