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Aforismos de Hugo von Hofmannsthal (3)
[El 27 de marzo de 1921, en un suplemento literario del periódico Prager Presse (Prensa de Praga), Hugo von Hofmannsthal publicó “El remplazo de los sueños (Una pequeña reflexión)”, un texto en el que vuelca su experiencia con lo que ya ostentaba entonces el título de séptimo arte. Otro eje sustenta la reflexión: la ahora llamada segunda revolución industrial con sus acelerados cambios económicos y sociales, el dominio de la técnica, la estandarización humana. Hofmannsthal afirma que lo que el público masivo busca en el cine es “llenar su fantasía con imágenes (imágenes vigorosas) en las que se sintetiza la esencia de la vida”. En una sociedad en la que “lo único que habla es el número”, una maquinaria férrea, impositiva y aplastante ha afectado la capacidad individual y colectiva de soñar. Un resultado inmediato es que el espectador siente que el cine (la oscuridad de las imágenes en movimiento) es la vida auténtica.
El momento en que Hofmannsthal publica “El remplazo de los sueños” es la época de largometrajes silentes como El gabinete del Dr. Caligari (Wiene), El Golem (Wegener), La Atlántida (Feyder), La muñeca (Lubitsch), El chico (Chaplin), La cabeza de Jano (Murnau), Maridos ciegos (Von Stroheim), La barca (Keaton)..., y también de un cúmulo de películas comerciales de todos los géneros y estilos. Es tanto en aquéllas como en éstas que se da el remplazo de los sueños, porque en la pantalla “todo queda expuesto, todo lo que se oculta, como de costumbre, tras las frías y opacas fachadas de las infinitas casas; ahí se abren todas las puertas, en las recámaras de los ricos, en la habitación de la joven, en los vestíbulos de los hoteles, en el escondite del ladrón, en el taller del alquimista”.
Para Hofmannsthal, sin embargo, el cine no es huida sino conjuro: “la atmósfera del cine me parece la única atmósfera en la cual los hombres de nuestro tiempo acceden a una gran herencia de extraña vocación espiritual, en una relación inmediata y sin cohibiciones, vida tras vida, y la sala atiborrada a media luz con imágenes en movimiento, es para mí —no puedo decirlo de otro modo— casi venerable, como el sitio hacia donde las almas huyen, del guarismo a la visión, en un oscuro instinto de autoconservación”.
Un siglo después, en un mundo que ha acentuado exponencialmente lo que Hofmannsthal advertía, “El remplazo de los sueños” puede ser visto como uno de los textos más profundos que se han escrito no sólo sobre la identidad entre cine y sueño, sino sobre la conciencia y sus modos de autosaneamiento: “todos ellos conocen otro poder, el verdadero, el único verdadero: el de los sueños. Fueron niños y entonces eran seres poderosos. Había sueños en la noche, pero no estaban limitados a la noche; también ocurrían en el día, estaban en todas partes: un rincón oscuro, un soplo de aire, el rostro de un animal, el ruido de un paso extraño era suficiente para hacer sentir su permanente presencia”.
Y es que “sólo en apariencia olvidamos nuestros sueños. [...] De cada uno de ellos —incluso aquellos que al despertar creíamos haber olvidado— queda algo en nosotros, un suave pero decisivo matiz de nuestros afectos; quedan las costumbres del sueño en las que precisamente yace el hombre todo —más allá de las costumbres de la vida—, y todas las obsesiones reprimidas en las cuales la fuerza y singularidad del individuo salen a relucir”. (DGD)]
En lo supremamente espiritualizado es todavía la ingenuidad, lo irracionalmente corpóreo, aquello gracias a lo cual existe lo espiritual.
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La especie más peligrosa de la estupidez es la agudeza de entendimiento.
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Para poder ver hay que quitarse de los ojos la arena que el presente nos está echando sin cesar.
Los mejores momentos son aquellos en los que el individuo clarifica su situación en la existencia; entonces el sentimiento asciende hasta lo mágico y lo hace sin elementos egoístas, sin aspiraciones.
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El hombre espiritual necesitará, a lo largo de su existencia, disolverse en sus elementos; el genio sabe construir con ellos un mundo nuevo.
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La realidad está siempre igualmente próxima.
Las formas vivifican y matan.
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El espíritu puede ser armónico y el cuerpo estar bien constituido. Sin embargo, puede faltar un cierto espíritu del cuerpo.
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Desde hace cien años la violación de la naturaleza constituye un fuerte componente de nuestra cultura.
Del pueblo al que se pertenece se sabe tan poco y tan vagamente como del cuerpo en el que se habita.
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Toda política nacional conduce en último término a un elemento innegociable: al idiotismo, entendido el término en su sentido originario.
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El placer de conocer tiempos pasados tiene más componentes sensibles que los que nosotros suponemos. Pasa lo mismo que con el viaje.
Es posible imaginar lo que incluía el pensamiento de épocas pasadas, no así lo que excluían.
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El hombre exige de una obra de arte que le hable, que le diga algo, que se haga una con él. La obra de arte suprema no hace esto, como tampoco lo hace la naturaleza: ella está allí y conduce al hombre por encima de sí mismo, siempre que esté dispuesto.
Un autor, lo quiera o no, siempre estará en lucha permanente con el mundo en el que vive. Él sentirá todas las resistencias de la época, pero nunca comprobará en todos los días de su existencia si los pesos que amenazaban con aplastarlo eran de hierro o de papel.
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El autor célebre vive en otra especie distinta de desconocimiento que la del autor del que nadie habla.
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Lo que hay que imitar de la naturaleza es su ignorancia de miembros intermedios, de cosas secundarias y de provisionalidad. Para ella todo es fundamental.
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El talento no es lo que se hace con él, del mismo modo en que los miembros del cuerpo no son la danza.
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Hugo von Hofmannsthal: El libro de los amigos, Cátedra, Letras universales, Madrid, 1991.
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