domingo, 28 de junio de 2009

De Descaro de la máscara

DGD: Redes 123, 2009
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Vivir como si alguien te estuviera recordando
como el mejor recuerdo de su vida.
Vivir como si alguien te estuviera recordando.
Vivir como si alguien.
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Los que ven lo que sucede.
Los que preguntan para ver qué sucedió.
Los que hacen suceder para ver.
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Saber esperar.
Todo lo que vale la pena está aquí y ahora.
Este es el instante.
Este es el presente.
Pero tarda en llegar.
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El cantor canta
sabiendo que canta.
El trovador canta
sabiéndonos canto.
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Lo que sucede es lo que pasa.
Lo que permanece
es lo que no sucede.
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Te veo de frente.
Pero no te veo porque estoy de frente.
Estoy de frente porque te veo.
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Para ir hay que haber llegado.
La superficie
es el canto de las profundidades.

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Un amor en el que dos sabidurías inocuas
se vuelven una ignorancia capital.

Un amor para ver de cerca
lo más lejano.

Un amor sin violetas oscuras.
Un amor de girasoles.

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Eso que tú eres
cuando duermo.

Eso que me haces ser
cuando te ocupas
sólo de ser tú.

Eso a lo que tú y yo
hacemos el amor
cuando hacemos el amor.
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[De Descaro de la máscara, Instituto Sonorense de Cultura, V Juegos Trigales del Valle del Yaqui, Hermosillo/Ciudad Obregón, 1997.]
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martes, 16 de junio de 2009

El traje desnudo y la desnudez vestida (Una visión femenina de la otredad)

DGD: Serie de la piel 64, 2009
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La más antigua añoranza del arte es lo otro. En cuanto un individuo se pregunta por lo que hay más allá, por lo intensamente distinto de sí mismo, se convierte en Uno. Dicho de otra manera, el Otro crea al Uno; la Otredad es la madre de la Unicidad. La excepción crea a la regla. Y desde siempre, las reglas aprendieron a servirse de las excepciones para tomar de ellas su poder.
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En el arte narrativo, lo diferente a la media, lo lejano al promedio, lo alternativo, se esconde. Su motivo más obvio es la monstruosidad: Quasimodo, Frankenstein, el Fantasma de la Ópera viven en la oscuridad y en el exilio. La monstruosidad es tolerada a veces cuando se le convierte en espectáculo, como en las ferias, circos y carnavales. Pero a fin de cuentas, estos otros han nacido de los unos, son sus “puestas en extremo”, sus excesos y, en secreto, sus espejos más inmediatos.
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La otredad es en sí un concepto elástico, mutante, dependiente de contextos siempre móviles. El adulto ve al niño como el otro (y viceversa), el joven al anciano, el hombre a la mujer, el heterosexual al detentador de sexualidades alternativas, el anglosajón al de raza negra, el culto al iletrado, el del presente al del pasado, el sano al enfermo, el cuerdo al demente, el rico al pobre, el europeo al americano, el católico al budista..., pero en ciertos contextos todas esas facetas se funden a su vez en una Unicidad, por ejemplo cuando la humanidad en conjunto se pregunta por otras posibles formas de inteligencia/existencia, ya sean naturales (los mundos mineral, vegetal y animal), sobrenaturales (fantasmas, seres de otras dimensiones), religioso (lo divino, lo numénico, lo diabólico), cósmicas (el extraterrestre) o incluso cibernéticas (el androide, la computadora).
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En un cierto instante, el propio individuo se vuelve otredad de sí mismo, a través de su memoria, de sus propias zonas oscuras, de sus extrañamientos mayores. Jekyll contempla a Hyde; Hyde contempla a Jekyll. Este extrañamiento a veces se llama filosofía, a veces metafísica, a veces fantasía.
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Los géneros narrativos más aceptados tienen también formas aceptadas de investigar a la otredad. Son ante todo los “subgéneros” aquellos que se atreven a asumir las formas menos aceptadas. Y uno de ellos, la ciencia-ficción, no sólo se atreve sino que su ser mismo está en imaginar a lo otro como no está permitido, e incluso como nadie es capaz de imaginarlo.
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Es precisamente en este ámbito que se refugia la escritora Carol Emshwiller (1921) para escribir un breve cuento que en su momento fue recibido con estupefacción y luego fue minuciosamente olvidado. “Sexo y/o el señor Morrison” (1967) reúne todas las detonaciones y las multiplica desde el momento en que añade el más riesgoso de los territorios: la teoría de género.
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En un tono sui generis cuya extrañeza recuerda a las mejores atmósferas de Clarice Lispector y Felisberto Hernández, Emshwiller se sirve de una narradora en primera persona que vive sola en un departamento neoyorkino cercano a Central Park y que se dedica a investigar cada paso de su vecino, el enigmático, solitario y obeso señor Morrison.
Su habitación está situada directamente sobre la mía, y él es demasiado grande para ser un hombre silencioso. La casa gime con él y retumba cuando salta fuera de la cama. El suelo cruje bajo sus pies. Incluso las paredes tiemblan y caen los trozos de pintura seca. Pero a mí no me importa el ruido. Gracias a él puedo seguirle la pista. A veces imito sus movimientos desde mi apartamento. De la cama a la cocina, pasos, de la cocina al lavabo y otra vez de vuelta. Lo imagino ahí, en zapatillas. Lo imagino. Imagino cómo mete sus enormes piernas en los pantalones, anchas como las de un dios (porque ningún hombre normal puede tener unas piernas como esas), esas piernas que se introducen en unos pantalones grandes como cuevas.[*]
La narradora experimenta hacia el esquivo Morrison una fascinación creciente, y esta fascinación muy pronto deja el terreno de lo previsible: “Deténganse a pensar sólo una cosa. Hay solamente dos sexos y cada uno de nosotros pertenece a uno de ellos, y sin duda —o al menos es lo más probable— cada uno sabe algo acerca del otro. Pero pudo ser ahí en donde yo cometí mi error: ¿nunca han pensado ustedes...? Bueno, eso que yo comencé a pensar: ‘Ha de haber Otros entre nosotros’”.
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La narradora se dedica, pues, a encontrar el rastro de los Otros, es decir de aquellos que viven escondidos o camuflados, precisamente porque no son ni hombres ni mujeres y tampoco lo que eufemísticamente se llama “tercer sexo”, porque esto, en última instancia, sólo se entiende como una combinatoria de los otros dos sexos/géneros (ya el mero hecho de llamarlo “tercero” es confirmar la regla de los “dos” y mantenerla precisamente como paradigma, ley binaria, mandato divino, dogma, estereotipo, etcétera). La narradora de este cuento sospecha, pues, que el señor Morrison no es uno de los “Normales” sino precisamente uno de esos silenciosos y obliterados “Otros”, un ser radicalmente distinto, humano pero otro, y cuya sola presencia (e incluso la mera hipótesis, la sospecha imaginativa) arroja una luz violenta sobre la exclusividad de los “dos” (la “exacta modularidad” queda cuestionada por un elemento supernumerario en la ecuación).
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Dispuesta a jugarse el todo por el todo, la narradora se oculta en el departamento de Morrison (ella es pequeña y delgada) y lo espera durante lo que parece una eternidad. Finalmente el individuo llega y luego de un rato se desnuda, de espaldas a su trémula contempladora:
Me quedo hipnotizada. Es imposible descubrir el color de su piel, como sucede con los ojos verde-azulados y con el océano. Es bronceado, rosado, oliváceo, rojizo y a veces cubierto de un vello gris elefante. Sus ojos han de estar acostumbrados a multiplicidades como aquellas, y a plétoras, conglomeraciones, a una opulencia de sí mismo, a una exuberancia desmedida, a lo universal, a lo astronómico.
Mientras lo contempla, la narradora se vuelve Una: “No cabe duda de que él es como un iceberg, sumergido en sus siete octavas partes”. Finalmente el hombre se vuelve y ella lo contempla de frente: “Pero ahora lo veo. Ahí, la piel cuelga en pliegues fláccidos, blandos, y hay un pequeño círculo color cobre como una moneda de cincuenta centavos. Hay un agujero en el centro, verdoso en los bordes. Eso debe ser una especie de ‘traje desnudo’, y sean los que fueran los órganos sexuales, han de estar ocultos tras esa caliente y abolsada imitación de piel”.
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Esa expresión proviene de un momento anterior en que la narradora asiste, en una matiné, a una puesta en escena de La consagración de la primavera por el Royal Ballet. “Y se me ocurrió entonces... Bueno, ¿qué pensarían ustedes si los vieran enfundados en unos trajes que simulaban ser la piel desnuda? ‘Trajes desnudos’, los llamé. Y toda aquella gente bien vestida, culta, aplaudiéndoles, aceptándolos pese a que sabían perfectamente bien..., como una especie de Traje Nuevo del Emperador a la inversa”.
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En efecto, en el cuento de Andersen el traje del Emperador es una “desnudez vestida”, puesto que el monarca va desnudo y ha sido persuadido de que lleva un vestuario opulento; de igual modo, todos los súbditos adultos se obligan a “ver” ese ropaje imaginario. A la inversa, las mallas y leotardos de los bailarines del ballet responden a la convención civilizada de la desnudez, puesto que el cuerpo desnudo es socialmente intolerable (he ahí la otredad física: el propio cuerpo, que sólo puede ser visto sin atavíos en determinadas situaciones que la sociedad sanciona con especial cuidado).
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La narradora, pues, contempla a Morrison, y éste la descubre en su escondite; ambos se miran en total inmovilidad durante un instante fuera del tiempo. Entonces la narradora huye a su propio departamento y se queda en espera de que Morrison se presente ahí. Ella sabe lo que dirá a este individuo en cuanto llegue a buscarla:
Te amaré, seas quien seas. (¿Cómo hace una para conocer esas cosas cuando todo está oculto?) Diles que nosotros aceptamos. Diles que son los trajes desnudos los que resultan feos. Aceptamos sus colgantes, sus arrugas, sus redondeces, sus bultos y jorobas, todo lo que sea. Sus curvas, fibras, gusanos, botones, higos, cerezas, pétalos de flores, sus pequeñas y suaves formas de sapo, sus lenguas de gato o sus colas de ratón, sus ostras, su único ojo entre las piernas, sus culebras, sus caracoles, todo lo aceptamos. Creemos que la verdad es digna de adoración.
El cuento cierra con estas frases: “Pero qué silencio tan prolongado. ¿Dónde está? Porque él debe (¿o no?) venir por mí después de lo que he visto. ¿Pero a dónde ha ido? Tal vez cree que he cerrado mi puerta con llave, pero no lo he hecho, no lo he hecho. ¿Por qué no viene?”.
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Acaso porque el camino del extrañamiento de la narradora no se detiene en el Otro que es Morrison; poco antes del desenlace (que no lo es, puesto que el texto queda tan abierto como su propia entrevisión), la narradora había alcanzado una nueva iluminación: “debo admitir que tal vez estoy tan lejos en la escala de mi humanidad como él en la suya”.
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Ella descubre en sí misma la semilla de la otredad. No es una Normal, sino uno de los Otros. Acaso Morrison no llegue porque su vecina es tan Otra para él como ambos para los Normales. Y he aquí lo que este cuento tiene de sexología posmoderna avant la lettre: quizás Morrison no la busque porque todos y cada uno de los seres humanos (llámese Normal u Otro) es un sexo/género y una sexualidad en sí mismo. Acaso los Normales no existen y todos son Otros escondidos por temor a una “ley” que a fin de cuentas resulta convencional e ilusoria.
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O acaso no llegue porque ya está ahí, como el Otro en el Uno.
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La calidad subversiva de este cuento sólo puede compararse con aquella concisa pregunta que Ursula K. Le Guin colocaba como título de un ensayo: “¿Es necesario el género sexual?”. Emshwiller no llega a hacerse esta pregunta, pero la sustituye por otra análoga y no menos arquetípica: ¿es sencillamente la Otredad el modo en que Unicidad se investiga a sí misma?
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Sin duda existe una literatura femenina, a veces escrita por mujeres, a veces por hombres (y quizás, de cuando en cuando, por individuos silenciosos, cuidadosamente camuflados: los Otros), y su existencia queda demostrada cuando incluye preguntas como la que se hace la narradora de “Sexo y/o el señor Morrison”: “¿Cómo hace una para conocer esas cosas cuando todo está oculto?” (y, sobre todo, cuando las responde no de modo racional sino a través de una tal organicidad en la mirada).
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Carol Emshwiller ha cumplido el prodigio de reflejar una verdadera extrañeza, y no, como es usual, una mera extrapolación más o menos rutinaria tendiente a construir una “excepción” verosímil cuyo único objetivo es “confirmar la regla”. En otras palabras, ha conseguido el milagro de transmitir una verdadera desnudez y ya no sólo el civilizado “traje desnudo” o la convencional “desnudez vestida”. De ahí que su pregunta ulterior sea tan subversiva: ¿qué tan lejos estamos todos en la escala de la humanidad?
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Nota
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[*] Carol Emshwiller: “Sex and/or Mr. Morrison”, en Harlan Ellison (ed.): Dangerous Visions, Doubleday, Garden City (NY), 1967. También recopilado en Pamela Sargent (ed.): Women of Wonder, Vintage, Nueva York, 1974, y en Lisa Tuttle (ed.): Crossing the Border: Tales of Erotic Ambiguity, Gollancz, Londres, 1998. [“Sexo y/o el señor Morrison”, en Mujeres y maravillas, Bruguera, Barcelona, 1977; traducción de Manuela Diez.]
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sábado, 6 de junio de 2009

Buñuel: una escala en la percepción humana

DGD: Figura 14, 2001
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Hacia el final de La Vía Láctea (1968) de Luis Buñuel, Cristo —personificado por Bernard Verley— reintegra la vista a dos mendigos ciegos de nacimiento. Éstos, maravillados, agradecen el don que aparentemente comienzan a disfrutar; sin embargo, uno de ellos se distrae y, a pesar de su “curación”, dice: “Acaba de pasar un pájaro; lo reconocí por el ruido de las alas”. Refiriéndose a esta secuencia (inspirada en el Evangelio de San Marcos, 5:43 y 9:27-31), Buñuel especula: “Puede haber visto realmente pasar al pájaro, pero si antes no veía, ¿cómo sabe que es un pájaro? Por el ruido de las alas”.[1]
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Cuando los mendigos siguen a Cristo y los apóstoles, de todas maneras caminan guiándose por el tentaleo de sus bastones, como si no vieran. La cámara sigue sus pies: el seco lecho de un riachuelo los detiene. Con movimientos trémulos, los bastones palpan esa irregularidad del terreno: los hombres se hallan incapacitados para codificarla por medio de la visión. Un mendigo consigue pasar a tropezones, casi por casualidad; el otro —continúa Buñuel— “tal vez sigue estando ciego, pero no quiere desilusionar a Cristo. Lo más probable, sin embargo, es que todavía tiene reflejos de ciego y no se acostumbra a su nueva situación. Además no sabe, visualmente, cómo es un hoyo o una zanja”.
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Sin requerir la intervención del raciocinio demarcador, el episodio final de La Vía Láctea alude a una de las más arduas controversias en la historia de la filosofía: el proceso por medio del cual la experiencia de los sentidos, la interrelación de sus respectivas informaciones, se convierte en conocimiento de la realidad. ¿Permanecerían intactas las más asentadas certezas, las más “evidentes” versiones del mundo si el hombre accediera a un nuevo sentido?
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Salvador Elizondo menciona una carta escrita por el físico y filósofo dublinés William Molyneux (1656-1698) en que se plantea el álgido interrogante: “Supongamos un hombre nacido ciego y llegado a la edad adulta, que por el tacto ha aprendido a distinguir entre un cubo y una esfera hechos del mismo metal. Supongamos luego que el cubo y la esfera se colocan sobre una mesa y que al ciego se le da la vista; la pregunta entonces es la siguiente: ¿podría este hombre únicamente por la vista, antes de tocar los objetos, distinguir cuál es la esfera y cuál es el cubo? [...] El agudo y juicioso demandante contesta que no, pues aunque ha obtenido la experiencia de cómo la esfera y el cubo afectan su tacto, no así por lo que respecta a la visión recién adquirida”.[2]
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La Vía Láctea reúne todas sus descolocaciones en un supremo instante: el ciego “curado” ve la zanja pero no la mira. El nuevo sentido es incomprensible. Poco antes y apenas recibido el misterioso don, este hombre se ha vuelto hacia el Mesías para preguntar con un cierto tono de reproche: “Hijo de David, enséñame dónde está el color blanco, dónde el negro”. Por toda respuesta, Cristo ha sonreído y reanudado su sermón al tiempo que prosigue la marcha y atraviesa la zanja que durante un momento crucial detendrá al mendigo cuya exigencia es saber. La súbita visión es un misterio desbordante: el depositario del milagro sigue siendo ciego y quizá lo es ahora por partida doble.
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Lo que este mendigo pide a Cristo es que le ofrezca la compleja educación perceptual que la sociedad da a los niños en sus primeros años: “así se ve el blanco”, “este es el sonido de la lluvia”, “así huele una rosa”, “de este modo sabe una manzana”, “esta es la aspereza de una roca”, etcétera. La clave está en la liga establecida entre los conceptos y las sensaciones. No parecen faltar motivos a este hombre para su desconcierto: ¿por qué el milagro no implica la cesión del código para entenderlo? La sonrisa del Mesías acaso lo insta a encontrar por sí mismo las nuevas relaciones entre lo verbal y lo sensorial. Un nuevo sentido ha cambiado de golpe todas las anteriores definiciones convencionales (todos los así es).
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Plasmando el enigma sin violentarlo, Buñuel toca uno de los más oscuros territorios de la experiencia humana. Parábola sin exégesis, adivinanza exacta y abierta, numerosas zanjas habrá en su obra colocadas entre sujeto y objeto, entre el deseo y su realización, entre el fruto y los labios. Si el sistema perceptual del mendigo paralizado ante el obstáculo ulterior se conmociona ante un quinto umbral impredecible, ¿los cinco sentidos de un hombre “normal” sufrirán idéntico impacto al dar un paso más en la escala? Y esta apertura, ¿puede ser considerada no tanto el advenimiento de un sexto sentido como los ya existentes liberándose?
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El individuo que intuye en su percepción de la realidad un estorbo creado por el andamiaje racional, ¿será derrotado por el ensanchamiento de la conciencia? Fiel a sí mismo, Buñuel no responde. Sin embargo, la escena que selecciona es, como siempre, exacta en su ambigüedad: luego de una tensa vacilación, el mendigo de La Vía Láctea supera el obstáculo y continúa caminando. La cámara no lo sigue y permanece fija en la imagen de la zanja. Sobre este plano, el último de la película, desfilan los créditos finales.
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El espectador ya no sabe “a ciencia cierta” qué sucede en seguida, pero sí tiene una certeza: a esos hombres ya no les bastará con cerrar los ojos para huir del nuevo sentido y sus horizontes. Esa adquisición actúa de forma retroactiva en cada uno sobre sus cuatro sentidos anteriores que falsamente parecían un todo. El ciego ya ve y continúa ciego, y exige saber; pese a que en apariencia lo tiene todo en contra y por ello se aferra a su antiguo mundo táctil, logra pasar la zanja y sigue adelante, dueño de su libertad.
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De un modo muy curioso, cierto pensamiento herético define el episodio bíblico en que se basa el final de La Vía Láctea como “el falso milagro de Cristo”: según esa versión, no hubo tal milagro y los mendigos nunca dejaron de estar ciegos. Ante La Vía Láctea, algún sector ilustrado de la crítica afirma que Buñuel, al recoger este episodio, coloca el acento en esa sospecha de un “falso milagro”; la prueba exhibida por estos críticos es justamente la actitud esquiva que Cristo mantiene durante la secuencia, como si intentara ocultar a los evangelistas presentes el fracaso en su propósito de devolver la vista a los mendigos. Mas antes de reducir las “intenciones” del cineasta a un pueril esfuerzo por demostrar que hubo o no un milagro, conviene confrontar el final de La Vía Láctea con unas líneas escritas en 1782 por el Marqués de Sade bajo el título “Pensée”:
¡Qué despreciables serán nuestras leyes, nuestras virtudes, nuestros vicios, nuestras deidades, a los ojos de una sociedad cuyos miembros tengan dos o tres sentidos más que nosotros, y una sensibilidad que duplique la nuestra! ¿Por qué? Porque esta sociedad sería más perfecta, más cercana a la naturaleza. De ahí que el más perfecto ser que podamos concebir diste enormemente de nuestras convenciones: este ser las encontrará completamente despreciables, del mismo modo en que nosotros calificamos las convenciones procedentes de sociedades inferiores a la nuestra.
En la ambigüedad que Buñuel afirma poseer de modo consustancial puede también asumirse literalmente la metáfora del final de La Vía Láctea: el arribo de un nuevo sentido no haría que el hombre viera a Dios sino que se viese a sí mismo inmerso en el misterio integral.
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Quizá las versiones heréticas sobre el “falso milagro de Cristo” tienen en este específico caso una función extra-religiosa: negar que exista una escala en la percepción humana y, sobre todo, negar la posibilidad del salto hacia un punto superior. Los mendigos deben continuar ciegos para que continúe ciega toda lectura simbólica, toda apertura de la conciencia. Porque en La Vía Láctea acaso no interesa a Buñuel demostrar si hubo o no milagro sino intuir que éste sea posible.
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El considerar esa mera posibilidad encierra una carga subversiva de una magnitud insospechada, y tanto, que pasó casi desapercibida en el estreno de La Vía Láctea y en su posteridad crítica. Incluso no la notó un autor tan contestatario e inconforme como Julio Cortázar —gran amigo de Buñuel—; aun el autor de Rayuela, tan abierto a las posibilidades inauditas, rechazó la película en bloque con alguna iracundia (divertido, Buñuel narra en sus memorias el comentario que hizo Cortázar, según el cual La Vía Láctea parecía “pagada por el Vaticano”). A lo largo de su obra, Buñuel nunca “demuestra”: le basta con exponer, a través de su insobornable respeto al misterio. En modo alguno resulta gratuito que consagre ni más ni menos que el desenlace de esta cinta —que es una colección de herejías contempladas con ironía surrealista— a esa escena de los Evangelios. Sería pueril que hubiera decidido cerrar el filme con una simple demostración de un “falso milagro” de Cristo; si elige el episodio de los dos ciegos para enfatizarlo como corolario del filme entero, es por un motivo más intenso y más profundo.
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Las implicaciones de la última secuencia de La Vía Láctea se disparan en todas direcciones y en todos los territorios; si, por ejemplo, uno quiere mantenerse en el terreno teológico, Buñuel sugiere lo que bien podría ser leído metafóricamente como una enseñanza cifrada por el Mesías, un mensaje en código que él deja también apenas sugerido (pero de modo igualmente enfático): la posibilidad de que existe una escala en la percepción humana. Por qué la Iglesia está implícitamente en contra de esa idea (herejía de herejías) se explica por el dogma según el cual Dios crea al hombre a su imagen y semejanza, de donde se desprende otro dogma: no hay “más” que los cinco sentidos. Atribuyendo una pentasensorialidad a Dios (o bien implicando que la percepción del Ser Supremo “se traduce” en los cinco sentidos de la criatura humana), el dogma infiere que las criaturas perciben el universo tal como éste “es”. Buñuel, gran lector de Sade y primordial surrealista, concluye La Vía Láctea con una de las posibilidades más subversivas de la historia del cine (y de la cultura entera): la sospecha de que los cinco sentidos son apenas el principio de una escala acaso interminable.
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Notas
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[1] Luis Buñuel entrevistado por José de la Colina y Tomás Pérez Turrent, en Prohibido asomarse al interior, Joaquín Mortiz/Planeta, México, 1986.
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[2] Salvador Elizondo: “El problema de Molyneux”, en Contextos, SEP/Setentas, México, 1973. Este ensayo menciona el volumen Eye and Brain: The Psychology of Seeing (1966), en donde Richard L. Gregory registra desde el año 1020 unos sesenta casos de adquisición de la vista en ciegos de nacimiento y afirma que en la mayoría de los casos esta vivencia exige una readaptación perceptual tan desmedida que muchos de estos individuos caen en la demencia o en el suicidio. (Cf. la edición actualizada: Princeton University Press —Princeton Science Library—, Princeton, 1997.)
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[Fragmento de Luis Buñuel: la trama soñada, Cineteca Nacional, col. Ensayos, México, 1993. Edición agotada.]
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