lunes, 25 de octubre de 2010

Una entrevista sobre Contra el amor (II de II)

DGD: Paisajes-Serie ártica 26 (clonografía), 2009
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La Otredad con mayúscula
Entrevista a Daniel González Dueñas
(Segunda de dos partes)
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Ana Alonzo
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El colofón del libro contiene una imagen que hace pensar en el segundo nacimiento del que habla la alquimia, sólo que aquí el acento no es individual sino de pareja. ¿Tiene esto que ver con lo que llamas la Otredad con mayúscula?
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—Sí, y la referencia arquetípica está por supuesto en el gran mito fundador: el del Andrógino. Sin embargo, la perfecta representación metafórica se encuentra ni más ni menos que en el mito de Edipo. Todos recordamos la celebérrima adivinanza que hace la Esfinge a Edipo: “¿Qué criatura es la que se mueve en cuatro patas por la mañana, en dos pies a mediodía y en tres hacia el crepúsculo?”. Edipo responde “El hombre”, y con ello derrota a la Esfinge. Lo que no es tan recordado es que, según varias versiones muy antiguas, la Esfinge, luego de esa respuesta, impone a Edipo un segundo acertijo aún más arduo: “Son dos hermanas, una de las cuales engendra a la otra y, a su vez, es engendrada por la primera”. Edipo reflexiona y al cabo responde: “El día y la noche”. Ha acertado en definitiva y con ello precipita la auto-destrucción de la Esfinge. Lo esencial de ese magnífico segundo acertijo de la Esfinge es la asombrosa idea de que uno de los amantes engendra al otro y, a su vez, es engendrado por el primero.
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Es curioso que se da al día un género femenino, y se le llama “hermana” de la noche.
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—Lo memorable de esta versión española del segundo acertijo es que sabiamente conjura al usual heterosexismo según el cual sólo los géneros contrapuestos funcionan como polos verdaderos. En el mito (y aquí el de Edipo y la Esfinge se comunica con el del Andrógino) no existe una contraposición genérica: hay hermanas (“la día” y la noche), hay hermanos (el día y “el noche”) y hay parejas (el día y la noche), lo cual implica muy sanamente que los protagonistas pueden ser dos mujeres, dos hombres, o una mujer y un hombre, con igual peso arquetípico para cualquiera que sea el caso.
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Uno de los retos al hablar de este tema es hacer inteligible el mundo de las emociones; ¿cómo enfrentaste ese riesgo durante la escritura de Contra el amor?
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—La única respuesta posible es que hice míos todos y cada uno de los testimonios que recoge el libro: son voces, algunas oídas “en voz viva”, otras leídas, algunas vividas. A veces dos o más testimonios pasaron a ser uno solo, contado por una única voz; a veces un único testimonio se dividió en varios, como si fueran varias voces muy distintas entre sí. Esas narraciones sólo podían ser reescritas como si las hubiera vivido. La única manera de ser fiel a los relatores era a través de la emoción. Aunque en el libro parece imperar la reflexión, creo que muy bien puede decirse que es un libro eminentemente emocional.
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Tolstoi afirma que todas las familias felices son iguales, y las que no lo son, son infelices a su manera, es decir, tienen historia. ¿Pensarías lo mismo de los amores? ¿Sólo los amores infelices tienen historia?
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—Así parece, y además esa es la definición misma de Occidente. El propio Denis de Rougemont se burló de esta idea cuando colocó como título a uno de sus libros Historia de un pueblo feliz. La palabra “felicidad” está muy podrida por el uso y abuso que se ha hecho de ella; el poder que sustenta a Occidente nos dice que nuestro deber es “ser felices”, pero a la vez nos damos cuenta de que la felicidad (como reza el lugar común) no tiene historia. Por tanto, lo que Occidente nos impone como deber no es ser felices sino “tender” a la felicidad siempre y cuando nunca lleguemos a ella, porque alcanzarla implica no tener historia, y esto es lo más temible que podemos imaginar: nada más espantable para nosotros que el anonimato y el olvido.
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¿Es entonces la felicidad una coartada?
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—De ese modo se le utiliza. Por un lado acatamos nuestro “deber de ser felices”, que no es otra cosa que ser consumistas y partidarios de la ideología burguesa y neoliberal, lo que significa usar la palabra “felicidad” como lema del canibalismo y la deshumanización. Somos obedientes y “tendemos” a la felicidad pero a la vez nos saboteamos toda posibilidad de “ser felices” porque queremos tener historia (y bien sabemos que sólo tienen historia el conflicto, la devastación y la rapiña).
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Hermann Hesse admiraba a un filósofo injustamente olvidado, Christoph Schrempf, que tiene una frase inefable: “Si me dispensaran del maldito deber de ser feliz, podría vivir de un modo bastante aceptable”. Si no nos gusta la palabra “felicidad”, por lo podrida que está, digamos serenidad, alegría o plenitud, a nivel individual, y a nivel de pareja digamos concordancia (que haciendo un poco de etimología-ficción significa el latir sincrónico de dos corazones).
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En Contra el amor se dice que una pareja ideal, cuyos integrantes fueran cada uno la “media naranja” del otro, formarían un reino de dos sin rastro alguno; y en el mundo de la “comunicación”, aquello de lo que no hay registro, sencillamente no existe. Pero no hay peligro de que eso suceda (el encuentro ideal o concordante, aquel en que se aborda el terreno de la Otredad con mayúscula) porque para nosotros el amor es la máxima historia, es decir, no sólo el conflicto permanente sino la devastación perenne y sistemática.
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El subtítulo de tu libro es “Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente”, y uno de esos modelos es el consumismo erótico que fabrica Hollywood. ¿Podrías ampliar lo que implica este modelo amatorio?
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—Gran parte del libro se dedica al modelo erótico que los medios (y el más poderoso de ellos, Hollywood) divulgan minuto a minuto. El consumismo erótico no son los gadgets o revistas o todo lo que compramos o aceptamos para hacernos más “deseables”, sino el deseo mismo. Se nos vende una sola forma de desear. Deseamos no por deseo (valga la expresión) sino por miedo. Y podría irse más allá en esa línea: Occidente no ama por amor sino por odio.
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La educación sentimental siempre precede a una historia amorosa, y ésta se convierte en un mero ejemplo de esas formas de amar que describe el libro y que todos conocemos a través de canciones, películas, novelas... Uno de los aspectos más importantes para desarmar ese modelo de educación sentimental está en el apartado que llamas “Lo que la gente hace”, en donde se denuncia que solemos confundir el amor con aquellas cosas que la gente hace al amar. ¿Cómo podríamos evitar esa manera de confundir la vida con la vida social?
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—Ese capítulo está dedicado al que para mí es uno de los mayores poetas del siglo XX, que es Juan Matus, maestro de Carlos Castaneda. Don Juan nos hace ver que confundimos el mundo con lo que la gente hace; para nosotros no hay más vida que la vida social. Dice: “Lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero sólo como resguardo”. Y lo explica con su impactante claridad: “Un anciano no ha agotado el mundo. Sólo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Qué precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos!”.
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Ahora bien, abrir la percepción no sólo es muy difícil sino peligroso; implica, como dice don Juan, una sacudida monumental. No sería algo tan grave y riesgoso si nuestra cultura no hubiera cortado de tajo toda comunicación con esa sabiduría ancestral: estaríamos preparados, sabríamos diferenciar; viviríamos intensa y responsablemente insertados en el mundo y en lo que la gente hace, pero no confinados en eso e ignorantes de lo que hay más allá. En un cierto nivel puede muy bien decirse que eso es lo terrible de las experiencias alteradoras (las que están “más allá”, las que nos devuelven a lo otro): el amor, el sueño, el juego, la poesía, y en otros linderos, la demencia.
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En todas las culturas los amantes se vuelven locos, y ellos mismos lo dicen.
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—Y tal vez esto se debe a que, acostumbrados a entender como sinónimos a la vida y a la vida social, aun en los estadios más mágicos y trascendentes del amor los amantes siguen equiparándose con “lo que la gente hace” y midiéndose respecto a ese consenso. En sus momentos más altos, el amor es un atisbo de la vida y el mundo más allá de lo que la gente hace. En eso se parece a la poesía: cuando en verdad merece ese nombre, el amor no tiene antecedentes, referentes ni consecuentes, y mucho menos lo que se llama “experiencia acumulada”.
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Cuando alguien nos presume de “una gran experiencia amorosa”, miente. En lo que tiene experiencia es en lo que la gente hace. Si de pronto esa persona tuviera la suerte de encontrar el amor concordante, el que está más allá de lo que hace la gente, y tuviera además la sabiduría y la inmensa valentía de reconocerlo, vería que toda esa “experiencia” de que se preciaba no le sirve absolutamente para nada. Porque se vería de pronto como en el comienzo del mundo. Y bien podríamos eliminar la palabra “como”. Todo amor es el primero, y no en un sentido social sino edénico.
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El lenguaje es otra piel; ¿es con ella con la que se tocan los amantes?
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—Ojalá fuera así, pero en nuestro estadio actual de conciencia es exactamente lo contrario: usamos el lenguaje (y el lenguaje nos usa a nosotros) para poner una barrera contra todo lo que el amor nos muestra, o quiere mostrarnos, es decir contra la sacudida monumental de los instantes de apertura a una realidad más honda y más verdadera.
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Entre los géneros literarios, uno que rescata con especial énfasis el libro es el monólogo interior. ¿Dirías que ese es el género actual del amor, puesto que a través de él devienen los relatos de vida?
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—Lo dices muy bien: más que un estilo o una técnica, el monólogo interior es un género (entendido etimológicamente como generador). Todos llevamos un monólogo interior que está activo la totalidad del tiempo, y que en el enamoramiento se disloca a niveles indescriptibles. Don Juan Matus afirma que con el monólogo interior cada uno de nosotros mantiene al mundo tal como aparece a todos; del mismo modo, los amantes mantienen al amor en el terreno de la prosa, es decir, de lo que “la gente hace”. El motivo es, de nuevo, el miedo.
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El colofón es esperanzador si nos damos cuenta de que ir contra el amor (social) es ir contra el miedo; ¿piensas que esto es posible en el modelo occidental?
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—Un gran paso, ya en sí monumental, es cobrar conciencia de ese miedo, darse cuenta de que existe, de cómo se manifiesta, de qué es a lo que tememos. Lo deplorable es que en Occidente, del mismo modo en que la vida es sólo la vida social, la conciencia es sólo la mala conciencia (la culpa, sobre todo). Luego de Amor y Occidente de Rougemont ya no podemos seguir ignorando lo que no queremos enfrentar. Ya sabemos por qué al amor, que es la forma de trascendencia más abierta a todos, lo convertimos en rapiña. Debido a un miedo enorme y milenario entramos al amor ya matándolo, para matarnos en él.
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El libro cierra con ese colofón sin esperanza de dar respuestas, pero sí hay una cierta forma de esperanza: que la conciencia se diferencie de la mala conciencia, que darse cuenta (de lo que hacemos y de por qué lo hacemos) deje de ser una forma de huida y venganza y se vuelva la urgente necesidad de reinventar la experiencia amorosa con verdadera valentía, con verdadera generosidad.
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[Contra el amor (Notas para desarmar el modelo erótico de Occidente),
Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2010.]

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Leo por segunda vez esta entrevista que Ana Alonso, en forma sensible e inteligente te hizo. Realmente es una hermosa entrevista. Te felicito, Daniel, una vez más, y también felicito a Ana a quien le auguro una obra de muy alto nivel. Angelicos mis amigos, ¡qué afortunada!

Anónimo dijo...

Nunca habia leido esta entrevista. Amarte Daniel debe ser inconmensurablemente delicioso, ¡ojala tenga algun dia la oportunidad!