jueves, 25 de febrero de 2021

El misterio de los cien monos (LXIX)

DGD: Postales, 2021.

 

 

Serie y acorde

 

Al tratar de explicar lo que Paul Kammerer buscaba, Arthur Koestler define la serialidad como un principio básico paralelo al de la gravedad universal que, a diferencia de ésta, “procede selectivamente para unir las configuraciones semejantes, tanto en espacio como en tiempo, y las correlaciona sólo por la afinidad”. Acaso ésta es la palabra clave: son afines los ropajes de las personas a las que Kammerer observaba en el parque (serialidad), así como hay también una afinidad entre pensar en un gato con determinadas características y la aparición de un gato real idéntico al imaginado (sincronicidad).

          Sin embargo, en este último caso, más que “afinidad” parece haber una “identidad”: el gato imaginado no es concebido como “similar” al gato real, sino como el mismo. Brota una primera pregunta: al tratar de establecer los principios de la serialidad, ¿Kammerer rastreaba simplemente patrones de elementos repetitivos (en el vestuario de las personas), mientras que Jung, al investigar la sincronicidad, buscaba identidades secretas? ¿O ambos buscaban esto último, cada uno a su manera, como muestra la muy delgada línea que separa a la serialidad de la sincronicidad, cuya diferencia —como se ha visto— es muy difícil de localizar?

          En ningún territorio como el de la música se tiene tan clara la coexistencia de lo sucesivo y lo simultáneo: varias notas pueden ser tocadas una tras otra (serie), o al mismo tiempo (acorde). Esto cobra nuevos significados cuando se examina a nivel metafórico. Schoenberg optó por el sucesivismo, que es emblema de la modernidad occidental y la razón (por ello habló de una “liberación por la disonancia” que sería, en primer lugar, liberación de falsas ideas cosmológicas, teológicas, religiosas, en las que veía un lastre). Por su parte, Kammerer buscó el simultaneísmo, que es base de las más antiguas tradiciones esotéricas y místicas (también hablaba de una liberación, en este caso del darwinismo y sus determinismos ideológicos, en los que veía una esclavitud). Eso es lo que radica en el fondo de su frase “No somos esclavos del pasado sino videntes del futuro”.

          En suma: la música era un elemento central en la formación de Kammerer. Él mismo era compositor, además de crítico musical... y masón: una escuela esotérica que atiende los principios pitagóricos y, por tanto, el concepto de Música de las Esferas. La imaginación puede unir estos elementos y preguntarse: ¿buscaba Kammerer repeticiones como en una partitura, en donde las notas o los acordes reaparecen aquí y allá para construir una “frase” musical, o anhelaba las identidades secretas que develan un orden interno en la canción o la sinfonía, es decir un ritmo? En términos arriesgados: la meta ulterior de este hombre, ¿era dar con la orquestación universal, la partitura cósmica, el gran Acorde, la Música de las Esferas?

          Su objetivo debía ser así de alto: Kammerer cierra su libro con la convicción de que el estudio de la serialidad cambiará el destino del hombre, puesto que su acción “es ubicua y contigua en la vida, la naturaleza y el cosmos. La ley de serialidad es el cordón umbilical que conecta el pensamiento, el sentimiento, la ciencia y el arte con la matriz del universo que les dio origen”. Koestler, dando voz a Kammerer, afirma que el principio de la serialidad “actúa selectivamente”. Bien puede preguntarse: ¿tan “selectivamente” como un compositor actúa para orquestar y acceder a la armonía?

 

 

Respuestas de Michael A. Forster

 

En el año 2003 formulé estas preguntas al bio-ecólogo australiano Michael A. Forster, estudioso de Kammerer y continuador de sus experimentos lamarckianos;[1] a través del correo electrónico se suscitó el diálogo siguiente:

 

Forster: No estoy de acuerdo con Koestler. Aunque su libro [The Case of the Midwife Toad] tiene un inmenso valor, es desafortunado que fuera escrito antes de que emergiera la ciencia de la complejidad. Cualquier intento de explicar la sincronicidad o la serialidad en cualquier sentido místico a lo New Age, como Koestler parece hacerlo, es erróneo y debe ser radicalmente descartado. El principio de la serialidad sólo parece actuar selectivamente, pero no tiene libre albedrío, ni conciencia, ni nada parecido. Eso es una ilusión.

  La desconfianza que usted manifiesta hacia la New Age es comprensible, pero ¿no va esa desconfianza demasiado lejos, haciéndonos descartar a priori cualquier cosa que no tenga que ver directamente con la ciencia y la “objetividad”?

  Forster: Ciertamente es útil mantener una mente abierta acerca de cualquier tópico. Simplemente he encontrado en mi experiencia que muchos “fenómenos inexplicados” pueden ser entendidos si se re-formula la pregunta acerca de esos fenómenos.

  Kammerer era un músico, y debe haber sido influido por esa muy particular forma de pensamiento. Si alguna vez usted ha escuchado a un músico hablar de teoría musical, sabrá a lo que me refiero: esa forma de pensar no es “mística”, pero tampoco es “científica”. ¿No sugiere esto que lo que interesaba a Kammerer no era hacer tablas, gráficas o tabulaciones de simples regularidades ocultas, sino detectar el ritmo que marcan las recurrencias y las coincidencias?

  Forster: También la música ha sido definida como un sistema complejo auto-organizado. Así como hay un ritmo en la música, asimismo lo hay en la bolsa de valores, los latidos del corazón, los patrones sociales, etcétera; todos ellos son sistemas complejos auto-organizados. Acaso Kammerer intuitivamente observó en su música una conexión entre este “ritmo” de la naturaleza y los ritmos que se hallan en el comportamiento social de los seres humanos.

  Parece que estoy siendo muy dogmático acerca de todo esto, pero el único punto que estoy tratando de marcar es que las observaciones de Kammerer pueden ser explicadas por teorías modernas sobre la organización de sistemas complejos, así como, a su vez, puede serlo la sincronicidad de Jung. Está abierta la cuestión de si la teoría de la complejidad es la respuesta ulterior a todo, y con toda probabilidad no lo es. Sin embargo, lo es cabalmente para explicar la serialidad.

 

¿Se limitaría, pues, la Ley de la Serialidad de Kammerer a demostrar que hay regularidades hasta en lo irregular? Y en última instancia: ¿su búsqueda quedaría satisfecha al detectar un ritmo, por más complejo que éste resultara, dejando fuera cualquier consideración sobre una conciencia supraindividual detrás de ese ritmo?

          Sin duda, dos personalidades lucharon en la interioridad de Kammerer: el biólogo que radicalmente descartaba a lo que en su tiempo era el equivalente de la New Age, y el místico que supo entrever un mosaico mundial, un caleidoscopio cósmico. Si el místico no se desarrolló “armónicamente” fue por el temor del biólogo a perder la respetabilidad que tanto valoraba (o lo hizo en términos de la total excentricidad, como lo pinta el seco retrato hecho por Alma Mahler). ¿Es permisible suponer en Kammerer una tercera personalidad, la del músico, que lograra unificar y conciliar a las otras dos, así fuera de modo fugaz? Y en este caso, ¿qué alegoría buscaba este músico, la de unos cuantos “conductores” dirigiendo a los demás “intérpretes”, o la de una humanidad que es al mismo tiempo compositora, intérprete y directora de aquello en lo que desea convertirse?

 

*

 

Nota

[1] Cf. Forster, Michael A.: “Seriality, Synchronicity and Complexity Science: the Relationship”, en Complexity International, Charles Sturt University (School of Environmental and Information Sciences), Thurgoona (Albury, Australia), 2003.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXX).]

 

 

P O S T A L E S  /  D G D  /  E N L A C E S

Voces de Antonio Porchia

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lunes, 15 de febrero de 2021

El misterio de los cien monos (LXVIII)

DGD: Postales, 2021.

 

 

La consonancia remota

 

En principio puede preguntarse si hubo alguna influencia entre Kammerer y Schoenberg, en sus muy distintos territorios, o si entre ellos sucedió lo que en ese mismo periodo y ciudad se dio entre Schoenberg y Josef Matthias Hauer, quien desarrolló un sistema similar al serialismo sin tener ninguna conexión con Schoenberg (más tarde Hauer reclamó la paternidad de esta teoría). Sea como sea, la coincidencia es lo suficientemente tajante como para permitirnos asegurar que habría interesado al propio Kammerer. Como en la anécdota de los dos Franz Richter, liga al biólogo y al compositor una “serie” de similitudes: ambos músicos, individualistas, ambiciosos, inquietos, ansiosos por la ruptura de fuertes tradiciones culturales a las que al mismo tiempo amaban, y creadores de respectivas teorías complejas y audaces que casi tienen el mismo nombre: serialidad, serialismo.

          En este sentido, ¿es posible aventurar la hipótesis de que Schoenberg, en tanto músico, logró lo que Kammerer sólo soñó y nunca se atrevió a realizar? ¿De haberse decidido por la música en vez de por la biología, Kammerer habría llegado a un resultado similar al de Schoenberg? Y este último, de haber optado por la ciencia, ¿habría desembocado en una teoría como la de Kammerer? ¿O bien ambos resultados habrían sido por completo diferentes? ¿Por qué entonces la similitud de nombres, intuiciones, propuestas, atisbos, combinatorias, aunque sean tan distintos los territorios de cada uno de ellos?

          Resulta asombroso comprobar que ciertos términos ideados por uno podrían haber sido empleados por el otro, así sea a nivel metafórico y haciendo omisión de su específico significado técnico; así, por ejemplo, en “Composition with Twelve Tones” Schoenberg describe el fenómeno de la disonancia como “consonancia remota” (remote consonance). Kammerer podría haber usado el mismo término en sus observaciones: la coincidencia es una consonancia, y a la inversa. Ambos autores se relacionan tanto en el mundo de la ciencia (los dos usaban un lenguaje cuasi-matemático) como en el del arte (a través de la música se desarrolla una muy especial sensibilidad hacia el mundo). Su primordial contraposición —Kammerer instaba a una lectura absoluta de las recurrencias, mientras que Schoenberg pedía utilizarlas sin preocuparse más que por su sentido inmediato— no parece, en el fondo, sino una mera diferencia de rango o alcance (una “consonancia remota”).

 

 

La memoria de Alma Mahler

 

Schoenberg fue discípulo de Mahler y la esposa de este último, Alma, dejó agrias páginas en su autobiografía (Mein Leben, 1960) dedicadas a Kammerer. Vale citar el fragmento completo:

 

Entre las muchas personas a quienes conocí entonces, estaba el destacado biólogo Paul Kammerer, uno de los seres más extraños con que he tropezado en mi vida. Caótico e ingenuo a la vez, pedía igual que un niño, con lloros y gritos, el cumplimiento de cualquiera de sus deseos.

  Le había escrito una carta a Gustav Mahler, en los últimos años de éste. Era una carta tan original que Mahler lo citó y charló con él larga y seriamente. Kammerer volvió a visitarnos en Toblach el verano siguiente, pero esa vez no nos hizo mucha gracia lo ridículo de su persona. Tenía un toque de sensacionalismo, y fue desfigurada su gran carga artística natural.

  Apenas sabíamos quién era, y Mahler había olvidado ya su frase cortés (“¡Venga a vernos en el curso del verano!”) cuando empezó a llegar cada día una pila de correspondencia con las siguientes señas: “c/o Director Gustav Mahler para el Dr. Kammerer”. Por último llegó él en persona. Después de semejante propaganda postal, nuestra recepción fue muy fría, pero no quiso notarlo. Pensamos en aprender algo de él y llevamos la conversación a temas biológicos. Sin embargo, Kammerer no quería hablar más que de música, y Mahler se sintió tan fastidiado que cortó la visita por lo sano.

  Ya muerto Mahler, me encontré con Kammerer en el tren, en el trayecto de Munich a Viena. Todavía muy afectada por la pérdida de mi marido, había asistido, en Munich, al estreno de La canción de la tierra, dirigida por Bruno Walter. En aquel trayecto se puso a desarrollar Kammerer sus ideas sobre mi futuro próximo. Opinaba que por una temporada debía abstenerme de la música y me ofreció un puesto como ayudante suya en el laboratorio de investigación biológica del Prater. Me gustó la propuesta y acepté en seguida. Me inicié con un experimento mnemotécnico. Él quería averiguar si las mantis religiosas pierden la memoria al cambiar de tegumento, o si la fase constituye sólo una reacción cutánea superficial. Para eso tenía que inculcarles una costumbre, pero a esos bichos no hay manera de enseñarles nada. Yo tenía que darles de comer en la parte de abajo de la jaula. Ellos comen siempre arriba y a la luz. La jaula estaba a oscuras por abajo. No hubo manera de que aquellos insectos perdieran su bonita costumbre y complacieran a Kammerer.

  Yo llevaba anotaciones minuciosas, aunque Kammerer habría preferido anotaciones inexactas pero positivas. No quiero decir que él fuera capaz de hacer trampa; no, pero deseaba tan ardientemente el éxito de sus investigaciones que era capaz de desviarse inconscientemente de la verdad. Esto me explica también su posterior proceder y la descalificación de los laboratorios ingleses de investigación, que diagnosticaron: “Los resultados de sus investigaciones no son concluyentes”. Se trataba entonces del mimetismo en los lagartos. Aquel experimento —en cuya supervisión colaboré— se publicó demasiado pronto, y sin la debida observación. En Inglaterra llegaron incluso a acusar a Kammerer de falseamiento. En cierta ocasión me llevó al sótano del laboratorio biológico. Se trataba de habituar a unos ajolotes a que comieran a la luz para que aquellos animales ciegos recuperaran la vista. Cuando volví a casa y comuniqué el resultado a Oskar Kokoschka, me dijo: “¿Y qué ven entonces?... ¡A Paul Kammerer!”.

  En aquellos meses Kammerer se enamoró seriamente de mí. Me escribía varias cartas al día, todas disparatadas. Sólo he conservado algunas. Tenían muy poco que ver con la realidad. Él estaba totalmente equivocado en cuanto a nuestras relaciones. Como amigo lo apreciaba, pero, como hombre, me resultaba repulsivo.

  Había logrado, una sola vez en el curso de los años, arrebatarme un beso absurdo, que interpretó inmediatamente como promesa de matrimonio. Hubo una época, en 1912, en que nos tuvo a todos temblando por su culpa. Su pasión por mí, que se había inventado él solo, lo convirtió en el hazmerreír de todos sus conocidos. Cada día salía de mi casa asegurando que iba a pegarse un tiro, y sobre la tumba de Gustav Mahler además. Decía que Mahler se le había aparecido, y cosas por el estilo. Al principio me asustaba, pero, al fin, me acostumbré.

  Por último, llamé a su mujer, le pedí que se ocupara más de él y que tratara de serle indispensable. Pero le pedí sobre todo que le quitara una pistola que sacaba a todas horas y con la que amenazaba matarme y matarse él. Le recomendé que se convirtiera en su ayudante de biología del laboratorio de investigación. Yo dejé de serlo en cuanto me di cuenta de su estado. Dije a su mujer: “¡Dele gracias a Dios de que su corazón abandonado haya ido a parar a mí. A mí no me gusta, por eso usted no lo ha perdido!”. Se fue dándome las gracias. Durante algún tiempo dio la impresión de que su matrimonio había mejorado. Las dos nos habíamos prometido mutuamente no decir una palabra a Kammerer de nuestro encuentro. Desde luego, yo mantuve la promesa.

  Recuerdo que, en mi primera práctica del laboratorio biológico, tenía que dar a los animales gusanos de harina. Me daba entonces algo de grima ver la enorme caja llena de gusanos que se retorcían. Kammerer lo notó, tomó un puñado de gusanos, se los metió en la boca y se los comió ruidosamente.

  En otoño de 1915 me casé con Walter Gropius y perdí a Kammerer cada vez más de vista. Él se había divorciado y vuelto a casar. Me presentó a su segunda esposa, pero me di cuenta en seguida de que ella le hacía la vida imposible y se sentía superior a él. Aquel matrimonio duró muy poco. Kammerer marchó después a Estados Unidos, en donde pronunció conferencias sobre la teoría de rejuvenecimiento de Steinach. Y parece que tuvo éxito. El hecho de que las revistas especializadas inglesas hubieran puesto sus trabajos en tela de juicio por las razones mencionadas, lo llevaron a aceptar una cátedra en Moscú con grandes perspectivas. Y marchó a Moscú. Pero todo había sido un engaño; no tenían ahí intención de cumplir ninguna de las promesas con que lo habían llevado. Regresó a Viena, desesperanzado y tocado de muerte.

  Parece que hubo todavía una última historia sentimental y, para terminar, lo hallaron muerto en 1924, en la Rax, apoyado en una roca, con la sien atravesada por un balazo. En las cartas que dejó, incluyó graves acusaciones contra la Universidad de Viena, en donde no había hallado su lugar.

 

Contra el declarado desprecio implícito en esta versión, sólo se alzó una voz: la de Arthur Koestler; éste no niega la excentricidad o temperamento pasional de Kammerer, pero no usa estas características para asociarlo con la demencia. A la inversa: Koestler apuesta por la honestidad de Kammerer en el infausto experimento que le causara la vida, y cita otros testimonios que privilegian sus dones como músico, su eficacia en tanto observador de la naturaleza y su amor por las criaturas vivientes, así como por el carisma de su exposición, capaz de emocionar a los espectadores de sus conferencias lo mismo que a sus oponentes científicos.

          ¿Compartía Schoenberg el desagrado que Alma y Gustav Mahler sentían hacia el biólogo? Según sus biógrafos, la única persona en el mundo a quien Schoenberg despreciaba era Stravinsky. Acaso Schoenberg miraba a Kammerer como sólo un biólogo, o acaso no lo miraba en absoluto. En la dirección opuesta, ¿cómo veía Kammerer a Schoenberg? Este último no era críticamente aclamado; Mahler solía callar las protestas y burlas de los críticos cuando se interpretaba música de Schoenberg, y veces lo defendía incluso a través de violencia física. Kammerer apreciaba en gran medida la música y la figura de Mahler, de tal manera que es muy posible que asimismo apoyara la obra de Schoenberg, un compositor tan duro y complejo como lo es Kammerer en tanto teórico.

 

*

 

Libros citados

Mahler-Werfel, Alma: Mein Leben, Fischer Verlag, Frankfurt, 1960. [Mi vida, Tusquets, Barcelona, 1987.]

Schoenberg, Arnold: “Composition with Twelve Tones” (1941), en Style and idea: selected writings of Arnold Schoenberg, St. Martin’s Press, Nueva York, 1975; University of California Press, Berkeley, 1984.

 

 

[Leer El misterio de los cien monos (LXIX).]

 

 

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