jueves, 26 de noviembre de 2015

Auras y rasgos del ensayo (III)



DGD: Redes 196 (clonografía), 2012


8. Reflexión fragmentaria. Siempre que se habla de ensayo se trae a cuento, con toda justificación, el nombre de Michel de Montaigne, a quien se reconoce como el creador del género ensayístico moderno. Lo es, sin duda, pero lo que hace Montaigne es recuperar una tradición antigua como la escritura misma, que es la reflexión fragmentaria (pero no dispersa), suelta (pero no incongruente), lúdica (pero no irresponsable): una especulación no sujeta a un tema determinado sino, a la inversa, un hablar de todo a partir de la única motivación y justificación de una personalidad, la de quien escribe. Octavio Paz ha referido esto como la contraposición entre visión y punto de vista. Hablando de la prosa de Borges, en donde es difusa la frontera entre los géneros, Paz comenta que “Es una visión única no tanto por lo que [Borges] ve sino por el lugar desde donde ve al mundo y se ve a sí mismo. Un punto de vista más que una visión”. En efecto, Borges asume la literatura no como un mapa de caminos hechos sino como un territorio abierto a la exploración y que, por tanto, no es sinónimo de las herramientas disponibles para recorrerlo.

9. Charla, subjetividad, mezcla. El ensayo es la forma moderna de algo que comenzó con el nombre de género epidíctico en la antigua oratoria grecorromana. A finales del siglo tercero de esta era, Menandro el Rétor, maestro griego de retórica, estableció las reglas de este género, al que sencillamente llamaba “charla”. La “puesta en abismo” o juego de espejos es muy antiguo: Menandro dio una charla cuyo tema era la charla —hoy diríamos un ensayo sobre el ensayo— y ahí enlistó algunas de sus características:

(1) Tema libre: elogio, vituperio, exhortación. (2) Estilo sencillo, natural, amistoso. (3) Subjetividad: la charla es personal y expresa estados de ánimo. (4) Mezcla de elementos: citas, proverbios, anécdotas, recuerdos personales. (5) Carece de un orden preestablecido; se divaga; es asistemático. (6) Extensión variable. (7) Va dirigido a un público amplio. (8) Conciencia artística. (9) Libertad temática, de construcción y de exposición.

Varias de estas reglas parecen más bien consejos, pero ya se entrevé aquí la paradoja de la que hablamos al principio: aunque el ensayo carece de una definición general unívoca, se le suele dividir en partes que sí parecen tenerla; así, se habla del ensayo erudito, académico, científico, político, o bien del ensayo literario.

El ensayo literario tiene a su vez toda una gama, que va desde el artículo periodístico hasta el manifiesto, la filosofía heterodoxa o el esoterismo artístico. Octavio Paz ha señalado en varias ocasiones que es ya costumbre confundir al ensayo literario “con el tratado, la disertación o la tesis”. Y añade su propia definición:

El ensayo es un género difícil. Por esto, sin duda, en todos los tiempos escasean los buenos ensayistas. En uno de sus extremos colinda con el tratado; en el otro, con el aforismo, la sentencia y la máxima. Además, exige cualidades contrarias: debe ser breve pero no lacónico, ligero y no superficial, hondo sin pesadez, apasionado sin patetismo, completo sin ser exhaustivo, a un tiempo leve y penetrante, risueño sin mover un músculo de la cara, melancólico sin lágrimas y, en fin, debe convencer sin argumentar y, sin decirlo todo, decir todo lo que hay que decir.

Cabría añadir que también se confunde al ensayo literario con el artículo de opinión, la crónica, la glosa o la crítica de las artes. La confusión es antigua, y acaso le es consustancial. Borges apunta que, en la época de De Quincey, “Un ensayo, entonces, era una sabia y grata monografía”.

De la reglamentación de Menandro pueden obtenerse varios rasgos perdurables: subjetividad, mezcla de elementos, divagación y asistematicidad. Adorno coincide en este rasgo de lo no-sistemático: “He aquí la paradoja del ensayo: su unidad se encuentra en su ‘discontinuidad’. La falta de una estructura consistente, unificada, ayuda al ensayo a encontrar la estructura apropiada para el contenido que está tratando de expresar”. Pero ya en Menandro quedan claros los dos más importantes rasgos del ensayo: conciencia artística y libertad (de tema, de construcción y de exposición). El aura correspondiente afirma que en el ensayo literario no hay límites y que el único sustento que tiene es la conciencia, apoyada a su vez en el arte.

*


Bibliografía
Theodor W. Adorno: “El ensayo como forma” (1958), en Notas de literatura, Ariel, Barcelona, 1962; trad. de Manuel Sacristán.
Jorge Luis Borges: prólogo a Los últimos días de Emmanuel Kant y otros escritos, de Thomas de Quincey, inc. en J.L.B.: Biblioteca personal (Prólogos), Hyspamérica, Buenos Aires, 1984.
Octavio Paz: “El arquero, la flecha y el blanco”, en Vuelta, vol., 10, núm. 117, agosto de 1986.
Octavio Paz: “La verdad frente al compromiso”, en Obras completas, vol. 9, FCE, México, 1994-2003.




lunes, 16 de noviembre de 2015

Auras y rasgos del ensayo (II)



DGD: Textil 46 (clonografía), 2001


3. Aventura. Lo lúdico y su necesaria irresponsabilidad se liga con la noción de aventura, y ésta con la de viaje. Hay grandes ensayos vestidos de “libros de viajes”, pero este no es precisamente el sentido del rasgo al que se alude cuando el ensayo es definido como “aventura del pensamiento”. Así como cada quien juega a su manera, así también existen distintas versiones personales de viaje, desde la expedición arriesgada en lo desconocido hasta el “viaje alrededor de mi cuarto”. Hay ensayistas que se lanzan realmente “a la ventura” y quienes solamente lo aparentan, protegiéndose con arneses y todo tipo de dispositivos de seguridad.

4. Lo impredecible. La anécdota que narré puede también verse de otro modo, esto es, como una serie de autores noveles que creyeron encontrar la convocatoria para un concurso de textos agenéricos, de “escritura miscelánea”, de lo que ahora se conoce como literatura fragmentaria, un territorio extragenérico ubicado a mitad de camino entre la prosa, el apunte y el aforismo, en un tono más lúdico que académico (por eso los ensayos académicos tienden a una doble sequedad, sin duda para compensar el aura lúdica-irresponsable y lo que ella conlleva: soltura y libertad del juego; es decir, para ser tomados en serio en el mundo académico).

Felizmente, el ensayo tiene esta inferencia, esta aura: aunque es un género, parece actuar como refugio de aquella escritura que carece de género, es decir, como refugio de lo inclasificable. La desventaja que implican todas estas inferencias de la palabra “ensayo” puede ser también vista como su ventaja, sencillamente porque de todas maneras este “género” se las ha arreglado para escapar de las demarcaciones genéricas, de las leyes formales, de los límites de exploración. 

5. Extensión no normativa, intensidad sui generis. En el poema la brevedad es una característica que puede ser rota sin que deje de ser eso precisamente, una característica. La novela, en cambio, se distingue por la extensión (suele decirse “novela corta” para justificar a un texto que no cumple con la dilatación que se espera en ese género). Mario Vargas Llosa intenta establecer un marco de referencia a partir de la distinción entre poesía y novela; así, escribe: “La poesía es intensa; la novela, extensa”. ¿Qué podría decirse del ensayo? Que busca la intensidad pero no depende de la extensión, que es el criterio más funcional para diferenciar el cuento (hasta 30 cuartillas), el relato (hasta 60), la novela corta (hasta 150) y la novela sin más (de 150 en adelante). En la búsqueda de una definición del ensayo tiene que eliminarse la extensión como criterio definitorio, puesto que bien puede ir —por ejemplo— desde los magníficos prólogos de Borges de página y media hasta los cuatro tomos de Las máscaras de Dios de Joseph Campbell.

Queda solamente la intensidad, pero tampoco ella es un criterio funcional puesto que no todo ensayo la requiere y hay una gran cantidad de ensayos que buscan más bien la liviandad, el humor amable, la sátira ligera, el simple gusto de manejar ideas o descripciones sin cargar el aparato intelectual en uso. ¿Puede decirse por esto que no son intensos? En general no carecen de alguna forma de intensidad, de fuerza sui generis. El rasgo que puede sacarse de esto es que el ensayo busca su propia definición de lo intenso, y acaso sus propias definiciones de todo (que a la vez debe aceptar como siempre provisionales, si está siendo realmente honesto y fiel a su propia esencia).

6. Descolocación. En torno al ensayo circulan varias definiciones interesantes. Ortega y Gasset lo definió como “la ciencia sin la prueba explícita”. Alfonso Reyes no sintió que la ciencia fuera la referencia adecuada, y afirmó que “el ensayo es la literatura en su función ancilar”, lo que significa que en el ensayo la literatura se vuelve “esclava o subalterna de algo superior”. (En Latinoamérica, Reyes fue el primero en afirmar, con la suficiente “autoridad”, que la importancia del ensayo como vía de conocimiento radica en su valor literario.)

Ya en 1917 el crítico Eduardo Gómez de Baquero intuía ese “algo superior” y decía que el ensayo “está en la frontera de dos reinos: el de la didáctica y el de la poesía, y hace excursiones del uno al otro”. En esa escala, la didáctica es cada vez menos entendida como “dar una lección” que como arriesgar una hipótesis, compartir un hallazgo, buscar cómplices para un cuestionamiento. Al otro polo, esto es, el de la poesía, alude Eugenio d’Ors cuando define al ensayo como “la poetización del saber”. No se refiere a “adornar” el pensamiento, a revestirlo con un lenguaje rebuscado, sino a conectarlo con la raíz más profunda e intemporal, a la vez que la más fecunda: la poesía.

Aunque tristemente la poesía es cada vez menos relacionada con el ensayo, al mismo tiempo los ensayistas y los lectores habituales de ensayos reconocen a la poesía como la característica esencial de los ensayos más perdurables e influyentes de la historia. Los ensayistas más respetados han sido asimismo poetas; basta pensar en Goethe, Blake, Emerson, Wilde, Eliot, Pound, Heine; o en Baudelaire, Valéry, Baudrillard, Pavese; y en nuestra lengua Quevedo, sor Juana, Martí, Darío, Juan Ramón Jiménez, Cuesta, Villaurrutia, Novo, Paz, Tomás Segovia.

7. Autorreflexión. Theodor W. Adorno observa que el ensayo está obligado, por su propia naturaleza, a reflexionar sobre sí mismo. Lukács coincide con ello cuando define al ensayo como un juicio que extrae de sí su propio código de valores (o bien cuando lo define bellamente con la frase “la intelectualidad como vivencia sentimental”). Un rasgo esencial que parece inherente en este género es lo que en francés se conoce como “puesta en abismo”: la capacidad del arte de volcarse en sí mismo, de convertirse en el espejo en que se mira. Dos ejemplos magnos de la “puesta en abismo” —memorablemente estudiados por Borges— son la obra de teatro dentro de Hamlet o los personajes de la segunda parte del Quijote que son lectores de la primera.

De ahí la presencia constante de ensayos sobre el ensayo, es decir de ensayos que buscan la definición, la identidad o falta de ella del ensayo. Ante esta insistencia sólo quedan dos posibilidades: o bien se acepta que el ensayo carece de definición y que esa es su gran ventaja, o bien se acepta que su definición radica precisamente en la serie de textos que buscan definirlo un poco a la manera de Penélope, esto es, difiriendo siempre la definición.

En la visión de Adorno hay otro rasgo de igual importancia cuando sitúa la finalidad del ensayo en cambiar diametralmente los marcos de referencia, invertir las categorizaciones de manera experimental, forzar un punto de vista inaudito sobre el mundo, apoyado el ensayista menos en la forma ortodoxa del conocimiento que en la descolocación.

Este es un rasgo fundamental del ensayo, y un aura de enorme importancia que se nota cuando la crítica más abierta hace uso de adjetivos “regionales” (ensayo “erudito”, “académico”, “científico”, “político”, etcétera) y a la vez emplea el sustantivo sin añadidos (“ensayo”) para los casos más puros o intensos. Esta aura sugiere que el ensayo en su mejor expresión es el que no se coloca, el que no se ampara en los marcos de referencia de una disciplina particular. Esta es la razón de fondo de que se depare la categoría “ensayo académico” al de —por ejemplo— un filólogo que escribe sobre filología, y la de “ensayo” sin más al de un ser humano (que puede ser filólogo, pero que no escribe como tal, es decir que se descategoriza en el sentido de que deja de representar un punto de vista institucional u ortodoxo sobre el mundo) cuyo tema, aunque sea particular, aspira al cosmos en toda su diversidad.

(En el fondo es lo mismo que piden algunos analistas, como Evodio Escalante, que insta a diferenciar al ensayo sin más llamándolo “texto ensayístico”, o Luigi Amara, que invita a considerarlo “ensayo ensayo”. Cada quien propone su nomenclatura singularizante; la que más se ha extendido es “ensayo literario”.)

*


Bibliografía
Luigi Amara: “El ensayo ensayo”, en Letras libres, México, febrero de 2012.
Evodio Escalante: “Acerca de la supuesta hibridez del ensayo”, en La Jornada semanal, México, febrero 11 de 2007.
Eduardo Gómez de Baquero: “El ensayo y los ensayistas españoles contemporáneos”, en El renacimiento de la novela española en el siglo XIX, Mundo Latino, Madrid, 1924.
Mario Vargas Llosa: prólogo a El tambor de hojalata de Günter Grass, Círculo de Lectores, Barcelona, 1987.

*