martes, 25 de agosto de 2009

¿Quién estrena un espejo? (Notas sobre simultaneidad)

DGD: Figura 12, 2001
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Qué resonante aquella obsesión de Borges por preguntarse cuál iba a ser el último espejo que lo reflejaría. Sin embargo, no resulta menos conmovedora la pregunta opuesta (o casi) que, a decir del escritor español José María de Cossío, hacía un aldeano en su natal Valladolid. Éste solía repetir: “¿Habrá alguien que pueda preciarse de haber estrenado un espejo?”. Cossío no deja de apuntar que el aldeano lo preguntaba sin darse cuenta de la profundidad que tocaba, pero ¿quién realmente se da cuenta de la profundidad que toca cuando dice cualquier cosa?
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El aldeano dice algo; el escritor se da cuenta de una mayor profundidad en lo que aquél dijo; alguien podrá encontrar aún mayor hondura en lo que Cossío advierte... La conciencia se amplía en círculos concéntricos cuyo número es potencialmente infinito, y lo fascinante es que en la dirección contraria nunca hubo realmente un primer acto de darse cuenta: el aldeano está ampliando una magnitud, no creándola. Él no creó a esa conciencia a la que su pregunta ahonda: la recibió de alguien más; algo fue el percutor que lo llevó a darse cuenta de determinada cosa. En la apertura de la conciencia humana hay una progresión, pero si ella se remonta en busca de un origen, éste no se hallará en parte alguna. Siempre hay algo más allá, en ambas direcciones.
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Una vez cité la pregunta del aldeano en un círculo de amigos. Uno de ellos dijo con displicencia: “¡Pero claro que alguien estrena un espejo, el que los fabrica!”. Otro discrepó: “No, porque para el fabricante de espejos es una rutina, los hace pero no se ve en ellos”. Y un tercero, más reflexivo y meditabundo, re-preguntó: “Pero ¿cómo sabemos lo que hay en la vida de un hombre, de un artesano, de un fabricante de espejos? Es más arriesgado suponer que nunca se mira, o que se mira siempre sin verse en sus hechuras, que pensar que hay un momento, aunque sea uno solo, en que de pronto, luego de aplicar el azogue, se extraña y por primera vez se ve”. “Como un niño cuando descubre un espejo”, dijo otro en la tertulia. “Sí”, convino alguien más, “es posible que el artesano se extrañe, pero no creo que se diga ‘Estoy estrenando este espejo’.” Entonces uno de los amigos pareció concluir el juego cuando dijo: “Pensar que sólo un hombre puede estrenar el espejo es antropomorfismo. Cientos de imágenes ya lo han estrenado antes de que se reflejen en él los ojos de un ser humano”.
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Tal vez Heráclito, de haber participado en esa conversación, habría dicho que no importa quién estrena, porque toda vez es la primera: nadie se mira dos veces en el mismo espejo. O incluso: nadie se refleja dos veces consecutivas en la misma superficie reflectante porque, entre una y otra, él ha cambiado. El humilde espejo en el cual nos miramos día tras día ve siempre una nueva cara. Es el espejo el que podría preciarse de estrenar un rostro cada mañana.
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Y, en efecto, la pregunta del aldeano es mucho más profunda de lo que Cossío imagina, y tiene que ver con uno de los mayores problemas de la filosofía: la suprema dificultad de establecer los primeros instantes, y en suma, los orígenes. ¿Cuál es el origen exacto del universo, del mundo, de la humanidad, del hombre, del lenguaje? El cine ofrece un buen ejemplo: si se acepta como fecha de nacimiento el 28 de diciembre de 1895 es por una convención; se trata de la fecha en que los hermanos Lumière celebraron la primera exhibición pública del cinematógrafo, pero —como bien saben los historiadores—, si se trata de ir hacia atrás en la línea de los antecedentes, la historia del cine se remonta, al menos, a la caverna de Platón.
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¿Hay antecedentes que sea posible remontar hasta que pueda hablarse de un nacimiento? Los positivistas hablarán del nacimiento del hombre; aunque no se pueda decir con certeza que un individuo nace en determinado instante (cuando inicia el proceso de expulsión del paraíso; cuando asoma una parte de su cuerpo; cuando sale por completo; cuando se corta el cordón umbilical, etcétera), se toma un grupo de instantes en bloque y por eso se habla de un primer día (y de una hora de nacimiento, que es un margen más o menos aceptado por la astrología). Pero también puede decirse, con pleno acierto, que la fecha de nacimiento de todo hombre es la del primer hombre (el padre está en el hijo y el abuelo en el padre).
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Y aquí se vuelve al problema inicial: ¿sabe alguien cuál fue el primer hombre y dónde y cuándo nació? El mito trata de compensar esa íntima ignorancia: Adán nace cuando Dios le insufla vida. Pero aún en este mito hay trazas profundas del misterio capital. Dios crea el mundo (el universo) en seis días, pero nunca se nos dice cómo nació la herramienta primordial que la divinidad utiliza para su Creación: el lenguaje. En el día cero, Dios debió haber creado primero el lenguaje, que a continuación le permitiría crear a través de la palabra (Fiat Lux).
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Guillermo de Humboldt dedicó sustanciosas páginas a la pregunta por el origen del lenguaje, que es, en última instancia, la misma de “¿quién estrena un espejo?”:
El lenguaje no puede surgir sino de una vez, o para expresarlo más claramente, tiene que poseer en cada instante de su existencia aquello que hace de él una totalidad. Por ser la expresión inmediata de un ser orgánico en su doble validez sensorial y mental, el lenguaje comparte la naturaleza de todo lo orgánico, pues en él cada elemento es constituido por los demás y el todo por la fuerza unitaria que lo penetra.
Tomás Segovia concuerda con esta visión y delinea el máximo misterio que ella contiene:
La pregunta por el origen del lenguaje, como la pregunta sobre el origen del universo, no tiene respuestas lógicas. La teoría del Big bang es evidentemente un mito, o sea un relato del que la lógica no puede dar cuenta. Decir que en el comienzo hubo una gran explosión de algo que no podía ser materia, puesto que la materia nació de esa explosión, es tan incomprensible como decir que en el principio fue el Verbo, aunque seguramente ese lenguaje mítico es más homogéneo que el del Génesis con el lenguaje de la ciencia moderna. Paralelamente, las supuestas teorías —que no son verdaderas teorías, sino hipótesis casi siempre burdas— sobre el origen del lenguaje son simples fantasías más o menos caprichosas, generalmente de un utilitarismo primario. Lo mejor es tomar el lenguaje como lo percibe nuestra experiencia: como algo que siempre está y ha estado ya ahí. Suponer que tuvo tal o cual origen no ayuda para nada a entenderlo, más bien al revés, como también entre los científicos los que no creen en el Big bang hacen la misma física que los que sí creen.
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Para nosotros el lenguaje está siempre dado, e imaginar un tiempo sin lenguaje es imaginar un tiempo sin hombres, mientras que la idea de un hombre antes del lenguaje es una pura fabulación humana, o sea una operación del lenguaje mismo. Si el lenguaje está dado, no hace ninguna falta imaginar unas etapas de gestación en que estaría medio dado, medio no dado. Suponer una especie de desarrollo embrionario del lenguaje a partir de gérmenes rudimentarios es un mito que satisface nuestros prejuicios positivistas y materialistas, por comparación con hechos biológicos o históricos conocidos. Pero no tenemos el menor indicio de que así haya sido. Todos los hechos de lenguaje que conocemos (me refiero a los lenguajes “naturales”) nos muestran que todo lenguaje es siempre, desde el comienzo, si es que hay un comienzo, un organismo completo.
Todo siempre está y ha estado ya ahí. Toda idea de “evolución” es un utilitarismo primario. Los orígenes, los estrenos, las primeras veces, son todos tan convencionales como los cumpleaños y, en efecto, su función es satisfacer “nuestros prejuicios positivistas y materialistas”. Por eso resultan más misteriosos los comienzos que los finales: ambos son sospechosos de falsedad, pero los comienzos tienen esa característica que los diferencia diametralmente de los finales: son, en esencia, inubicables.
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Si los principios —los principios verdaderos, aquellos a los que es imposible remontarse de manera palpable— son mitos utilitarios, los finales —todos los finales, incluidos los que vemos a cada paso— ya ni siquiera son mitos sino meras leyendas, fórmulas convencionales cuyo fin es satisfacer nuestros prejuicios: como necesitamos principios, inventamos finales. Un macabro racionalismo positivista moldea a la realidad (a la realidad mental, que es para nosotros la única realidad) y para ello utiliza a los finales como herramienta cuyo fin es mantener el prejuicio de los principios. Todo debe extinguirse para fundamentar la ilusión de haber comenzado.
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He aquí lo más resonante: intuir las enormes implicaciones que tiene la sospecha, en el fondo compartida por todos, de que los finales —cualquier final— no son otra cosa que herramientas —casi diríase armas de verdugo— para ocultar a nuestros ojos la simultaneidad.
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Nadie estrena un espejo porque todo espejo, en el momento en que nos parece nacer, ha reflejado todo el vasto pretérito y conoce el rostro del remoto porvenir. Lo nuevo existe pero —como el amor, el lenguaje, el hombre, el universo— en el momento de aparecer ha estado desde y para siempre.
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sábado, 15 de agosto de 2009

Un texto de Ana Alonzo sobre Rosa Blanda

DGD: Serie Rosaceae 3, 2009
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En la claridad de líneas que parecen ríos
Ana Alonzo
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Samuel Taylor Coleridge, un poeta inglés, se preguntaba: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces qué?”. Esta pregunta suele estar en nuestra boca más veces de las que podemos recordar. Ese “¿entonces qué?”, tan desprovisto de respuestas, suele ser la expresión más común que cierra un episodio amoroso: el “¿entonces qué?”, en estos casos, quiere decir: “¿entonces para qué viví este amor?, ¿entonces por qué termina esta relación?, ¿entonces por qué te conocí?”. Parecería que el amor, visto así, es un mundo que sólo podemos visitar ocasionalmente, y los testimonios que traemos de vuelta de esa visita —las cartas, los regalos, las fotografías— se convierten en esa interrogante que Coleridge formula desde su hipotética flor. Sin embargo, la pregunta “¿entonces qué?”, más que anclarnos en la duda, nos obliga a nadar en la invención de todos los mundos posibles que se abren cuando alguien logra visitar el mundo de otro.
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Por supuesto, Coleridge no se refería al amor en la frase citada, sino al Paraíso que, por extensión, es más bien un mundo inaccesible, un mundo posible en la imaginación, mas no en la realidad. Y, claro está, su hipótesis se refiere más a las consecuencias que a las causas del suceso, es decir, si alguien pudiera entrar a un mundo que no le pertenece, y pidiera un testimonio, y regresara a su mundo con un objeto que atestiguara esa visita, ¿entonces, qué consecuencias tendría para los demás habitantes de ese mundo la visita que esta sola persona hiciera al otro mundo? Es decir, qué habría sucedido si, por ejemplo, Cristo nos hubiera dado un testimonio “visible” de que era hijo de Dios: una pluma del ala de un ángel o una flor que no se marchitara nunca. Si tuviéramos estos objetos, ¿nos bastarían para creer en el Paraíso? Siguiendo esta lógica, creo que la pregunta de Coleridge sugiere más la fascinación que tenemos hacia la incertidumbre que aquella que podríamos tener hacia la certeza. Esta última impone una disciplina a la voluntad, pero la ambigüedad disciplina en el asombro.
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Si lo pensamos bien, quizás esto explica por qué las certidumbres no nos gustan tanto. Éstas se traducen en decisiones que, por muy difíciles que puedan parecer, siempre se toman para recorrer un camino ya trazado. En cambio, las incertidumbres resultan más encantadoras porque nos dan la posibilidad, racionalmente absurda, de creer que el mero hecho de andar un camino provoca que se tracen otras vías. Quizá nunca conoceremos esas nuevas vías, pero las imaginamos mejores, menos accidentadas, más amables. La ambigüedad, la incertidumbre, la duda, son palabras que inauguran destinos, siempre y cuando la imaginación nos auxilie y la creatividad nos salve de andar a tientas por los caminos del ensueño.
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Pienso, entonces, que Rosa Blanda es un homenaje a la ambigüedad, a la del amor, y a la de los mundos posibles. Y lo creo justamente porque al leer este libro, tenemos la certidumbre de que el enigma es lo que nos alimenta el alma. Desde sus primeras líneas se conjura lo obvio y se inaugura lo posible: “Paloma, espada, naipe, rosa, tormenta. Podría haber empleado cualquier término para nombrarte y no hubiera mentido”. Desde estas líneas entendemos que el panteísmo del amor hace que todos los mundos sean posibles porque uno solo lo es. Recibir esta revelación desde el inicio hace de Rosa Blanda el testimonio de un mundo que convive con éste porque se comunica, porque responde a cualquier pregunta sobre el aquí y el ahora de la conciencia amorosa.
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Rosa Blanda es novela, es poesía, es ensayo y, por ser todo esto, es, para el lector, una ejercitación de la sensibilidad. La trama de un joven archivista que se enamora de una bruja establece un diálogo con todas las formas escriturales irreversiblemente posibles, “porque hay algunas cosas que sólo comienzan a existir cuando alguien las interrelaciona”, como se afirma en el texto. Esas formas son la poesía y el ensayo que se leen en la claridad de líneas que parecen ríos. El ritmo de la lectura es una modulación de silencios que nos preparan para revelaciones como esta: “En el fondo de todo recuerdo late la certeza de que hay algo más que no podemos olvidar”.
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La trama de Rosa Blanda descansa más en las imágenes y en las ideas, que en las acciones mismas. Y es la posibilidad para el lector de reconocer, en las palabras, formas que limpian la mirada. La lectura de Rosa Blanda sugiere una visita a un mundo paralelo, que hace excepcional el regreso al mundo de la vigilia. Cada vez que uno detiene la lectura, es porque está descubriendo que “una pareja enamorada es el testimonio vivo de la caducidad del reino de la Costumbre, de sus dudosos privilegios”, o porque está entendiendo que “los amantes no temen recordar el mundo para asumirlo”.
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Quien escribe así, creo, tiene una disposición espiritual tan cercana al milagro que puede hacer, de cada palabra, un templo para la memoria. Eso que muchas personas llaman “el poder evocativo” de la literatura, que no es otra cosa que el poder recordar algo de nosotros mismos, hace de Rosa Blanda un libro íntimo, no sólo porque conforme se avanza en la lectura se escuchan los ecos de nuestras propias historias amorosas, sino porque también escuchamos los ecos de lo que imaginamos que serían y, tal vez, de lo que serán. Quizás esta sea la razón de que Rosa Blanda es también un ensayo sobre la Memoria; a partir de la narración de una historia amorosa podemos descubrir que “la Memoria se recuerda y juega; no hay quien recuerde si no aprende a jugar [...]. En cambio, hay quien olvide, porque la Amnesia es la única que puede administrarse”.
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Si el amor es un mundo alterno a éste, un mundo del que podemos entrar y salir, creo que muchos podríamos elegir este libro como testimonio de lo que es visitar ese lugar de unión tan parecido a lo que creemos que es el Paraíso. La flor de Coleridge podría ser Rosa Blanda. Y, aunque en este libro se afirme que “atisbar los milagros no basta para cambiar los ojos”, creo que la obra de Daniel González Dueñas sí tiene el poder para cambiar nuestra mirada, porque su obra nos hace participar del milagro y nos da un testimonio de él, una respuesta, una rosa blanda.
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[Texto leído por la autora en la presentación de Rosa Blanda (Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2009), Casa Refugio Citlaltépetl, julio 21 de 2009.]
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[Ana Leonor Cuandón Alonzo es licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana, y pasante de Maestría en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Se ha desempeñado como maestra e investigadora en diferentes instituciones educativas. Sus principales temas de investigación son la poesía, bajo el enfoque de la mitocrítica. Ha escrito la columna “Lecturas compartidas” para el suplemento cultural Caravansary, del periódico Tabasco Hoy, y para Diario Monitor. Desde el 2007 está adscrita a la Academia de Lenguaje y Pensamiento de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, como maestra e investigadora de tiempo completo.]
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miércoles, 5 de agosto de 2009

Un texto de Elsa R. Brondo sobre Rosa Blanda

DGD: Serie rosaceae 5, 2009
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La abolición del olvido
Elsa R. Brondo
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Usualmente, la presentación de un libro es el comienzo del viaje de la obra hacia sus lectores. En el caso de Rosa Blanda de Daniel González Dueñas estamos más bien ante la invocación de una nueva lectura que comenzó en 1985, cuando fue publicada por vez primera. Sus lectores de entonces conocieron la extraña fascinación que despierta Rosa Blanda y ahora, en un tiempo circular, nos es dado el placer de descifrarla de nuevo. Su cuidada y compleja escritura, el diálogo intertextual que mantiene con otros autores, otras literaturas y otras tradiciones son recursos que mantienen al lector en un ejercicio activo de interpretación. Eso que nos hace preguntarnos una y otra vez “¿ante qué estoy?” e intentar vanamente responder al enigma. Estamos habituados a la seguridad de los géneros: poesía, narrativa o ensayo.
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Rosa Blanda es en realidad una flor del jardín complejo que constituye la obra de González Dueñas, una muestra de una literatura lúdica a la vez que erudita que escapa con fortuna a los géneros cerrados. ¿Qué es Rosa Blanda? Cada lector como un gambusino tendrá que encontrar sus propios tesoros. Puede ser leída muy bien como un prosemario de la pasión y de la imposibilidad amorosa, pero también podría ser leída como un ensayo poético acerca de la imposibilidad de registrar la relación entre dos amantes. No puedo adivinar cada una de las nuevas lecturas que despertará Rosa Blanda; acaso puedo arriesgar la mía, la más reciente, la que hoy comparto con ustedes.
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La memoria ha sido en los últimos años un caro tema en ámbitos como la filosofía, la política, la historia. Recuperar esa gran memoria de la humanidad es un imperativo en esta época que nada por la corriente de la amnesia. Pero ¿no es esa misma memoria la que atraviesa nuestra vivencia personal y está amenazada? Rosa Blanda es un canto, como todo aliento poético lo es, que habla de esa memoria en la unicidad de la experiencia amorosa. Reducirla sólo a la separación de los amantes o a la reconstrucción imposible de una relación, sería borrar una de las singularidades de este libro. Lo excepcional es esa continua reflexión entre la memoria, el recuerdo, el archivo, la palabra, el tiempo, la amnesia y el amor, que se da en el espacio del deslumbramiento del archivista ante su bruja, ser perfecto en sus infinitas mutaciones que, en un tiempo signado por sus límites, construye con él un espacio común. El polígrafo, el hombre, atesora y registra amorosamente a una mujer-bruja, luchando contra lo que el filósofo Jacques Derrida llamaba mal de archivo.
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Como un fármaco platónico, que lo mismo es remedio que veneno, la palabra escrita intenta resguardar la memoria y, al mismo tiempo, esta memoria está condenada al olvido, en la medida que delegamos en esa palabra escrita el recuerdo. La voz poética que guía a esta Rosa Blanda admite: “sé que [mi mundo] ama tanto a la amnesia que su mayor orgullo es atesorar recuerdos cuidadosamente clasificados en orden de desaparición”. Esta paradoja o aporía, que es imagen misma del archivo derrideano, se enfrenta a la imposibilidad de atesorar a la bruja amada. Esta palabra, bruja, con una carga histórica de sentidos, es redefinida y elegida por el amante como una suerte de llave que abrirá mundos fantásticos, paralelos a la imposibilidad de registrarlos. Sin embargo, Rosa Blanda es un registro, es el archivo en donde nosotros los Callados accedemos al recuerdo que el archivista tiene de su pequeña bruja: “En el fondo de todo recuerdo late la certeza de que hay algo más que no podemos olvidar”.
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Se escribe entonces para recordar la imposibilidad del borramiento absoluto, porque hay algo que escapa al racional ejercicio de archivar: la bruja enseña a su amante que el lenguaje es el mundo mismo, y por esta razón no puede ser sujetado: “su método selectivo (cabe decir, de redacción) es curiosamente opuesto al del Registro: implica una soltura que desconocemos, un vértigo desmesurado que aborrece cualquier asociación o emplazamiento comparativo”.
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Los amantes se muestran uno al otro para alimentar su avidez de tiempo para el amor. El que registra y la bruja saben que esa misma avidez de tiempo agota al tiempo amoroso. Hay en Rosa Blanda una certeza de la pérdida, una desolación que se busca en el instante mismo del encuentro entre los amantes: “Si mi memoria no es sino vaso comunicante y ya se congratula de perderte, habrá que pagarle con la misma moneda”. El olvido absoluto es quebrantado en el lenguaje, porque es ahí donde viven los amantes, donde han nacido y vivirán. Rosa Blanda se revela como un juego perverso en el que contemplamos la imposibilidad amorosa, la caducidad y la naturaleza efímera del amor, y en contrapunto el archivo, el registro de esa pasión como una posibilidad casi mesiánica de porvenir. Lo finito amoroso se escribe en el infinito del lenguaje y es ahí donde los amantes, el Registro y los recuerdos quizá encuentren la abolición del olvido. Un infinito del lenguaje exhalado por la bruja y por esos otros lugares que se identifican equívocamente con la oscuridad.
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Reconozco en el libro de Daniel González Dueñas su absoluta fidelidad a la palabra, las imágenes deslumbrantes de su pensamiento y la novedad de una aproximación que nos recuerda que el tiempo es una medida relativa cuando hablamos de literatura.
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[Texto leído por la autora en la presentación de Rosa Blanda (Ediciones Sin Nombre, col. Los Libros de la Oruga, México, 2009), Casa Refugio Citlaltépetl, julio 21 de 2009.]
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[Elsa Rodríguez Brondo es narradora, pintora, diseñadora, maestra de teoría literaria y doctoranda de Letras Latinoamericanas por la UNAM. Ha publicado una fina plaqueta a caballo entre la poesía y la narrativa, La revelación de Lan Kuei (2001). Tiene en internet dos blogs de depurado estilo en los que reúne muestras de sus pinturas, textos y diseños; uno de ellos puede visitarse pulsando aquí; el otro, aquí.]
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