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DGD: Redes 143 (clonografía), 2012 |
martes, 25 de marzo de 2014
¿Qué haremos cuando seamos pequeños?
a
Ludwik Margules
Amaba las frases sucintas que parecen no decir nada y lo dicen todo. En
el teatro de todos los tiempos, uno de sus ejemplos favoritos provenía del acto
tercero de Tío Vania de Chejov: “Ya estamos en septiembre. No sé qué
haremos durante todo el invierno”. Estas frases han tenido muy diversas
traducciones al español, acaso porque no se les reconoce una especial significación;
a veces el segundo enunciado se ha vertido de este modo: “No sé cómo
sobreviviremos al invierno”; algunos traductores prefieren “¡Veremos cómo
pasamos aquí el invierno!”, paradójicamente muy exacta en su rica ambigüedad;
en otras más afortunadas ocasiones se le ha intuido como pregunta: “¿Qué vamos
a hacer durante todo el invierno?” En una de las mejores versiones libres, tal
pregunta fue acaso devuelta a su sentido original: “¿Qué haremos ahora con
nuestra libertad?”.
Libertad, claro está, en
un sentido cósmico y teológico, es decir metafísico. Se trata de imaginar la
más ardua de todas las luchas humanas, tanto colectiva como individual —aquella
que busca alcanzar la libertad—, e imaginarle un final victorioso. Tanto el
género como el individuo logran por fin liberarse de toda cadena: ¿qué harán a
partir de ese impensable momento?
Aquellas eran sus frases
favoritas, y acaso le gustaría colocar, junto a ellas, la que formula la
pedagoga neoyorquina Penny Ritscher: “¿Qué haremos cuando seamos pequeños?”.
Tal vez, con esa risilla fáunica que nunca lo abandonó, terminaría por aceptar
que ese fue su lema y el núcleo de su rebeldía artística: no se trata sino de
recuperar la libertad del niño, el único que sabe perfectamente qué hacer con
su libertad.
*
lunes, 17 de marzo de 2014
Fragmentario (XIII)
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DGD: Textil 79 (clonografía), 2008 |
Incubación
Antes,
la oscuridad de la noche no era sino eso, oscuridad. Ahora es el sitio en donde
se incuba la luz que tus ojos recibirán al amanecer. En otras palabras: habrá
amanecer porque tus ojos lo esperan. Tus ojos: la única certeza de que habrá un
mañana.
*
Límites
“Nunca
lograrás encontrar los límites del alma”, dice Heráclito, “aunque recorrieras
en tu marcha todos los caminos.” Pero los caminos son los límites del alma, y
el caminante, con el acto mismo de ir avanzando, lleva más y más lejos esos
límites. (Aunque crea huir. Huir es ahondar. No por otra razón todos huimos de
lo real.) El alma es eso precisamente: aquello que crece sin cesar y sin fin en
todas las direcciones, en todos los caminos, llevado por sus caminantes. En el
alma no hay posible retroceso ni reducción, porque el alma busca el Espíritu.
*
Callados
—¿Por
qué se quedan tan callados?
—No lo están. Hablan, hablan todo el
tiempo, pero no sabemos escucharlos.
*
Falta
Eso
es lo que falta en nuestro tiempo: espacio. Eso es lo que falta en nuestro
espacio: poesía. Usar el microscopio, por ejemplo, para ver las estrellas.
*
Procesión y teoría
En “Promontorio”,
Rimbaud habla de la rentrée des théories.
Comprensiblemente, casi todos los traductores al español entienden aquí “el
regreso de las teorías”. Y a la vez aciertan y se equivocan, porque Rimbaud
utiliza “teoría” en su acepción originaria y arcaica, es decir, el nombre que
se daba a las procesiones religiosas en la antigua Grecia. Ese verso, entonces,
corresponde a “el regreso de las procesiones”. Oportuno recordatorio, ahora que
todo son teorías que pretenden explicar la totalidad, mientras que ya nada es
procesión, romería, peregrinación: una exploración en el sentido que nunca
debió haber perdido: el regreso a lo interior.
miércoles, 5 de marzo de 2014
La palabra corazón
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DGD: Textiles-Serie roja 7 (clonografía), 2009 |
En nuestros días la palabra corazón sólo es tolerable en contextos geográficos (“el corazón de Viena”)
o históricos (“el corazón de la Edad Media”). Ah, qué magníficamente hablaban del
corazón los antiguos. Es verdad que en determinado momento hubo un exceso de
sentimentalidad y cursilería centrado en esta palabra y que ello generó la
proscripción, pero tal vez era la intuición de que muy pronto el corazón del
mundo quedaría roto y no volvería a reintegrarse. El exceso era acaso una
especie de despedida. Por eso hubo una epidemia de rubor, una infección de
vergüenza, y los poetas comenzaron a decir en sus cartas “Pues sí, he dicho la
palabra corazón, ni modo”, como disculpándose. Ya no es posible decirla sin
sentir que la sangre sube a la cabeza, como si se nos escapara un eructo en
público. (Pero cada vez que se pronuncia esta palabra inevitable e
imprescindible, de eso se trata: de un intento por bombear sangre hasta la
altura de las abstracciones, por restaurar la antigua unidad de corazón y cerebro.)
Qué vergüenza de esa vergüenza, qué nostalgia de aquel tiempo en que era
posible decir, como Proust, por ejemplo: “sigo buscando mi camino, doblo una
calle..., pero todo sin salir de dentro de mi corazón”.
*
martes, 25 de febrero de 2014
Una versión de Impenitentia Ultima de Ernest Dowson
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DGD: Textiles-Serie roja 5 (clonografía), 2009 |
Impenitentia Ultima
Ernest
Dowson
Before my light goes out for ever if
God should give me a choice of graces,
I would not reck of length of days,
nor crave for things to be;
But cry: “One day of the great lost
days, one face of all the faces,
Grant me to see and touch once more
and nothing more to see.
“For, Lord, I was free of all Thy
flowers, but I chose the world’s sad roses,
And that is why my feet are torn and
mine eyes are blind with sweat,
But at Thy terrible judgment-seat,
when this my tired life closes,
I am ready to reap whereof I sowed,
and pay my righteous debt.
“But once before the sand is run and
the silver thread is broken,
Give me a grace and cast aside the
veil of dolorous years,
Grant me one hour of all mine hours,
and let me see for a token
Her pure and pitiful eyes shine out,
and bathe her feet with tears.”
Her pitiful hands should calm, and
her hair stream down and blind me,
Out of the sight of night, and out
of the reach of fear,
And her eyes should be my light
whilst the sun went out behind me,
And the viols in her voice be the
last sound in mine ear.
Before the ruining waters fall and
my life be carried under,
And Thine anger cleave me through as
a child cuts down a flower,
I will praise Thee, Lord, in Hell,
while my limbs are racked asunder,
For the last sad sight of her face
and the little grace of an hour.
*
Impenitentia Ultima*
Ernest Dowson
Antes de que mi
luz se apague para siempre, si Dios me da una elección de gracia,
No pediré un
aumento de los días, ni desearé cosas futuras,
Sino clamaré:
“Uno de los grandes días perdidos, un rostro entre todos los rostros,
Concédeme ver y
tocar una vez más, y nada más quiero ver.
”Porque, Señor,
yo estaba libre de todas tus flores, pero elegí las rosas más tristes del mundo,
Y es por eso
que mis pies están rotos y mis ojos se hallan ciegos por el sudor,
Pero en tu
terrible asiento del juicio, cuando esta mi vida cansada se cierra,
Estoy listo
para cosechar lo que sembré, y pagar mi deuda justa.
”Pero una vez
antes de que se termine la arena y el hilo de plata se rompa,
Dame una gracia
y haz a un lado el velo de los años dolorosos,
Concédeme una
hora de todas mis horas, y déjame ver como muestra
Sus ojos puros
y piadosos resplandecer, y bañarse sus pies con lágrimas”.
Sus manos
piadosas habrán de tranquilizarse, y su cabello fluir hacia abajo y cegarme,
Fuera de la
vista de la noche, y fuera del alcance del miedo,
Y sus ojos
serán mi luz, mientras que el sol se pone a mis espaldas,
Y las violas de
su voz serán el último sonido en mis oídos.
Antes de que
las aguas de la ruina caigan y arrastren con ellas mi vida,
Y tu ira me
abata como un niño que corta una flor,
Te alabaré,
Señor, en el infierno, mientras mis miembros se devastan,
Por el último
triste vislumbre de su rostro y la pequeña gracia de una hora.
[Versión de DGD.]
*
* El término eclesiástico en latín Impenitentia Ultima (“impenitencia final”) es usualmente definido como “obstinación en el pecado antes de morir”, pero puede entenderse sobre todo como una desafiante renuncia al arrepentimiento hipócrita de último minuto.
sábado, 15 de febrero de 2014
El Héroe de las Mil Caras contra el Emperador de Todas las Cosas (II de II)
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DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 10 (clonografía), 2001 |
Norman
Spinrad es un escritor inclasificable que se ha interesado por la
ciencia-ficción y la fantasía (un outsider
a la segunda potencia), y por ello da por sobreentendido que estos territorios
son no sólo capaces de examinar los temas humanos más profundos (en territorios
filosóficos, políticos, sociales) sino que por su propia naturaleza se
encuentran en un punto privilegiado para ese examen. No parece así a los lectores
poco aficionados a la ciencia-ficción y la fantasía, y tampoco a los
espectadores de cine que, cansados de la saturación de fórmulas y clichés en
esos géneros fílmicos, optan por el “realismo”. Pero en ese mismísimo realismo,
si se analiza a fondo, está presente la deformación de la única Historia
contada por el mito. Y esta deformación es tanto menos notable cuanto se rodea
de elementos “cotidianos”, de tal manera que en las historias de personajes
“comunes” que se superan —o que al
menos ventilan su amargura y resentimiento, en general por medio del resorte
supremo del realismo, la venganza— no es tan fácil encontrar los elementos y la
ideología del Emperador de Todas las Cosas. Pero están ahí, puesto que los
resortes de la “superación” del personaje no son otros que el cinismo, la
crueldad, la ambición y un muy especial sentido de la “superioridad” respecto a
sus semejantes.
En un esfuerzo por demostrar la
seriedad que alienta detrás de su desparpajo irónico, Spinrad escribe:
Las repúblicas degeneran en imperios, los caminos para
conseguir la iluminación degeneran en religiones jerarquizadas y los líderes
inspirados por una idea degeneran en tiranos; y lo mismo ocurre a la historia
del Héroe de las Mil Caras, que tiende a degenerar en la del Emperador de Todas
las Cosas, y por razones muy parecidas.
Pero no es que “tienda a degenerar” —frase equívoca que parece definir la
naturaleza del Héroe de las Mil Caras a través de su propia degradación—, sino
que ha sido deliberada y muy estratégicamente manipulada a través de la
desviación del más íntimo deseo de lo humano. Spinrad se libra de ese equívoco
cuando usa el adjetivo “despojado”:
Superficialmente hablando, tanto la una como la otra son
fantasías de poder, pero la auténtica historia tiene también una dimensión moral
y espiritual. Despojado de sus hazañas, el Héroe de las Mil Caras es un mito de
iluminación, como Siddartha [Hesse], La Montaña Mágica [Mann] o Los vagabundos del Dharma [Kerouac], en
los que el lector se ve recompensado con una trascendencia mística y una
elevada conciencia moral vividas de manera indirecta. Pero despojada de su
corazón espiritual, despojada del clímax de democracia mística [...], la
historia sólo puede convertirse en lo que Hitler hizo de Nietzsche.
Y
la pérdida no es poca, puesto que todos necesitamos historias y si se pierde
ese corazón espiritual, “se pierde la luz interior de la historia, y en vez de
un paradigma de madurez moral nos queda la pornografía del poder, con la
egoísta fantasía masturbatoria faustiana de la mística fascista, mientras el lector en sus
ajustados pantalones de cuero negro se ve a sí mismo como el super-hombre
todopoderoso instalado en el podio definitivo”.
Ahora bien: ¿cómo se traduce esto en
la propia ficción de Spinrad? Pese a su postura anarquista, es un escritor
profundamente norteamericano y sus modos de combatir al Emperador de Todas las Cosas
pueden no ser tan eficientes como la denuncia que de éste emprende en ese
ensayo. Su respuesta literaria fue una sangrienta ironía a la manera
norteamericana, la novela El sueño de
hierro (The Iron Dream, 1972), en
donde incluye todos los engaños, trampas y traiciones del Emperador de Todas
las Cosas en una novela dentro de la novela escrita por un oscuro autor de
ciencia-ficción llamado Adolf Hitler. ¿Por qué los grupos nazis pusieron el
libro de Spinrad en la lista de sus libros favoritos? Sin duda se debe a la
elevada carga de estulticia necesaria a esos grupos, pero también a que la
ironía de la novela, de tan concentrada, termina por volverse una mera
literalidad para lectores no avisados.
Spinrad insiste en que el paradigma
del Héroe de las Mil Caras puede fácilmente ser manipulado hasta volverse el
“paradigma” (entre comillas) del Emperador de Todas las Cosas. “Lo más
corriente”, escribe, “es que ni el mismo escritor sea enteramente consciente de
lo que hace, porque es demasiado fácil perder de vista el significado interior
del Héroe de las Mil Caras. En ese momento, la entropía y la presión comercial
suelen hacer que la historia degenere en el Emperador de Todas las Cosas, como
sucedió incluso a Frank Herbert con las últimas novelas de Dune. Otro ejemplo es el descenso de Robert Silverberg, desde su
genial versión de Hijo del hombre,
hasta la narración hábil pero desapasionada de El castillo de Lord Valentine; o la trayectoria de Orson Scott Card
desde Maestro cantor y La esperanza del venado, pasando por El juego de Ender, hasta llegar a La voz de los muertos”.
Norman Spinrad publicó “El
emperador de todas las cosas” en 1987; la distancia temporal permite apreciar, en ese último ejemplo,
la culminación de tal línea: la exitosa adaptación al cine de la primera
novela, El juego de Ender, estrenada
en 2013, que es un enésimo canto al Emperador de Todas las Cosas y que al final amenaza
claramente con la secuela, La voz de los
muertos. Ya resulta perfectamente significativo el hecho de que no se han
adaptado a la pantalla Maestro cantor ni La esperanza del venado; la película El juego de Ender se vende (y está
hecha) con la misma antigua estrategia de mercado de The Matrix y Harry Potter
(por no hablar de cientos de películas que van desde Terminator y Highlander hasta El rey león, o de interminables series de
televisión semejantes).
Y en este panorama es aún más evidente otro fenómeno: el de que la
ideología del Emperador de Todas las Cosas toma elementos, sin ningún escrúpulo
(no es de sorprender, puesto que su esencial ingrediente es el cinismo) de su
opositor ideológico y filosófico, el Héroe de las Mil Caras. Esto se nota, por ejemplo,
en la influencia nunca confesada que la novela El
juego de Ender de Orson Scott Card tiene de El nombre del mundo
es Bosque de Ursula K. Le Guin, novela que ya había sido significativamente
saqueada, desde luego sin crédito, en Avatar
de James Cameron. Se ha convertido ya en una “tradición” el tomar impunemente y
sin crédito alguno elementos de la obra de Le Guin para el cine de
ciencia-ficción, por ejemplo el decidido plagio que hace la película Enemigo mío (Enemy Mine), de la gran novela de Le Guin La mano izquierda de la oscuridad; y lo mismo sucede en el cine de
fantasía: basta mencionar todo lo que debe Harry
Potter a Los libros de Terramar
de la propia Le Guin. Esta última referencia permite una clara diferenciación:
Harry Potter es el Emperador de Todas las Cosas, mientras que Ged, el protagonista de Los libros de Terramar, es sin duda alguna una encarnación perfecta
del Héroe
de las Mil Caras.
En su página de Internet, Spinrad incluye unas líneas que son más
vigentes en un tiempo como el nuestro, en el que cada vez se radicalizan más los
paradigmas del reino de las artes narrativas; un tiempo en que la
ciencia-ficción verdaderamente especulativa ha sido prácticamente desterrada
del panorama:
Hay una cosa mal con la ciencia-ficción, y creo que proviene
de la cultura también. ¿Cuánta ciencia-ficción de la que se publica ahora está
ambientada en mundos que sean mejores que los nuestros? No que tengan grandes
centros comerciales o naves espaciales más rápidas, sino mundos cuyos
personajes sean moralmente superiores, y donde la sociedad funcione mejor y sea
más justa. No muchos. Se vuelve difícil hacerlo, y eso es una relación de
retroalimentación con lo que está pasando en la cultura, con la ciencia-ficción
como la nota de menor importancia. ¡La gente ya no le da crédito! No sólo
mejores aparatos y más equipos de realidad virtual, sino mejores sociedades. La
gente no cree que el futuro será un lugar mejor. Y eso da miedo.
Ofrecer esperanza es
algo que la ciencia-ficción debería estar haciendo. Suena arrogante decirlo,
pero si no lo hacemos, ¿quién diablos va a hacerlo? Una de las funciones
sociales de la ciencia-ficción es ser visionaria, y cuando no lo está siendo,
hiere al sentido visionario de la cultura. Y cuando la cultura no es receptiva,
tampoco lo es la ciencia-ficción. Es una espiral descendente.
La mitología puede fabricarse (en el sentido de manipularse, de volverse
producto manufacturado): lo sabe bien la “fábrica de sueños”, cuya tendencia
ideológica quedó aplastantemente definida desde la aparición de Hollywood como
“Meca”. Resulta evidente que el Emperador de Todas las Cosas, como matriz
mítica, como paradigma moral (el reinado del cinismo y la crueldad) y
filosófico (el fascismo infinitamente renovado y enésimamente vuelto
fascinante) es la única veta que todos los poderes detrás de Hollywood están
dispuestos a apoyar.
*
miércoles, 5 de febrero de 2014
El Héroe de las Mil Caras contra el Emperador de Todas las Cosas (I de II)
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DGD: Paisajes-Ciudad alienígena 10 (clonografía), 2001 |
Existe una Historia que cuentan todas las historias, un Mito de fondo que se halla oculto detrás de las leyendas urbanas de moda, una única y persuasiva Moraleja debajo de las aparentemente diversas y contradictorias moralejas individuales en las obras del arte narrativo occidental. No es un “lujo” ni un “delirio” el intento de desentrañar esa Historia general, ese Mito global, esa Moraleja institucional; es, en todo caso, un deber de todo individuo que desee usar esa libertad expresiva e imaginativa que por todos lados se fomenta pero que prácticamente no se usa.
En su ensayo “El emperador de todas las cosas” (“Emperor of Everything”, en Isaac Asimov’s SF Magazine, 1987), Norman Spinrad hace uso de esa libertad y coloca los puntos sobre las íes en un territorio sembrado de minas explosivas. Ahí Spinrad afirma que la gran mayoría de las novelas más difundidas de ciencia-ficción y fantasía (y, podría agregarse, de las películas basadas en ellas) cuentan casi siempre una única Historia bajo distintos disfraces. A continuación, con su desparpajo e ironía características, Spinrad procede a describir esa Historia en sus términos esenciales:
Nuestra historia comienza en los límites de la civilización, en
donde un joven aparentemente normal está sufriendo los tormentos de la angustia
adolescente. Sin que lo sepan los patanes que lo rodean (y quizá sin que lo
sepa él mismo), es, de hecho, el heredero legítimo aunque exiliado del trono
del Imperio, o un superhombre mutante de incógnito, o el propietario de poderes
mágicos latentes, o quizá, sencillamente, un fuera-de-serie con una espada de doble
filo.
Pero las Fuerzas
Oscuras están en auge, se está cociendo un Apocalipsis como la copa de un pino
entre el Bien y el Mal, y nuestro héroe está destinado, por imperativos
genéticos, hereditarios o argumentales, a ser el campeón de los Ejércitos de la
Luz. Unos siniestros personajes merodean buscándolo, y puede que hacia el final
del primer capítulo hayan estado cerca de eliminarlo.
No tarda en aparecer
un forastero procedente de los mundos centrales, un Forastero poseedor de
conocimientos avanzados, perspectiva histórica, visión política y la misión de
buscar al Enchufado del Destino para entrenarlo y conseguir que se enfrente a
Darth Vader en la gran pelea por la corona de peso pesado del universo.
Así comienza la educación
errante de nuestro héroe bajo las directrices de Merlín el Mutante. Irá
desarrollando sus poderes potenciales en un viaje organizado por la galaxia, y a
golpes irá abriéndose paso desde la nada de la que provino, en una lenta
trayectoria espiral hacia el Trono del Imperio.
Por el camino sufre el
desprecio de la Princesa, va acumulando a su alrededor un abigarrado sistema
satélite de duros tenientes y sargentos de primera, monta un Ejército del
Pueblo, salva a la Princesa —ganándose su amor de paso—, y por último le revela
su Identidad Secreta de legítimo Emperador de Todas las Cosas y la convierte a
la causa.
El ejército
guerrillero se abre camino luchando hasta Roma, y consigue llegar al Palacio
Presidencial tras una batalla de unas sesenta páginas llena de sacrificios y
proezas. Pero el Señor Oscuro no ha llegado a convertirse en Maestro del Mal
chupándose un dedo: así que se mete una herradura en el guante de una mano y un
disruptor neurónico en el guante de la otra, y el héroe y él se disputan quince
asaltos mano a mano en lucha por el destino del universo.
Pero resulta que el
Tío Feo no ha oído hablar de las reglas de boxeo del Marqués de Queensbury:
tumba al árbitro sobre la lona y nuestro chico recibe palos durante catorce
asaltos, así que parece que al universo le espera una mala racha de un millón
de años.
Pero, justo cuando
está en el suelo y a punto de oír el final de la cuenta regresiva, sus poderes
mágicos entran en acción, la princesa le lanza un beso, Obi Wan Kenobi le
recuerda que la Fuerza lo acompaña, su intelecto mutante le permite fabricar un
lanzarrayos de partículas con palillos y clips, y un criado al que una vez
salvó la vida le inyecta cien miligramos de anfetas sagradas.
Nuestro héroe se
levanta de la lona a la cuenta de nueve y lanza un inspirado discurso: “Eh, tú”,
dice al Villano Definitivo, “se te ha desatado el cordón del zapato”. Cuando
Ming el Implacable baja la vista para comprobarlo, el Héroe del Pueblo le lanza
un gancho a la mandíbula que lo saca del cuadrilátero y de la novela, haciéndolo
volar hasta el segundo libro de la serie.
El bien triunfa sobre
el mal, se hace justicia, el héroe se casa con la princesa y se convierte en
Emperador de Todas las Cosas, y todo el mundo vive feliz por siempre jamás....
o, por lo menos, hasta que llegue el momento de fabricar la segunda parte.
En “El emperador de todas las cosas”,
Spinrad tiene la tremenda ambición no sólo de glosar la parte mayoritaria de la
literatura de ciencia-ficción y fantasía sino a fin de cuentas toda la
literatura desde un punto de vista arquetípico y global: el resorte secreto de
prácticamente todas las historias centradas por la figura de un héroe. Éste en
particular es “un héroe que inspira simpatía: es la fantasía masturbatoria
definitiva, el lector como Emperador del Universo, como Divinidad”.
Independientemente de que se esté de acuerdo o no con esta visión, de entrada
es claro que Spinrad ha dado con la razón por la cual la ciencia-ficción es,
como se dice, una “lectura de adolescencia”. Es tal vez por eso que se deja de
leer ciencia-ficción y fantasía e incluso mitología cuando se deja atrás la
juventud, entendida como etapa de “sueños”, y se aborda la adultez, con todas
sus decepciones y desilusiones, como etapa de “realidades”.
Si tiene tanto éxito esa “fórmula
primigenia para la acción-aventura” a la que Spinrad denuncia es porque está
dirigida a los adolescentes, sí, pero también a esa pequeña pero significativa
parte del adulto que no se resigna del todo a perder la capacidad de
crecimiento, de sueño, de enfrentamiento con lo imposible, de trascendencia.
Por eso tiene tanto éxito Star Wars
lo mismo que toda la literatura de auto-ayuda y el seudo-esoterismo: porque, al
igual que la saga del “Emperador de todas las cosas”, promete una revancha de todas las
pérdidas. Lo malo es que una idéntica fascinación es la que rodeó al nazismo,
que no hizo otra cosa con las ideas de Nietzsche.
Spinrad sabe
ubicar un digno contrapeso: la más lúcida revisión que se ha hecho al respecto, la de Joseph Campbell
en El héroe de las mil caras (The Hero with a Thousand Faces, 1949), al que Spinrad sabe dar su
sitio preciso: “el Héroe de las Mil Caras, a diferencia del héroe del Emperador
de Todas las Cosas, es un ser humano prototípico embarcado en una búsqueda
mística”.
La misma contraposición podría
establecerse experimentalmente en el cine de ciencia-ficción norteamericano,
entre Star Wars y Star Trek; en otras palabras: George
Lucas es a Gene Roddenderry lo que el “Emperador de todas las cosas” al “Héroe
de las mil caras”. El problema reside que en otros casos no es tan fácil
deslindar los bandos, y hay sagas que pisan ambos territorios, como Dune de Frank Herbert. Spinrad advierte este complejo
fenómeno:
También es cierto que muchas auténticas obras maestras del
género encajan cómodamente dentro de estos parámetros formales. Dune, Neuromante [Gibson], El libro
del Sol Nuevo [Gene Wolfe], ¡Tigre,
tigre! [Bester], la mayor parte del ciclo Dorsai de Gordon Dickson, El
Señor de los Anillos [Tolkien], Los
tres estigmas de Palmer Eldritch [Philip K. Dick], El Señor de la Luz [Zelazny], Nova
[Samuel R. Delany], La intersección
Einstein [Delany], las novelas del Mundo
del Río de Philip José Farmer, Forastero
en tierra extraña [Heinlein], Tres
corazones y tres leones [Poul Anderson], y otras muchas novelas de
auténtico valor literario son hermanas encubiertas, al menos en términos
argumentales, de esta fórmula primigenia para la acción-aventura.
Y si a eso vamos,
también lo son el Libro del Éxodo, el Nuevo Testamento, el Bhagavad Gita, las leyendas del Rey Arturo, Robin Hood, Sigfrido,
Barbarroja y Musashi Murakami, las vidas [tal como las cuentan los libros de
historia] de Alejandro el Grande, Napoleón, George Washington, Simón Bolívar,
Tokugawa Ieyasu, Lawrence de Arabia y Fidel Castro, por no mencionar Una tragedia americana, [Dreiser], El conde de Montecristo [Dumas], David Copperfield [Dickens], El hombre que podía hacer milagros [H.G.
Wells] y Superman.
Por tanto, es obvio
que nos enfrentamos a algo más profundo que una simple fórmula de ficción comercial:
se trata de una historia arquetípica intercultural que parece surgir del
inconsciente colectivo de la especie, presente ahí en donde se cuenten
historias, e incluso hay quienes aseguran que es la historia arquetípica.
Spinrad (nacido en 1940 en el Bronx
neoyorquino) no es un teórico sino un escritor, un inventor de ficciones, y su
ensayo es divagante y un poco débil a la hora de los soportes éticos o
filosóficos, pero su llamada de atención no puede sino agradecerse. Qué bien
que nos haga recordar que el Héroe de las Mil Caras de Campbell tiene “un
maestro espiritual shamánico” y que su viaje “es la historia de su despertar
espiritual. Libra batalla con las facetas más bajas de su propia naturaleza, ya
sea de forma abierta o transmutadas en una imaginería de villanos o monstruos.
El inframundo o centro al que por fin consigue penetrar, es el Vacío que hay en
el centro de la Gran Rueda, el nivel de la mente en donde el ego y la
conciencia emergen de la base colectiva de la creación. Y la batalla definitiva
en el centro es la lucha por conseguir la fusión mística de su espíritu con el
mundo, el clímax triunfal mediante el que obtiene una trascendencia espiritual
con la que puede volver al mundo de los hombres como Portador de Luz e
inspiración heroica”.
Este fenómeno puede entenderse ya no
como el choque de dos formas opuestas de concebir el destino humano, sino como
una sola forma antiquísima de concebirlo, que ha sido deformada con fines de
manipulación colectiva. En otras palabras: contamos una única historia de dos
modos distintos; una de ellas, la minoritaria, la del Héroe de las Mil Caras,
es, después de todo —dice Spinrad—, “la historia de nosotros mismos, o al menos
la historia de nuestras vidas que todos escribiríamos si pudiéramos poner las
manos sobre el teclado del Procesador de Textos del Cielo, y por eso los
narradores profesionales nos la siguen contando una y otra vez por todo el
mundo a lo largo de los milenios, y por eso siempre estamos dispuestos a
vivirla indirectamente una vez más”.
Si esta historia originaria se cuenta
de forma sincera y sin trucos, “puede hacemos sentir valientes, fuertes y
alegres, y ello puede animarnos a realizar hazañas de valentía espiritual en
nuestras propias vidas”, pero si se cuenta con trampas y bajezas para explotar
nuestros deseos, apetencias y necesidades más íntimas y volverlas cómplices del
poder instituido y del ulterior conformismo, se convierte en el otro modo de
contar la misma historia: la del Emperador de Todas las Cosas, el mayoritario canto
del poder masculino predador y la barbarie: el espíritu adormecido.
Por eso es
tan resonante el momento en que Spinrad plantea la diferencia entre el Emperador de Todas las Cosas,
que es un Arnold Schwarzenegger vociferante y cargado de armas fálicas, y el Héroe
de las Mil Caras, que es “el Hombre Corriente transformado en el Portador de la
Luz, como el auténtico Bodhisattva, [que] rehúye la cima de la trascendencia
ególatra y vuelve al mundo de los hombres no como un avatar de la divinidad,
sino como un Hombre Corriente renacido, como avatar democrático del dios que
hay en el interior de todos nosotros. Y esa es la verdadera luz del mundo, no
la magnificencia de algún ungido Enchufado del Destino”.
*
lunes, 27 de enero de 2014
Fragmentario (XII)
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DGD: Textiles-Serie blanca 9 (clonografía), 2008 |
Trabar conocimiento
Si una puerta o una ventana se traban, esto es algo
excepcional que requiere un arreglo, una corrección que les permita volver a su
funcionamiento habitual. Pero ¿por qué se dice entonces que dos personas “traban
conocimiento”? Acaso se sugiere que la indiferencia y la ignorancia son lo
habitual, y que lo más excepcional es trabarse en conocimiento. Y acaso, en
última instancia, que el conocimiento de dos personas es incorrecto y requiere
una corrección que les permita volver a su estado habitual, que es el
desconocimiento. ¿O es que conocer es trabar los funcionamientos habituales de
un universo que “naturalmente” tiende a la indiferencia y la ignorancia?
*
Poesía y elección
“Elegirse” poeta es inútil, y acaso absurdo y
contraproducente, a menos que sea la exclamación de un deseo insobornable. “Soy
poeta” es una vanagloria y casi una balandronada. “Deseo ser poeta” es un decir
a la poesía: “Deseo ser elegible”, y aún más directamente: “Deseo que me
elijas”, e incluso: “Deseo que me desees como poeta”. Es como en el amor: no
deseamos al otro sino al deseo del otro, deseamos ser deseados. La máxima
humildad y la máxima soberbia: desear ser deseado por la poesía.
*
El pecado puro contra
natura
El catecismo católico italiano enumera i quattro peccati che gridano vendetta al cospetto di Dio (“los
cuatro pecados que claman venganza ante Dios”): Omicidio volontario (“asesinato voluntario”); Peccato impuro contro natura (“pecado impuro contra la naturaleza”);
Oppressione dei poveri (“opresión de
los pobres”); Frode nella mercede agli
operai (“fraude en los salarios de los trabajadores”). He aquí a la derecha
y la izquierda en curioso equilibrio. Al menos hay en el cuarto pecado una clara
presencia del pensamiento de izquierda, y en el tercero de ellos un aura de
cristianismo primitivo (igualmente herético en tiempos de derecha).
El primero
coincide con las tablas de la ley quizás para dar al segundo todo su peso de
tabla y de ley. Y en este último resulta muy interesante la redacción, puesto
que el adjetivo no podría ser más explosivo. Evidentemente el adjetivo “impuro”
se ha puesto ahí como superlativo, como gran énfasis intimidatorio, pero decir “pecado
impuro contra la naturaleza” es implicar de inmediato a su contrario: no a una
virtud acorde a lo natural, sino un “pecado puro
contra la naturaleza”. Uno que, además, puesto que no está explícitamente
citado, no es uno de los quattro peccati
che gridano vendetta al cospetto di Dio. A la imaginación ferviente y
fervorosa corresponde definir (y hasta asumir sin pena, puesto que no hay
castigos asociados), al Peccato puro
contro natura.
*
El universo y el
pizarrón
a José Emilio Pacheco
Se cuenta que en una de sus clases, Whitehead, hablando de
las diferencias entre las diversas cosmologías, dibujó un gran círculo en el
pizarrón y dijo:
—Este es el
universo, y no sólo el “conocido”, sino el universo
entero, sin que uno solo de sus átomos quede fuera de la consideración. Pues
bien...
Entonces se
levantó una mano y ese gesto lo interrumpió. Era una alumna conocida por sus
compañeros por su carácter travieso y desafiante. Ella preguntó entonces:
—¿Qué hay
fuera de la línea?
Whitehead la
miró por un momento, pero no con expresión confusa, sino de “sé lo que estás
haciendo”. Finalmente re-preguntó:
—¿Quieres
decir fuera del círculo que he dibujado?
Ella asintió
triunfal, como saboreando el haber puesto en aprietos al gran catedrático.
Whitehead se limitó a gritar, con impaciencia:
—Pues lo que
hay es... ¡pizarrón!
Whitehead ha
querido crear un nivel para exponer algo que sólo en ese nivel resulta
comprensible. La alumna se niega a aceptar ese nivel y pretende rebajarlo al
nivel parcial, exclusivo y bajo que se llama “inteligencia”. Whitehead no juega
ese juego, y se limita a decir que fuera de su nivel especial no hay más que
niveles bajos y superficiales. Si la alumna no quiere entrar, que no entre,
pero que no convierta su no-deseo (o su incapacidad) en barrera; sólo sin
barreras podrá entrar quien sí quiera y tenga el valor y sea capaz de hacerlo.
viernes, 17 de enero de 2014
Fragmentario (XI)
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DGD: Paisajes-Serie ártica 4 (clonografía), 2009 |
Enemigo silencio
En un bello libro llamado Anam Cara. El libro de la sabiduría celta (1997), John O’Donohue cuenta la
siguiente anécdota:
En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a un viejo
jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la condición de
que previamente pasaran algún tiempo juntos. El periodista dio por sentado que
tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él y lo miró a los
ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió terror: le
parecía que su vida estaba totalmente expuesta a la mirada y el silencio de un
extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia mirada. Así se
contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo, era como si se
hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria. En cierto
sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su vida.
Sin duda, la segunda parte de la moraleja es cierta, sobre
todo porque al decirla el autor consiente la relativización “En cierto sentido”,
pero la primera parte es falsa. Justamente después de haber pasado esta intensa
experiencia, y cuando, en efecto, “la entrevista era innecesaria”, era
precisamente el momento de iniciarla. Era el momento para comenzar el diálogo,
que no sería tanto un conocerse (porque “era como si se hubieran conocido toda
la vida”) como un dar comienzo a la parte más ardua del encuentro: poner en palabras
ese abismal silencio en el que los interlocutores se han conocido. Justamente
después de haber penetrado uno en lo más profundo de la vida del otro, y por
tanto en la de sí mismo, era necesario asumir el mayor de los desafíos: poner
ese silencio en palabras, para que no se lo tragara el Gran Silencio.
El silencio
nunca será amigo de lo humano, que es lenguaje; incluso los intersticios de
silencio de ese lenguaje son lenguaje, mientras que el Gran Silencio no
pronuncia sino más silencio.
Basta imaginar
el libro que habrían escrito esos interlocutores, y cuántas vidas habría
cambiado ese libro. No queda sino lamentar que creyeran que “la entrevista
(escrita, hablada) era innecesaria”, creencia que los llevó a dejar fuera de
esta profunda experiencia al resto de sus semejantes.
“El silencio
es hermano de lo divino”, dice O’Donohue, y cita al Maestro Eckhart, según el
cual “nada en el mundo se parece tanto a Dios como el silencio”. Precisamente
por ello, mientras averiguamos si realmente sólo el silencio es grande, como
quería el místico Alfred de Vigny, hablemos: es la única forma humana de
acercarse a lo divino, que es en sí mismo callar.
*
La mirada del maestro
Sólo Conrad fue capaz de ver, en un recién nacido, “el aire
agitado de un pájaro atrapado en una red”. La metáfora es portentosa,
magistral: ya podemos entender por qué tenemos esa misma sensación, que sólo
ahora podemos poner en palabras, de algo que se inquieta en el fondo de los
ojos de los recién nacidos: un alma que se estremece al verse atrapada en una
red llamada cuerpo.
*
Territorialidad
Se dice que los perros son “territoriales”, de acuerdo con
esas mecánicas antropomórficas que se apoyan en similitudes forzadas. Porque
hay aquí un deliberado error de apreciación: lo que los perros hacen no es
marcar su propiedad sino su pertenencia.
No marcan aquello de lo que son dueños, sino aquello a lo que pertenecen.
Haríamos bien en ir hasta el fondo con el antropomorfismo y no sólo quedarnos
en lo que nos conviene, es decir, en lo que conviene al poder humano para
justificarse.
*
La antigüedad del
mundo
En la Roma antigua, el poeta latino Lucrecio, que vivió un
siglo antes de Cristo, advertía: “A mi ver, el mundo no es antiguo; apenas
acaba de nacer”. Ya en la modernidad en la que vivía Lucrecio se contemplaba al
mundo como antiguo, puesto que este poeta niega esa idea según la cual el
pasado es como una inmensa carga que aumenta a cada segundo y nos aplasta las
espaldas. Dos milenios después de Lucrecio, a nosotros, lo mismo que a toda
modernidad, nos toca decir exactamente lo mismo. Y no porque el mundo “recomience
con cada modernidad”, sino porque literalmente
acaba de nacer.
*
La luna, por enésima
y primera vez
¿Cuántas veces la literatura de todos los tiempos y
latitudes ha hablado de la luna? Acaso tantas que más que nunca habría motivos
suficientes para dar la razón a la apesadumbrada y maliciosa opinión según la
cual todo está escrito y resulta imposible encontrar una fórmula verbal inédita
que transforme a su pasado y por tanto a su futuro. Y sin embargo, el lector de
Stevenson encuentra hacia la mitad de El
extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde la siguiente frase que parece de
paso: “Una luna pálida yacía de espaldas sobre el cielo como si el viento la
hubiera tumbado, náufraga en un mar surcado por nubes ligeras y algodonosas”.
Los cazadores
de metáforas encontrarán tal vez numerosos antecedentes y hasta repeticiones casi
literales; no importa, porque esta oración es esencialmente distinta de todas
las que se le podrían contraponer en un vano intento por relativizarla:
Stevenson ha dicho lo inimaginable, ha abierto la realidad, ha dicho algo nuevo y lo ha hecho con toda humildad,
sin vanagloriarse de su hallazgo y por tanto sin exigir del lector un homenaje.
Ahí queda el milagro, sin reverencias exigidas y casi sin rastro. No otra cosa
es la verdadera poesía.
domingo, 5 de enero de 2014
Fragmentario (X)
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DGD: Redes 44 (clonografía), 2008 |
De sueños
Mientras Villaurrutia afirma tener
miedo de no ser más que un jirón del sueño
de alguien —¿de Dios?— que sueña en este mundo amargo.
Miedo de que despierte ese alguien...
(“Nocturno grito”)
Owen exclama
Que ya despierte el que me sueña.
(“Discurso del paralítico”)
Es el mismo miedo y quizás la misma emoción, que se expresa
de dos modos distintos. En Villaurrutia es la inmovilidad de la amargura, la
desesperación causada por el miedo sostenido; en Owen es el arrebato, la
demanda de que el suplicio termine de una vez.
Owen decía en
una carta, de manera no poco oscura, que él era la conciencia teológica de los
Contemporáneos. Quizás lo fue más bien en exclusiva de su amigo dilecto, Xavier
Villaurrutia. Es acaso Owen el que está detrás de ese Dios entre signos de
interrogación del “Nocturno grito”, porque acaso la misma presencia (o
ausencia) radical se encuentra en la demanda de Owen dirigida “al que me sueña”.
Qué difícil
evitar los hilos que relacionan a las posturas de ambos poetas no sólo con
Segismundo sino con el entramado de “Las ruinas circulares”. Qué arduo evadir
la sospecha de que los dos poetas se soñaban uno al otro, de cierta manera, y
que siguen soñándose en la eternidad.
*
Deseo y serenidad
Esa vieja advertencia según la cual lo peor que puede
pasarte es que se realice lo que deseas, no es más que un habilísimo freno
impuesto por el fariseísmo de la modernidad, un tremendo espantajo que no sólo
nos lleva a no desear, sino a ni siquiera aprender el arte del deseo. Y ese
arte te enseña que debes tener cuidado con lo que deseas, y no porque se te
vaya a cumplir, sino precisamente porque mientras más desees, menos
conseguirás. O conseguirás cualquier cosa menos aquello que deseas, en la
medida misma en que lo deseas. Lo único que quiero es tenerte: será bueno que
desde ahora sepa, con serenidad (es la culminación del arte de desear), que es
lo único que jamás tendré.
Y aún más: si
por una casualidad sideral te tuviera, eso sería la prueba terminante de que no
era en verdad lo que deseaba. La satisfacción del deseo es el defecto del
deseo, una mera incidencia que no tiene la menor importancia. El deseo es
siempre de algo más allá, es decir, de lo imposible. No se desea para
conseguir, sino para desearse, siempre insatisfecho pero siempre deseante.
*
Estallido
Te decía que era como si el pecho me fuera a estallar, pero
tendría que haber dicho que mi pecho es
estallar. Estoy lleno de cosas, de ansias de saber, de ver, de hablar, pero en
última instancia de lo estoy lleno es de ti, porque eres tú quien origina que
yo pueda llenarme. Y si el pecho me va a estallar, es por ti, no por las cosas.
Estallar es uno de los verbos que más
sitúan en el tiempo: concebimos estallar como un instante, pero para ser justo
debería ir contra la lógica del lenguaje, y decir que no es que mi pecho vaya a
estallar, sino que es estallido, y
eso sin volverlo una imagen congelada, todo lo contrario. Por ti —en ti,
gracias a ti— vivo en el estallido.
*
Mónimo o la opinión
Es bella la opinión del cínico Mónimo: “Que todo es opinión”.
(Es necesario recordar que la palabra cínico tenía otra acepción muy distinta
en la antigüedad, y que formaba parte de una escuela de pensamiento que sería
la opuesta a lo que hoy se califica como cínico.) Mónimo opina que no hay
verdades sino opiniones, que si tomo algo por verdad es por cariño o miedo a
quien la propone, y que una muestra de ese afecto o de ese temor es precisamente
mi impulso voluntario de tomar por verdad (lo sé y lo sabe quien la emite) aquello
que no es sino una opinión, tan válida o inválida como cualquiera otra.
*
El equilibrio
En Ciudadela, Saint-Exupéry admite que conseguir el
equilibrio de la vida cuesta inmensos esfuerzos, y añade que, cuando raramente
alguien logra ese equilibrio, lo que ha obtenido se mide en función de lo que a
la vez ha perdido. Y es que, en la medida en que llega al equilibrio, se aleja
de las magnitudes en equilibrio: se ubica en el fiel de la balanza y ya no en
uno u otro plato. En otras palabras, para él, la vida está ahora ausente. El
equilibrio es acaso una idea, o mejor dicho, una relación entre dos ideas.
Existe un equilibrio sin duda, pero existe más allá de lo “ideal” y de lo
previsible.
*
Dibujo de un cordero
Y así, buscando al ángel sin saberlo, subimos a nuestros
aviones y vamos a caer en el desierto. Y si somos muy afortunados, ahí lo
encontraremos. Porque los ángeles son exiliados que deambulan por el desierto y
están amnésicos, y si sabemos cómo arrullarlos, comienzan a recordar los mundos
que han visitado buscando al hombre sin saberlo.
Y si somos
extraordinariamente afortunados, los oiremos recordar:
“Entonces
vino la serpiente y me dijo: ‘¿Para qué buscas al hombre? El hombre es un
experimento fallido y pronto se destruirá a sí mismo y no quedará de él ningún
rastro. Ven conmigo, y te mostraré algo mejor y verdadero’.”
El ángel le
responderá: “No. Dios creó al hombre y es al hombre al que yo busco”. Y la
serpiente exclamará: “Me buscas a mí, porque el hombre me creó y yo creé a Dios”.
Los ángeles
irán con la serpiente, porque no hay en ellos la menor traza de malicia, y es
por ello que los hombres no los entienden, y es también por ello —es decir
porque no los entienden— que los buscan sin saberlo, y que si son
inusitadamente afortunados, dan con ellos en el desierto, y los abrazan, y
ambos saben que se han buscado sin saberlo.
miércoles, 25 de diciembre de 2013
Tradición y ruptura: el conflicto esencial. Apostillas (XXXVIII: Apunte final y post scriptum)
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DGD: Redes 37 (clonografía), 2008 |
(XXXVIII) Apunte
final
“Hay algunas empresas en que el método adecuado es un
desorden cuidadoso”, dice Melville en Moby
Dick. Y Bioy Casares en “La trama celeste” lo corrobora cuando habla de las
declaraciones de ciertas personas, que son casi siempre al azar y “cuya regla
común es el desorden”. El desorden visto como regla (tradición), y un desorden
cuidadoso como método adecuado (ruptura).
* * *
En la sangrienta ironía de la magistral novela El desayuno de los campeones (1973), el
gran escritor norteamericano Kurt Vonnegut incluye esta reflexión: “A medida
que me acercaba a mi cumpleaños número cincuenta, me sentía cada vez más
furioso y desconcertado por las estúpidas decisiones que tomaban mis compatriotas.
Y después pasé a sentir pena por ellos, porque comprendí que comportarse de una
forma tan abominable, y con unos resultados más abominables todavía, les
resultaba totalmente natural: intentaban vivir como los personajes inventados
de las novelas. Aquella era la razón por la que los norteamericanos se mataban
a tiros con tanta frecuencia: era un recurso literario conveniente para acabar
relatos y libros”.
Pero la
causante de este fenómeno no es la lectura (que aún en sus casos más primitivos
exige un esfuerzo intelectual), y en donde Vonnegut dice “libros”, habría en
realidad que decir “películas”. Es Hollywood —que implica a sus innumerables extensiones,
comenzando por las series televisivas— el que impone un comportamiento
abominable, con resultados aún más abominables, no sólo en los norteamericanos
(aunque ellos son el primer “blanco” de esa estrategia) sino en el resto de los
seres humanos, que son grandes consumidores de ese torrente de imágenes huecas
y que a partir de su influencia tienden a vivir como personajes. No otra es la tradición de la “Fábrica de sueños”.
* * *
En Los viajes de
Gulliver, Swift hace que su personaje, luego de ser gigante entre pigmeos y
pigmeo entre gigantes, concluya que “nada es grande ni pequeño sino por
comparación”. Gulliver reflexiona que los liliputienses bien podrían encontrar
“una nación cuyos pobladores fueran tan diminutos respecto a ellos como ellos
respecto a nosotros. ¿Y quién sabe si aun esta enorme raza de mortales [los
gigantes de Brobdingnag] será igualmente aventajada en alguna distante
región del mundo ignorada por nosotros todavía?”.
La tradición
y la ruptura funcionan de igual manera: sólo son esto o aquello por mutua
comparación. La tradición podría encontrar un estado de cosas aún más estancado
que ella misma, con lo que se convertiría de inmediato en ruptura, por más
inerte que fuera ella misma. Y la ruptura podría dar con una corriente aún más
rauda que ella misma, con lo que se volvería automáticamente tradición, por más
rapidez que reconociera en sí misma.
Esta manera
de ver las cosas parece insertarse de todas formas en el determinismo, pero
quizá sea al menos un principio de sanidad en el enfrentamiento con este
conflicto esencial. Porque ver una “tradición de la ruptura” se volvería
sencillamente lo inverso de una “ruptura tradicional” que, para escapar de sí
misma, tendría que ser una “ruptura de la ruptura” lúcida y deliberada, es
decir, constante en su inconstancia.
*
La vida puede contemplarse como la tradición por excelencia,
y la muerte como su ruptura, pero a su vez la vida es la ruptura de otra
tradición a la que podría llamarse la nada o el vacío o el no-ser, mientras que
la muerte tiene a su vez una ruptura, que es lo simultáneo, y por tanto, si
tiene ruptura, es una tradición.
* * *
“Si gustas de un determinado color”, dice Saint-Exupéry en Ciudadela, “no lo gustarás esparcido y
uniforme; porque lo que en verdad embarga a tu corazón no es ni el amarillo ni
el verde ni el rojo, sino las relaciones entre los colores.” El conflicto no
reside en la tradición, ni en la ruptura, sino en la relación que ambas guardan
entre sí. Resulta indispensable dejar de manipular esa relación (se le manipula
para que signifique lo que el discurso de la conveniencia quiere que signifique)
y tratar de entenderla, puesto que ello no implica otra cosa que entender a lo
humano.
* * *
[Post scriptum. Cuando
se dice “conservar las tradiciones”, en referencia a rituales como el Día de
Muertos en México, evidentemente se está hablando de una tradición muy distinta
que cuando se dice en el mismo país que la tradición es la corrupción. En el
primer caso se habla de una tradición enraizada en la cultura (legítima) y en
el segundo de una tradición manipulada (sin raíces, hechiza, diseñada por y
para el poder). La ruptura de aquella tradición equivale a la pérdida de raíces
y al olvido, mientras que la ruptura a la segunda es un acto de oposición al
consenso político y a los media, sus
sirvientes.
El conflicto entre
tradición y ruptura, y entre tradición legítima y tradición manipulada es sin
duda el tema esencial de nuestra época (y sin duda de cualquiera otra) y
resulta complejo precisamente porque no puede resolverse, al menos no del modo
en que estamos acostumbrados a “resolver” los conflictos.
Todos queremos
respuestas sencillas y prácticas, y cuando no las encontramos sentimos que se
trata de un error en quien no las encuentra, y eso acierta en la inmensa
mayoría de las veces, pero no en este caso.
Es necesario aceptar
el hecho de que no siempre un conflicto puede resolverse de manera rápida y
satisfactoria, y ni siquiera mediata y satisfactoria a medias. Hay ciertos
conflictos que sencillamente no pueden resolverse, y este es uno de ellos.
Y he aquí ya, como en
un regressus ad infinitum, una nueva
inmersión en el mismo conflicto: estamos acostumbrados a “resolver conflictos”,
no a aceptar la existencia de conflictos irresolubles, lo que implica al menos
el atentar contra aquella costumbre. Dicho de otra manera: acostumbrarse es
tradición y la ruptura a esa tradición equivale a un esfuerzo por
desacostumbrarse. Tal acto de desacostumbrarse implica en este caso abrirse lo
suficiente como para que un conflicto irresoluble no nos ponga precisamente en
conflicto.
El conflicto
tradición-ruptura obsesionó a Octavio Paz, y sus detractores lo acusan de “no
haberlo resuelto”. Eso es muy injusto, porque, como se ha dicho, no se trata de
“resolverlo” sino de verlo en toda su dimensión.
El experimento del libro
que aquí se cierra (pero los libros sólo se cierran de manera provisional) ha
tenido esa aspiración: mirar con detenimiento, desde muy distintos enfoques,
los niveles del conflicto esencial en su propia irresolución.
Ha sido interesante
publicar un libro completo, capítulo a capítulo a medida que se escribían. Mi reconocimiento
a quienes me siguieron en esta aventura. (DGD)]
* * *
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