martes, 25 de junio de 2019

El misterio de los cien monos (IX)

DGD: Morfograma 60, 2019.


Fundamentalismos

Pedir una reconciliación entre ciencia y religión parece, en el mejor de los casos, una quimera, y en el peor, una aberración. Ningún concepto es más peliagudo, y más bien parece que si pudiera llevarse a cabo sería a nivel puramente personal y, por tanto, en muy diversas combinatorias o porcentajes individuales, y nunca a nivel colectivo.
          Si una persona es de formación científica, racional y materialista, pensará que esa reconciliación es reaccionaria y peligrosa, puesto que la ve como una vuelta al oscurantismo, la barbarie, el dogmatismo y las inquisiciones del pasado; en suma, temerá la idea y la rechazará porque define a la religión como un fundamentalismo. Si, en cambio, la persona es de formación filosófica o teórica, o bien mística, temerá la propuesta y la rechazará porque entiende a la ciencia como ese materialismo que está destruyendo al mundo.
          Lo peliagudo surge de que el decir "Sólo existe Dios y no existe nada más", es en efecto un fundamentalismo, pero la frase "Sólo existe la materia y no existe nada más" es también un fundamentalismo.


Panpsiquismo

Rupert Sheldrake está consciente de que a fin de cuentas se trata de un cambio de nombre para la misma antigua intuición: “Las almas han sido traídas de regreso a la ciencia bajo la idea de los campos. Mi propio trabajo como biólogo se concentra en los campos mórficos. Cada organismo tiene un campo mórfico que no sólo depara su forma sino su comportamiento, y estos campos se influyen entre sí en todas las escalas. La idea de que existe una realidad objetiva, totalmente libre de cualquier clase de influencia psíquica, es una extraordinaria ilusión”.[1]
          Durante largo tiempo, las disciplinas asociadas a la ciencia pero marginales a ella (como la medicina alternativa al hablar del “aura”, o el “magnetismo animal” que está en la base del mesmerismo), habían definido a los campos de energía como el elemento vivo de la materia; ellos, de hecho, forman, dirigen y crean lo material. Sheldrake no desdeña a esta visión, puesto que para su teoría hay campos mórficos para células, tejidos, órganos, organismos, sociedades, ecosistemas... e incluso pueden verse bajo esta categoría los lazos que unen a una familia humana. “Los organismos en crecimiento”, explica, “son moldeados por campos que están dentro y fuera de ellos, y que contienen la forma del organismo.” Hacia el otro extremo de la escala los habría también: campos respectivos para cada parte del planeta, para éste mismo, para sistemas, galaxias, nebulosas, y finalmente uno para el universo dentro del cual todo ello se mueve sin cesar. La visión es vertiginosa precisamente porque sabe recoger el más antiguo de los vértigos.
          Para entender la forma en que Sheldrake contempla a ese vértigo podría trazarse una contraposición entre la teoría de los campos mórficos y ciertos sistemas filosóficos, especialmente la monadología de Leibniz. Para este singular pensador alemán, todas las sustancias están compuestas por “mónadas”, o dicho de otro modo, ellas son las únicas sustancias existentes. En cierta forma, la mónada es comparable al átomo, aunque éste es físico (y sólo realiza acciones materiales), mientras que aquélla es metafísica (y su reino sería ante todo el de lo inmaterial) y resulta, por tanto, más alma que cuerpo; de ahí el panpsiquismo, la noción leibniziana de que todo el universo está animado. La sustancia es acción, y la acción esencial es la representación. La inmaterialidad de la mónada consiste en su poder de representar: cada mónada es un microcosmos, un universo en miniatura o, mejor, un espejo del cosmos.
          Cada mónada refleja a las demás, es decir, las representa, en una escala que va desde Dios, la mónada increada (que refleja a todas las cosas clara y perfectamente) hasta la más primitiva sustancia mineral (en que la representación es oscura). Toda mónada, con excepción de la increada, tiene una parte material (materia prima, pasiva) y otra inmaterial (forma substantialis, activa): el porcentaje individual determina la capacidad de representación. A mitad de esa escala se sitúa la mónada creada, el alma humana (o “mónada reina”), que representa conscientemente pero no con perfecta claridad. El poder de la representación, común a todas las mónadas, se traduce en las almas como percepción, y ésta, si alcanza la conciencia, se vuelve “apercepción”. Leibniz aclara este concepto:

El estado transitorio que envuelve y representa una muchedumbre en la unidad o en la sustancia simple no es otra cosa que la llamada percepción, la cual debe distinguirse de la apercepción o conciencia. En esto es en lo que los cartesianos han fallado en gran medida, por no haber tenido en cuenta las percepciones de que no nos apercibimos. Y esto es lo que los ha inducido a creer que sólo los espíritus eran mónadas, y que no había almas en los animales ni otras entelequias; y por eso han confundido, como el vulgo, un largo desmayo con la muerte misma, por la cual han caído también en el prejuicio escolástico de las almas enteramente separadas, y hasta han confirmado a los ingenios mal dispuestos en la opinión de que las almas mueren.[2] [Monadología, 1714; publicada en latín como Principia Philosophiæ, 1721.]

Mas si Leibniz afirma que todo el cosmos está animado; que cada parte refleja y contiene al todo; que hay alma en los animales y en los minerales; que no hay almas separadas y que éstas no mueren, a la vez se ve llevado a concluir que es imposible la interacción entre las mónadas. Ellas, dice, carecen de “ventanas” a través de las cuales pueda entrar la actividad de otras mónadas. Por tanto, son independientes entre sí. No obstante, si no hubiera alguna forma de “control”, el mundo sería un caos y no un cosmos, un orden. Es de este modo que Leibniz alcanza uno de sus conceptos más característicos, el de la “armonía pre-establecida”: la divinidad dispuso el universo de tal modo que los cambios en una mónada se correspondieran de modo idóneo con los de aquellas otras que pertenecen a su mismo sistema, aunque cada una actúe por su cuenta. Lo mismo sucedería con los sistemas. Sólo así Leibniz combate el “prejuicio escolástico de las almas enteramente separadas”: no lo están, sólo se hayan independientes entre sí, ignorándose unas a otras; pese a todo, hay algo que las une y es la armonía a la que sirven.


Notas

[1] Esta cita y las siguientes provienen de Natural Grace: Dialogues on Science and Spirituality, Bloomsbury, Londres, 1996. Una de las claves de este libro es su carácter de diálogo entre el biólogo Rupert Sheldrake y el teólogo Matthew Fox, es decir, la búsqueda de un corpus ético que integre lo mejor de ambos mundos. De forma análoga, uno de los capítulos de un libro de Sheldrake, The Rebirth of Nature: the Greening of Science and God (Bantam Books, Nueva York, 1991) se titula “Del humanismo al animismo”.

[2] Es la parte más polémica de la doctrina de Lucrecio (De rerum natura), discípulo de Epicuro; este último afirmaba (véase, por ejemplo, la Carta a Herodoto) que cuando el cuerpo se disgrega, también el alma perece, con lo que este filósofo rechaza de tajo las ideas de castigos y tormentos de ultratumba descritos por algunos relatos míticos.



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domingo, 16 de junio de 2019

El misterio de los cien monos (VIII)

DGD: Morfograma 59, 2019.


Campos de energía

De un modo u otro, ciertas intuiciones terminan por imponerse en los círculos científicos, primero compartidas por los investigadores menos cerrados al misterio. Ello no sucede sin franca reticencia y deliberada dilación, puesto que cualquier estudio dirigido hacia ese rumbo es clasificado en el nebuloso (y en cierto modo despectivo) rubro de “espiritual”. Para evitar los equívocos a que este término ha dado lugar, quienes se interesan en este tipo de observaciones desde el lado de la ciencia se limitan a usar la palabra “psíquico”, la única que ha logrado conciliar los territorios pragmático y especulativo. Un científico levanta las cejas al oír la palabra “espiritual”, pero él mismo debe aceptar que en la psique se conjuntan las actividades de la mente y la energía necesarias para la expansión de la conciencia.
          En ese punto intermedio se hallan las experimentaciones sobre los campos de energía. Esta noción, que parece totalmente científica, tiene sus raíces en la más remota percepción mística del mundo. En la Grecia clásica se llamaba psykhé al principio vital por excelencia, aquel que insuflaba vida a todos los seres. Para la modernidad occidental, “psique” es un mero sinónimo de la mente humana, mas para la filosofía griega abarcaba a todas las formas de vida, desde luego incluidos los minerales, las plantas y los animales. Es por ello que el latín anima, equivalente a alma, origina directamente a la palabra animal. El biólogo inglés Rupert Sheldrake hace un recuento:

En las tradiciones animistas se daba por sentado que todo está vivo. Los neoplatónicos hablaban del anima mundi, el cosmos como un ser que posee un cuerpo, un alma y un espíritu. La mente consciente de los humanos era parte de un sistema psíquico que nos enlazaba con los animales y las plantas. [...] En el norte de Europa las cosas cambiaron cuando la Reforma protestante suprimió el culto de la Madre Tierra como reliquia del paganismo. La desacralización del mundo natural había comenzado. No había ya restricciones para la conquista y explotación de la naturaleza. A principios del siglo XVII sir Francis Bacon sentó las bases para el dominio humano a través de la ciencia y la tecnología. Bacon ayudó a preparar el camino para la revolución mecanicista en el terreno de la ciencia. Tal revolución arranca el 10 de noviembre de 1619, cuando René Descartes dice haber tenido una visión otorgada por el “ángel de la verdad”: la visión de un mundo maquinal gobernado en exclusiva por leyes matemáticas universales, sin ninguna espontaneidad ni libertad inherentes, y sin ningún propósito en sí mismo. [...] Cuando Descartes dividió los reinos de la materia y el espíritu, estableció una nueva demarcación entre ciencia y religión, definiendo sus fronteras. La ciencia secularizó a la naturaleza, incluyendo al cuerpo humano, mientras las artes y la religión tomaron el alma. [Rupert Sheldrake y Matthew Fox: Natural Grace, 1996.]

A partir de ese momento, como Alfred North Whitehead exclama con tristeza, la realidad quedó reducida a “un asunto insulso, sin sonido, sin aroma, sin color, solamente el vértigo de la materia, sin final y sin sentido” (Science and the Modern World, 1997). Así nació el paradigma que aún hoy rige a la ciencia, la medicina, la psicología y la agricultura oficiales (por mencionar sólo algunos de sus tentáculos); este paradigma es tan básico en la mentalidad occidental, que simplemente se da por sentado en todos los niveles de la educación, la política y los media, además de que determina las nociones de “desarrollo económico”, “progreso tecnológico” y, desde luego, de “modernidad”.
          Desfasadas desde la ruptura cartesiana en el siglo XVII, ciencia y religión devinieron antagónicos. Sin embargo, el conflicto fue “tolerable” por dos siglos; todavía a comienzos del siglo XIX, un científico podía aceptar como literal la descripción del Génesis en tanto origen del mundo. Mas ello se volvió imposible cuando, poco después en esa centuria, los descubrimientos de la geología y la biología mostraron que era ridícula una lectura literal del Génesis. Aunque se continuó haciendo largas y complejas interpretaciones tendientes a conciliar ambos puntos de vista, el conflicto se hizo “intolerable”, a tal grado que los términos usados en uno de estos territorios se volvieron tabúes para el otro. El visionario científico Michael Faraday fue el primero que pudo emprender una cierta interrelación cuando encontró la forma de usar un concepto del que el “enemigo” se había apropiado. Faraday cambió alma por campo. Einstein haría lo mismo en el siglo XX, sustituyendo el arcano nombre de anima mundi por el de campo gravitacional. Era una especie de estratagema inteligente, de conciliación oculta, de pacto de caballeros: una noción metafísica sería respetable por el mundo materialista si la respaldaba una teoría científica y no un “dogma”.
          El recurso estaba abierto. Así, en los últimos años del siglo XX los biólogos moleculares llamados organicistas, luchando por conciliar las opuestas visiones de los mecanicistas y de los vitalistas, llamaron campos morfogenéticos (del griego morphein, forma o figura) a los invisibles capullos de energía que organizan el desarrollo y perduración de plantas y animales, definiendo a estos centros de influencia como las “leyes” fijas de los conjuntos vivos. Es entonces que Rupert Sheldrake (egresado de Cambridge y Harvard, y con un doctorado en bioquímica) introduce una vigorosa y oportuna innovación: la de postular que esos campos no son fijos, sino que evolucionan junto con las formas que ellos producen. Para denominarlos elige el término campos mórficos. Éstos se parecen a los campos electromagnéticos en el hecho de que transmiten información, pero difieren de ellos en que lo hacen sin uso de energía, y por tanto no disminuyen en la transmisión a través del tiempo y el espacio.



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miércoles, 5 de junio de 2019

El misterio de los cien monos (VII)

DGD: Morfograma 58, 2019.



La gran cadena del ser y los hábitos del universo


Las escalas que unen al átomo con la estrella

Los instigadores de un encuentro ciencia-religión reconocen, como uno de los principales obstáculos, el hecho de que las religiones forman corpus tan contradictorios entre sí que cualquier búsqueda de puntos comunes simplemente se desarticula (mientras que el método científico sí permite, al menos en principio, integrar a todas las ciencias en un todo). En un esfuerzo por encontrar el núcleo capaz de identificar a la totalidad de religiones y sistemas tradicionales de sabiduría, algunos investigadores, partiendo de la idea de que cada religión tiene, además de su significado literal, una dimensión esotérica que es esencial, primordial y universal, han encontrado un rasgo común a todas ellas: “La gran cadena del ser”, según la cual la realidad es un rico tapiz de niveles entretejidos que recorren este camino:

materia -> cuerpo -> mente -> alma -> espíritu.[1]

Todas las religiones y doctrinas místicas coinciden en la visión de inmensas series de nidos del ser, unos dentro de otros, todos envueltos, en el nivel más alto, por una única potencia que recibe distintos nombres según el área desde donde es contemplada: Espíritu, Dios, Diosa, Tao, Pleroma, Absoluto, el Logoi Spermatikoi o mundo-alma de Plotino, el Atma-Buddhi o Alma Unitaria Universal de la teosofía... ¿No es exactamente a esta intuición de la Cadena, de los nidos entretejidos, de las escalas que unen al átomo con la estrella, a la que poco a poco se acerca la ciencia más propositiva?
          De todas esas denominaciones sagradas, Pleroma es una de las misteriosas. La palabra proviene del griego plerodethai, “ser llenado hasta el máximo”. Este término, adoptado por los gnósticos y otras escuelas esotéricas, guarda numerosos significados y acaso el más extendido de ellos sea “la plenitud de la divinidad”; de ahí que se oponga a Kenoma, la vaciedad, el vacío. Pleroma, según lo definió H.P. Blavatsky, fundadora de la teosofía (doctrina que en más de un aspecto es deudora del gnosticismo), equivale al mundo divino, a la residencia de los dioses o al espacio universal dividido en Eones metafísicos, aunque el corpus teosófico lo entiende más como naturaleza: “el pleno de todas las edades”, “el ser de las cosas”.
          Teilhard de Chardin cita el término frecuentemente, casi siempre atribuyéndolo a san Pablo y advirtiendo que es una palabra que desafía a toda traducción. En L’énergie humaine (1962) liga al término con la unidad plural (uni-verso): “Ulteriormente, Dios no está solo en el universo cristiano total (en el Pleroma, para usar la palabra de san Pablo), sino que está todo en cada uno de nosotros; en pasi panta theos: unidad en la pluralidad”. En la misma obra, Chardin acuña también el verbo pleromizar (la aparentemente contradictoria función de Dios y el hombre: aquél “activa nuestra voluntad y nosotros pleromizamos a Dios”) y el sustantivo pleromatización (definido como “el misterio de la unión creativa del mundo en Dios”). En Le Milieu divin (1957), Chardin lo asocia con Cristo y el deseo: “Nuestro señor Jesús vendrá pronto sólo si lo esperamos ardientemente. Es una acumulación de deseos la que causará que el Pleroma surja en nosotros”.


Una acumulación de deseos

¿Es posible ver aquí una liga con la fábula de los cien monos? ¿Qué hay en el fondo de ésta sino la anécdota de una acumulación de deseos? ¿Es la fábula una expresión laica de la misma intuición? En Jung se consagra la asociación entre el Pleroma y el inconsciente colectivo: “La nada es a la vez llena y vacía. [...] A esta nada o plenitud la llamamos el Pleroma”.[2] En las notas para un seminario dictado en 1928-1930, Análisis de los sueños, hablando de la condición de hermafrodita del inconsciente colectivo, escribe: “Así que la condición original de Pleroma, de Paraíso, es realmente la madre de la que emerge la conciencia”. En cuanto a la terapia, Jung advierte que el analista, enfrentado a un paciente para quien ha terminado la actitud racional, “sabe que algo ha pasado pero todavía no es visible; ha sucedido en el Pleroma y no ha aparecido a través del tiempo”. ¿Resultaría excesivo imaginar que así como la fábula de los cien monos es una suma de deseos, también implica algo que asimismo ha pasado pero todavía no es visible a través del tiempo?
          En ese mismo seminario, Jung agrega: “Los artistas tienen un ‘lado muy primitivo’; los gnósticos tenían esa idea y la expresaban como Pleroma, ‘un estado de plenitud en donde los pares de opuestos, sí y no, día y noche, están unidos’”. Es la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa (1401-1464), la unión armónica de los opuestos. Un elemento esencial tomado por Jung fue la idea de un segundo nacimiento necesario para tal unión. En el Evangelio de Felipe se llega incluso a afirmar: “Ciertamente es necesario que ellos nazcan de nuevo a través de la imagen. ¿Qué es la resurrección? La imagen debe levantarse de nuevo a través de la imagen”. La única pista dada por el autor de estas líneas se halla en otra de ellas: “La verdad no entró al mundo desnuda, sino vino en tipos e imágenes” (67:10). Ciertos estudiosos han querido ver la clave de esta imagen en la antigua sabiduría conocida como Sección Áurea, manejada por Pitágoras y que forma parte de la más arcana composición pictórica: la estructura geométrica en que se basan las leyes de la proporción y la perspectiva. La Sección Áurea transmitiría la necesidad de “levantarse de nuevo a través de la imagen”.
          De una forma rudimentaria pero insistente, la fábula de los cien monos transmite eso justamente, una imagen. Del mismo modo, su demanda “silvestre” (por así llamarla) ¿es la de terminar la actitud racional, vencer la ilusión de la lucha de los contrarios y dirigir los deseos hacia un segundo nacimiento? En la misteriosa y profunda historia de la palabra Pleroma y de su significado, varios estudiosos han visto la necesidad de enfocarla de dos modos: uno, como la plenitud de la deidad; otro, como “todo lo que es”, que incluye a lo no-manifiesto, lo invisible, lo “más allá”. Es decir, el universo en el sentido exterior tanto como en el interior: no sólo todos los planetas, estrellas y constelaciones, sino el alma de los cuerpos celestes, el anima mundi. “El mundo exterior y físico que percibimos”, dice la teosofía, “no es sino una máscara, una sombra lanzada sobre la pantalla del tiempo y la realidad.”
          La permanencia de la palabra Pleroma es tan significativa como su irreductibilidad a cualquier sistema de ideas. El norteamericano David Fideler escribe: “Vistiendo los andrajos de la mortalidad, hemos descendido de la ‘Plenitud’ (Pleroma) de Luz, el reino intemporal de la perfección, y hemos olvidado nuestra verdadera naturaleza, herencia y derecho de nacimiento. Nuestra existencia en la Tierra es un sueño, hasta que alguna clase de llamado, mensajero o revelación nos despierta al reconocimiento de nuestro origen y verdadera naturaleza. Este despertar representa el surgimiento de la gnosis interior”.[3] Tal despertar, tal segundo nacimiento, puede también llamarse Pleroma Consciente. El llamado hacia tal despertar puede asumir muy diversas formas, desde la literatura esotérica hasta las intuiciones más persistentes en los científicos menos temerosos de la “pérdida de plausibilidad” (e incluso en terrenos “silvestres” como el folletín, el cómic, o ciertas fábulas que se extienden en Internet).


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Notas

[1] Cf. Marion Leathers Kuntz: Jacob’s Ladder and the Tree of Life (1987). También Arthur Lovejoy se ha ocupado del tema, aunque bajo otro ángulo: en The Great Chain of Being (1936) examina la idea, derivada por el filósofo neoplatónico Plotino de Aristóteles y Platón, de que toda la creación forma una cadena en la que está incluido todo lo que puede existir, comenzando por la divinidad, en una serie infinita de formas, cada una de las cuales comparte al menos un atributo de su más próximo vecino en la cadena. Lovejoy rastrea esta idea a través de dos mil años de historia intelectual y demuestra su influencia en Occidente; así, encuentra rastros de la concepción de la Gran Cadena en san Agustín, Tomás de Aquino, Marsilio Ficino, Roger Bacon, Leibniz y Spinoza, así como en la astronomía de Copérnico y de Kepler. Cf. Charles Hartshorne y William L. Reese: Philosophers Speak of God (1953). Cabe mencionar también el análisis socio-político del modo en que la noción de “gran cadena del ser” ha sido manipulada por la ideología dominante para legitimarse: cf. Paula S. Rothenberg (ed.): Race, Class, and Gender in the United States (1998).

[2] Carl G. Jung: “Siete sermones a los muertos”, apéndice V de Erinnerungen, Träume, Gedanken (1961).

[3] David Fideler: Jesus Christ, Son of God. Ancient Cosmology and Early Christian Symbolism (1993).